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Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

La torre prohibida (8 page)

BOOK: La torre prohibida
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Capítulo 11

U
n buen periodista siempre traba amistad con un puñado de personas peculiares, a las que recurrir en ciertas ocasiones. Entre ese pequeño grupo, Jack contaba con un muchacho universitario que podía identificar una catana japonesa de cualquier época con sólo ver el mango y decir, sin titubeos, qué maestro la había fabricado; una mujer de mediana edad, ama de casa, capaz de predecir el tiempo atmosférico con mayor precisión que los superordenadores de las estaciones meteorológicas; un señor jubilado, ya anciano, que advertía de forma infalible si alguien estaba mirándole a su espalda… Y, entre ellos, Anthony Ferrero, un anticuario de medio pelo que conocía todas las clases de cajas fuertes y cerraduras fabricadas en Estados Unidos desde, al menos, el siglo XIX. Una aptitud que según Norman Martínez, el policía amigo de Jack, no podía ser fruto de la mera afición.

En el centro de Albuquerque, el tráfico era increíblemente denso. No había dónde dejar el coche, y uno tenía que recurrir a uno de los numerosos pero caros aparcamientos públicos. Jack dejó su automóvil cerca del edificio del Centro Nacional de Cultura Hispánica y se encaminó hacia el norte, en dirección a Bridge Boulevard. Justo al otro lado de ese eje de la ciudad se encontraba la tienda de Anthony Ferrero, muy cerca de un café llamado Barelas, donde se había citado esa mañana con él para desayunar y preguntarle por la llave dorada que había encontrado en el cajón de su escritorio.

Ferrero era un tipo alto y rubicundo, cuyo apellido español no se correspondía con su aspecto, más cercano al de un escandinavo que al de un hispano. Se trataba de una herencia antigua, de muchas generaciones atrás, que aun así él llevaba con orgullo. Incluso solía participar, con atuendo de soldado español, en el desfile que, cada año, conmemoraba en las calles de la ciudad la conquista de aquellas tierras.

El hombretón esperaba a Jack sentado a una mesa del Barelas. Se levantó sonriendo al verle v le dio un más que fuerte apretón de manos, como era su costumbre. No lo hacía adrede, para mostrar confianza y seguridad, sino como algo completamente natural en él.

—¡Cuánto tiempo! —exclamó, intensificando su franca sonrisa.

Jack y Ferrero tomaron asiento. Enseguida se acercó una camarera para preguntarles qué deseaban tomar. Ferrero tenía ante sí una taza de humeante café. Aún no había pedido nada de comer para esperar a Jack.

—Yo quiero unos huevos revueltos con beicon —dijo el gigantón.

—Para mí sólo un café —dijo Jack, señalándose el estómago y haciendo ver con el gesto que no tenía hambre.

La camarera se fue y Ferrero preguntó a Jack:

—¿Has desayunado en casa?

—No. Es que… no tengo apetito.

—Pues deberías desayunar algo, de todos modos. Es la comida más importante del día.

—Sí, eso me sermoneaba mi madre —dijo Jack y esbozó una leve sonrisa—. De todos modos, no te he llamado para desayunar, sino para hacerte una consulta.

—Ya lo imagino. Tú dirás.

—Mira esto.

Jack sacó la pequeña llave dorada de un bolsillo y la dejó sobre la mesa, delante de Ferrero. Éste la tomó en su inmensa mano y la examinó como un gato mira a un pájaro enjaulado.

—Es una llave común. Fabricada recientemente, aunque es un modelo que se lleva haciendo desde hace muchos años.

—;A qué puede corresponder? —dijo Jack.

—No es una llave de seguridad. Puede ser de cualquier cerradura común. Por su tamaño, yo diría que de un cofre o de un armario.

—¿Puedes decirme algo más?

—Sí. Pero no creo que sea demasiado relevante. Esta clase de llaves suele emplearse también en cajas fuertes domésticas. De esas pequeñas que se tienen para creer que se está protegido y que, como mucho, sirven para que tu mujer no encuentre tus revistas porno. —Ferrero hizo una mueca y enarcó las cejas—. Y otra cosa: por el perfil de los dientes, yo diría que no se ha utilizado apenas. No tiene marcas de desgaste ni rozaduras. Si quieres, puedo hacerle unas fotos con el móvil y enviárselas a un conocido mío que tiene una base de datos informatizada. Quizá él pueda averiguar algo más.

Jack asintió.

—Te lo agradecería, sí.

De vuelta en la redacción del periódico, Jack se excusó con Will Lomax, su jefe, por haber llegado con casi una hora de retraso. Era un tipo a punto de jubilarse, de buen carácter y comprensivo, que no le echó encima ninguna reprimenda. Aunque sí le endosó un trabajo para el resto de la mañana. Algo que a Jack le apetecía tanto como ser coceado por una mula: cubrir el entierro de un joven que se había suicidado en el garaje de la casa de sus padres, aspirando los humos de escape del motor de su coche.

—Con veinte años —dijo Lomax, sacudiendo la cabeza—. Con toda la vida por delante…

A diferencia de la mayoría de gente, Jack sí podía comprender la desesperación de alguien que decide morir. No era una cuestión que tuviera que ver con los años que a uno pudieran quedarle de vida, sino de las ganas de vivirlos.

—Muy bien, jefe. Pero después me gustaría irme a casa. Estoy un poco…

—¿No estarás enfermo? La verdad es que tienes mala cara, muchacho.

—Sí. No me encuentro demasiado bien.

Lomax lo miró con aire paternal.

—Puedo encargarle a otro lo del entierro.

—No, no es necesario. Sólo me gustaría irme un poco más pronto hoy.

—Como quieras, chico.

Jack fue a su escritorio en busca de la grabadora, un bloc de notas y un par de bolígrafos. Estaba removiendo el cajón cuando una voz a su espalda le hizo volverse. Era una de sus compañeras, Eve Dyson. Una exuberante mujer de treinta años, con la que todos los hombres de la redacción soñaban con acostarse, y quizá la mitad de las mujeres.

—¿Qué estás haciendo en mi mesa? —dijo extrañada y con el ceño fruncido.

—¿En tu mesa…? Ésta es la mía —contestó Jack sin comprender. Aquél era su escritorio. Lo había sido desde que se incorporó a la redacción, hacía ya más de un año.

—Tu mesa está al otro lado —dijo ella como si le hablara a un niño, y señaló hacia el extremo opuesto de la amplia sala. Después cambió el tono a uno más severo, reprobatorio—: ¿Estás bien, Winger?

Ella seguía llamándolo por su apellido. Lo hacía con todos los hombres casados de la redacción, a modo de barrera psicológica.

—Yo…

Jack estaba a punto de insistir en que era su mesa, pero volvió la mirada y se dio cuenta de que no reconocía nada de lo que había sobre ella. Él no tenía una fotografía de Eve Dyson haciendo surf, por supuesto; ni un absurdo cactus antirradiaciones junto a la pantalla del ordenador. También el cajón estaba repleto de objetos que no eran suyos. Se incorporó y volvió a girarse de nuevo hacia su compañera.

—Yo… —repitió, desorientado.

—Venga, Winger, dime de una vez lo que estás buscando. Si es por lo del caso de los hermanos Hinckley, ya he hablado con Lomax y es mío.

Se refería a una investigación acerca de sobornos que implicaba a la policía de Albuquerque. Algo que sería sonado cuando se recogieran las pruebas suficientes y se hiciera público con toda la artillería.

—No. Yo…

—¡Pero bueno! ¿Te has quedado alelado, o qué? —dijo ella casi gritando—. Esto no va a quedar así, créeme.

—De verdad, Eve, no…

En ese momento, ante las miradas atónitas del resto de periodistas, Lomax se acercó y trató de apaciguar a Eve. Había visto iniciarse la discusión desde su despacho y, aunque ignoraba los detalles, era evidente que Jack no estaba bien.

—Estoy seguro de que es un malentendido —dijo a Eve. Luego miró a Jack con la misma expresión paternal de unos minutos antes y añadió—: Tú vete a casa y descansa. Tómate un par de días. Vuelve cuando todo esté en orden, ¿de acuerdo?

—Sí —dijo Jack en un hilo de voz—. De acuerdo.

Se fue caminando despacio y con la cabeza gacha. Tras él. Eve Dyson seguía bufando. Iba a replicar, pero Lomax le puso una mano en el hombro y negó con la cabeza.

En la soledad de la cabina del ascensor, Jack se llevó las manos a la nuca. Se sentía mareado. Las cosas iban cada vez peor. Lo único bueno era que dispondría de un tiempo para tratar de averiguar de qué caja podía ser la llave dorada. Y el número. Aquel 27.143.616 que aún no le decía nada, pero que, estaba seguro, debía guardar alguna relación con la propia llave o lo que le estaba ocurriendo. La primera vez, cuando regresó de Níger, desaparecieron objetos, sus recuerdos cambiaron y se borraron, pero nada aparecía en su lugar. No como ahora. Y eso le hacía pensar que no todo era fruto de su imaginación. Quizá se estaba volviendo loco, pero eso era lo que le decía su instinto.

Ya en la calle, caminó algunos minutos sin rumbo fijo, hasta que sus pensamientos se aclararon lo suficiente. Buscó en la agenda de su móvil el número de Ferrero y le llamó.

—Anthony, soy Jack. ¿Has averiguado algo más de mi llave? —le dijo, sin fórmulas de cortesía, nada más contestar al teléfono.

—No mucho. Aunque algo sí. Mi contacto dice que esa llave posiblemente corresponde a un maletín. Está casi seguro. Es un tipo de cerradura que se ha venido instalando en maletines de varios fabricantes desde hace unos cuantos años. Aunque ya no es muy común. También me ha dicho que puede pertenecer a cualquier clase de maletín en cuanto a calidad. Se montó en modelos baratos y en otros más caros, de piel genuina. Eso es todo lo que he podido averiguar.

—Gracias, amigo. Te lo agradezco de veras —dijo Jack y colgó.

Él no tenía ningún maletín, al menos que supiera. Pero ya no daba nada por sentado. Siguió caminando y entonces recordó una tienda donde, las últimas Navidades, había comprado un bolso para Amy. Allí también vendían maletines. No perdía nada yendo y preguntando a algún vendedor. Ignoraba si eso le serviría de mucho, pero no se le ocurría otra cosa que hacer. Por lo menos, ahora sabía a qué tipo de cerradura correspondía la maldita llave.

Capítulo 12

E
l doctor Engels se había ausentado de su despacho. Jack no conseguía encontrarle y nadie entre el personal de la clínica era capaz de decirle dónde estaba. Era la segunda vez que recorría el edificio principal en su busca y empezaba a desesperarse. Necesitaba hablar con él cuanto antes sobre lo que había visto —
creído ver,
se corrigió a sí mismo— surcando el interior de aquel tornado negro. Apenas había dado tiempo a Julia para que le agradeciera su intento de salvarla, aunque lo cierto era que se habían salvado porque el tornado remitió. Quizá ninguno de los dos estaría vivo ahora de no haber sido así.

Pero nada de eso le importaba a Jack en aquel momento. Sólo hablar con el doctor Engels. Ni siquiera conseguía pensar en el hombre que posiblemente había muerto. Por lo que él sabía, aún no habían localizado el cadáver del infeliz a quien engulló el tornado. Sin duda, no debía de quedar gran cosa de él, si es que se llegaban a encontrar sus restos.

Esas reflexiones hicieron a la embotada mente de Jack darse cuenta de algo obvio: era lógico que, dadas las circunstancias, el doctor no se encontrara en su despacho, sentado tranquilamente, sino que estuviera en el jardín o en algún otro lugar del exterior. Quizá con el enfermero Kerber, que le acompañaba a todos lados como un perro guardián. Alguien debía de haber avisado a la policía. Eso también era evidente. Y si los detectives habían llegado ya, lo más probable era que Engels estuviera mostrándoles el escenario del suceso.

Mientras le daba vueltas a la cabeza, Jack se había parado en mitad de un corredor desierto. Cualquiera que lo viera allí, solo y con la mirada de un hombre hechizado, pensaría que se trataba de un loco. Él mismo volvía a dudar de su salud mental. Y esta vez no lograba ahuyentar esa idea, como había hecho con tanta facilidad unas horas antes, en el comedor, al ver por primera vez las nubes negras y preguntarle a aquella mujer si ella también podía verlas.

Jack se lamió los labios resecos, distraído. Le vino a la boca el sabor salado y áspero del sudor. Tenía la camisa empapada de nuevo. Del frío que había sentido bajo el viento gélido del tornado, ya no quedaba ni rastro. El maldito aire acondicionado seguía averiado, por supuesto. Al salir de la clínica apenas notó diferencia entre la temperatura del interior y la del porche, hasta dejar la zona en sombra y sumergirse bajo el sol ardiente. Entrecerró los ojos para protegerse de la luz cegadora y a punto estuvo de perder el equilibrio. Se sentía mareado, quizá por no haber comido nada desde el desayuno.

Fue a agarrarse a la barandilla de hierro forjado, pero se apercibió a tiempo de que el metal debía abrasar. Dio un traspié por el movimiento en falso y casi se golpeó en el rostro contra el remate que la adornaba. Expuestas al sol implacable, le parecieron más tétricas que nunca aquellas tres cabezas de animales: de un león, un lobo y una pantera.

La hierba del jardín, que el día anterior estaba fresca y mullida, hoy crujía y se quebraba bajo sus pies conforme avanzaba hacia la fuente. El hombre que se llevó el tornado había desaparecido en un punto intermedio entre aquella zona y el edificio de la clínica. Jack escudriñó a su alrededor en busca de alguna figura humana que pudiera corresponder al doctor Engels. Por ahora sólo veía a lo lejos un banco de piedra vuelto del revés y hojas y ramas arrancadas. Nada demasiado dramático. Era difícil que quien no hubiera presenciado el tornado pudiera imaginarse, a partir de aquellos restos, lo terrorífico que había sido.

Llegó hasta la fuente sin haberse encontrado a nadie. Se sentía otra vez mareado y débil. Notaba una vibración en los oídos, una especie de chirriar en el aire recalentado. Ignoraba si lo producía alguna clase de insecto que hubiera en los árboles cercanos o si era un aviso previo de que iba a caerse redondo en el suelo. No sabía cuáles eran los síntomas que precedían a un desmayo, porque nunca había sufrido uno. Al menos que él recordara —qué irónico sonaba eso, dada su amnesia—. Pero, incluso en su agitación, le parecía ridículo que un hombre hecho y derecho como él terminara perdiendo la conciencia, así que decidió sentarse un momento en el suelo, al pie de la fuente.

Era una estructura grande. De unos cinco metros de diámetro por uno y medio de alto. Proyectaba una sombra frágil, bajo la que, no obstante, se estaba más fresco de lo que Jack había esperado. Se acomodó un poco mejor y cerró los ojos al arrullo del agua que emergía de sus caños. Estaba tan cansado…
No te duermas,
se dijo a sí mismo. Pero quizá hubiera acabado dejándose vencer por el sopor de no ser por unas voces que se acercaban. Una de ellas era, inequívocamente, la del doctor Engels.

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