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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Guerra Mundial Z (32 page)

BOOK: Guerra Mundial Z
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De repente empezaron los golpes en la puerta principal, más
siafu
que habían oído nuestra refriega. Yo me dejaba llevar por el instinto; corrí al dormitorio del anciano y empecé a rajar las sábanas de la cama. Me imaginé que no me harían falta muchas, sólo tres más y, entonces… entonces me detuve, helado, tan inmóvil como una foto. Eso era lo que me había llamado la atención, otra fotografía que estaba colgada en la pared desnuda del dormitorio, en blanco y negro, granulosa, en la que se veía a una familia tradicional: una madre, un padre, un niño y un adolescente, seguramente el anciano, vestido de uniforme. Tenía algo en la mano, algo que hizo que el corazón estuviese a punto de parárseme. Me incliné ante la fotografía y dije, casi entre lágrimas: «Arigato».

¿
Qué tenía en la mano
?

La encontré en el fondo de una cómoda del dormitorio, bajo un fajo de papeles y los restos del uniforme de la foto. La vaina era de aluminio verde desconchado, típico del ejército, y un mango de cuero improvisado había sustituido la zapa original, pero el acero… era brillante como la plata y doblado, no estampado a máquina… con una suave curvatura
tori
de punta larga y recta. Unas crestas planas y anchas decoradas con el
kiku-sui
, el crisantemo imperial, y un río auténtico, no coloreado al ácido, bordeando el filo templado. Una artesanía exquisita, sin duda forjada para la batalla.

[Me acerco a la espada que tiene a su lado. Tatsumi sonríe.]

Kyoto (Japón)

[Sensei Tomonaga Ijiro sabe bien quién soy unos segundos antes de que entre en la habitación. Al parecer, camino, huelo e incluso respiro como un estadounidense. El fundador de los Tatenokai de Japón, o Sociedad del Escudo, me saluda con una inclinación y un apretón de manos, y me invita a sentarme frente a él, como si fuese su alumno. Kondo Tatsumi, el segundo de Tomonaga, nos sirve el té y se sienta junto al anciano maestro. Tomonaga empieza la entrevista disculpándose por cualquier incomodidad que me pueda producir su aspecto; los ojos sin vida del
sensei
no ven nada desde su adolescencia.]

Soy
hibakusha
. Perdí la vista a las 11:02 de la mañana del nueve de agosto de 1945, según su calendario occidental. Estaba de pie en el monte Kompira, trabajando en la estación de aviso de ataques aéreos junto con otros chicos de mi clase. Aquel día estaba nublado, así que, más que verlo, oí el B-29 que volaba bajo sobre nosotros. Era un solo B-san, seguramente un vuelo de reconocimiento, y ni siquiera merecía la pena informar sobre él, así que estuve a punto de reírme cuando mis compañeros de clase se lanzaron al interior de nuestra trinchera. Yo mantuve los ojos fijos sobre el valle Urakami, con la esperanza de poder echarle un vistazo al bombardero americano. En vez de eso, vi el relámpago, lo último que vería en mi vida.

En Japón, los
hibakusha
, los supervivientes de la bomba, ocupaban un escalafón único en nuestra escala social: nos trataban con compasión y lástima, éramos víctimas, héroes nacionales y símbolos de todas las agendas políticas; sin embargo, como seres humanos, nos trataban como poco más que parias. Ninguna familia permitía que sus hijos se casaran con nosotros. Los
hikabusha
éramos sucios, una mancha en el puro
onsen
[55]
genético de Japón. Yo notaba esa vergüenza a un nivel personal muy profundo; no sólo era
hikabusha
, sino que mi ceguera me convertía en una carga.

Por las ventanas del sanatorio podía oír a nuestra nación luchar por reconstruirse, y ¿qué podía hacer yo para contribuir? ¡Nada!

Pregunté muchas veces por algún tipo de trabajo que pudiera desarrollar, nada me parecía demasiado insignificante o degradante, pero nadie me quería. Seguía siendo un
hikabusha
, y descubrí que existían muchas formas de rechazar a alguien amablemente. Mi hermano me suplicó que fuese a vivir con él, insistía en que su mujer y él se ocuparían de mí y me encontrarían alguna «tarea» útil en la casa. Para mí, aquello era peor que el sanatorio. Él acababa de regresar del ejército, y estaban intentando tener otro bebé; abusar de su amabilidad en aquellos momentos me resultaba impensable. Aunque, por supuesto, pensé en acabar con mi vida y llegué a intentarlo en varias ocasiones, algo me lo impedía, frenaba mi mano cuando iba a coger las pastillas o el cristal roto. Creía que era debilidad, ¿qué otra cosa si no? Un
hibakusha
, un parásito y, encima, un cobarde deshonroso. En aquellos días, mi vergüenza no conocía límites; como había dicho el emperador en su discurso de rendición ante nuestra gente, estaba «soportando lo insoportable».

Dejé el sanatorio sin informar a mi hermano y sin saber adonde me dirigía; sólo quería alejarme todo lo posible de mi vida, de mis recuerdos y de mí mismo. Viajé, me dediqué principalmente a mendigar… No me quedaba ningún honor que proteger…, hasta que me instalé en Sapporo, en la isla de Hokkaido. Aquellas tierras frías del norte siempre habían sido la prefectura menos poblada de Japón y, con la pérdida de Sajalín y los Kuriles, se convirtió, como suele decirse, en el final del camino.

En Sapporo conocí a un jardinero
ainu
, Ota Hideki. Los
ainus
son el grupo indígena más antiguo de nuestro país y se encuentran en una posición social aún más baja que los coreanos.

Quizá por eso sintiese lástima de mí, otro paria rechazado por la tribu de Yamato; quizá fuese porque no tenía a nadie a quien pasarle sus conocimientos, ya que su hijo no regresó con vida de Manchuria. Ota-san trabajaba en el Akakaze, un antiguo hotel de lujo que se había convertido en centro de repatriación para los colonos japoneses que venían de China. Al principio, la administración se quejó de que no tenían fondos para contratar a otro jardinero. Ota-san me pagaba de su bolsillo; fue mi maestro y mi único amigo, y, cuando murió, consideré seriamente la posibilidad de irme con él. Sin embargo, como era un cobarde, no conseguí hacerlo y seguí con mi existencia, trabajando en silencio la tierra, mientras el Akakaze pasaba de ser un centro de repatriación a un hotel de lujo, y Japón dejaba atrás los escombros de la conquista para despertar como super-potencia económica.

Seguía trabajando en el Akakaze cuando oí hablar del primer brote dentro de nuestras fronteras. Estaba cortando los setos de estilo occidental que estaban cerca del restaurante, y oí a algunos de los huéspedes comentando los asesinatos de Nagumo. Por lo que decían, un hombre había matado a su esposa y después había destrozado el cadáver como si fuese un perro salvaje. Fue la primera vez que oí el término rabia africana. Intenté no hacer caso y continuar mi trabajo, pero, al día siguiente, surgieron más conversaciones, más personas que hablaban en voz baja en el patio o junto a la piscina. Nagumo no era nada comparado con el importante brote del Hospital Sumitomo, de Osaka; y al día siguiente fue Nagoya, después Sendai y Kyoto. Intenté apartar sus conversaciones de mi cabeza, porque había ido a Hokkaido a escapar del mundo, a vivir hasta el fin de mis días sumido en la vergüenza y la ignominia.

La voz que por fin me convenció del peligro fue la del director del hotel, un sensato oficinista que tenía una forma de hablar muy ceremoniosa. Después del brote de Hirosaki, convocó una reunión de personal para intentar desacreditar de una vez por todas aquellos demenciales rumores sobre cadáveres que volvían a la vida. Sólo podía confiar en su voz, y se puede saber todo sobre una persona atendiendo a lo que sucede cuando abre la boca. El señor Sugawara pronunciaba las palabras con demasiado cuidado, sobre todo sus intensas y duras consonantes. Estaba compensando en exceso un defecto del habla ya superado, una condición que sólo amenazaba con resurgir en momentos de gran ansiedad. Yo ya había notado antes el mecanismo de defensa verbal del, en apariencia, imperturbable Sugawara-san, primero en el terremoto del noventa y cinco, y después en el noventa y ocho, cuando Corea del Norte lanzó un «misil de prueba» de largo alcance con capacidad nuclear por encima de nuestro país. En aquellas dos ocasiones, el defecto de Sugawara-san había resultado casi imperceptible, mientras que, en la reunión de personal, rechinaba más que las sirenas que avisaban de los ataques aéreos en mi juventud.

De este modo, por segunda vez en mi vida, huí. Pensé en avisar a mi hermano, pero había pasado demasiado tiempo y no tenía ni idea de cómo ponerme en contacto con él; ni siquiera sabía si seguía vivo. Ése fue el último y probablemente el peor de mis actos de traición, el peso que con más dolor me llevaré a la tumba.

¿
Por qué huyó? ¿Temía por su vida
?

¡Claro que no! ¡Si acaso, agradecía que me librasen de ella! Poder morir finalmente y acabar con la miseria de mi vida era demasiado bueno para ser cierto… Lo que temía era, de nuevo, convertirme en una carga para los que me rodeaban, frenar a alguien, ocupar un espacio valioso, poner otras vidas en peligro si intentaban salvar a un viejo ciego que no merecía vivir… ¿Y si los rumores sobre los muertos vivientes eran ciertos? ¿Y si me infectaban y volvía a la vida para amenazar a mis compatriotas? No, aquél no sería el destino de este deshonroso
hibakusha
. Si iba a morir, lo haría como había vivido: olvidado, aislado y solo.

Me fui por la noche y me encaminé al sur por la autopista de la región DOO, en Hokkaido. Sólo llevaba una botella de agua, una muda de ropa y mi
ikupasuy
[56]
, una pala larga y plana parecida a una espada
shaolin
, pero que también me había servido de bastón durante muchos años. Por aquel entonces todavía había mucho tráfico en las carreteras (todavía nos llegaba petróleo de Indonesia y el Golfo), y algunos camioneros y motoristas tuvieron la amabilidad de llevarme durante unos kilómetros. Con todos ellos, la conversación siempre derivaba hacia la crisis: «¿Ha oído que se han movilizado las fuerzas de seguridad nacional?»; «El gobierno va a tener que declarar el estado de emergencia»; «¿Ha oído que anoche hubo un brote aquí mismo, en Sapporo?». Nadie sabía lo que nos depararía el día siguiente, ni lo lejos que llegaría aquella calamidad, ni quién sería la siguiente víctima; sin embargo, hablara con quien hablara, estuviesen más o menos asustados, todas las conversaciones acababan igual: «Seguro que las autoridades nos dirán qué hacer». Un camionero me dijo: «Ya lo verá, nos lo dirán un día de éstos, sólo hay que ser paciente y no armar un escándalo». Fue la última voz humana que oí, el día antes de dejar la civilización y subir a las montañas Hiddaka.

Estaba bastante familiarizado con aquel parque nacional, porque Ota-san me llevaba todos los años para recoger
sansai
, unos vegetales silvestres que atraían a botánicos, excursionistas y jefes de cocina de todas las islas japonesas. Igual que un hombre que se despierta a medianoche sabe exactamente dónde están todos los objetos de su dormitorio, yo conocía todos los ríos, rocas, árboles y zonas con musgo del lugar. Incluso conocía los
onsen
que salían a la superficie y, por tanto, nunca me faltó un baño mineral caliente para limpiarme. Todos los días me decía: «Éste es el lugar perfecto para morir; pronto tendré un accidente, una caída de algún tipo, o quizá enferme, contraiga una enfermedad o me coma una raíz envenenada, o quizá haga por fin lo más honorable y deje de comer». A pesar de eso, todos los días me alimentaba y me bañaba, me vestía con ropa de invierno y caminaba con precaución. Aunque deseara la muerte, seguí tomando todas las medidas necesarias para evitarla.

No tenía forma de saber qué sucedía en el resto del país. Oía sonidos distantes: helicópteros, cazas y el constante silbido de los aviones de pasajeros a gran altitud. Por lo que sabía, era posible que las autoridades hubiesen vencido y que el peligro se estuviese convirtiendo en un recuerdo. Quizá mi huida alarmista no había hecho más que crear un celebrado puesto de trabajo en el Akakaze, y, quizá, una mañana me despertasen los gritos de unos guardabosques enfadados, o las risas y los susurros de unos niños que iban de excursión al campo. Una mañana me despertó algo, pero no se trataban de las risillas de los niños, y no, tampoco era uno de ellos.

Era un oso, uno de esos
higuma
grandes y marrones que vagan por los bosques de Hokkaido. El
higuma
provenía originalmente de la Península de Kamchatka y mostraba la misma ferocidad y fuerza bruta de sus primos siberianos. El que tenía delante era enorme, lo notaba por la profundidad y resonancia de su respiración; calculé que lo tenía a unos cuatro o cinco metros. Me levanté lentamente y sin miedo; tenía el
ikupasuy
al lado, que era lo más parecido a un arma con lo que contaba. Supongo que, de haberlo usado como tal, podría haberme defendido con eficacia.

¿
No lo usó
?

No quería hacerlo. El animal era mucho más que un depredador hambriento cualquiera: era el destino, o eso creí. Aquel encuentro sólo podía ser la voluntad del
kami
.

¿
Quién es Kami
?

La pregunta correcta sería: ¿qué es
kami
? Los
kami
son los espíritus que habitan todas y cada una de las facetas de nuestra existencia. Les rezamos, los honramos, esperamos agradarlos y ganarnos su favor. Son los mismos espíritus que empujan a las empresas japonesas a bendecir los emplazamientos de las fábricas que van a construir, y a los japoneses de mi generación a venerar al emperador como si fuese un dios. Los
kami
son la base del sintoísmo, ya que
shinto
significa, literalmente, «el camino de los dioses», y la adoración de la naturaleza es uno de sus principios más antiguos y sagrados.

Por eso creía que se estaba cumpliendo su voluntad. Al exiliarme al bosque, había contaminado su pureza. Después de deshonrarme, de deshonrar a mi familia y a mi país, por fin había dado el último paso: deshonrar a los dioses. Y por eso habían decidido enviar a un asesino a hacer el trabajo que yo no había sido capaz de completar, a eliminar mi hedor. Agradecí a los dioses su piedad y lloré, preparado para el golpe definitivo.

Pero nunca llegó. El oso dejó de jadear y emitió un gemido agudo, casi infantil. «¿Qué te pasa? —le pregunté a un carnívoro de trescientos kilos—. ¡Venga, acaba conmigo!» El oso siguió gimiendo como un perro asustado y después se alejó de mí a la velocidad de una presa perseguida. Entonces oí aquel otro gemido. Me volví e intenté captar su origen. Por la altura de la boca, sabía que era más alto que yo; oí un pie que se arrastraba por la tierra blanda y húmeda, y el aire que salía a borbotones por una herida abierta en el pecho.

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