Guía del autoestopista galáctico (16 page)

BOOK: Guía del autoestopista galáctico
5.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Muertos? —dijo el anciano—. ¡Santo cielo, no! Sólo estábamos dormidos.

—¿Dormidos? —repitió incrédulamente Arthur.

—Sí, durante la recesión económica, ¿comprendes? —dijo el anciano, sin que al parecer le importase si Arthur entendía o no una palabra de lo que le estaba diciendo.

—¿Recesión económica?

—Sí, mira, hace cinco millones de años la economía galáctica se derrumbó, y en vista de que los planetas de encargo constituían un artículo de lujo… —hizo una pausa y miró a Arthur, preguntándole en tono solemne—: Sabes que construíamos planetas, ¿verdad?

—Pues sí —contestó Arthur—, en cierto modo me lo había figurado…

—Un oficio fascinante —dijo el anciano con una expresión de nostalgia en los ojos—; hacer la línea de la costa siempre era mi parte favorita. Solía divertirme enormemente dibujando los pequeños detalles de los fiordos…; así que, de todos modos —añadió, tratando de recobrar el hilo— llegó la recesión económica y decidimos que nos ahorraríamos muchas molestias si nos limitáramos a dormir mientras durase. De manera que programamos a los ordenadores para que nos despertaran cuanto terminase del todo.

El anciano suprimió un bostezo muy leve y prosiguió:

—Los ordenadores tenían una señal conectada con los índices del mercado de valores galáctico, para que reviviéramos cuando todo el mundo hubiera recuperado la economía lo suficiente para poder contratar nuestros servicios, bastante caros.

Arthur, que era un lector habitual del
Guardian
, se sorprendió mucho al oír aquello.

—¿Y no es una manera de comportarse bastante desagradable?

—¿Lo es? —preguntó suavemente el anciano—. Lo siento, no estoy muy al corriente.

Señaló al cráter.

—¿Es tuyo ese robot? —preguntó.

—No —dijo una voz tenue y metálica desde el cráter—. Soy mío.

—Si se le quiere llamar robot… —murmuró Arthur—. Más bien es una máquina electrónica de resentimiento.

—Tráelo para acá —dijo el anciano.

Arthur se sorprendió mucho al notar un repentino énfasis de decisión en la voz del anciano. Llamó a Marvin, que trepó por la pendiente, fingiendo una aparatosa cojera que no tenía.

—Pensándolo mejor —dijo el anciano—, déjalo ahí. Tú tienes que venir conmigo. Se están preparando grandes cosas.

Se volvió hacia su nave que, aunque al parecer no se había emitido señal alguna, empezó a avanzar suavemente hacia ellos entre la oscuridad.

Arthur miró a Marvin, que se dio la vuelta con la misma aparatosidad que antes y volvió a bajar laboriosamente por el cráter murmurando para sí agrias naderías.

—Vamos —dijo el anciano—, vámonos ya o llegarás tarde.

—¿Tarde? —dijo Arthur—. ¿Para qué?

—¿Cómo te llamas, humano?

—Dent, Arthur Dent —dijo Arthur.

—Tarde, tanto como si fueras el extinto Dentarthurdent —dijo el anciano con voz firme—. Es una especie de amenaza, ¿sabes?

Otra expresión de nostalgia surgió de sus ojos fatigados.

Arthur entornó los ojos.

—¡Qué persona tan extraordinaria! —murmuró para sí.

—¿Cómo has dicho? —preguntó el anciano.

—Nada, nada, lo siento —dijo Arthur, confundido—. Bueno, ¿adónde vamos?

—Entremos en mi aerodeslizador —dijo el anciano, indicando a Arthur que subiera a la nave que se había detenido en silencio junto a ellos—. Vamos a descender a las entrañas del planeta, donde en estos momentos nuestra raza revive de su sueño de cinco millones de años. Magrathea despierta.

Arthur sufrió un escalofrío involuntario al sentarse junto al anciano. Lo extraño de todo aquello, el movimiento silencioso y fluctuante de la nave al remontarse en el cielo nocturno, le inquietó profundamente.

Miró al anciano, que tenía el rostro iluminado por el débil resplandor de las tenues luces del cuadro de mandos.

—Disculpe —le dijo—, ¿cómo se llama usted, a todo esto?

—¿Que cómo me llamo? —dijo el anciano, y la misma tristeza lejana volvió a su rostro. Hizo una pausa y prosiguió: —Me llamo… Slartibartfast.

Arthur casi se atraganto.

—¿Cómo ha dicho? —farfulló.

—Slartibartfast —repitió con calma el anciano.

—¿
Slartibartfast
?

El anciano le miró con gravedad.

—Ya te dije que no tenía importancia —comentó.

El aerodeslizador siguió su camino en medio de la noche.

23

Es un hecho importante y conocido que las cosas no siempre son lo que parecen. Por ejemplo, en el planeta Tierra el hombre siempre supuso que era más inteligente que los delfines porque había producido muchas cosas —la rueda, Nueva York, las guerras, etcétera—, mientras que los delfines lo único que habían hecho consistía en juguetear en el agua y divertirse. Pero a la inversa, los delfines siempre creyeron que eran mucho más inteligentes que el hombre, precisamente por las mismas razones.

Curiosamente, los delfines conocían desde tiempo atrás la inminente destrucción del planeta Tierra, y realizaron muchos intentos para advertir del peligro a la humanidad; pero la mayoría de sus comunicaciones se interpretaron mal, considerándose como entretenidas tentativas de jugar al balón o de silbar para que les dieran golosinas, así que finalmente desistieron y dejaron que la Tierra se las arreglara por sí sola, poco antes de la llegada de los vogones. El último mensaje de los delfines se interpretó como un intento sorprendente y complicado de realizar un doble salto mortal hacia atrás pasando a través de un aro mientras silbaban el «Star Spangled Banner», pero en realidad el mensaje era el siguiente: 
Hasta luego, y gracias por el pescado.

Efectivamente, en el planeta sólo existía una especie más inteligente que los delfines, y pasaba la mayor parte del tiempo en laboratorios de investigación conductista corriendo en el interior de unas ruedas y llevando a cabo alarmantes, sutiles y elegantes experimentos sobre el hombre. El hecho de que los humanos volvieran a interpretar mal esa relación, correspondía enteramente a los planes de tales criaturas.

24

La pequeña nave se deslizaba silenciosa por la fría oscuridad: un fulgor suave y solitario que surcaba la negra noche magratheana. Viajaba deprisa. El compañero de Arthur parecía sumido en sus propios pensamientos, y cuando en un par de ocasiones trató Arthur de entablar conversación, el anciano se limitó a contestar preguntándole si estaba cómodo, sin añadir nada más.

Arthur intentó calcular la velocidad a que viajaban, pero la oscuridad exterior era absoluta y carecía de puntos de referencia. La sensación de movimiento era tan suave y ligera, que casi estaba a punto de creer que no se movían en absoluto.

Entonces, un tenue destello de luz apareció en el horizonte y al cabo de unos segundos aumentó tanto de tamaño, que Arthur comprendió que se dirigía hacia ellos a velocidad colosal, y trató de averiguar qué clase de vehículo podría ser. Miró pero no pudo distinguir claramente su forma, y de pronto jadeó alarmado cuando el aerodeslizador se inclinó abruptamente y se precipitó hacia abajo en una trayectoria que seguramente acabaría en colisión. Su velocidad relativa parecía increíble, y Arthur apenas tuvo tiempo de respirar antes de que todo terminara. Lo primero que percibió fue una demencial mancha plateada que parecía rodearle. Volvió la cabeza con brusquedad y vio un pequeño punto negro que desaparecía rápidamente tras ellos, a lo lejos, y tardó varios segundos en comprender lo que había pasado.

Se habían introducido en un túnel excavado en el suelo. La velocidad colosal era la que ellos llevaban en dirección al destello luminoso, que era un agujero inmóvil en el suelo, la embocadura del túnel. La demencial mancha plateada era la pared circular del túnel por donde iban disparados, al parecer, a varios centenares de km/h.

Aterrado, cerró los ojos.

Al cabo de un tiempo que no trató de calcular, sintió una leve disminución de la velocidad, y un poco más tarde comprendió que iban deteniéndose suavemente, poco a poco.

Volvió a abrir los ojos. Aún seguían en el túnel plateado, abriéndose paso, colándose, entre una intrincada red de túneles convergentes. Finalmente se detuvieron en una pequeña cámara de acero ondulado. Allí iban a parar varios túneles y, al otro extremo de la cámara, Arthur vio un ancho círculo de luz suave e irritante. Era molesta porque jugaba malas pasadas a los ojos, era imposible orientarse bien o decir cuán lejos o cerca estaba. Arthur supuso (equivocándose por completo) que sería ultravioleta.

Slartibartfast se dio la vuelta y miró a Arthur con sus graves ojos de anciano.

—Terráqueo —le dijo—, ya estamos en las profundidades de Magrathea.

—¿Cómo sabía que soy terráqueo? —inquirió Arthur.

—Ya comprenderás estas cosas —respondió amablemente el anciano, que añadió con una leve duda en la voz—: Al menos las verás con mayor claridad que en estos momentos.

Y prosiguió:

—He de advertirte que la cámara a la que estamos a punto de entrar, no existe literalmente en el interior de nuestro planeta. Es un poco… ancha. Vamos a cruzar una puerta y a entrar en un vasto tramo de hiperespacio. Tal vez te inquiete.

Arthur hizo unos ruidos nerviosos.

Slartibartfast tocó un botón y, en un tono que no era muy tranquilizador, añadió:

—A mí me da escalofríos de temor. Agárrate bien.

El vehículo saltó hacia delante, justo por en medio del círculo luminoso, y Arthur tuvo súbitamente una idea bastante clara de lo que era el infinito.

En realidad, no era el infinito. El infinito tiene un aspecto plano y sin interés. Si se mira al cielo nocturno, se atisba el infinito: la distancia es incomprensible y, por tanto, carece de sentido. La cámara en que emergió el aerodeslizador era cualquier cosa menos infinita; sólo era extraordinariamente grande, tanto que daba una impresión mucho más aproximada de infinito que el mismo infinito.

Arthur percibió que sus sentidos giraban y danzaban al viajar a la inmensa velocidad que, según sabía, alcanzaba el aerodeslizador; ascendían lentamente por el aire dejando tras ellos la puerta por la que habían pasado como un alfilerazo en el débil resplandor de la pared.

La pared.

La pared desafiaba la imaginación, la atraía y la derrotaba. Era tan pasmosamente larga y alta, que su cima, fondo y costados se desvanecían más allá del alcance de la vista: sólo la impresión de vértigo que daba era capaz de matar a un hombre.

Parecía absolutamente plana. Se hubiera necesitado el equipo de medición láser más perfecto para descubrir que, a medida que subía, hasta el infinito al parecer, a medida que caía vertiginosamente, y a medida que se extendía a cada lado, se iba haciendo curva. Volvía a encontrarse a sí misma a trece segundos-luz. En otras palabras, la pared formaba la parte interior de una esfera hueca con un diámetro de unos cuatro millones y medio de kilómetros y anegada de una luz increíble.

—Bienvenido —dijo Slartibartfast mientras la manchita diminuta que formaba el aerodeslizador, que ahora viajaba a tres veces la velocidad del sonido, avanzaba de manera imperceptible en el espacio sobrecogedor—, bienvenido a la planta de nuestra fábrica.

Arthur miró a su alrededor con una especie de horror maravillado. Colocados delante de ellos, a una distancia que no podía juzgar ni adivinar siquiera, había una serie de suspensiones curiosas, delicadas tracerías de metal y de luz colgaban junto a vagas formas esféricas que flotaban en el espacio.

—Mira —dijo Slartibartfast—, aquí es donde hacemos la mayor parte de nuestros planetas.

—¿Quiere decir —dijo Arthur, tratando de encontrar las palabras—, quiere decir que ya van a empezar otra vez?

—¡No, no! ¡Santo cielo, no! —exclamó el anciano—. No, la Galaxia todavía no es lo suficientemente rica para mantenernos. No, nos han despertado para realizar solamente un encargo extraordinario para unos… clientes muy especiales de otra dimensión. Quizá te interese… allá, a lo lejos, frente a nosotros.

Arthur siguió la dirección del dedo del anciano hasta distinguir el armazón flotante que señalaba. Efectivamente, era la única estructura que manifestaba indicios de actividad, aunque se trataba más de una impresión subliminal que de algo palpable.

Sin embargo, en aquel momento un destello de luz formó un arco en la estructura y mostró con claro relieve los contornos que se formaban en la oscura esfera interior. Contornos que Arthur conocía, formas ásperas y apelmazadas que le resultaban tan familiares como la configuración de las palabras, que eran parte de los enseres de su mente. Durante unos momentos permaneció en un silencio pasmado mientras las imágenes se agolpaban en su cerebro y trataban de encontrar un sitio donde resolverse y encontrar su sentido.

Parte de su mente le decía que sabía perfectamente lo que estaba buscando y lo que representaban aquellas formas, y otra parte rechazaba con bastante sensatez la admisión de semejante idea, negándose a seguir pensando en tal sentido.

Volvió a surgir el destello, y esta vez no cabía duda.

—La Tierra… —musitó Arthur.

—Bueno, en realidad es la Tierra número Dos —dijo alegremente Slartibartfast—. Estamos haciendo una reproducción de nuestra cianocopia original.

Hubo una pausa.

—¿Está tratando de decirme —inquirió Arthur con voz lenta y controlada— que ustedes…
hicieron
originalmente la Tierra?

—Claro que sí —dijo Slartibartfast—. ¿Has ido alguna vez a un sitio que… me parece que se llamaba Noruega?

—No —contestó Arthur—, no he ido nunca.

—Qué lástima —comentó Slartibartfast—, eso fue obra mía. Ganó un premio, ¿sabes? ¡Qué costas tan encantadoras y arrugadas! Lo sentí mucho al enterarme de su destrucción.

—¡Que lo
sintió
!

—Sí. Cinco minutos después no me habría importado tanto. Fue un error espantoso.

—¡Cómo! —exclamó Arthur.

—Los ratones se pusieron furiosos.

—¡Que los
ratones
se pusieron furiosos!

—Pues sí —dijo el anciano con voz suave.

—Y me figuro que lo mismo se pondrían los perros, los gatos y los ornitorrincos, pero…

—¡Ah!, pero ellos no habían pagado para verlo, ¿verdad?

—Mire —dijo Arthur—, ¿no le ahorraría un montón de tiempo si me diera por vencido y me volviese loco ahora mismo?

Durante un rato el aerodeslizador voló en medio de un silencio embarazoso. Luego, el anciano trató pacientemente de dar una explicación.

Other books

Sight Unseen by Robert Goddard
Love and Secrets by Brennan, Mary
Black Briar by Avett, Sophie
Superluminal by Vonda N. McIntyre
The Christmas Stalking by Lillian Duncan
Fifth Gospel by Adriana Koulias
The List (Part Five) by Allison Blane
Must Love Dukes by Elizabeth Michels