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Authors: Douglas Adams
Pero, para ser justos, al enfrentarse con la simple enormidad de las distancias entre las estrellas, han fallado inteligencias mejores que la del autor de la introducción de la
Guía
. Hay quienes le invitan a uno a comparar por un momento un cacahuete en Reading y una nuez pequeña en Johannesburgo, y otros conceptos vertiginosos.
La verdad pura y simple es que las distancias interestelares no caben en la imaginación humana.
Incluso la luz, que viaja tan deprisa que a la mayoría de las razas les cuesta miles de años comprender que se mueve, necesita tiempo para recorrer las estrellas. Tarda ocho minutos en llegar desde la estrella Sol al lugar donde estaba la Tierra, y cuatro años hasta el vecino estelar más cercano al Sol, Alfa Próxima.
Para que la luz llegue al otro lado de la galaxia, a Damogran, por ejemplo, se necesita más tiempo: quinientos mil años.
El récord en recorrer esta distancia está por debajo de los cinco años, pero así no se ve mucho por el camino.
La
Guía del autoestopista galáctico
dice que si uno se llena los pulmones de aire, puede sobrevivir en el vacío absoluto del espacio unos treinta segundos. Sin embargo, añade que, como el espacio es de tan pasmosa envergadura, las probabilidades de que a uno lo recoja otra nave en esos treinta segundos son de doscientas sesenta y siete mil setecientas nueve contra una.
Por una coincidencia asombrosa, ése también era el número de teléfono de un piso de Islington donde Arthur asistió una vez a una fiesta magnífica en la que conoció a una chica preciosa con quien no pudo ligar, pues ella se decidió por uno que acudió sin invitación.
Como el planeta Tierra, el piso de Islington y el teléfono ya están demolidos, resulta agradable pensar que en cierta pequeña medida todos quedan conmemorados por el hecho de que Ford y Arthur fueron rescatados veintinueve segundos más tarde.
Un ordenador parloteaba alarmado consigo mismo al darse cuenta de que una escotilla neumática se abrió y se cerró sola sin razón aparente.
En realidad, ello se debía a que la Razón había salido a comer.
Un agujero acababa de aparecer en la galaxia. Era exactamente una insignificancia que duró un segundo, una nadería de veintitrés milímetros de ancho y de muchos millones de años-luz de extremo a extremo.
Al cerrarse, montones de sombreros de papel y de globos de fiesta cayeron y se esparcieron por el universo. Un equipo de analistas de mercado, de dos metros y diecisiete centímetros de estatura, cayeron y murieron, en parte por asfixia y en parte por la sorpresa.
Doscientos treinta y nueve mil huevos poco fritos cayeron a su vez, materializándose en un enorme montón tembloroso en la tierra de Poghril, que sufría el azote del hambre, en el sistema de Pansel.
Toda la tribu de Poghril había muerto de hambre salvo el último de sus miembros, un hombre que murió por envenenamiento de colesterol unas semanas más tarde.
La nada de un segundo por la cual se abrió el agujero, rebotó hacia atrás y hacia delante en el tiempo de forma enteramente increíble. En alguna parte del pasado más remoto, traumatizó seriamente a un pequeño y azaroso grupo de átomos que vagaban por el estéril vacío del espacio, haciendo que se fundieran en unas figuras sumamente improbables. Tales figuras aprendieron rápidamente a reproducirse a sí mismas (eso era lo más extraordinario de dichas figuras) y continuaron causando una confusión enorme en todos los planetas por los que pasaban a la deriva. Así es como empezó la vida en el Universo.
Cinco Torbellinos Contingentes provocaron violentos remolinos de sinrazón y vomitaron una acera.
En la acera yacían Ford Prefect y Arthur Dent, jadeantes como peces medio muertos.
—Ahí lo tienes —masculló Ford, luchando por agarrarse con un dedo a la acera, que viajaba a toda velocidad por el Tercer Tramo de lo Desconocido—, ya te dije que se me ocurriría algo.
—Pues claro —comentó Arthur—, naturalmente.
—He tenido la brillante idea —explicó Ford— de encontrar a una nave que pasaba y hacer que nos rescatara.
El auténtico universo se perdía bajo ellos, en un arco vertiginoso. Varios universos fingidos pasaban rápidamente a su lado como cabras monteses. Estalló la luz original, lanzando salpicaduras de espacio-tiempo como trocitos de crema de queso. El tiempo floreció, la materia se contrajo. El mayor número primo se aglutinó en silencio en un rincón y se ocultó para siempre.
—¡Vamos, déjalo! —dijo Arthur—. Las probabilidades en contra eran astronómicas.
—No protestes. Ha dado resultado —le recordó Ford.
—¿En qué clase de nave estamos? —preguntó Arthur mientras el abismo de la eternidad se abría a sus pies.
—No lo sé —dijo Ford—, todavía no he abierto los ojos.
—Ni yo tampoco —dijo Arthur.
El Universo dio un salto, quedó paralizado, trepidó y se expandió en varias direcciones inesperadas.
Arthur y Ford abrieron los ojos y miraron en torno con enorme sorpresa.
—¡Santo Dios! —exclamó Arthur—. ¡Si parece la costa de Southend!
—Oye, me alegro de que digas eso —dijo Ford.
—¿Por qué?
—Porque pensé que me estaba volviendo loco.
—A lo mejor lo estás. Quizá sólo hayas pensado que lo dije.
Ford consideró esa posibilidad.
—Bueno, ¿lo has dicho o no lo has dicho? —inquirió.
—Creo que sí —dijo Arthur.
—Pues tal vez nos estemos volviendo locos los dos.
—Sí —admitió Arthur—. Si lo pensamos bien, tenemos que estar locos para pensar que eso es Southend.
—Bueno, ¿crees que es Southend?
—Claro que sí.
—Yo también.
—En ese caso, debemos estar locos.
—No es mal día para estarlo.
—Sí —dijo un loco que pasaba por allí.
—¿Quién era ése? —preguntó Arthur.
—¿Quién? ¿Ese hombre de las cinco cabezas y el matorral de saúco plagado de arenques?
—Sí.
—No lo sé. Cualquiera.
—Ah.
Se sentaron los dos en la acera y con cierta inquietud observaron cómo unos niños grandísimos brincaban pesadamente por la playa y miles de caballos salvajes cruzaban horrísonos el cielo llevando repuestos de barandillas reforzadas a las Zonas Inciertas.
—¿Sabes una cosa? —dijo Arthur tosiendo ligeramente—; si esto es Southend, hay algo muy raro…
—¿Te refieres a que el mar está inmóvil como una roca y los edificios fluyen de un lado para otro? —dijo Ford.
—Sí, a mí también me ha parecido raro. En realidad —prosiguió mientras el Southend se partía con un enorme crujido en seis segmentos iguales que danzaron y giraron entre ellos hasta aturdirse en corros lujuriantes y licenciosos—, pasa algo absolutamente rarísimo.
Un rumor ululante y enloquecido de gaitas y violines pasó agostando el viento, rosquillas calientes saltaron de la carretera a diez peniques la pieza, el cielo descargó una tempestad de peces horrendos y Arthur y Ford decidieron darse a la fuga.
Se precipitaron entre densas murallas de sonido, montañas de ideas arcaicas, valles de música ambiental, malas sesiones de zapatos, fútiles murciélagos y, súbitamente, oyeron la voz de una muchacha.
Parecía una voz muy sensible, pero lo único que dijo fue:
—Dos elevado a cien mil contra uno, y disminuyendo.
Y eso fue todo.
Ford resbaló en un rayo de luz y dio vueltas de un lado para otro tratando de encontrar el origen de la voz, pero no pudo ver nada en lo que pudiera creer seriamente.
—¿Qué era esa voz? —gritó Arthur.
—No lo sé —aulló Ford—, no lo sé. Parecía un cálculo de probabilidades.
—¡Probabilidades! ¿Qué quieres decir?
—Probabilidades; ya sabes, como dos a uno, tres a uno, cinco contra cuatro. Ha dicho dos elevado a cien mil contra uno. Eso es algo muy improbable, ¿sabes?
Una tina de cuatro millones de litros de natillas se puso verticalmente encima de ellos sin aviso previo.
—Pero ¿qué quiere decir eso? —Chilló Arthur.
—¿El qué, las natillas?
—¡No, el cálculo de probabilidades!
—No lo sé. No sé nada de eso. Creo que estamos en una especie de nave.
—No puedo menos de suponer —dijo Arthur— que éste no es un departamento de primera clase.
En la urdimbre del espacio-tiempo empezaron a surgir protuberancias. Feos y enormes bultos.
—Auuuurrrgghhh… —exclamó Arthur al sentir que su cuerpo se ablandaba y se arqueaba en direcciones insólitas—. El Southend parece que se está fundiendo… las estrellas se arremolinan…, ventarrones de polvo… las piernas se me van con el crepúsculo… y el brazo izquierdo también se me sale. —Se le ocurrió una idea aterradora y añadió—: ¡Demonios!, ¿cómo voy a utilizar ahora mi reloj de lectura directa?
Miró desesperado a su alrededor, buscando a Ford.
—Ford —le dijo—, te estás convirtiendo en un pingüino. Déjalo.
De nuevo oyeron la voz.
—Dos elevado a setenta y cinco mil contra uno, y disminuyendo.
Ford chapoteó en su charca describiendo un círculo furioso.
—¡Eh! ¿Quién es usted? —graznó como un pato—. ¿Dónde está? Dígame lo que pasa y si hay algún medio de pararlo.
—Tranquilícese, por favor —dijo la voz en tono amable, como la azafata de un avión al que sólo le queda un ala y uno de cuyos motores está incendiado—, están ustedes completamente a salvo.
—¡Pero no se trata de eso! —bramó Ford—. Sino de que ahora soy un pingüino completamente a salvo, y de que mi compañero se está quedando rápidamente sin extremidades.
—Está bien, ya las he recuperado —anunció Arthur.
—Dos elevado a cincuenta mil contra uno, y disminuyendo —dijo la voz.
—Reconozco —dijo Arthur— que son más largas de lo que me gustan, pero…
—¿Hay algo —chilló Ford como un pájaro furioso— que crea que debe decirnos?
La voz carraspeó. Un
petit four
gigantesco brincó en la lejanía.
—Bienvenidos a la nave espacial Corazón de Oro —dijo la voz.
Y la voz prosiguió:
—Por favor, no se alarmen por nada que oigan o vean a su alrededor. Seguramente sentirán ciertos efectos nocivos al principio, pues han sido rescatados de una muerte cierta a una escala de improbabilidad de dos elevado a doscientos setenta y seis mil contra uno; y quizás más alta. Viajamos ahora a una escala de dos elevado a veinticinco mil contra uno y disminuyendo, y recuperaremos la normalidad en cuanto estemos seguros de lo que es normal. Gracias. Dos elevado a veinte mil contra uno y disminuyendo.
Se calló la voz.
Ford y Arthur se encontraron en un pequeño cubículo luminoso de color rosa.
Ford estaba frenéticamente exaltado.
—¡Arthur! —exclamó—. ¡Esto es fantástico! ¡Nos ha recogido una nave propulsada por la Energía de la Improbabilidad infinita! ¡Es increíble! ¡Ya había oído rumores sobre eso! ¡Todos fueron desmentidos oficialmente, pero deben haberlo conseguido! ¡Han logrado la Energía de la Improbabilidad! Arthur, esto es… ¿Arthur? ¿Qué ocurre?
Arthur se había echado contra la puerta del cubículo tratando de mantenerla cerrada, pero no ajustaba bien. Pequeñas manitas peludas con los dedos manchados de tinta se colaban por las grietas; débiles vocecitas parloteaban locamente.
Arthur alzó la vista.
—¡Ford! —Exclamó—. Afuera hay un número infinito de monos que quieren hablarnos de un guión de
Hamlet
que han elaborado ellos mismos.
La Energía de la Improbabilidad Infinita es un medio nuevo y maravilloso para recorrer grandes distancias interestelares en una simple décima de segundo, sin tener que andar a tontas y a locas por el hiperespacio.
Se descubrió por una afortunada casualidad, y el equipo de investigación damograno del Gobierno Galáctico la convirtió en una forma manejable de propulsión.
Ésta es, brevemente, la historia de su descubrimiento.
Desde luego se conocía bien el principio de generar pequeñas cantidades de improbabilidad
finita
por el sencillo método de acoplar los circuitos lógicos de un cerebro submesón Bambleweeny 57 a un vector atómico de navegación suspendido de un potente generador de movimiento browniano (digamos una buena taza de té caliente); tales generadores solían emplearse para romper el hielo en las fiestas, haciendo que todas las moléculas de la ropa interior de la anfitriona dieran un salto de treinta centímetros hacia la izquierda, de acuerdo con la Teoría de la Indeterminación.
Muchos físicos respetables afirmaron que no lo tolerarían, en parte porque constituía una degradación científica, pero principalmente porque no los invitaban a esa clase de fiestas.
Otra cosa que no soportaban era el fracaso perpetuo con el que topaban en su intento de construir una nave que generara el campo improbabilidad
infinita
necesario para lanzar a una nave a las pasmosas distancias que los separaban de las estrellas más lejanas, y al fin anunciaron malhumorados que semejante máquina era prácticamente imposible.
Entonces, un día, un estudiante a quien se había encomendado que barriese el laboratorio después de una reunión particularmente desafortunada, empezó a discurrir de este modo:
«Si semejante máquina es una imposibilidad
práctica
—pensó para sí—, entonces debe existir lógicamente una improbabilidad
finita
. De manera que todo lo que tengo que hacer para construirla es descubrir exactamente su improbabilidad, procesar esa cifra en el generador de improbabilidad finita, darle una taza de té fresco y muy caliente… ¡y conectarlo!»
Así lo hizo, y quedó bastante sorprendido al descubrir que había logrado crear de la nada el tan ansiado y precioso generador de la Improbabilidad Infinita.
Aún se asombró más cuando, nada más concederle el Premio a la Extrema Inteligencia del Instituto Galáctico fue linchado por una rabiosa multitud de físicos respetables que finalmente comprendieron que lo único que no toleraban realmente eran los sabihondos.
La cabina de control de Improbabilidad del Corazón de Oro era como la de una nave absolutamente convencional, salvo que estaba enteramente limpia porque era nueva. Todavía no se había quitado las fundas de plástico a algunos asientos de mando. La cabina, blanca en su mayor parte, era apaisada y del tamaño de un restaurante pequeño. En realidad no era enteramente oblonga: las dos largas paredes se desviaban en una curva levemente paralela, y todos los ángulos y rincones de la cabina tenían una forma rechoncha y provocativa. Lo cierto es que habría sido mucho más sencillo y práctico construir la cabina como una estancia corriente, tridimensional y oblonga, pero entonces los proyectistas se habrían sentido desgraciados. Tal como era, la cabina tenía un aspecto atractivo y funcional, con amplias pantallas de vídeo colocadas sobre los paneles de mando y dirección en la pared cóncava, y largas filas de cerebros electrónicos empotrados en la pared convexa. Un robot se sentaba melancólico en un rincón, con su lustrosa y reluciente cabeza de acero colgando flojamente entre sus pulidas y brillantes rodillas. También era completamente nuevo, pero aunque estaba magníficamente construido y bruñido, en cierto modo parecía como si las diversas partes de su cuerpo más o menos humanoide no encajasen perfectamente. En realidad ajustaban muy bien, pero algo sugería que podían haber encajado mejor.