La torre prohibida (4 page)

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Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

BOOK: La torre prohibida
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—Mira, Amy. Ya hemos hablado de esto muchas veces. Me relaja fumarme una pipa de vez en cuando. Lo sabes perfectamente, y no creo que sea ningún crimen.

Dennis tenía el Nitro Truck entre sus brazos. Amy le hizo un gesto para que fuera al salón. Esperó a que se alejara un poco.

—Jack, ¿te ocurre algo? Hace años que no fumas.

—Es cierto: no fumo cigarrillos. Pero sí mi pipa. La que me regaló tu padre hace dos Navidades. Mi pipa.

Frente a él, con los brazos en jarras, Amy se puso aún más seria.

—Tú nunca has tenido una pipa. Al menos que yo sepa.

—¿Ah, no? Entonces, ¿puedes explicarme esto?

Jack se dio la vuelta y regresó a su mesa a grandes zancadas. Abrió el cajón donde estaban las latas de tabaco y el atacador. Acababa de remover su contenido, pero ahora no había nada en él, salvo unos papeles con notas para su artículo. Bajó un momento los párpados y le asaltó como un torrente lo sucedido la noche anterior, cuando la gasolinera de Teddy Samuelson desapareció ante sus ojos. En aquel momento no quiso darle mayor importancia. Después de la noche, del sueño tranquilo y reparador, incluso se había olvidado de ello.

Pero ahora volvía, a traición, como una cuchillada. ¿Qué le estaba pasando? Aquello era aún peor. Amy ni siquiera recordaba que tuviera, o hubiera tenido, una maldita pipa. Se frotó la nuca y trató de relajarse. Por el momento sería mejor no alarmar a su familia. Cerró el cajón de un golpe y oyó un tintineo en su interior que le hizo abrirlo de nuevo. Había algo plano y metálico debajo de los papeles. Los levantó y descubrió una llave. Una llave pequeña, dorada, sin ninguna marca distintivo.

—¿Explicarte qué, Jack? —dijo Amy desde la puerta del despacho.

Jack cogió la llave, cerró el cajón y se la guardó en un bolsillo.

—Na… nada, cariño. Se me ha cruzado un cable.

Eso era exactamente lo que sentía: que algo se había cortocircuitado en su cerebro.

—Me estás asustando…

—Olvídalo, por favor. Llevo varias semanas con mucho estrés. Y el artículo que no avanza… No es nada.

—¿Cómo que no es nada? Yo…

—De verdad, cariño, no me ocurre nada que no se arregle con un poco de descanso.

La expresión de Amy se relajó un poco. Fue hasta Jack y lo abrazó amorosamente.

—Quizá deberías quedarte en casa. Le diré a Dennis que iréis otro día a Laguna Pueblo. Necesitas descansar.

—No, no. Está tan ilusionado con probar su coche que sería una decepción para él. Ir a Laguna Pueblo será relajante. Eso es lo que necesito, desconectar del trabajo. Mañana estaré como nuevo.

—Está bien —aceptó ella.

—Bien —repitió Jack, y la besó—. Cogeré mi abrigo. Dile a Dennis que nos vamos.

—¿Quieres que vaya con vosotros?

—De eso nada. Ya sabes: es el Día de los Hombres.

La franca sonrisa de Jack calmó un poco más a Amy, que también sonrió.

—El Día de los Hombres… Eso siempre me ha sonado a la época de las cavernas.

—En cierto modo, sí. Los hombres necesitamos esos momentos de intimidad entre nosotros, en los que evitamos toda intimidad. —Dio un beso en la frente a su mujer y se separó de ella, agarrándola por los hombros. Puso cara de bruto y cambió la voz—: Las hembras no podéis entenderlo. Está fuera de vuestra capacidad de comprensión.

—¡Bobo!

Ambos rieron. Luego Jack miró a Amy a los ojos y añadió:

—En serio, no te preocupes. Estoy bien. Si no, sabes que te lo diría. Eres mi mitad.

—Tu mejor mitad —corrigió ella.

—Eso: mi mejor mitad.

El trayecto hasta Laguna Pueblo duró algo más de una hora, Jack no pudo quitarse de la cabeza lo sucedido, ni la llave que había encontrado en el cajón. Todo eso no podía ser una simple casualidad. La desaparición de la gasolinera, de su pipa y el resto de cosas; y ahora la aparición de esa llave dorada, sin nada que pudiera indicar a qué correspondía. Si estaba alucinando, se trataba de alucinaciones muy graves. Empezaba a preocuparse. Quizá debía consultar al médico que le ayudó la primera vez, aunque evitando que Amy se enterara. Era mejor mantenerlo en secreto, al menos de momento, apartarlo de su mente y dedicar el día a su hijo.

Los indios de Laguna Pueblo fueron los primeros que encontraron los conquistadores españoles en esa región. Se contaba que centenares de ellos acudieron para ser bautizados antes de su primer contacto con el hombre blanco, y que ello se debió al milagro de bilocación de una monja española, que los visitaba en forma incorpórea para evangelizarles. Había incluso crónicas que referían el prodigio e historias que aún circulaban entre las gentes de Nuevo México. La leyenda de esa religiosa era una de las que más gustaban a Dennis. Se la había contado una vez Pedroche, el viejo indio que vendía abalorios y objetos de artesanía.

Aquella mañana, como casi siempre, estaba sentado detrás de su tenderete, con su rostro seco y marcado por surcos tan profundos como los excavados por las aguas torrenciales en la desértica llanura.

—¡Hola, niño! —dijo al ver a Dennis. El pergamino que cubría su cara se encogió en una gran sonrisa.

—¡Pedroche! —respondió Dennis y corrió a su encuentro.

Jack caminó por detrás de su hijo. Se detuvo al llegar a un puesto que había junto al del indio. Éste le estaba enseñando al niño la cabeza de un pájaro, tallada en una madera oscura o quizá ahumada,
y
le acarició la mejilla con la áspera piel de su mano encallecida. Lo sentó en su regazo
y
le preguntó qué era lo que llevaba en la bolsa. Dennis le enseñó el coche teledirigido, que Pedroche examinó con sumo interés, como lo haría un ingeniero espacial en presencia de una nave extraterrestre. Hablaba con el niño como si éste fuera una persona mayor, al menos el tono que empleaba era el mismo, lo que le agradaba sobremanera a Dennis.

—¿Vas a probar el coche en la explanada? —dijo el indio.

—Sí, con mi papá. Me tiene que enseñar a manejarlo.

Jack seguía a unos metros, en el otro puesto, mirando unos bolsos artesanales. Cogió uno sin demasiada convicción. La mujer que los confeccionaba lo vio y se levantó para ayudarle a elegir.

—¿Es para su esposa?

—Sí. Pero no sé…

—¿De qué signo del zodíaco es?

Jack superó la sorpresa de esa pregunta y movió los ojos hacia arriba, buscando la respuesta en sus recuerdos. No era una información que tuviera presente. Ni él ni Amy eran aficionados a la astrología.

—Es… Tauro. Sí, es Tauro.

La vendedora también escrutó en su interior, para localizar la equivalencia en su propio y ancestral sistema astrológico.

—Creo que este otro le gustará más —dijo, al tiempo que descolgaba un bolso menos colorido y se lo tendía a Jack.

—Bien. Pues me lo llevo entonces.

La india sonrió y le guiñó un ojo.

—Le gustará. Ya verá como sí.

Jack pagó y fue a reunirse con Dennis. Éste tenía un collar de cuentas de hueso entre sus pequeñas manos.

—Mira, papi, es para mami. Me lo ha regalado Pedroche.

—Oh, no tiene por qué… —empezó a decir Jack al viejo indio, pero éste le cortó con una mano en alto. Parecía que iba a decir algo como: ¡jau!

—No es nada. Acéptelo y dígale a su esposa que la protegerá del olvido.

Jack no comprendió a qué se refería con eso de protegerla del olvido, pero normalmente tampoco entendía la mitad de las cosas que contaba aquel indio, de modo que asintió y le dio las gracias.

—Pero déjeme que le compre algo —añadió.

El indio hizo un gesto se asentimiento cargado de dignidad. Jack echó un vistazo a los objetos expuestos. Había unas pequeñas cajas de madera, adornadas con símbolos geométricos. Cogió una de ellas. Estaba admirablemente labrada, sin pintura, hecha a base de incrustaciones de distintas clases de madera.

—Me llevo ésta. Hijo, pon aquí el collar para mamá.

Dennis lo depositó con cuidado en el interior de la caja. El indio cobró a Jack y luego éste guardó la caja en el bolso que había adquirido en el otro puesto.

—Hoy vamos a volver con muchos regalos para mamá —dijo Jack medio riendo.

Pedroche le devolvió una simpática mirada cómplice. Una mirada que parecía decir: así debe ser con las mujeres.

—Venga, hijo, vamos a probar tu coche.

El niño se abrazó al indio y le dio un beso. Luego saltó de sus piernas al suelo y recogió el coche, que había dejado al lado, sobre un taburete ancho y bajo. Antes de que su padre y él se marcharan hacia la explanada, al pie de una elevación de piedra que había resistido durante milenios los embates del duro clima, Pedroche hizo un gesto a Jack para que se acercara un momento. Habló despacio, en voz muy baja, apenas audible, pero lo suficiente para que sintiera un escalofrío:

—Todas las llaves abren, al menos, una cerradura.

—¿Qué…?

No es que Jack no le hubiera entendido. Entendió las palabras, pero, una vez más, fue incapaz de comprender su significado. En esta ocasión, sin embargo, era distinto. El viejo indio le hablaba de algo que no podía saber. Le hablaba de una llave. Una llave como la que él había encontrado esa mañana en el cajón donde debía estar su pipa. Antes de que Jack pudiera replicar, decir cualquier cosa, Pedroche volvió a levantar su mano, adelantándose a su pregunta. Cerró los ojos y negó con la cabeza.

—Ahora no. A su debido momento. Su momento llegará y yo estaré ahí para ayudarte.

Jack le hizo caso en lo de mantenerse en silencio y hasta dio un paso atrás, amedrentado.

—Vaya con su hijo. Todo pasa y todo cambia, pero es siempre igual. Eternamente igual.

Capítulo 6

L
a calle estaba realmente oscura. Su única iluminación llegaba de una lejana farola de luz mortecina. Era época de lluvias. Había estado cayendo agua durante toda la tarde hasta bien entrada la noche. Los charcos cubrían el centro del callejón y reflejaban la escasa luz como si estuvieran plastificados. A ambos lados había contenedores de basura rebosantes, con las tapas medio abiertas. El olor de la humedad se mezclaba con el de la porquería, creando un ambiente denso y opresivo.

La joven se maldecía por haber dado largas a aquel tipo blanco con quien había cenado y tomado unas copas. Estaba claro que lo que quería era llevársela a la cama. Ella se había negado, pero no debió hacerlo. Ahora estaba sola y tenía que ir caminando a lo largo de varias manzanas por aquel barrio, peligroso y desierto, hasta el mísero bloque de apartamentos en que vivía. Trabajaba como camarera y bailarina exótica en un garito de mala muerte de Niamey, la capital de su Níger natal, y no estaba como para gastarse en taxis el poco dinero que ganaba.

Debía haberse ido al hotel de aquel americano, sí. O dejarle que la llevara a su casa y haberse liado con él. A pesar de su juventud, ya no veía gran diferencia entre acostarse con cualquiera por amor o hacerlo por un poco de dinero. Todos los hombres eran iguales: le prometían el mundo a cambio de una noche de sexo y luego se olvidaban de ella. Pero, al menos, con los que pagaban, a la mañana siguiente el dinero seguía estando dentro de su bolso.

Notaba la cabeza embotada por el alcohol. Miró hacia el final del callejón, donde la solitaria farola no hacía sino remarcar la oscuridad. Era un lugar lleno de sueños rotos. Como los de ella, aunque se empeñara en pensar que los suyos no estaban rotos aún, que sólo tardarían un poco más en hacerse realidad. Su historia era calcada a la de tantas chicas del interior. Hacía ya un año que escapó de su pequeño poblado para instalarse en la capital, con la intención de convertirse en cantante étnica. Eso estaba muy de moda en los países occidentales ricos. Es lo que se decía. Pero lo único que había conseguido hasta el momento era un trabajo miserable y que todos los extranjeros babosos intentaran aprovecharse de ella.

El éxito tiene que llegar algún día a los que no se dejan vencer, pensó con ánimo. Y se dedicó una sonrisa a sí misma en la soledad de la calle. Se convirtió en una mueca justo antes de desaparecer de sus labios. La arrancó de ellos un ruido a su espalda que la hizo detenerse: el arrastrar de unos pies, un leve chapoteo, una respiración agitada. Fue sólo un segundo, pero bastó para que un fuerte brazo emergiera de las sombras y la empujara hacia un recodo del callejón. Quiso gritar, pero no pudo. Primero se lo impidió el terror y luego la mano del desconocido. Éste la empujó contra la pared. Su rostro estaba entre las sombras, aunque algo brilló por un instante en su otra mano. Un cuchillo de caza, de hoja ancha y filo en forma de sierra.

Los ojos de la chica estaban muy abiertos, como si fueran a estallarle. Temblaba y el corazón le latía desbocado por el pánico. El pánico incontrolado y amargo que llenó su boca. No le dio tiempo a resistirse. Ni siquiera tuvo la oportunidad. El desconocido le rebanó el cuello, desgarrándolo, antes de tumbarla en el suelo, desnudarla y empezar a aserrarle el pecho.

Mientras la vida se le escapaba, la joven tuvo un último pensamiento para su madre. La vio llorando en su tosca silla de madera de raíz cuando le dijo que se iba de casa para encontrar algo mejor. Antes de que su cuerpo se sumiera en la frialdad gélida de la muerte, se dio cuenta de que su madre lloraba por eso. Porque ella ya nunca cumpliría sus sueños.

La humedad, la luz de la farola, a lo lejos; el aire denso, viciado; la sangre, la calidez del cuerpo de la joven. La sangre, la sangre…

¡La sangre!

Jack se incorporó de un salto en la cama y se quedó de lado, a punto de vomitar sobre el suelo, con el pelo revuelto y empapado en sudor. El calor de la habitación era pegajoso y agobiante. Jadeaba como si hubiera estado corriendo una maratón. Tenía los ojos desorbitados y miraba sin ver en la absoluta oscuridad a su alrededor.

Había albergado la absurda esperanza de que sus pesadillas no se repitieran al llegar a la clínica. Sin embargo, allí estaban la primera noche. Aquélla había sido más vivida y terrible que nunca. Y también más completa. Era igual todas las noches desde que se había despertado en el hospital, después de su misterioso accidente. El asesinato brutal que veía a través de los ojos de esa joven nigeriana. Siempre soñaba lo mismo. O, para ser exactos, un fragmento del mismo sueño. Pedazos inconexos de un puzzle onírico que le perturbaba cada vez más y que, por alguna razón, esta noche se había mostrado con mayor claridad.

Jack encendió la luz y cogió un cuaderno de la mesilla que había a un lado de su cama. El doctor Engels le había dicho que anotara sus sueños nada más despertarse. Así no se diluirían en su memoria. Con mano temblorosa, Jack apuntó todo lo que recordaba. Las imágenes y las sensaciones. Luego lo releyó. Le resultaba incomprensible soñar que era una joven de color a la que alguien asesinaba en un callejón mugriento. ¿Por qué esa mujer? ¿Quién podía ser ella?

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