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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Guerra Mundial Z (31 page)

BOOK: Guerra Mundial Z
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Grité preguntando si había alguien, y oí un gruñido débil y gorgoteante. Mis ojos por fin se adaptaban a la oscuridad; empecé a distinguir una forma grande y humanoide que se arrastraba sobre la barriga. Me quedé paralizado; quería correr, pero, a la vez, quería…, no estoy seguro. Mi puerta proyectaba un estrecho rectángulo de tenue luz gris en la pared, y, cuando la cosa se acercó lo suficiente a la luz, conseguí verle la cara, completamente intacta, completamente humana salvo por el ojo derecho, que le colgaba del nervio. El izquierdo estaba clavado en los míos, y su gemido gorgoteante se convirtió en un jadeo ahogado. Salí corriendo de vuelta al piso y cerré la puerta de golpe.

Quizá por primera vez en muchos años mi mente estaba clara y, de repente, me di cuenta de que olía a humo y oía gritos a lo lejos. Me acerqué a la ventana y abrí las cortinas.

Kobura era un infierno: incendios, escombros…, los
siafu
estaban por todas partes. Vi cómo entraban rompiendo puertas, cómo invadían los apartamentos y devoraban a la gente que se escondía en los rincones o en las terrazas. Vi a algunas personas saltar por las ventanas y matarse, o romperse las piernas y la columna. Se quedaban tiradas en la acera, incapaces de moverse, y gemían de dolor hasta que los muertos las cercaban. Un hombre que estaba en un apartamento justo delante del mío intentó luchar contra ellos con un palo de golf, pero el instrumento se dobló sobre la cabeza de un zombi sin hacerle nada, y los otros cinco lo derribaron.

Entonces…, un golpe en la puerta. En mi puerta. Así… [agita el puño], pum, pumpum, pum…, en la parte de abajo de la puerta, cerca del suelo. Estaba oyendo a la cosa gruñir en el pasillo; también me llegaban ruidos de otros pisos. Eran mis vecinos, las personas a las que siempre intentaba evitar, cuyos nombres y caras apenas recordaba. Estaban gritando, suplicando, luchando y sollozando. Escuché una voz, una mujer joven o una niña, que estaba en el suelo, sobre mi piso, llamando a alguien por su nombre, suplicándole que parase; la voz quedó ahogada en un coro de gemidos. Los golpes de la puerta se hicieron más violentos, porque habían aparecido más
siafu
. Perdí tiempo y fuerzas intentando apilar los muebles del salón junto a la entrada, ya que, en términos estadounidenses, nuestro piso estaba bastante vacío. La puerta empezó a crujir; podía ver cómo sufrían las bisagras y calculé que apenas me quedaban unos cuantos minutos para escapar.

¿
Escapar? Pero si la puerta estaba atrancada…

Por la ventana, al balcón del piso inferior. Pensé que podía atar las sábanas para hacer una cuerda… [sonríe, avergonzado]… Se lo había oído a un
otaku
que estudiaba fugas de las prisiones estadounidenses. Era la primera vez que le daba una aplicación práctica a mis conocimientos teóricos.

Por suerte, la tela resistió. Bajé por ella hacia el piso que tenía debajo. De inmediato, empecé a notar calambres en los músculos, ya que, como nunca les había prestado atención, se estaban vengando de mí. Hice lo que pude por controlar mis movimientos y no pensar en que estaba a diecinueve plantas del suelo. El viento era terrible, caliente y seco por culpa de los incendios; una ráfaga me cogió y me golpeó contra el lateral del edificio, de modo que reboté en el hormigón y solté la tela. Mis pies se dieron contra la barandilla del balcón de abajo, y tuve que reunir todo mi valor para relajarme y bajar los pocos centímetros que me quedaban. Aterricé de culo, jadeando y tosiendo por el humo. Oía ruidos arriba, en mi piso, porque los muertos habían derribado la puerta principal. Miré hacia mi balcón y vi una cabeza, la del
siafu
de un solo ojo, que se metía por la abertura entre la barandilla y el suelo. Se quedó allí colgado un instante, medio fuera, medio dentro, intentó lanzarse a por mí y cayó al vacío. Nunca olvidaré que seguía intentando agarrarme mientras caía, ni la imagen de pesadilla de aquella criatura suspendida en el aire, con los brazos extendidos y el ojo suelto volando sobre la frente.

Oí los gemidos de los otros
siafu
en el balcón y me volví para ver si había alguno en el apartamento en el que me encontraba. Por suerte, comprobé que alguien había montado una barricada en la puerta principal, como había hecho yo. Sin embargo, no me llegaban gemidos desde el otro lado, y también me tranquilizó ver la capa de cenizas sobre la alfombra. Era una capa gruesa y sin marcas, lo que me decía que nadie pisaba aquel suelo desde hacía un par de días. Durante un instante creí estar solo, y entonces noté el olor.

Abrí la puerta del baño y me echó para atrás una nube invisible y putrefacta. La mujer estaba en la bañera, se había cortado las venas haciéndose unos trazos largos y verticales, para asegurarse de terminar el trabajo. Se llamaba Reiko, era la única vecina que me había esforzado por conocer, ya que trabajaba en un club muy caro para hombres de negocio extranjeros, y siempre me había preguntado qué aspecto tendría desnuda. Acababa de averiguarlo.

Curiosamente, lo que más me preocupaba era no saber ninguna oración que dedicar a los muertos. Se me había olvidado lo que mis abuelos intentaron enseñarme de pequeño, lo había rechazado, considerándolo un dato obsoleto. Resultaba vergonzoso lo despegado que me encontraba de mi herencia cultural. Sólo pude quedarme allí de pie como un idiota y susurrar una incómoda disculpa por llevarme parte de sus sábanas.

¿
Sus sábanas
?

Para hacer más cuerda. Sabía que no podía quedarme mucho tiempo; aparte del riesgo para la salud que suponía el cadáver, no había forma de saber cuándo notarían mi presencia los
siafu
de aquella planta y procederían a atacar la barricada. Tenía que salir del edificio, de la ciudad y, con suerte, encontrar la forma de salir de Japón. Todavía no tenía un plan bien pensado, sólo sabía que tenía que seguir adelante, planta por planta, hasta llegar a la calle. Supuse que detenerme en algunos de los pisos me daría la oportunidad de recoger suministros, y, aunque mi método de bajar por la cuerda de sábanas resultase peligroso, no podía ser peor que los
siafu
que, sin duda, acechaban en los pasillos y escaleras del edificio.

¿
No sería aún más peligroso cuando llegase a la calle
?

No, era más seguro. [Nota mi extrañeza.] No, de verdad. Era una de las cosas que había aprendido en Internet: los muertos son lentos y resulta fácil correr o incluso caminar más deprisa que ellos. En el interior corría el riesgo de quedar atrapado en algún cuello de botella, pero, al aire libre, tenía infinitas opciones. Lo que es mejor, gracias a los informes que los supervivientes habían colgado en la red, había aprendido que el caos de un brote a gran escala podía jugar en mi beneficio. Con tantos humanos asustados y desorganizados para distraer a los
siafu
, ¿por qué se iban a fijar en mí? Mientras mirase por dónde iba, avanzase a paso ligero y no tuviese la mala suerte de acabar atropellado por un motorista desquiciado o alcanzado por una bala perdida, tenía una buena probabilidad de abrirme paso entre el desastre de la ciudad. El verdadero problema era llegar hasta allí.

Tardé tres días en bajar hasta la planta baja. En parte, se debía a mi lamentable estado físico; para un atleta bien entrenado, mi numerito con la cuerda improvisada habría sido todo un reto, así que imagínese lo que significaba para mí. En retrospectiva, fue un milagro que no cayese al vacío ni sucumbiese a una infección, teniendo en cuenta todos los arañazos y roces que me hice. Mi cuerpo se mantenía a base de adrenalina y analgésicos; estaba exhausto, nervioso y terriblemente falto de sueño, porque no podía descansar en el sentido convencional. Cuando oscurecía, apoyaba todo lo que podía contra la puerta, me sentaba en un rincón, lloraba, me curaba las heridas y maldecía mi fragilidad, hasta que el cielo se iluminaba de nuevo. Una noche conseguí cerrar los ojos e incluso adormecerme unos minutos, pero, entonces, los golpes de un
siafu
en la puerta hicieron que saliese corriendo hacia la ventana. Me pasé el resto de aquella noche acurrucado en el balcón del piso de al lado; las puertas correderas estaban cerradas con llave, y a mí no me quedaban fuerzas para romperlas de una patada.

Mi segundo retraso fue psicológico, no físico; en concreto, al ser
otaku
, se trataba de mi necesidad obsesivo compulsiva de encontrar el equipo de supervivencia perfecto, tardara lo que tardara en lograrlo. Gracias a mis búsquedas en la red, sabía cuáles eran las armas, la ropa, la comida y las medicinas ideales. El problema era encontrarlas en un edificio de pisos de oficinistas urbanos.

[Se ríe.]

Era para verme, arrastrándome por aquella cuerda hecha de sábanas, con un impermeable de hombre de negocios y la mochila
vintage
de Hello Kitty, de color rosa chillón, que le había cogido a Reiko. Me había llevado mi tiempo, pero, al tercer día, ya tenía casi todo lo que necesitaba, salvo un arma fiable.

¿
No había encontrado nada
?

[Sonríe.] No estaba en los Estados Unidos, donde había más armas de fuego que habitantes. Es un dato verídico: un
otaku
de Kobe robó esa información directamente de la Asociación Nacional del Rifle de su país.

Me refería a una herramienta de mano, un martillo o una palanca…

¿Qué oficinista se encarga de sus propias reparaciones? Pensé en un palo de golf, porque de esos sí había muchos, hasta que me acordé de lo que había intentado hacer el hombre del edificio de enfrente. Sí que encontré un bate de béisbol de aluminio, pero lo habían usado tanto que estaba demasiado doblado para resultar útil. Miré por todas partes, de verdad, sin encontrar nada lo bastante fuerte o afilado para defenderme. También razoné que, una vez llegase a la calle, podría tener más suerte: una porra de un policía muerto o, incluso, el arma de fuego de un soldado.

Ese tipo de pensamientos fue lo que estuvo a punto de matarme. Estaba a cuatro plantas del suelo, casi, literalmente, al final de mi cuerda. Cada tramo que fabricaba me daba para varias plantas, la suficiente longitud para poder recoger más sábanas. Sabía que aquella parada sería la última, y ya tenía preparado todo mi plan de huida: aterrizaría en el balcón de la cuarta planta, entraría en el piso para coger las sábanas (había perdido la esperanza de encontrar un arma), me deslizaría hasta la acera, robaría la moto más adecuada (aunque no tenía ni idea de cómo conducirla), saldría a toda pastilla como un antiguo
bosozoku
[54]
y, quizá, podría recoger a un par de chicas por el camino. [Se ríe.] En aquellos momentos, mi mente era apenas funcional. Si la primera parte de mi plan hubiese funcionado y hubiese conseguido llegar al suelo en esas condiciones… Bueno, lo que importa es que no lo hice.

Aterricé en el balcón de la cuarta planta, fui a abrir la puerta corredera y me di de bruces contra un
siafu
. Era un joven de veintitantos con un traje desgarrado. Le habían arrancado la nariz a mordiscos y arrastraba su rostro ensangrentado por la superficie del cristal. Di un salto hacia atrás, me agarré a la cuerda e intenté subir de nuevo, pero no me respondían los brazos; no me dolían ni me ardían, simplemente habían llegado a su límite. El
siafu
empezó a aullar y a aporrear el cristal, mientras yo, desesperado, intentaba balancearme, con la esperanza de hacer rápel por la fachada del edificio y aterrizar en el balcón de al lado. El cristal se rompió y el
siafu
se abalanzó sobre mis piernas. Yo me impulsé para apartarme del edificio, solté la cuerda, me lancé con todas mis fuerzas… y fallé.

La única razón por la que estoy hablando con usted en estos momentos fue que mi caída en diagonal me llevó hasta el balcón que estaba debajo del que yo había elegido para aterrizar. Caí de pie, me tambaleé hacia delante y estuve a punto de caer por el otro lado de la barandilla. Entré en el piso a trompicones y miré rápidamente a mi alrededor en busca de
siafu
. El salón estaba vacío, y el único mueble, una mesita tradicional, estaba apoyada contra la puerta. El ocupante debía de haberse suicidado, como los otros. No olí nada raro, así que supuse que se habría tirado por la ventana. Razoné que estaba solo y me permití el grado de alivio justo para dejar que mis piernas cediesen. Me apoyé en la pared del salón, con el cansancio a punto de hacerme delirar, y contemplé la colección de fotografías que decoraban la pared que tenía delante. El propietario del piso era un anciano, y las fotografías mostraban una vida muy plena: había tenido una gran familia, muchos amigos, y, al parecer, había viajado a todos los lugares emocionantes y exóticos del mundo. Yo nunca me había imaginado saliendo de mi dormitorio, por no hablar de llevar un tipo de vida semejante, pero me prometí que, si salía de aquella pesadilla, no me limitaría a sobrevivir, ¡viviría!

Mis ojos repararon en el otro mueble que quedaba en la habitación, una Kami Dana o altar sintoísta tradicional. Debajo de él, en el suelo, había algo, supuse que una nota de suicidio que el viento habría llevado hasta allí cuando entré. Como no me pareció bien dejarla tirada, atravesé el cuarto cojeando y me agaché para recogerla. Muchos Kami Dana tienen un espejito en el centro y reflejado en ese espejo, vi algo que salía del dormitorio arrastrando los pies.

La adrenalina entró en acción justo cuando me volví. El anciano seguía allí, y la venda que llevaba en la cara me decía que no hacía mucho que se había reanimado. Se lanzó sobre mí; yo lo esquivé. Todavía notaba las piernas temblorosas, y él consiguió cogerme por el pelo, pero me retorcí, intentando soltarme. El
siafu
me pegó un tirón para acercarme a él. Estaba en una forma física sorprendente para alguien de su edad, con una musculatura igual, si no superior, a la mía; sin embargo, tenía los huesos frágiles y oí cómo se le rompían cuando le agarré el brazo con el que me tenía sujeto. Le di una patada en el pecho, él salió volando hacia atrás y su brazo roto se me quedó enganchado al pelo. Se dio contra la pared y las fotografías cayeron, bañándolo en una lluvia de cristales. Gruñó y se lanzó de nuevo contra mí. Retrocedí, me tensé y lo agarré por el brazo que le quedaba, retorciéndoselo para ponérselo a la espalda, mientras, con la otra mano, le rodeaba el cuello y, con un rugido que no me sabía capaz de producir, lo empujé hacia el balcón y lo tiré al vacío. Aterrizó boca arriba en el pavimento, y su cabeza siguió gruñéndome desde aquel cuerpo roto.

BOOK: Guerra Mundial Z
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