Grandes esperanzas (46 page)

Read Grandes esperanzas Online

Authors: Charles Dickens

BOOK: Grandes esperanzas
11.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

Después de decir esto, abrió tanto el buzón de su boca que sin dificultad alguna podría haberle metido un periódico entero.

—Eso es muy desalentador —dije.

—Desde luego —contestó Wemmick.

—De modo que, según su opinión —pregunté, algo indignado—, un hombre no debe...

—¿... emplear dinero en un amigo? —dijo Wemmick, terminando mi pregunta—. Ciertamente, no. Siempre en el supuesto de que no quiera librarse del amigo, porque en tal caso la cuestión se reduce a saber cuánto dinero le costará el desembarazarse de él.

—¿Y ésa es su decidida opinión acerca del particular, señor Wemmick?

—Ésa —me contestó— es la opinión que tengo en la oficina.

—¡Ah! —exclamé al advertir la salida que me ofrecía con sus palabras. —¿Y sería también su opinión en Walworth?

—Señor Pip —me dijo con grave acento—, Walworth es un sitio y esta oficina otro, de la misma manera que mi anciano padre es una persona y el señor Jaggers otra. Es preciso no confundirlos. Mis sentimientos de Walworth deben ser expresados en Walworth, y, por el contrario, mis opiniones oficiales han de ser recibidas en esta oficina.

—Perfectamente —dije, muy aliviado—. Entonces, iré a verle a Walworth, puede contar con ello.

—Señor Pip —replicó—, será usted bien recibido allí con carácter particular y privado.

Habíamos sostenido esta conversación en voz baja, pues a ambos nos constaba que el oído de mi tutor era finísimo. Cuando apareció en el marco de la puerta de su oficina, secándose las manos con la toalla, Wemmick se puso el gabán y se situó al lado de las bujías para apagarlas. Los tres salimos juntos a la calle, y, desde el escalón de la puerta, Wemmick tomó su camino y el señor Jagger y yo emprendimos el nuestro.

Más de una vez deseé aquella noche que el señor Jaggers hubiese tenido a un padre anciano en la calle Gerrard, un Stinger u otra persona cualquiera que le desarrugara un poco el ceño. Parecía muy penoso, el día en que se cumplían veintiún años, que el llegar a la mayoría de edad fuese cosa sin importancia en un mundo tan guardado y receloso como él, sin duda, lo consideraba. Con seguridad estaba un millar de veces mejor informado y era más listo que Wemmick, pero yo también hubiera preferido mil veces haber invitado a éste y no a Jaggers. Y mi tutor no se limitó a ponerme triste a mí solo, porque, después que se hubo marchado, Herbert dijo de él, mientras tenía los ojos fijos en el suelo, que le producía la impresión de que mi tutor había cometido alguna fechoría y olvidado los detalles; tan culpable y anonadado parecía.

CAPITULO XXXVII

Pareciéndome que el domingo era el mejor día para escuchar las opiniones del señor Wemmick en Walworth, dediqué el siguiente domingo por la tarde a hacer una peregrinación al castillo. Al llegar ante las murallas almenadas observé que ondeaba la bandera inglesa y que el puente estaba levantado, pero, sin amilanarme por aquella muestra de desconfianza y de resistencia, llamé a la puerta y fui pacíficamente admitido por el anciano.

—Mi hijo, caballero —dijo el viejo después de levantar el puente—, ya se figuraba que usted vendría y me dejó el encargo de que volvería pronto de su paseo. Mi hijo pasea con mucha regularidad. Es hombre de hábitos muy ordenados en todo.

Yo incliné la cabeza hacia el anciano caballero, de la misma manera que pudiera haber hecho Wemmick, y luego entramos y nos sentamos ante el fuego.

—Indudablemente, caballero —dijo el anciano con su voz aguda, mientras se calentaba las manos ante la llama—, conoció usted a mi hijo en su oficina, ¿no es verdad? —Yo moví la cabeza afirmativamente. —¡Ah! —añadió el viejo—. He oído decir que mi hijo es un hombre notable en los negocios. ¿No es cierto? —Yo afirmé con un enérgico movimiento de cabeza—. Sí, así me lo han dicho. Tengo entendido que se dedica a asuntos jurídicos—. Yo volví a afirmar con más fuerza—. Y lo que más me sorprende en mi hijo —continuó el anciano— es que no recibió educación adecuada para las leyes, sino para la tonelería.

Deseoso de saber qué informes había recibido el anciano caballero acerca de la reputación del señor Jaggers, con toda mi fuerza le grité este nombre junto al oído, y me dejó muy confuso al advertir que se echaba a reír de buena gana y me contestaba alegremente:

—Sin duda alguna, no; tiene usted razón.

Y todavía no tengo la menor idea de lo que quería decirme o qué broma entendió él que le comunicaba.

Como no podía permanecer allí indefinidamente moviendo con energía la cabeza y sin tratar de interesarle de algún modo, le grité una pregunta encaminada a saber si también sus ocupaciones se habían dedicado a la tonelería. Y a fuerza de repetir varias veces esta palabra y de golpear el pecho del anciano para dársela a entender, conseguí que por fin me comprendiese.

—No —dijo mi interlocutor—. Me dediqué al almacenaje. Primero, allá —añadió señalando hacia la chimenea, aunque creo que quería indicar Liverpool—, y luego, aquí, en la City de Londres. Sin embargo, como tuve una enfermedad..., porque soy de oído muy duro, caballero...

Yo, con mi pantomima, expresé el mayor asombro.

—Sí, tengo el oído muy duro; y cuando se apoderó de mí esta enfermedad, mi hijo se dedicó a los asuntos jurídicos. Me tomó a su cargo y, poquito a poco, fue construyendo esta posesión tan hermosa y elegante. Pero, volviendo a lo que usted dijo —prosiguió el anciano echándose a reír alegremente otra vez—, le contesto que, sin duda alguna, no. Tiene usted razón.

Yo me extrañaba modestamente acerca de lo que él habría podido entender, que tanto le divertía, cuando me sobresaltó un repentino ruidito en la pared, a un lado de la chimenea, y el observar que se abría una puertecita de madera en cuya parte interior estaba pintado el nombre de «John». El anciano, siguiendo la dirección de mi mirada, exclamó triunfante:

—Mi hijo acaba de llegar a casa.

Y ambos salimos en dirección al puente levadizo.

Valía cualquier cosa el ver a Wemmick saludándome desde el otro lado de la zanja, a pesar de que habríamos podido darnos la mano con la mayor facilidad a través de ella. El anciano, muy satisfecho, bajaba el puente levadizo, y me guardé de ofrecerle mi ayuda al advertir el gozo que ello le proporcionaba. Por eso me quedé quieto hasta que Wemmick hubo atravesado la plancha y me presentó a la señorita Skiffins, que entonces le acompañaba.

La señorita Skiffins parecía ser de madera, y, como su compañero, pertenecía sin duda alguna al servicio de correos. Tal vez tendría dos o tres años menos que Wemmick, y en seguida observé que también gustaba de llevar objetos de valor, fácilmente transportables. El corte de su blusa desde la cintura para arriba, tanto por delante como por detrás, hacía que su figura fuese muy semejante a la cometa de un muchacho; además, llevaba una falda de color anaranjado y guantes de un tono verde intenso. Pero parecía buena mujer y demostraba tener muchas consideraciones al anciano. No tardé mucho en descubrir que concurría con frecuencia al castillo, porque al entrar en él, mientras yo cumplimentaba a Wemmick por su ingenioso sistema de anunciarse al anciano, me rogó que fijara mi atención por un momento en el otro lado de la chimenea y desapareció. Poco después se oyó otro ruido semejante al que me había sobresaltado y se abrió otra puertecilla en la cual estaba pintado el nombre de la señorita Skiffins. Entonces ésta cerró la puertecilla que acababa de abrirse y apareció de nuevo el nombre de John; luego aparecieron los dos a la vez, y finalmente ambas puertecillas quedaron cerradas. En cuanto regresó Wemmick de hacer funcionar aquellos avisos mecánicos, le expresé la admiración que me había causado, y él contestó:

—Ya comprenderá usted que eso es, a la vez, agradable y divertido para el anciano. Y además, caballero, hay un detalle muy importante, y es que a pesar de la mucha gente que atraviesa esta puerta, el secreto de este mecanismo no lo conoce nadie más que mi padre, la señorita Skiffins y yo.

—Y todo lo hizo el señor Wemmick —añadió la señorita Skiffins—. Él inventó el aparatito y lo construyó con sus manos.

Mientras la señorita Skiffins se quitaba el gorro (aunque conservó los guantes verdes durante toda la noche, como señal exterior de que había visita), Wemmick me invitó a dar una vuelta por la posesión, a fin de contemplar el aspecto de la isla durante el invierno. Figurándome que lo hacía con objeto de darme la oportunidad de conocer sus opiniones de Walworth, aproveché la circunstancia tan pronto como hubimos salido del castillo.

Como había reflexionado cuidadosamente acerca del particular, empecé a tratar del asunto como si fuese completamente nuevo para él. Informé a Wemmick de que quería hacer algo en favor de Herbert Pocket, refiriéndole, de paso, nuestro primer encuentro y nuestra pelea. También le di cuenta de la casa de Herbert y de su carácter, y mencioné que no tenía otros medios de subsistencia que los que podía proporcionarle su padre, inciertos y nada puntuales. Aludí a las ventajas que me proporcionó su trato, cuando yo tenía la natural tosquedad y el desconocimiento de la sociedad, propios de la vida que llevé durante mi infancia, y le confesé que hasta entonces se lo había pagado bastante mal y que tal vez mi amigo se habría abierto paso con más facilidad sin mí y sin mis esperanzas. Dejé a la señorita Havisham en segundo término y expresé la posibilidad de que yo hubiera perjudicado a mi amigo en sus proyectos, pero que éste poseía un alma generosa y estaba muy por encima de toda desconfianza baja y de cualquier conducta indigna. Por todas estas razones —dije a Wemmick—, y también por ser mi amigo y compañero, a quien quería mucho, deseaba que mi buena fortuna reflejase algunos rayos sobre él y, por consiguiente, buscaba consejo en la experiencia de Wemmick y en su conocimiento de los hombres y de los negocios, para saber cómo podría ayudar con mis recursos, a Herbert, por ejemplo, con un centenar de libras por año, a fin de cultivar en él el optimismo y el buen ánimo y adquirir en su beneficio, de un modo gradual, una participación en algún negocio. En conclusión, rogué a Wemmick tener en cuenta que mi auxilio debería prestarse sin que Herbert lo supiera ni lo sospechara, y que a nadie más que a él tenía en el mundo para que me aconsejara acerca del particular. Posé mi mano sobre el hombro de mi interlocutor y terminé diciendo:

—No puedo remediarlo, pero confío en usted. Comprendo que eso le causará alguna molestia, pero la culpa es suya por haberme invitado a venir a su casa.

Wemmick se quedó silencioso unos momentos, y luego, como sobresaltándose, dijo:

—Pues bien, señor Pip, he de decirle una cosa, y es que eso prueba que es usted una excelente persona.

—En tal caso, espero que me ayudará usted a ser bueno —contesté.

—¡Por Dios! —replicó Wemmick meneando la cabeza—. Ése no es mi oficio.

—Ni tampoco aquí es donde trabaja usted —repliqué.

—Tiene usted razón —dijo—. Ha dado usted en el clavo. Si no me equivoco, señor Pip, creo que lo que usted pretende puede hacerse de un modo gradual. Skiffins, es decir, el hermano de ella, es agente y perito en contabilidad. Iré a verle y trataré de que haga algo en su obsequio.

—No sabe cuánto se lo agradezco.

—Por el contrario —dijo—, yo le doy las gracias, porque aun cuando aquí hablamos de un modo confidencial y privado, puede decirse que todavía estoy envuelto por algunas de las telarañas de Newgate y eso me ayuda a quitármelas.

Después de hablar un poco más acerca del particular regresamos al castillo, en donde encontramos a la señorita Skiffins ocupada en preparar el té. La misión, llena de responsabilidades, de hacer las tostadas, fue delegada en el anciano, y aquel excelente caballero se dedicaba con tanta atención a ello que no parecía sino que estuviese en peligro de que se le derritieran los ojos. La refacción que íbamos a tomar no era nominal, sino una vigorosa realidad. El anciano preparó un montón tan grande de tostadas con manteca, que apenas pude verle por encima de él mientras la manteca hervía lentamente en el pan, situado en un estante de hierro suspendido sobre el fuego, en tanto que la señorita Skiffins hacía tal cantidad de té, que hasta el cerdo, que se hallaba en la parte posterior de la propiedad, pareció excitarse sobremanera y repetidas veces expresó su deseo de participar en la velada.

Habíase arriado la bandera y se disparó el cañón en el preciso momento de costumbre. Y yo me sentí tan alejado del mundo exterior como si la zanja tuviese treinta pies de ancho y otros tantos de profundidad. Nada alteraba la tranquilidad del castillo, a no ser el ruidito producido por las puertecillas que ponían al descubierto los nombres de John y de la señorita Skiffins. Y aquellas puertecillas parecían presa de una enfermedad espasmódica, que llegó a molestarme hasta que me acostumbré a ello. A juzgar por la naturaleza metódica de los movimientos de la señorita Skiffins, sentí la impresión de que iba todos los domingos al castillo para hacer el té; y hasta llegué a sospechar que el broche clásico que llevaba, representando el perfil de una mujer de nariz muy recta y una luna nueva, era un objeto de valor fácilmente transportable y regalado por Wemmick.

Nos comimos todas las tostadas y bebimos el té en cantidades proporcionadas, de modo que resultó delicioso el advertir cuán calientes y grasientos nos quedamos al terminar. Especialmente el anciano, podría haber pasado por un jefe viejo de una tribu salvaje, después de untarse de grasa. Tras una corta pausa de descanso, la señorita Skiffins, en ausencia de la criadita, que, al parecer, se retiraba los domingos por la tarde al seno de su familia, lavó las tazas, los platos y las cucharillas como pudiera haberlo hecho una dama aficionada a ello, de modo que no nos causó ninguna sensación repulsiva. Luego volvió a ponerse los guantes mientras los demás nos sentábamos en torno del fuego y Wemmick decía:

—Ahora, padre, léanos el periódico.

Wemmick me explicó, en tanto que el anciano iba en busca de sus anteojos, que aquello estaba de acuerdo con las costumbres de la casa y que el anciano caballero sentía el mayor placer leyendo en voz alta las noticias del periódico.

—Hay que perdonárselo —terminó diciendo Wemmick—, pues el pobre no puede gozar con muchas cosas. ¿No es verdad, padre?

—Está bien, John, está bien —replicó el anciano, observando que su hijo le hablaba.

—Mientras él lea, hagan de vez en cuando un movimiento de afirmación con la cabeza —recomendó Wemmick —; así le harán tan feliz como un rey. Todos escuchamos, padre.

Other books

Reese by Terri Anne Browning
Above by Isla Morley
Fantasy Man by Barbara Meyers
Philosophy Made Simple by Robert Hellenga
One Tragic Night by Mandy Wiener
Pure by Andrew Miller
Kentucky Traveler by Ricky Skaggs
My Blue Eyes by Maxim Daniels
Sweet but Sexy Boxed Set by Maddie James, Jan Scarbrough, Magdalena Scott, Amie Denman, Jennifer Anderson, Constance Phillips, Jennifer Johnson
Chubby Chaser by Kahoko Yamada