Guerra y paz (145 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
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Mientras que Murat y Milodarowicz hacían gala de su estupidez bajo bandera parlamentaria, un buen día los rusos atacaron a los franceses y estos huyeron a todo correr asombrándose de que no les capturaran a todos, pues ya no podían luchar como antes.

Y no les capturaron a todos porque Kutúzov encomendó la operación a Bennigsen, y para favorecerle no le dio tropas, con lo que enfureció a Bennigsen, quien además llegó tarde. Y porque fuera de las líneas, Shépelev organizó una orgía en la mansión de un terrateniente donde se divirtieron hasta la noche y donde incluso los generales bailaron. Todos eran buenos generales y buenas personas que no se habrían atrevido a relatar sus danzas e intrigas, pero resulta enojoso que ellos mismos escribieran con estilo pomposo acerca del amor a la patria, al zar y demás sandeces, cuando en esencia estaban pensando preferentemente en los banquetes y las bandas azuladas y rojizas. Esa aspiración humana no puede discutirse, pero hay que hablar de ella claramente, pues si no se hace, se inducirá a error a las jóvenes generaciones que observan con perplejidad y desesperación la flaqueza que encuentran en su espíritu, al contrario que en Plutarco y en la historia patria, donde ven únicamente a héroes.

Los franceses, después de la batalla de Tarutin avanzaron como una liebre desconcertada, poniéndose a tiro. Y Kutúzov, escatimando una carga como un tirador industrial, no ordenó disparar y se replegó. Sin embargo, llegando a Mali Yaroslav por el margen derecho tras un pequeño combate desesperado, la liebre huyó en tal estado, que un perro de corral la hubiera alcanzado. Efectivamente, en aquel entonces un sacristán cogió a noventa prisioneros y mató a treinta. Los partisanos apresaron a diez mil. Las tropas francesas tan solo esperaban un pretexto para deponer las armas y marcharse por las buenas. En esencia, el desorden en el ejército era desmesurado: olvidaban arsenales enteros, los comandantes no sabían quién se encontraba en qué sitio. Cada general arrastraba su convoy robado, y también cada oficial y soldado. Y como un mono que tras agarrar de un jarro un puñado de cacahuetes no lo suelta, en poco tiempo ellos mismos se entregaban. Dónde se dirigían y para qué, nadie lo sabía. Y el gran genio Napoleón, todavía menos. Así que nadie le daba órdenes. Cerca de él todavía se respetaba un cierto
décorum
, se redactaban órdenes, misivas, informes, órdenes del día, aún se llamaban mutuamente «¡Excelencia!». «¡Excelencia! Mi primo, el príncipe de Eckmühl, el rey de Nápoles.» Pero todos sentían que eran unos lastimosos miserables que se habían buscado ellos mismos su pena, el remordimiento de conciencia y ese infortunio sin salida. Las órdenes y los informes existían solo sobre el papel, reinaba el caos. El terror a los cosacos: alguien da un alarido y las columnas salen corriendo sin motivo. La disciplina se vino abajo. Las penurias eran horrorosas y era imposible exigir disciplina. Pero después, naturalmente, todo lo vital que no se enmarcara en el concepto humano de las calamidades de trescientas mil personas —de trescientas mil atraparían a cien mil— se conducía bajo órdenes imaginarias por voluntad del genial emperador. Pero quien haya estado en una guerra sabe que solo al oso herido que huye se le puede dar muerte tranquilamente con una pica y no al que está sano y es osado. Solo Kutúzov era consciente de ello. Él no sabía cómo estaban las cosas, pero sabía —como saben los ancianos vitales e inteligentes— que el tiempo lo arreglaría todo por sí mismo. Y en los acontecimientos históricos ese
por sí mismo
es el que da mejor resultado.

XXI

E
N
aquel entonces, cuando los franceses únicamente deseaban ser hechos prisioneros cuanto antes y los rusos estaban ocupados en distintos entretenimientos fanfarroneando a su lado, también Dólojov era entonces uno de los partisanos. Tenía un destacamento de trescientos hombres y vivía con ellos en el camino de Smolensk.

Denísov era otro de los partisanos. Y con el grupo de Denísov, ahora ya coronel, se hallaba Petrusha Rostov, que había deseado servir con Denísov, a quien rendía apasionada adoración desde los tiempos de su llegada a Moscú en 1806.

Aparte de estos grupos, no lejos correteaban por los mismos lares los grupos de un conde polaco de servicio en el ejército ruso, el de un alemán y el de un general.

Por la noche, Denísov se tumbaba en el suelo sobre unas alfombras, dentro de una isba desmoronada. Con barba, vestido con un armiak y con un icono de Nikolai el Milagrero en la cadenilla, escribía rápidamente, haciendo rechinar la pluma y sorbiendo de vez en cuando de un vaso lleno a partes iguales de ron y de té.

Petia, con su ancho y bondadoso rostro y sus delgados miembros de adolescente, estaba sentado en la esquina de un banco y contemplaba con devoción y admiración a su Napoleón. Petia también estaba vestido con unos ropajes fantásticos: un armiak con cartucheras al estilo circasiano, unos pantalones azules de caballería y espuelas. En cuanto Denísov hubo terminado de escribir una hoja, Petia la cogió para sellarla.

—¿Puedo leerla?

—Sí, míralas... ábrela...

Petia la leyó y la lectura aumentó su entusiasmo por el genio de su Napoleón. Las cartas que escribía Denísov eran la respuesta a la diplomática exigencia de dos comandantes de destacamento que le invitaban a unirse a ellos, es decir, ya que Denísov era de un rango inferior, le invitaban a actuar bajo su mando en el ataque a la gran división de caballería de Blancard, ante el que todos los jefes de los grupos de partisanos estaban afilando los colmillos, deseando llevarse la gloria de esa captura. Y la división de Blancard, olvidada por Napoleón, atestada de heridos, prisioneros y hambrientos, hacía ya tiempo que solo esperaba que alguno de los destacamentos de cosacos la capturase. Denísov contestó a un general que ya estaba actuando bajo las órdenes de otro, y al otro general le escribió que ya procedía según aquel, lanzando a cada uno una pulla de formalismo, de las que era un gran maestro. Y de este modo, se deshizo de ambos con la intención de capturar él mismo la división, y quizá también la gloria, el rango y una condecoración.

—Te los has quitado de encima a la perfección —dijo Petia entusiasmado, sin comprender toda la diplomacia y sus fines.

—Mira a ver quién está ahí —dijo Denísov, tras escuchar unos suaves pasos en el zaguán.

—A la orden —dijo diligentemente Petia, especialmente feliz de jugar a servir a su Napoleón.

En la vida doméstica, Petia, como todos, tuteaba a Denísov, pero no así en el servicio militar, donde era su ayudante. Denísov era propenso a jugar al servicio militar y a hacer de Napoleón, y la firme fe de Petia en su napoleonidad le estimulaba aún más en ello.

Los pasos eran de Tijón Seis Dedos, al que Petia hizo pasar. Tijón Seis Dedos era un mujik de Pokrovskoe. Cuando al principio de sus acciones Denísov llegó a Pokrovskoe, recibió quejas acerca de dos mujiks que habían dado cobijo a los franceses: Pokrófiev el Pelirrojo y Tijón Seis Dedos. Entonces Denísov, probando su poder y su destreza en administrarlo, habiéndose previamente acalorado, ordenó fusilar a ambos. Pero Tijón Seis Dedos cayó de rodillas y, prometiendo servirle fielmente, dijo que había actuado así por estupidez. Denísov le perdonó y le incorporó a su grupo.

Tijón, enmendándose primeramente con el trabajo sucio del reparto de las hogueras y el abastecimiento de agua, pronto mostró unas capacidades extraordinarias en la guerra de guerrillas. Una vez, yendo a por leña, tropezó con unos merodeadores, mató a dos y capturó a otro. Denísov, en broma, le montó consigo a caballo, y resultó que no había una persona más capaz que Tijón Seis Dedos de aguantar las tareas, de observar, de arrastrarse silenciosamente y de comprender, en menor medida, en qué consiste el peligro. Y Tijón fue inscrito en el destacamento de cosacos como uriadnik
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y recibió una condecoración.

Tijón Seis Dedos era un hombre alto, delgado, con unos brazos muy caídos que pendían como si estuviesen inertes —pero que en su balanceo golpeaban más vigorosamente a los más fuertes—, y con unas piernas oscilantes que, balanceándose, recorrían setenta verstas sin cansarse. Le llamaban Seis Dedos porque en verdad tenía en las manos y en los pies unos pequeños alargamientos junto al quinto dedo. Una hechicera le contó que si se cortaba uno de esos dedos, llegaría su perdición. Y Tijón cuidaba más de esos monstruosos trozos de carne que de su propia cabeza. Su alargado rostro estaba picado, la nariz le colgaba de un lado y unos ralos pelos largos le salían de la barba. Sonreía raramente, pero de un modo muy extraño. Tan extraño, que cuando lo hacía, todos se reían. Fue herido varias veces, pero todas sus heridas cicatrizaban rápidamente, así que no acudía a la enfermería. Únicamente necesitaba contener la hemorragia, cuya sangre no gustaba de ver. No comprendía el dolor, al igual que el miedo. Iba vestido con una casaca roja de húsar francés, con un sombrero de plumas de Kazán y calzado con lapti. Prefería este calzado a todos los demás. Tenía un enorme mosquetón que solo él sabía cargar —le ponía de golpe tres cargas—, un hacha y una lanza.

—¿Qué, Tishka? —preguntó Denísov.

—Traigo a dos —dijo Tijón.

Denísov comprendió que se trataba de dos prisioneros. Le había mandado a husmear a un bosque.

—¡Oh! ¿De Shamshev?

—De Shamshev. Están ahí, en el zaguán.

—¿Y qué, eran muchos?

—Muchos, pero están mal. Se puede matar a todos de una vez —dijo Tijón—. He cogido a tres a la vez fuera de la aldea.

—¿Cómo traes a dos, entonces?

—Sí, Excelencia... —Tijón comenzó a reírse y Denísov y Petia sin querer también.

—Bueno, ¿y dónde está el tercero? —preguntó riéndose Denísov.

—Sí, Excelencia. No se enfade, es que...

—¿Pues qué?

—Pues es que tiene unos harapos encima... —calló.

—Bueno, ¿y qué?

—¿Cómo voy a traerlo así, descalzo?

—Bueno, está bien. Anda, vete. Ahora salgo a verle.

Tijón se marchó y tras él entró en la habitación Dólojov, quien había galopado quince verstas para ver a Denísov y plantearle lo mismo en lo que también estaba ocupado Denísov: el deseo de alejarle del convoy y capturarlo él mismo. Dólojov habló con los prisioneros de Tijón y entró en la habitación. Iba vestido de una manera sencilla, con una levita militar de la guardia imperial sin charreteras y con unas elegantes botas de montar.

—¿Qué hacemos de pie, esperando a que dé peras el olmo? —dijo Dólojov, estrechando la mano a Denísov y a Petia—. ¿Qué haces que no los sacas de Rtíshchev? Allí hay trescientos prisioneros de los nuestros.

—Pero es que estoy en espera de ayuda para atacar la división.

—¡Oh!, es absurdo. No podrás capturar la división. Hay ocho batallones de infantería. Pregunta, pregúntale al que te los ha traído.

Denísov comenzó a reírse.

—Sí, comprendemos, comprendemos —dijo—. ¿Quieres ponche?

—No, no quiero. Mira: has capturado a muchos prisioneros. Dame a diez, tengo que azuzar a los jóvenes cosacos.

Denísov meneó la cabeza.

—¿Qué haces que no les zurras? —preguntó simplemente Dólojov—. Vaya ternura...

Dólojov engañó a todos: a los dos generales y a Denísov. Sin esperar a nadie, atacó al día siguiente la división y, naturalmente, capturó a todos los que esperaban la ocasión de entregarse.

XXII

P
IERRE
se hallaba entre los prisioneros de esa división. En el primer trayecto desde Moscú le quitaron las botas de fieltro y no le dieron otra cosa de comer que no fuera carne de caballo. Dormían al raso. Llegaron las primeras heladas. En la segunda jornada, Pierre sintió un dolor horroroso en los pies y vio que estos se habían agrietado. Caminaba apoyándose sin querer en una pierna, y desde ese momento, casi todas las fuerzas de su alma y toda su capacidad de observación se concentraron en sus pies y en el dolor. Había perdido la noción del tiempo y olvidado el lugar, sus temores y la esperanza. Deseaba no pensar en ella y pensaba únicamente en el dolor.

No recordaba cuándo y dónde había sucedido aquello, pero un suceso le sorprendió: tras los carros en los que transportaban los cuadros, tras las carretas entre las cuales reconoció una propia (le habían dicho que ahora
pertenecía
al duque de Etinguen), marchaban ellos, los prisioneros. Junto a Pierre marchaba un anciano soldado, el mismo que le había enseñado a vendarse los pies y a ponerles grasa. A su derecha, caminaba otro soldado, un joven francés, de larga nariz y ojos negros y redondos. El anciano soldado ruso se puso a gemir y pidió descansar.

—¡Adelante! —gritó desde atrás un cabo.

Pierre, cojeando, le tomó de la mano. Al soldado le dolía el vientre y estaba pálido.

—Dígale, usted que me comprende —dijo un francés—, que no podemos dejar vivos a los que queden rezagados. Hay orden de dispararles.

Pierre se lo comunicó al soldado.

—Es el fin —dijo el soldado y cayó hacia atrás, santiguándose—. Adiós, ortodoxos —dijo, santiguándose y haciendo una reverencia. Y como una nave, el gentío que le rodeaba llevó a Pierre cada vez más lejos. Pero el anciano de pelo cano estaba sentado en el fangoso camino y no hacía más que reverencias. Pierre le miró y oyó el grito imperativo de un sargento sobre ese soldado de nariz puntiaguda que marchaba por la derecha.

—¡Obedezca la orden! —gritó el sargento, empujando por el hombro al joven soldado. El soldado corrió enfadado hacia atrás. El camino hacía una curva tras los abedules y Pierre, girándose, vio únicamente el humo del disparo. Después vio al soldado, que pálido y asustado como si hubiera visto una aparición, se acercó corriendo y volvió a su puesto sin mirar a nadie.

Al anciano le mataron de un disparo al igual que a muchos de la multitud de doscientas personas que marchaba junto a Pierre. Pero por muy horrible que parezca, Pierre no les culpó. Ellos mismos estaban tan mal, que apenas unos cuantos hubieran estado de acuerdo en ponerse en lugar del soldado. Con fiebre, castañeteando los dientes, se sentaron al borde del camino y se quedaron allí. Todas las conversaciones que escuchaba trataban acerca de que la posición era desesperada, de que perecerían y de que los cosacos tan solo tenían que echarse sobre ellos para que no quedase nada. Más de una vez echaron todos a correr al ver a un cosaco, y a veces lo hacían simplemente por error. Pierre observó cómo comían carne de caballo cruda, pero veía todo esto como si estuviese soñando. Toda su atención estaba constantemente puesta en sus pies enfermos, pero seguía caminando, asombrándose de sí mismo y de la exasperación y la tolerancia del sufrimiento depositada en un hombre. Casi todas las tardes se decía: «Hoy se acabó», y al día siguiente caminaba de nuevo.

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