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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Guerra Mundial Z (33 page)

BOOK: Guerra Mundial Z
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Sabía que avanzaba hacia mí, gruñendo y lanzando zarpazos al aire vacío. Conseguí esquivar su torpe intento de herirme y cogí el
ikupasuy
, concentré mi ataque en la fuente del gemido de la criatura, golpeé rápidamente y noté la vibración del crujido en los brazos. La criatura cayó de espaldas en la tierra, mientras yo lanzaba un grito triunfante: «¡Banzai!».

Me resulta difícil describir mis sentimientos en aquellos instantes. La furia había estallado en mi corazón, creando una fuerza y un valor que alejaban mi antigua vergüenza como el sol aleja a la noche del cielo. De repente, supe que los dioses me aprobaban, que no habían enviado al oso para matarme, sino para avisarme. Entonces no entendí el motivo, pero sabía que debía sobrevivir hasta el día en que por fin se me revelase.

Y eso hice durante los siguientes meses: sobreviví. Dividí mentalmente la sierra de Hiddaka en una serie de varios cientos de
chi-tai
[57]
. Cada
chi-tai
tenía algún objeto que ofrecía protección (un árbol o una roca alta) y un lugar para dormir en paz sin temor a un ataque inmediato. Siempre dormía durante el día, y sólo viajaba, buscaba comida o cazaba por la noche. No sabía si las criaturas dependían de la visión tanto como los seres humanos, pero no quería darles ni siquiera esa pequeña ventaja.
[58]

Perder la vista me había preparado para estar siempre alerta cuando me movía. Los que pueden ver suelen dar por sentado el acto de caminar; ¿cómo si no iban a tropezarse con algo que han visto con claridad? El fallo no está en los ojos, sino en la mente, un proceso mental perezoso consentido por toda una vida de dependencia en el nervio óptico. A mí no me ocurría; siempre había tenido que estar en guardia frente a peligros potenciales, estar centrado, alerta y vigilando cada paso, por decirlo de alguna forma. No me molestaba añadir una amenaza más. Caminaba unos cien pasos, me paraba, escuchaba y olía el viento, a veces incluso me agachaba para pegar la oreja al suelo. Ese método no me fallaba, y nunca me sorprendieron, ni me descubrieron con la guardia baja.

¿
Alguna vez tuvo problemas por no ser capaz de detectarlos a larga distancia? ¿Por no ver al atacante cuando estaba a varios kilómetros
?

Mi actividad nocturna evitaba el uso de una visión sana, y cualquier criatura que estuviese a varios kilómetros suponía la misma amenaza para mí que yo para ella. No hacía falta estar en guardia hasta que entraban en lo que podríamos llamar mi «perímetro de seguridad sensorial», el alcance máximo de mis oídos, nariz, dedos y pies. En el mejor de los días, cuando las condiciones eran óptimas y Haya-ji
[59]
estaba de buen humor, ese perímetro podía alcanzar hasta medio kilómetro. En el peor de los días, podía bajar hasta unos treinta o incluso quince pasos. Esos incidentes eran poco habituales, sólo sucedían cuando había hecho algo que enfurecía de verdad a los
kami
, aunque me resulta imposible saber qué era. Además, las criaturas eran de gran ayuda, porque siempre tenían la amabilidad de avisar antes de atacar.

Aquel aullido de alarma que se activa cuando descubren a una presa no sólo me avisaba de la presencia de una criatura, sino también de la dirección, alcance y posición exacta del ataque. Oía el gemido sobre las colinas y los campos, y sabía que, al cabo de una media hora, uno de los muertos vivientes me haría una visita. En momentos como ésos me detenía y me preparaba pacientemente para el ataque: soltaba la mochila, estiraba las extremidades, y a veces encontraba un sitio para sentarme en silencio a meditar. Siempre sabía cuándo se acercaban lo suficiente para golpearme, y siempre dedicaba un momento a inclinarme y agradecerles su amabilidad al avisarme. Casi sentía pena por aquellos desgraciados autómatas, que habían recorrido tanta distancia, lenta y metódicamente, para acabar su viaje con el cráneo abierto o el cuello cortado.

¿
Siempre mataba a su enemigo del primer golpe
?

Siempre.

[Hace un gesto con un
ikupasuy
imaginario.]

Golpear hacia delante, nunca balancear. Al principio apuntaba a la base del cuello, pero después, cuando mis habilidades mejoraron con el tiempo y la experiencia, aprendí a golpear aquí…

[Coloca una mano en posición horizontal en el hueco entre la frente y la nariz.]

Aunque era un poco más duro que una simple decapitación, por la grosura del hueso, servía para destrozar el cerebro, mientras que, con la decapitación, había que darle un segundo golpe a la cabeza viviente.

¿
Y si se trataba de varios atacantes? ¿Le resultaba más problemático
?

Sí, al principio. Cuando aumentaron de número, también lo hicieron las ocasiones en las que me veía rodeado. Aquellas primeras batallas fueron… «sucias». Debo reconocer que dejé que mis emociones me gobernaran: era el tifón, no el rayo. Durante una melé en Tokachi-dake tardé cuarenta y un minutos en acabar con otras tantas criaturas. Estuve quince días limpiando los fluidos corporales que me manchaban la ropa. Después, cuando empecé a desarrollar mi creatividad táctica, permití que los dioses se unieran a mí en el campo de batalla; conducía a grupos de criaturas hasta la base de una roca alta, donde podía aplastarles el cráneo desde arriba. Incluso encontraba rocas que les permitían subir a por mí, pero no todas a la vez, claro, sino de una en una, de modo que podía tirarlas contra los afilados afloramientos rocosos de abajo. Me aseguraba de agradecerle su ayuda al espíritu de cada roca, acantilado o cascada que las dejaba caer más de mil metros. Lo de la cascada no fue algo que me gustase repetir, porque recuperar el cuerpo supuso un trabajo largo y difícil.

¿
Fue a recoger el cadáver
?

Para enterrarlo. No podía dejarlo allí, profanando el arroyo. No habría sido… «correcto».

¿
Recogía todos los cadáveres
?

Todos y cada uno. Aquella vez, después de lo de Tokachi-dake, estuve tres días cavando. Separé las cabezas; casi siempre las quemaba, pero, en Tokachi-dake las tiré al cráter volcánico, donde la furia de Oyamatsumi
[60]
pudiera purgar su hedor. No entendía del todo por qué lo hacía así; me parecía que lo más adecuado era separar el origen de la maldad.

La respuesta me llegó la víspera de mi segundo invierno en el exilio. Era mi última noche en las ramas de un árbol alto, ya que, cuando cayesen las nieves, pensaba regresar a la cueva en la que había pasado el invierno anterior. Me acababa de acomodar y estaba esperando a que el calor del alba me durmiese, cuando oí unas pisadas, demasiado rapidas y enérgicas para ser de una criatura. Haya-ji había decidido serme favorable aquella noche, porque me había traído el olor de lo que sólo podía ser un humano. Había llegado a darme cuenta de que los muertos vivientes eran bastante inodoros. Sí, tenían un sutil aroma a descomposicion, que era algo más fuerte si el cadáver llevaba despierto algún tiempo o si la carne masticada le había salido de las tripas y formaba un bulto podrido en su ropa interior. Sin embargo, aparte de eso, los muertos vivientes tenían lo que yo llamo un «hedor sin olor»; no producían sudor, ni orina, ni heces convencionales; ni siquiera llevaban las bacterias del estómago o los dientes que, en los seres humanos, generaban el mal aliento. No podía decirse lo mismo del animal de dos patas que se acercaba rápidamente a mi posición: su aliento, su cuerpo, su ropa…, todo llevaba sin lavarse bastante tiempo.

Todavía estaba oscuro, así que no se percató de mi presencia. Calculé que su camino lo llevaría directamente bajo las ramas de mi árbol, así que me agazapé poco a poco, en silencio. No sabía si era hostil, si estaba loco o si lo habrían mordido recientemente. No quería correr riesgos.

[En este punto, Kondo interviene.]

KONDO
: Lo tenía encima antes de darme cuenta. Mi espada salió volando y las piernas me cedieron.

TOMONAGA
: Aterricé sobre sus omóplatos con la fuerza suficíente para dejar sin aliento a aquella figura tan débil y desnutrida, pero procurando no causarle ningún daño permanente.

KONDO
: Me puso boca abajo, de cara a la tierra, y me apretó el cuello con la punta de esa extraña pala que llevaba.

TOMONAGA
: Le dije que se quedase quieto, que lo mataría si se movía.

KONDO
: Intenté hablar, explicarle entre toses que no era hostil, que ni siquiera sabía que él estuviese allí, que sólo quería atravesar aquella zona y seguir mi camino.

TOMONAGA
: Le pregunté adonde iba.

KONDO
: Le dije que a Nemuro, el principal puerto de evacuación de Hokkaido, porque quizá quedase allí un último transporte, un barco de pesca o… cualquier cosa que pudiera llevarme a Kamchatka.

TOMONAGA
: Yo no entendía nada, así que le ordené que se explicase.

KONDO
: Y yo se lo expliqué todo sobre la plaga y la evacuación, y lloré cuando le dije que Japón había sido completamente abandonado, que Japón estaba
nai
.

TOMONAGA
: Y, de repente, lo supe, supe por qué los dioses se habían llevado mi vista, por qué me habían enviado a Hokkaido para aprender a cuidar de la tierra y por qué habían enviado al oso para avisarme.

KONDO
: Empezó a reírse mientras me soltaba y me ayudaba a limpiarme de tierra.

TOMONAGA
: Le dije que Japón no estaba abandonado, que allí seguían los elegidos por los dioses para ser sus jardineros.

KONDO
: Al principio no lo entendí…

TOMONAGA
: Así que le expliqué que, como cualquier jardín, Japón no podía dejarse marchitar y morir, que nosotros cuidaríamos de él, que lo conservaríamos, que aniquilaríamos a la plaga andante que lo infestaba y manchaba, y que restauraríamos su belleza y pureza para el día en que sus hijos regresaran.

KONDO
: Creí que estaba loco y se lo dije a la cara. ¿Nosotros dos contra millones de
siafu
?

TOMONAGA
: Yo le devolví la espada; su peso y su equilibrio me resultaban familiares. Le dije que quizá nos enfrentáramos a cincuenta millones de monstruos, pero que esos monstruos se estarían enfrentando a los dioses.

Cienfuegos (Cuba)

[Seryosha García Álvarez me sugiere que nos reunamos en su despacho. «La vista es impresionante —promete—. No se arrepentirá.» En la planta sesenta y nueve del edificio Malpica Savings and Loans, el segundo edificio más alto de Cuba después de las Torres José Martí de La Habana, el despacho en esquina del señor Álvarez da a la reluciente metrópolis y al bullicioso puerto de abajo. Es la «hora mágica» para los edificios que generan la energía que consumen, como el Malpica, el momento del día en que sus ventanas fotovoltaicas, con su casi imperceptible tono magenta, capturan la luz de la puesta de sol. El señor Álvarez tiene razón: no me arrepentí de estar allí para verlo.]

Cuba ganó la Guerra Zombi; quizá no sea una afirmación muy humilde teniendo en cuenta lo que sucedió en tantos otros países, pero mire dónde estábamos hace veinte años y compárelo con lo que tenemos en la actualidad.

Antes de la guerra vivíamos en un estado de aislamiento casi total, peor que durante el apogeo de la guerra fría. Durante la época de mi padre, al menos contábamos con lo que la Unión Soviética y sus marionetas del COMECON consideraban «asistencia económica». Sin embargo, después de la caída del bloque comunista, nuestra existencia era una continua privación: comida racionada, combustible racionado… La única comparación que se me ocurre es la de Gran Bretaña durante el bombardeo aéreo; como cualquier otra isla asediada, nosotros también vivíamos bajo la oscura nube de un enemigo siempre presente.

Aunque el bloqueo estadounidense no era tan opresivo como durante la guerra fría, su objetivo era ahogar nuestra vida económica castigando a cualquier nación que intentase comerciar libremente con nosotros. A pesar de que la estrategia de los EE.UU. tenía éxito, su triunfo más notable fue permitir que Fidel utilizase a nuestro opresor del norte como excusa para mantenerse en el poder. «¿Ven lo dura que es nuestra vida —decía—, pues es culpa del bloqueo, culpa de los yanquis. ¡Sin mí los tendríamos invadiendo nuestras playas!» Era un genio, el pupilo más aplicado de Maquiavelo. Sabía que nunca lo apartaríamos del poder mientras tuviésemos al enemigo a las puertas, así que soportamos las dificultades y la opresión, las largas colas y los susurros ahogados. Ésa era la Cuba en la que crecí, la única Cuba que me imaginaba… hasta que los muertos empezaron a levantarse.

Hubo pocos casos y se contuvieron de inmediato; sobre todo se trataba de refugiados chinos y unos cuantos hombres de negocios europeos. Casi todos los viajes desde los Estados Unidos seguían estando prohibidos, así que nos libramos del golpe inicial de la primera oleada en masa de inmigrantes. La naturaleza represiva de nuestra sociedad amurallada permitió que el gobierno tomase medidas para asegurarse de que la infección no se extendiera. Se suspendieron los viajes por el interior del país y se movilizaron tanto el ejército regular como las milicias territoriales.

Como Cuba tenía un alto porcentaje de médicos per cápita, nuestro líder supo de la verdadera naturaleza de la infección semanas antes de la aparición del primer brote.

Para cuando empezó el Gran Pánico, cuando el mundo por fin reaccionó ante la pesadilla que derribaba las puertas de sus ciudadanos, Cuba ya se había preparado para la guerra.

El simple hecho de la geografía nos libró del peligro de los enjambres por tierra a gran escala. Nuestros invasores venían del mar, sobre todo de una armada de pateras; no sólo nos traían el contagio, como habíamos visto en todo el mundo, sino que había algunos que pretendían erigir sus nuevos hogares cual conquistadores modernos.

Mire lo que pasó en Islandia, un paraíso antes de la guerra, tan seguro y a salvo que nunca sintieron la necesidad de mantener un ejército permanente. ¿Qué opciones les quedaban cuando se retiró el ejército estadounidense? ¿Cómo iban a frenar la avalancha de refugiados de Europa y el oeste de Rusia? No es ningún misterio que el antes idílico ártico acabó siendo un caldero de sangre helada. Además, ¿por qué hoy en día sigue tan infestada la zona blanca del planeta? Podríamos haber sido nosotros, de no ser por el ejemplo que nos dieron nuestros hermanos de las islas de Barlovento y Sotavento.

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