Read Guía del autoestopista galáctico Online
Authors: Douglas Adams
Los dos filósofos lo miraron boquiabiertos.
—¡Caray! —exclamó Majikthise—. ¡Eso es lo que yo llamo pensar! Oye, Vroomfondel, ¿por qué no hemos pensado nunca en eso?
—No lo sé —respondió Vroomfondel con un susurro reverente—, creo que nuestros cerebros deben estar sobreenterados, Majikthise.
Y diciendo esto, dieron media vuelta, salieron de la habitación y adoptaron un tren de vida que superó sus sueños más ambiciosos.
—Sí, es algo muy provechoso —comentó Arthur, después de que Slartibartfast le contara los puntos más sobresalientes de esta historia—, pero no entiendo qué tiene que ver todo eso con la Tierra, los ratones y lo demás.
—Ésta no es más que la mitad de la historia, terráqueo —le advirtió el anciano—. Si quieres saber lo que ocurrió siete millones y medio de años después, en el gran día de la Respuesta, permíteme invitarte a mi despacho, donde podrás observar por ti mismo los acontecimientos en nuestras grabaciones en Sensocine. Es decir, si no quieres dar un paseo rápido por la superficie de la Nueva Tierra. Me temo que está a medio terminar; aún no hemos acabado de enterrar en la corteza los esqueletos de los dinosaurios artificiales, y luego tenemos que poner los períodos Terciario y Cuaternario de la Era Cenozoica, y…
—No, gracias —dijo Arthur—, no sería lo mismo.
—No, no sería igual —convino Slartibartfast, virando en redondo el aerodeslizador y poniendo rumbo de nuevo hacia la pasmosa pared.
El despacho de Slartibartfast era un revoltijo absoluto, como los resultados de una explosión en una biblioteca pública. Cuando entraron, el anciano frunció el ceño.
—Una desgracia tremenda —explicó—; saltó un diodo en uno de los ordenadores de mantenimiento vital. Cuando tratamos de revivir a nuestro personal de limpieza, descubrimos que habían estado muertos desde hacía casi treinta mil años. ¿Quién va a retirar los cadáveres?, eso es lo que quiero saber. Oye, ¿por qué no te sientas ahí y dejas que te conecte?
Hizo señas a Arthur para que se sentara en un sillón que parecía hecho del costillar de un estegosaurio.
—Está hecho del costillar de un estegosaurio —explicó el anciano mientras iba de un lado para otro acarreando instrumentos y recogiendo trocitos de alambre de debajo de tambaleantes montones de papel—. Toma —le dijo a Arthur, pasándole un par de alambres pelados en los extremos.
En el momento en que Arthur los cogió, un pájaro voló derecho hacia él.
Se encontró suspendido en el aire y completamente invisible a sí mismo. Bajo él vio la plaza de una ciudad bordeada de árboles, y en torno a ella, hasta donde abarcaba su mirada, había blancos edificios de cemento de amplia y elegante estructura, pero algo dañados por el paso del tiempo: muchos estaban agrietados y manchados de lluvia. Sin embargo, brillaba el sol, una brisa fresca danzaba ligeramente entre los árboles, y la extraña sensación de que todos los edificios estuvieran canturreando se debía, probablemente, al hecho de que la plaza y las calles de alrededor bullían de gente animada y alegre. En algún sitio tocaba una orquesta, banderas de brillantes colores ondeaban con la brisa, y el espíritu de carnaval flotaba en el aire.
Arthur se sintió muy solo colgado en el aire por encima de todo aquello sin siquiera tener un cuerpo que albergara su nombre, pero antes de que tuviera tiempo de pensar en ello, una voz resonó en la plaza llamando la atención de todo el mundo.
Un hombre, de pie sobre un estrado vivamente engalanado delante de un edificio que dominaba la plaza, se dirigía a la multitud a través de un Tannoy.
—¡Oh, gentes que esperáis a la sombra de Pensamiento Profundo! —gritó—. ¡Honorables descendientes de Vroomfondel y de Majikthise, los Sabios más Grandes y Realmente Interesantes que el Universo ha conocido jamás… el Tiempo de Espera ha terminado!
La multitud estalló en vítores desenfrenados. Tremolaron banderas y gallardetes; se oyeron silbidos agudos. Las calles más estrechas parecían ciempiés vueltos de espaldas y agitando frenéticamente las patas en el aire.
—¡Nuestra raza ha esperado siete millones y medio de años este Gran Día Optimista e Iluminador! —gritó el dirigente de los vítores—. ¡El Día de la Respuesta!
La extática multitud rompió en hurras.
—Nunca más —gritó el hombre, nunca más volveremos a levantarnos por la mañana preguntándonos: ¿Quién soy? ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Tiene alguna
importancia
, cósmicamente hablando, si no me levanto para ir a trabajar? ¡Porque hoy, finalmente, conoceremos, de una vez por todas, la lisa y llana respuesta a todos esos problemillas inoportunos de la Vida, del Universo y de Todo!
Cuando la multitud aclamaba una vez más, Arthur se encontró deslizándose por el aire y bajando hacia una de las magníficas ventanas del primer piso del edificio que se levantaba detrás del estrado donde el orador se dirigía a la multitud.
Sufrió un momento de pánico al pasar por la ventana, pero lo olvidó un par de segundos después al descubrir que, al parecer, había atravesado el cristal sin tocarlo.
Ninguno de los que estaban en la habitación notó su curiosa aparición, lo que no es de extrañar si se piensa que no estaba allí. Comenzó a comprender que toda aquella experiencia no era más que una proyección grabada que dejaba por los suelos a una película de setenta milímetros y seis pistas.
La habitación se parecía bastante a la descripción de Slartibartfast. La habían cuidado bien durante siete millones y medio de años, y cada cien años la habían limpiado con regularidad. El escritorio de ultracaoba estaba un poco gastado en los bordes, la alfombra ya estaba un poco desvaída, pero el ancho terminal del ordenador descansaba con brillante magnificencia en la tapicería de cuero de la mesa, tan reluciente como si se hubiera construido el día anterior.
Dos hombres severamente vestidos se sentaban con gravedad ante la terminal, esperando.
—Casi ha llegado la hora —dijo uno de ellos, y Arthur se sorprendió al ver que una palabra se materializaba en aire, justo al lado del cuello de aquel hombre. Era la palabra LOONQUAWL, y destelló un par de veces antes de disiparse de nuevo. Antes de que Arthur pudiera asimilarlo, el otro hombre habló y la palabra PHOUCHG apareció junto a su garganta.
—Hace setenta y cinco mil generaciones, nuestros antepasados pusieron en marcha este programa —dijo el segundo hombre—, y en todo ese tiempo nosotros seremos los primeros en oír las palabras del ordenador.
—Es una perspectiva pavorosa, Phouchg —convino el primer hombre, y Arthur se dio cuenta de repente que estaba viendo una película con subtítulos.
—¡Somos nosotros quienes oiremos —dijo Phouchg —la respuesta a la gran pregunta de la vida!
—¡Chsss! —dijo Loonquawl con un suave gesto—. ¡Creo que Pensamiento Profundo se dispone a hablar!
Hubo un expectante momento de pausa mientras los paneles de la parte delantera de la consola empezaban a despertarse lentamente. Comenzaron a encenderse y a apagarse luces de prueba que pronto funcionaron de modo continuo. Un canturreo leve y suave se oyó por el canal de comunicación.
—Buenos días —dijo al fin Pensamiento Profundo.
—Hmmm… Buenos días, Pensamiento Profundo —dijo nerviosamente Loonquawl—, ¿tienes… hmmm, es decir…?
—¿Una respuesta que daros? —le interrumpió Pensamiento Profundo en tono majestuoso—. Sí, la tengo.
Los dos hombres temblaron de expectación. Su espera no había sido en vano.
—¿De veras existe? —jadeó Phouchg.
—Existe de veras —le confirmó Pensamiento Profundo.
—¿A todo? ¿A la gran pregunta de la Vida, del Universo y de Todo?
—Sí.
Los dos hombres estaban listos para aquel momento, se habían preparado durante toda la vida; se les escogió al nacer para que presenciaran la respuesta, pero aun así jadeaban y se retorcían como criaturas nerviosas.
—¿Y estás dispuesto a dárnosla? —le apremió Loonquawl.
—Lo estoy.
—¿Ahora mismo?
—Ahora mismo —contestó Pensamiento Profundo.
Ambos se pasaron la lengua por los labios secos.
—Aunque no creo —añadió Pensamiento Profundo— que vaya a gustaros.
—¡No importa! —exclamó Phouchg—. ¡Tenemos que saberla! ¡Ahora mismo!
—¿Ahora mismo? —inquirió Pensamiento Profundo.
—¡Sí! Ahora mismo…
—Muy bien —dijo el ordenador, volviendo a guardar silencio.
Los dos hombres se agitaron inquietos. La tensión era insoportable.
—En serio, no os va a gustar —observó Pensamiento Profundo.
—¡Dínosla!
—De acuerdo —dijo Pensamiento Profundo—. La Respuesta a la Gran Pregunta…
—¡Sí…!
—…de la Vida, del Universo y de Todo… —dijo Pensamiento Profundo.
—¡Sí…!
—Es… —dijo Pensamiento Profundo, haciendo una pausa.
—¡Sí…!
—Es…
—¡¡¡¿Sí…?!!!
—Cuarenta y dos —dijo Pensamiento Profundo, con calma y majestad infinitas.
Pasó largo tiempo antes de que hablara alguien.
Con el rabillo del ojo, Phouchg veía los expectantes rostros de la gente que aguardaba en la plaza.
—Nos van a linchar, ¿verdad? —susurró.
—Era una misión difícil —dijo Pensamiento Profundo con voz suave.
—¡Cuarenta y dos! —chilló Loonquawl—. ¿Eso es todo lo que tienes que decirnos después de siete millones y medio de años de trabajo?
—Lo he comprobado con mucho cuidado —manifestó el ordenador—, y ésa es exactamente la respuesta. Para ser franco con vosotros, creo que el problema consiste en que nunca habéis sabido realmente cuál es la pregunta.
—¡Pero se trata de la Gran Pregunta! ¡La Cuestión Última de la Vida, del Universo y de Todo! —aulló Loonquawl.
—Sí —convino Pensamiento Profundo, con el aire del que soporta bien a los estúpidos—, pero ¿cuál es realmente?
Un lento silencio lleno de estupor fue apoderándose de los dos hombres, que se miraron mutuamente tras apartar la vista del ordenador.
—Pues ya lo sabes, de Todo…, Todo… —sugirió débilmente Phouchg.
—¡Exactamente! —sentenció Pensamiento Profundo—. De manera que, en cuanto sepáis cuál es realmente la pregunta, sabréis cuál es la respuesta.
—¡Qué tremendo! —murmuró Phouchg, tirando a un lado su cuaderno de notas y limpiándose una lágrima diminuta.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Loonquawl—. Mira, ¿no puedes
decirnos
la pregunta?
—¿La Cuestión Última?
—Sí.
—¿De la Vida, del Universo y de Todo?
—¡Sí!
Pensamiento Profundo meditó un momento.
—Difícil —comentó.
—Pero ¿puedes decírnosla? —gritó Loonquawl.
Pensamiento Profundo meditó sobre ello otro largo momento.
—No —dijo al fin con voz firme.
Los dos hombres se derrumbaron desesperados en sus asientos.
—Pero os diré quién puede hacerlo —dijo Pensamiento Profundo.
Ambos levantaron bruscamente la vista.
—¿Quién? ¡Dínoslo!
De pronto, Arthur empezó a sentir que su cráneo, en apariencia inexistente, empezaba a hormiguear mientras él se movía despacio, pero de modo inexorable, hacia la consola, aunque sólo se trataba, según imaginó, de un dramático
zoom
realizado por quienquiera que hubiese filmado el acontecimiento.
—No hablo sino del ordenador que me sucederá —entonó Pensamiento Profundo, mientras su voz recobraba sus acostumbrados tonos declamatorios—. Un ordenador cuyos parámetros funcionales no soy digno de calcular; y sin embargo yo lo proyectaré para vosotros. Un ordenador que podrá calcular la Pregunta de la Respuesta Última, un ordenador de tan infinita y sutil complejidad, que la misma vida orgánica formará parte de su matriz funcional. ¡Y hasta vosotros adoptaréis formas nuevas para introduciros en el ordenador y conducir su programa de diez millones de años! ¡Sí! Os proyectaré ese ordenador. Y también le daré un nombre. Se llamará… la Tierra.
Phouchg miró boquiabierto a Pensamiento Profundo.
—¡Qué nombre tan insípido! —comentó, y grandes incisiones aparecieron a todo lo largo de su cuerpo. De pronto, Loonquawl sufrió unos cortes horrendos procedentes de ninguna parte. La consola del ordenador se llenó de manchas y de grietas, las paredes oscilaron y se derrumbaron y la habitación se precipitó hacia arriba, contra el techo…
Slartibartfast estaba de pie frente a Arthur, sosteniendo los dos alambres.
—Fin de la cinta —explicó.
—¡Zaphod! ¡Despierta!
—¿Eemmmmmhhhheerrrrr?
—Venga, vamos, despierta.
—Déjame hacer una cosa que se me da bien, ¿quieres? —murmuró Zaphod, dándole la espalda a quien le hablaba y volviéndose a dormir.
—¿Quieres que te dé una patada? —le dijo Ford.
—¿Y eso te causaría mucho placer? —replicó débilmente Zaphod.
—No.
—A mí tampoco. Así que no tendría sentido. Deja de fastidiarme —Zaphod se hizo un ovillo.
—Ha recibido doble dosis de gas —dijo Trillian, mirándolo—: dos tragos.
—Y dejad de hablar —dijo Zaphod—, ya resulta bastante difícil tratar de dormir. ¿Qué pasa con el suelo? Está todo duro y frío.
—Es oro —le explicó Ford.
Con un pasmoso movimiento de ballet, Zaphod se puso en pie y empezó a otear el horizonte, porque hasta aquella línea se extendía el suelo áureo en todas direcciones, macizo y de una suavidad perfecta. Relucía como…, es imposible decir cómo relucía porque en el Universo nada existe que reluzca exactamente como un planeta de oro macizo.
—¿Quién ha puesto ahí todo eso? —gritó Zaphod, con los ojos en blanco.
—No te excites —le aconsejó Ford—. Sólo es un catálogo.
—¿Un qué?
—Un catálogo —le explicó Trillian—, una ilusión.
—¿Cómo podéis decir eso? —gritó Zaphod, cayendo a gatas y mirando fijamente al suelo.
Lo golpeó y lo raspó. Era muy sólido y muy suave y ligero, podía hacerle marcas con las uñas. Era muy rubio y brillante, y cuando respiró sobre él, su aliento se evaporó de esa manera tan extraña y especial en que el aliento se evapora sobre el oro macizo.
—Trillian y yo hace rato que recuperamos el sentido —le dijo Ford—. Gritamos y chillamos hasta que vino alguien, y luego seguimos gritando y chillando hasta que nos trajeron comida y nos introdujeron en el catálogo de planetas para tenernos ocupados hasta que estuvieran preparados para atendernos. Todo esto es una grabación en Sensocine.