Read Guía del autoestopista galáctico Online
Authors: Douglas Adams
—
Y no caminarás solo…
Impacto a menos cinco segundos; ha sido estupendo conoceros, chicos, que Dios os bendiga…
Nun… ca… camines… solo.
—¡He dicho —gritó Trillian— que si alguien sabe…!
Lo que ocurrió a continuación fue una espantosa explosión de luz y sonido.
Y lo que ocurrió a continuación fue que el Corazón de Oro siguió su ruta con absoluta normalidad y algunas modificaciones bastante atractivas en su interior. Era un poco más amplia, y acabada con unos delicados matices de verde y azul pastel. En el medio, entre un follaje de helechos y flores amarillas se alzaba una escalera de caracol, y junto a ella había un pedestal de piedra que albergaba la terminal del ordenador principal. Luces y espejos hábilmente desplegados creaban la ilusión de estar en un invernadero que daba a una amplia extensión de jardines cuidados con esmero exquisito. En torno a la zona periférica del invernadero había mesas con tablero de mármol y patas de hierro forjado de bello e intrincado dibujo. Cuando se miraba a la superficie reluciente del mármol, se veía la vaga forma de los instrumentos, y cuando se pasaba la mano por encima los aparatos se materializaban al instante. Si se los miraba desde la posición adecuada, los espejos parecían reflejar todos los datos precisos, aunque no estaba nada claro de dónde provenían. Efectivamente, era muy bonito.
Acomodado en un sillón de mimbre, Zaphod Beeblebrox dijo:
—¿Qué demonios ha pasado?
—Pues yo acabo de decir —dijo Arthur, que reposaba junto a un estanque pequeño lleno de peces— que ahí hay un interruptor de esa Energía de Improbabilidad…
Señaló a donde estaba antes. Ahora había un tiesto con una planta.
—Pero ¿dónde estamos? —dijo Ford, que estaba sentado en la escalera de caracol, con un detonador gargárico pangaláctico bien frío en la mano.
—Exactamente donde estábamos, creo… —dijo Trillian, mientras los espejos les mostraban súbitamente una imagen del marchito paisaje de Magrathea, que seguía pasando velozmente bajo ellos.
Zaphod se puso en pie de un salto.
—Entonces, ¿qué ha pasado con los proyectiles atómicos? —preguntó.
En los espejos apareció una imagen nueva y pasmosa.
—Resultará —dijo Ford en tono de duda— que se han convertido en un tiesto de petunias y en una ballena muy sorprendida…
—Con un Factor de Improbabilidad —terció Eddie, que no había cambiado en absoluto— de ocho millones setecientos sesenta y siete mil ciento veintiocho contra uno.
Zaphod miró fijamente a Arthur.
—¿Pensaste en eso, terráqueo? —le preguntó.
—Pues yo, lo único que hice fue… —dijo Arthur.
—Fue una idea excelente, ¿sabes? Conectar durante un segundo la Energía de Improbabilidad sin activar primero las pantallas aislantes. Oye, muchacho, nos has salvado la vida, ¿lo sabías?
—Pues, bueno —dijo Arthur—, en realidad no fue nada…
—¿De veras? —dijo Zaphod—. Muy bien, entonces olvídalo. Bueno, ordenador, llévanos a tierra.
—Pero…
—He dicho que lo olvides.
Otra cosa que se olvidó fue el hecho de que, contra toda probabilidad, se había creado una ballena a varios kilómetros por encima de la superficie de un planeta extraño.
Y como, naturalmente, ésa no es una situación sostenible para una ballena, la pobre criatura inocente tuvo muy poco tiempo para acostumbrarse a su identidad de ballena antes de perderla para siempre.
Ésta es una relación completa de sus pensamientos desde el instante en que comenzó su vida hasta el momento en que terminó.
»¡Ah…! ¿Qué pasa? —pensó.
»Hmm, discúlpeme, ¿quién soy yo?
»¿Hola? ¿Por qué estoy aquí? ¿Cuál es el objeto de mi vida?
»¿Qué quiere decir quién soy yo?
»Tranquila, cálmate ya… ¡Oh, qué sensación tan interesante! ¿Verdad? Es una especie de… bostezante, hormigueante sensación en mi… mi… bueno, creo que será mejor empezar a poner nombre a las cosas si quiero abrirme paso en lo que, por mor de lo que llamaré un argumento, denominaré mundo, así que diremos en mi estómago.
»Bien. ¡Oooh, esto marcha muy bien! Pero ¿qué es ese ruido grandísimo y silbante que me pasa por lo que de pronto voy a llamar la cabeza? Quizá lo pueda llamar… ¡viento! ¿Es un buen nombre? Servirá…, tal vez encuentre otro mejor más adelante, cuando averigüe para qué sirve. Debe ser algo muy importante, porque desde luego parece haber muchísimo. ¡Eh! ¿Qué es eso? Eso…, llamémoslo cola; sí, cola. ¡Eh! Puedo sacudirla muy bien, ¿verdad? ¡Vaya! ¡Uy! ¡Qué magnífica sensación! No parece servir de mucho, pero ya descubriré más tarde lo que es. ¿Ya me he hecho alguna idea coherente de las cosas?
»No.
»No importa porque, oye, es tan emocionante tener tanto que descubrir, tanto que esperar, que casi me aturde la impaciencia.
»¿O el viento?
»¿Verdad que ahora hay muchísimo?
»¡Y de qué manera! ¡Eh! ¿Qué es eso que viene tan deprisa hacia mí? Muy deprisa. Tan grande, tan plano y redondo que necesita un gran nombre sonoro, como… sueno… ruedo… ¡suelo! ¡Eso es! Ése sí que es un buen nombre: ¡suelo!
»Me pregunto si se mostrará amistoso conmigo.»
Y el resto, tras un súbito golpe húmedo, fue silencio.
Curiosamente, lo único que pasó por la mente del tiesto de petunias mientras caía fue: «¡Oh, no! Otra vez, no». Mucha gente ha imaginado que si supiéramos exactamente lo que pensó el tiesto de petunias, conoceríamos mucho más de la naturaleza del universo de lo que sabemos ahora.
—¿Es que llevamos con nosotros a ese robot? —preguntó Ford, mirando con fastidio a Marvin, que estaba sentado en una postura difícil y encogida en el rincón, debajo de una palmera pequeña.
Zaphod apartó la vista de las pantallas de espejo, que ofrecían una vista panorámica del yermo paisaje en que acababa de aterrizar el Corazón de Oro.
—¡Ah! ¿El androide paranoico? —dijo—. Sí, lo llevamos con nosotros.
—¿Y qué vamos a hacer con un robot maníaco-depresivo?
—Tú crees que tienes problemas —dijo Marvin como si se dirigiese a un ataúd recién ocupado—, ¿qué harías si fueses un robot maníaco-depresivo? No, no te molestes en responderme, soy cincuenta mil veces más inteligente que tú, y ni siquiera yo sé la respuesta. Me da dolor de cabeza sólo de ponerme a pensar a tu altura.
Trillian apareció bruscamente por la puerta de su cabina.
—¡Mi ratón blanco se ha escapado! —dijo.
Ninguna expresión de honda inquietud y preocupación llegó a surgir en ninguno de los dos rostros de Zaphod.
—Que se vaya a hacer gárgaras tu ratón blanco —dijo.
Trillian le lanzó una mirada fulminante y volvió a desaparecer.
Es muy posible que su observación hubiese recibido mayor atención si hubiera existido la conciencia general de que los seres humanos sólo eran la tercera forma de vida más inteligente del planeta Tierra, en vez de (como solían considerarla los observadores más independientes) la segunda.
—Buenas tardes, muchachos.
La voz era extrañamente familiar, pero con un deje raro y diferente. Tenía un matiz matriarcal. Se oyó cuando los tripulantes de la nave llegaron a la escotilla del compartimiento estanco por la que saldrían a la superficie del planeta.
Se miraron unos a otros, confusos.
—Es el ordenador —explicó Zaphod—. He descubierto que tenía otra personalidad de emergencia, y pensé que ésta tal vez daría mejor resultado.
—Y ahora vais a pasar vuestro primer día en un planeta nuevo y extraño —prosiguió Eddie con su nueva voz—, así que quiero que os abriguéis bien y estéis calentitos, y que no juguéis con ningún monstruo travieso de ojos saltones.
Zaphod dio unos golpecitos de impaciencia en la escotilla.
—Lo siento —dijo—, creo que nos iría mejor con una regla de cálculo.
—¡Muy bien! —saltó el ordenador—. ¿Quién ha dicho eso?
—¿Quieres abrir la escotilla de salida, ordenador, por favor? —dijo Zaphod, tratando de no enfadarse.
—No lo haré hasta que aparezca quien ha dicho eso —insistió el ordenador cerrando con fuerza unas cuantas sinapsis.
—¡Santo Dios! —musitó Ford, desplomándose súbitamente contra un mamparo y empezando a contar hasta diez. Le desesperaba pensar que las formas conscientes de vida olvidaran los números algún día. Los seres humanos sólo podían demostrar su independencia de los ordenadores si se ponían a contar.
—Vamos —dijo Eddie con firmeza.
—Ordenador… —empezó a decir Zaphod.
—Estoy esperando —le interrumpió Eddie—. Puedo esperar todo el día si es necesario…
—Ordenador… —volvió a decir Zaphod, que estuvo tratando de pensar en algún razonamiento sutil para hacer callar al ordenador, pero decidió que era mejor no competir con él en su propio terreno—, si no abres la escotilla de salida ahora mismo, desconectaré inmediatamente tus bancos de datos más importantes y volveré a programarte con bastantes recortes, ¿has entendido?
Eddie se sobresaltó, hizo una pausa y lo pensó.
Ford seguía contando en voz baja. Eso es lo más agresivo que puede hacerse a un computador, el equivalente de acercarse a un ser humano diciendo:
sangre… sangre… sangre… sangre…
—Veo que todos vamos a tener que cuidar un poco nuestras relaciones —dijo finalmente Eddie en voz baja.
Y se abrió la escotilla.
Un viento helado se abalanzó sobre ellos; se abrigaron bien y bajaron por la rampa al yermo polvoriento de Magrathea.
—Todo esto acabará en llanto, lo sé —gritó Eddie tras ellos, volviendo a cerrar la escotilla.
Pocos minutos después volvió a abrirla, en respuesta a una orden que le pilló enteramente por sorpresa.
Cinco figuras vagaban lentamente por el terreno marchito. Había zonas que eran de un gris apagado, y otras de castaño sin brillo; el resto era menos interesante visualmente. Parecía un marjal seco, ahora desprovisto de vegetación y cubierto con una capa de polvo de casi tres centímetros de espesor. Hacía mucho frío.
Era evidente que Zaphod se sentía bastante deprimido por todo aquello. Echó a andar por su cuenta y pronto se perdió de vista tras una suave elevación del terreno.
El viento le hacía daño a Arthur en los ojos y en los oídos; el tenue aire rancio se le agarraba a la garganta. No obstante, lo que más daño le hacía eran sus pensamientos.
—Es fantástico… —dijo, y su propia voz le retumbó en los oídos. El sonido no se transmitía bien en aquella atmósfera tenue.
—Si quieres mi opinión, es un agujero inmundo —dijo Ford—. Me divertiría más en una cama de gatos.
Sentía una irritación creciente. Entre todos los planetas de los sistemas estelares de toda la galaxia, muchos de ellos salvajes y exóticos, desbordantes de vida, le había tocado aparecer en un montón de basura como aquél, después de quince años de naufragio. Ni siquiera un puesto de salchichas a la vista. Se agachó y recogió un frío terrón de tierra, pero debajo no había nada por lo que valiera la pena recorrer miles de años-luz.
—No —insistió Arthur—, no lo entiendes; ésta es la primera vez que pongo el pie en la superficie de otro planeta… de un mundo enteramente extraño… ¡Lástima que haya tanta basura!
Trillian apretó los brazos contra el cuerpo, se estremeció y frunció el ceño. Habría jurado ver un movimiento leve e inesperado con el rabillo del ojo, pero cuando miró en aquella dirección, lo único que distinguió fue la nave, inmóvil y silenciosa, a unos cien metros detrás de ellos.
Unos segundos después sintió alivio al ver a Zaphod, de pie en lo alto del promontorio, haciéndoles señas para que se acercaran.
Parecía alborotado, pero no oían claramente lo que les decía por causa del viento y de la poca densidad de la atmósfera.
Al acercarse a la elevación del terreno, se dieron cuenta de que era circular: un cráter de unos ciento cincuenta metros de diámetro. Por fuera del cráter, la pendiente estaba salpicada de terrones rojos y negros. Se pararon a mirar uno. Estaba húmedo. Era como de goma.
Horrorizados, comprendieron de pronto que era carne fresca de ballena.
En la cima, al borde del cráter, se reunieron con Zaphod.
—Mirad —dijo éste, señalando el cráter.
En el centro yacía el cadáver desgarrado de una ballena solitaria que no había vivido lo suficiente para estar descontenta con su suerte. El silencio sólo se interrumpió por las contracciones involuntarias de la garganta de Trillian.
—Supongo que no tendrá sentido enterrarla —murmuró Arthur, que enseguida se arrepintió de sus palabras.
—Vamos —ordenó Zaphod, empezando a bajar por el cráter.
—¡Cómo! ¿Ahí abajo? —protestó Trillian con marcada aversión.
—Sí —dijo Zaphod—. Vamos, tengo que enseñaros algo.
—Ya lo vemos —dijo Trillian.
—Eso no —dijo Zaphod—; otra cosa. Venga.
Todos dudaron.
—Vamos —insistió Zaphod—. He descubierto un camino para entrar.
—¿Para
entrar
? —dijo Arthur, horrorizado.
—¡Al interior del planeta! Un pasaje subterráneo. Se abrió al chocar la ballena contra el suelo, y por ahí es por donde tenemos que ir. Por donde no ha pisado un ser humano durante estos cinco millones de años, hacia el mismo corazón del tiempo…
Marvin volvió a iniciar su canturreo irónico.
Zaphod le dio un puñetazo y se calló.
Con pequeños repeluznos de asco siguieron todos a Zaphod por la pendiente del cráter, tratando con todas sus fuerzas de no mirar a su infortunada creadora.
—Se la odie o se la ignore —sentenció tristemente Marvin—, la vida no puede gustarle a nadie.
El terreno se ahondaba por donde había penetrado la ballena, revelando una red de galerías y pasadizos, obstruidos por cascotes y vísceras. Zaphod empezó a limpiar escombros para abrir un camino, pero Marvin logró hacerlo con mayor rapidez. Un aire húmedo emanó de sus cavidades oscuras, y cuando Zaphod encendió una linterna nada se vio entre las tinieblas polvorientas.
—Según la leyenda —dijo—, los magratheanos pasaban en el subsuelo la mayor parte de su vida.
—¿Y por qué? —inquirió Arthur—. ¿Es que la superficie estaba muy contaminada o había exceso de población?
—No, no lo creo —contestó Zaphod—. Creo que únicamente no les gustaba mucho.
—¿Estás seguro de que sabes lo que vas a hacer? —preguntó Trillian, atisbando nerviosamente en la oscuridad—. No sé si sabrás que ya nos han atacado una vez.