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Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

La torre prohibida (6 page)

BOOK: La torre prohibida
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—Encantado.

—¿A qué se refiere con lo de descubrir la verdad? ¿Qué verdad?

—Sí, la verdad. Nada es más importante que la verdad. Usted llegó ayer, ¿no es cierto? Le he estado observando. También quiere saber la verdad. —Los ojos de Maxwell volvieron a mostrar un brillo insano—. El final de mi sueño se acerca. Lo noto. Ya falta poco, sí. El tiempo se acaba. Quedan pocos días…

—¿Su sueño? —preguntó Jack—. Perdone que le interrumpa.

Maxwell levantó una mano y negó con la cabeza.

—No se preocupe… Lo entiendo —dijo, sin que Jack supiera qué quería decir con eso—. Es un sueño recurrente que el doctor Engels me ha… Tengo el mismo sueño desde que desperté en un hospital. Estuve allí ingresado antes de que me trajeran aquí. Me contaron que sufrí un ataque en mi propia casa. Alguien entró, supongo que para robar, y lo descubrí al volver. Me clavó un cuchillo de mi cocina. De mi propia cocina. Tiene gracia, ¿eh? —No tenía ninguna, y la gélida sonrisa de Maxwell lo confirmaba—. Los médicos me dijeron que estuve varios minutos sin riego sanguíneo en el cerebro. Es lo que se supone que causó mi amnesia. No recuerdo nada, pero sueño lo mismo cada noche desde entonces.

La idea que surgió en la mente de Jack era absurda. Resultaba imposible que el sueño del hombre fuera igual al suyo. Pero tenía que preguntarle.

—¿Puedo saber con qué sueña?

Eso hizo regresar la expresión desconfiada que Jack había visto en Maxwell la primera vez, cuando se cruzaron en el edificio de la clínica.

—No sé si debo. Ellos escuchan, ¿sabe, Jack? Siempre es

n escuchando. Puedo oírlos por las noches. Susurran por los pasillos.

—Ya —dijo Jack, a falta de algo mejor que contestar.

No había duda. Aquel hombre estaba mal de la cabeza, además de amnésico. Maxwell se le acercó todavía más y miró a su alrededor antes de hablar de nuevo.

—Tiene que jurarme que no va a contárselo a nadie…

Jack asintió, aunque ya estaba arrepentido de haber preguntado.

—No puede romper su promesa, Jack. Ya sabe lo que les pasa a los niños malos que mienten…

Hubo una nueva pausa. Muy larga. Jack pensó que tal vez Maxwell esperaba una respuesta, pero éste continuó.

—Que van al infierno, Jack. Eso les pasa… En mi sueño aparece un niño de unos diez años. Está en un parque de atracciones. Su madre lo ha dejado solo un instante. Él la está esperando. Un hombre se le acerca y le dice algo. Veo que está vestido de payaso, pero no consigo distinguir su cara ni oír lo que dice. El niño sabe que no debe hablar con extraños. Su madre se lo ha dicho un millón de veces. Pero todos los niños del mundo saben que los payasos son sus amiguitos. Incluso le da al niño unos globos amarillos. Su mami y él se habían hecho una foto con ese payaso un poco antes. El caso es que el niño acaba yéndose con él y montando en su coche. Debería tener miedo, correr, huir de allí… Pero no lo hace. Monta en el coche y luego…

Otro silencio.

—Luego veo un campo junto a un río, rodeado de árboles. Es de noche. La luna está en cuarto creciente. Aquel hombre, el payaso, está tocando al niño. Le hace daño, le pega y le grita. Le quita la ropa y… ahí termina el sueño.

Jack se sintió sucio sólo por haber escuchado aquel sueño repugnante. Era infinitamente peor que el suyo. Y el modo en que Maxwell lo contaba, usando a veces expresiones que sólo utilizaría un crío, ponía los pelos de punta.

—¿Y sabe qué es lo peor, Jack?

Era difícil imaginarlo.

—Que el niño de mi sueño soy yo. Es como si estuviera dentro de su cabeza, y pudiera saber lo que piensa y verlo todo con sus propios ojos.

También Jack parecía estar dentro de la joven nigeriana que asesinaban en su sueño. Era una gran coincidencia, desde luego. Pero no quería ni imaginar que su pesadilla pudiera tener la menor relación con la de Maxwell.

—¿Se la ha contado al doctor Engels?

—Se la he contado, sí. No quería, pero acabé haciéndolo. Todos acabamos contando nuestras pesadillas.

—¿Qué es lo que ha dicho?

—Que no quería hacerlo, pero…

—No, después de eso. ¿Qué quiere decir con que todos acaban contando sus pesadillas?

—Todos los pacientes de la clínica tienen una pesadilla que se repite. Cada uno la suya.

El doctor Engels le había explicado que todos los pacientes sufrían amnesia severa. Resultaba algo extraño, pero admisible. Sin embargo, lo que Maxwell le estaba diciendo simplemente no podía ser cierto.

—Pero… eso es imposible —dijo Jack en voz alta.

Maxwell ignoró el comentario y volvió a su letanía inicial.

—Voy a descubrir la verdad… Ahora tengo que irme. Estoy escribiendo un diario de mi estancia aquí y debo seguir mi rutina. La rutina tiene mala fama, pero ayuda a aprovechar las horas del día. El doctor dice que no puede interpretar mi sueño todavía. Que hay que esperar a que se complete. Pero no me fío de él. No me fío de nadie… ¿Cuál es su pesadilla, Jack? Cuéntemela.

Había una avidez desagradable en las palabras de Maxwell. Eso le hizo a Jack contener su impulso de hacer lo que le pedía. No quería compartir su sueño con aquel sujeto. Una especie de intuición le decía que no lo hiciera. En lugar de eso, Jack decidió preguntarle por algo que había mencionado al principio de su inquietante conversación.

—Antes ha dicho que el tiempo se acababa, que quedaban pocos días. ¿A qué se refiere?

Maxwell le miró con desdén.

—¿Y por qué voy a decírtelo? —De repente le tuteaba—. Tú no me has contado tu pesadilla.

Otra vez parecía un niño. Daba la impresión de estar a punto de decir «chincha y rabia» o algo similar. Jack no quería hablar más con ese tipo.

—Déjelo, es igual.

—Me he equivocado contigo. Eres igual que los otros.

Maxwell se levantó del banco y se dirigió al camino que llevaba al edificio principal, ceñudo y sin despedirse.

Jack casi respiró de alivio al quedarse otra vez a solas. Cerró los ojos. La luz del sol atravesó sus párpados, tornándose roja como la sangre. Ante las aguas cálidas, acunado por su murmullo y el piar de algunos pájaros, intentó relajarse y olvidar lo que Maxwell le había contado. Estuvo así durante algunos minutos, pero no sirvió de nada. Se sentía incómodo e intrigado. Se inclinó hacia delante, cogió una ramita del suelo y empezó a trazar con ella dibujos aleatorios en la tierra suelta. Sin que se diera cuenta, los dibujos se transformaron en números.

Cuando se levantó para regresar él también al interior de la clínica, los borró con el pie. Ni siquiera entonces se fijó en la cifra que él mismo había grabado en la tierra suelta del jardín: 27.143.616.

Capítulo 9

L
a llamada del doctor Jurgenson no cogió a Amy por sorpresa. Al contrario, la alivió saber que había sido el mismo Jack quien se había puesto en contacto voluntariamente con el psiquiatra. Aunque eso no solucionaba el problema. Un problema que parecía estar empezando a repetirse, lo cual no era en absoluto una buena señal.

Todo había empezado en la época en que Jack trabajaba como reportero de guerra, durante su última misión en Níger. Allí le ocurrió algo que nunca quiso compartir con ella. Pero Amy fue atando cabos, uniendo informaciones y llegó a saber una parte de la historia. Al parecer, Jack fue testigo accidental del asesinato de una chica. Una joven que estaba en un lugar equivocado en el momento menos oportuno: un callejón de los arrabales de Niamey, la capital del país africano. También Jack estaba allí, recuperándose de una borrachera. Ese día, uno de sus compañeros había salido ileso del ataque de un grupo insurgente, y lo había estado celebrando con varios periodistas más de las agencias internacionales.

A pesar de que era la estación de las lluvias y el aguacero podía cogerle a uno de improviso, Jack había querido volver, de madrugada, caminando hasta su hotel para despejarse, en contra del consejo de sus compañeros. Se marchó sin decir nada y no pudieron impedírselo. La situación estaba más calmada que al inicio de la guerra, pero seguían siendo muchos los peligros que podían acecharle a uno detrás de cualquier esquina. Y más aún en mitad de la noche.

Jack se detuvo a vomitar sobre el suelo mojado y sucio de un callejón. Luego se sentó en un saliente casi seco, con la espalda contra la pared, y se quedó dormido. El ruido de unos pasos le alertó. Por suerte para él, no hizo ningún ruido al despertarse. El hombre que cruzaba el callejón no lo vio, arrebujado entre las sombras y en absoluto silencio. Jack tenía un terrible dolor de cabeza y la vista nublada. Pero la adrenalina lo cambió todo de un plumazo cuando se dio cuenta de que el hombre llevaba un cuchillo en la mano. Una mano blanca, como la suya.

Entonces Jack pudo distinguir también una sombra que se movía un poco más adelante. Parecía una mujer. Se giró un momento para mirar hacia atrás justo en el instante en que el hombre la alcanzaba. Jack trató de incorporarse. Apenas lo había hecho, apoyándose en el muro a su espalda, mareado, cuando vio el reflejo de la hoja del cuchillo a la luz de un farol lejano y algo oscuro que saltaba como un chorro desde la sombra de la mujer. Aquel tipo la había degollado sin mediar palabra. Jack ahogó un grito y volvió a caer al suelo. Empezó a arrastrarse sobre los charcos hacia el lado contrario del callejón, sin dejar de mirar la escena, con el corazón en la boca del estómago.

Desde su nueva posición, Jack podía distinguir levemente el rostro del asesino. Sus facciones apenas se recortaban a la luz del farol. Pero le resultaban familiares, conocidas…

—¿Quién anda ahí…? —dijo el asesino de pronto, entre dientes, aunque sin elevar demasiado la voz, tratando de escrutar el lugar desde donde Jack lo observaba.

Éste se quedó muy quieto, con la sangre golpeándole en las venas con furia. Creyó que el asesino iría hacia él. Pero únicamente trataba de confirmar que estaba solo. Excepto por una rata que cruzó el callejón a toda velocidad, lo que disipó sus dudas.

El asesino se quedó mirando hacia el lugar por el que había corrido la alimaña. Y eso hizo que Jack pudiera ver, al fin, de quién se trataba. Claro que lo conocía: era el enviado comercial de una gran corporación de armamento americana. Se llamaba Kyle Atterton y estaba en Níger como un ave carroñera, esperando a dilucidar si sus actuales clientes seguirían comprando sus armas o tendría que vendérselas a otros nuevos; de manera que él y su empresa continuaran ganando dinero fuera cual fuese el rumbo que tomara la guerra. Era algo que a Jack le repugnaba: que su país, abanderado de la democracia en el mundo, permitiera esa clase de prácticas.

La chica ya estaba muerta cuando Atterton volvió sobre ella. Jack creyó distinguir cómo violaba su cuerpo en el suelo. Tuvo que reprimir una arcada para no vomitar otra vez. Se arrastró de nuevo en dirección a la boca del callejón, y sólo allí se puso en pie como pudo antes de echar a correr con todas sus fuerzas para alejarse del lugar. Tenía que escapar y avisar a la policía. Si no, aquel malnacido quedaría impune. La única posibilidad de que pagara por su crimen era que lo cogieran antes de que tuviera tiempo de marcharse y desaparecer.

Jack estaba mojado y lleno de mugre. Se palpó los bolsillos en busca de su teléfono móvil. Allí estaba, en uno de los del chaleco. Sin dejar de caminar a paso acelerado, tambaleándose, comprobó que tenía batería y cobertura. Marcó el número de la policía y esperó hasta que contestaron al otro lado de la línea. Lo hizo una voz femenina. Él estaba muy alterado y apenas pudo hablar con claridad al principio. Luego trató de calmarse un poco y logró explicar lo que había sucedido. Ignoraba dónde se hallaba. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para ubicarse y dar la dirección.

A pesar del estado general de caos de la ciudad, las autoridades empezaban a reorganizarse. Los soldados patrullaban las calles, así como algunas unidades de las policías militar y civil. La señorita le dijo que iba a dar aviso y que aguardara a la llegada de un coche celular. Pero, a los pocos minutos, quizá por su propio nerviosismo, Jack decidió no esperar más. Vio al fondo de la calle los faros de un vehículo con los distintivos de la policía militar. Se lanzó hacia él sin pensar en que hacer eso era una imprudencia. Por suerte, los soldados no abrieron fuego, aunque le dieron el alto y le encañonaron con sus subfusiles.

Jack levantó las manos y gritó que era periodista e iba desarmado. Pudo tranquilizarse y contar a los militares el crimen que había presenciado. Éstos hicieron que los guiara hasta el callejón. Jack lo hizo mientras rezaba por que ese bastardo de Kyle Atterton aún estuviera allí.

Al llegar, cada uno de los policías militares fue por un lado. Algo se movía aún entre las sombras. Una bestia feroz, con forma humana, que se agitó y corrió cuando los soldados encendieron sus linternas y le apuntaron. No tuvo ocasión de huir. Disparó un par de veces y alcanzó a uno de los policías militares en el hombro, pero cayó abatido por los disparos de éstos, que no tuvieron otra opción que responder al fuego.

Atterton quedó tendido en el suelo, con una mueca en el rostro y la sangre brotando de su pecho, para confundirse con la de su víctima. Pero no estaba muerto. Se aferró a la vida como una lapa a una roca.

Jack sintió un extraño alivio que luego se transformó en compasión por la joven asesinada. Pudo ver al fin su rostro. Tenía los ojos abiertos. Era muy joven y realmente guapa. Una vida segada sin motivo.

Mientras uno de los policías militares avisaba a una ambulancia, su compañero se dirigió a Jack.

—No es la primera que encontramos en las últimas semanas.

Saber eso le hizo experimentar algo parecido al vacío dentro de su pecho. Aquella era una víctima más, por la que no había sido capaz de hacer nada. Sólo le consolaba saber que, aunque se recuperase de sus heridas, Kyle Atterton ya no cometería más asesinatos. Iría a la cárcel durante el resto de su vida, o incluso puede que lo ejecutaran.

Pero Jack también sintió una punzada de culpabilidad: si no hubiera estado tan borracho… Aunque, en ese caso, tampoco se habría quedado dormido en el callejón y quizá Atterton siguiera campando a sus anchas en busca de otras víctimas.

Así es la vida. Así de injusta y absurda.

En la investigación posterior, la identidad de Jack salió a la luz. Kyle Atterton no era un simple empleado de alto nivel de la compañía de armamento, sino el hijo de uno de los directivos y principales accionistas, Morgan Atterton, un hombre poderoso y rico, tan carente de escrúpulos como su hijo.

BOOK: La torre prohibida
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