Read Guía del autoestopista galáctico Online
Authors: Douglas Adams
—Mira, niña, te prometo que la población viva de este planeta asciende a cero más nosotros cuatro, así que venga, entremos ahí. Hmm, oye, terráqueo…
—Arthur —dijo Arthur.
—Sí, podrías quedarte con el robot y vigilar este extremo del pasaje, ¿de acuerdo?
—¿Vigilar? —dijo Arthur—. ¿De qué? Acabas de decir que aquí no hay nadie.
—Sí, bueno, sólo por seguridad, ¿conforme? —dijo Zaphod.
—¿Por seguridad de quién? ¿Tuya o mía?
—Buen muchacho. Venga, vamos.
Zaphod entró a gatas por el pasadizo, seguido de Trillian y de Ford.
—Pues espero que lo paséis muy mal —se quejó Arthur.
—No te preocupes, así será —le aseguró Marvin.
Al cabo de unos segundos se perdieron de vista.
Arthur comenzó a pasear de mal humor, y luego decidió que el cementerio de una ballena no era un lugar muy adecuado para pasear.
Zaphod caminaba rápidamente por el pasadizo, muy nervioso, pero tratando de ocultarlo con pasos resueltos. Movió la linterna de un lado a otro. Las paredes estaban recubiertas con azulejos oscuros, fríos al tacto, y el aire era sofocante y podrido.
—Mirad, ¿qué os había dicho? Un planeta deshabitado. Magrathea —dijo, siguiendo entre la basura y los cascotes esparcidos por el suelo de baldosas.
Inevitablemente, Trillian recordó el metro de Londres, aunque era menos sórdido.
De cuando en cuando, los baldosines de la pared daban paso a amplios mosaicos: sencillos dibujos angulosos en colores brillantes. Trillian se detuvo a observar uno de ellos, pero no pudo descubrirle sentido alguno. Llamó a Zaphod.
—Oye, ¿tienes idea de qué son estos símbolos extraños?
—Creo que son símbolos extraños de alguna clase —contestó Zaphod, casi sin volver la vista.
Trillian se encogió de hombros y apretó el paso.
De vez en cuando, a la izquierda o a la derecha había puertas que daban a habitaciones pequeñas, y Ford descubrió que estaban llenas de ordenadores abandonados. Entró con Zaphod para echar una mirada. Trillian los siguió.
—Mira —dijo Ford—, tú crees que esto es Magrathea…
—Sí —dijo Zaphod—, y hemos oído la voz, ¿no es así?
—Muy bien, admitiré el hecho de que esto sea Magrathea; de momento. Pero hasta ahora no has dicho nada de cómo lo has localizado en medio de la Galaxia. Con toda seguridad, no te limitaste a mirarlo en un atlas estelar.
—Investigué. En los archivos del Gobierno. Hice indagaciones y algunas conjeturas acertadas. Fue fácil.
—¿Y entonces robaste el Corazón de Oro para venir a buscarlo?
—Lo robé para buscar un montón de cosas.
—¿Un montón de cosas? —repitió Ford, sorprendido—. ¿Como cuáles?
—No lo sé.
—¿Cómo?
—No sé lo que estoy buscando.
—¿Por qué no?
—Porque… porque…, porque si lo supiera, creo que no sería capaz de buscarlas.
—¡Pero qué dices! ¿Estás loco?
—Es una posibilidad que no he desechado —dijo Zaphod en voz baja—. De mí mismo sólo sé lo que mi inteligencia puede averiguar bajo condiciones normales. Y las condiciones normales no son buenas.
Durante largo rato nadie dijo nada, mientras Ford miraba fijamente a Zaphod con un espíritu súbitamente plagado de preocupaciones.
—Escucha, viejo amigo, si quieres… —empezó a decir finalmente Ford.
—No, espera… Voy a decirte una cosa —le interrumpió Zaphod—. Llevo una vida muy espontánea. Se me ocurre la idea de hacer algo y, ¿por qué no?, la hago. Pienso en ser Presidente de la Galaxia y resulta fácil. Decido robar la nave. Me lanzo a buscar Magrathea, y da la casualidad de que lo encuentro. Sí, pienso en el mejor modo de hacerlo, de acuerdo, pero siempre lo consigo. Es como tener una tarjeta de galacticrédito que sigue teniendo validez aunque nunca envíes los cheques. Y luego, siempre que me pongo a pensar en por qué hago algo y en cómo voy a hacerlo, siento una fuerte inclinación a dejar de pensar en ello. Como ahora. Me cuesta mucho trabajo hablar de esto.
Zaphod hizo una pausa. Hubo silencio durante un rato. Luego frunció el ceño y prosiguió:
—Anoche volví a preocuparme. Por el hecho de que parte de mi mente no funcionaba en su forma debida. Luego se me ocurrió que era como si alguien estuviese utilizando mi inteligencia para producir ideas buenas, sin decírmelo a mí. Relacioné ambas cosas y llegué a la conclusión de que tal vez ese alguien hubiera taponado a propósito una parte de mi mente y ésa fuera la razón por la que no podía usarla. Me pregunté si habría algún medio de comprobarlo.
»Me dirigí a la enfermería de la nave y me conecté a la pantalla encefalográfica. Me apliqué pruebas proyectivas en ambas cabezas, todas las que me hicieron los funcionarios médicos del Gobierno antes de ratificar mi candidatura a la Presidencia. Dieron resultados negativos. Por lo menos, nada extraños. Mostraron que era inteligente, imaginativo, irresponsable, indigno de confianza, extrovertido: nada nuevo. Ninguna otra anomalía. Así que empecé a inventar más pruebas, enteramente al azar. Nada. Luego traté de superponer los resultados de una cabeza sobre los de la otra. Y nada. Finalmente me sentí un poco ridículo, porque lo achaqué a un simple ataque de paranoia. Lo último que hice antes de dejarlo, fue tomar la imagen sobreimpuesta y mirarla a través de un filtro verde. ¿Te acuerdas de que cuando era niño siempre me mostraba supersticioso hacia el color verde? ¿De que quería ser piloto de una nave de exploración comercial?» Ford asintió con la cabeza.
—Y allí estaba, tan claro como la luz del día —prosiguió Zaphod—. Toda una sección en medio de los dos cerebros que sólo se relacionaban entre sí y con ninguna otra cosa a su alrededor. Algún hijo de puta me había cauterizado todas las sinapsis y había traumatizado electrónicamente dos trozos de cerebelo.
Ford lo miró estupefacto. Trillian había palidecido.
—¿Te
hizo
eso alguien? —susurró Ford.
—Sí.
—Pero ¿tienes idea de quién fue? ¿O por qué?
—¿Por qué? Sólo puedo adivinarlo. Pero sé quién fue el cabrón que lo hizo.
—¿Lo sabes? ¿Cómo?
—Porque vi las iniciales grabadas en las sinapsis cauterizadas. Las dejó allí para que yo las viera.
—¿Iniciales? ¿Grabadas a fuego en tu cerebro?
—Sí.
—¡Por amor de Dios! ¿Y cuáles eran?
Zaphod volvió a mirarle en silencio durante un momento. Luego desvió la vista.
—Z.B. —dijo en voz baja.
En aquel instante, un postigo de acero se abatió bajo ellos y empezó a manar gas en la estancia.
—Os lo contaré después —dijo ahogadamente Zaphod mientras los tres se desvanecían.
En la superficie de Magrathea, Arthur paseaba con aire malhumorado.
Muy atento, Ford le había dejado su ejemplar de la
Guía del autoestopista galáctico
para que se entretuviera con ella. Apretó unos botones al azar.
La
Guía del autoestopista galáctico
es un libro de redacción muy desigual, y contiene muchos pasajes que a sus redactores les pareció buena idea en su momento.
Uno de esos fragmentos (con el que se topó Arthur) relata las
hipotéticas experiencias de un tal Veet Voojagig, un joven y tranquilo estudiante de la Universidad de Maximegalón que llevaba una brillante carrera académica estudiando filología antigua, ética generativa y la teoría de la onda armónica de la percepción histórica, y que luego, tras una noche que pasó bebiendo detonadores gargáricos pangalácticos con Zaphod Beeblebrox, se fue obsesionando cada vez más con el problema de lo que había pasado con todos los otros que había comprado durante los últimos años.
A ello siguió un largo período de investigaciones laboriosas durante el cual visitó todos los centros importantes de pérdidas de biros por toda la galaxia y que concluyó con una pequeña y original teoría que, en su momento, prendió en la imaginación del público. Decía que en alguna parte del cosmos, junto a todos los planetas habitados por humanoides, reptiloides, ictioides, arboroides ambulantes y matices superinteligentes del color azul, existía también un planeta enteramente poblado por seres biroides. Y hacia él se dirigirían los biros desatendidos, deslizándose suavemente por agujeros de gusanos en el espacio hacia un mundo donde eran conscientes de disfrutar de una forma de vida exclusivamente biroide que respondía a altos estímulos biro-orientados y que generalmente conducían al equivalente biroide de la buena vida.
En cuanto a teoría, pareció estupenda y simpática hasta que Veet Voojagig afirmó de repente que había encontrado ese planeta y había trabajado como conductor de un automóvil lujoso para una familia de vulgares retráctales verdes, que después lo prendieron, lo encerraron, y después de que él escribiera un libro, finalmente lo enviaron al exilio tributario, que es destino normalmente reservado para aquellos que se deciden a hacer el ridículo en público.
Un día se envió una expedición a las coordenadas espaciales donde Voojagig había afirmado que se encontraba su planeta, y solamente se descubrió un asteroide pequeño habitado por un anciano solitario que declaró repetidas veces que nada era verdad, aunque más tarde se averiguó que mentía.
Sin embargo, dos cuestiones siguieron sin aclararse: los misteriosos 60.000 dólares altairianos que se depositaban anualmente en su cuenta bancaria de Brantisvogan, y, por supuesto, el negocio de biros de segunda mano que tan rentable le resultaba a Zaphod Beeblebrox.
Tras leer esto, Arthur dejó el libro.
El robot seguía sentado en el mismo sitio, completamente inerte.
Arthur se levantó y se acercó a la cima del cráter. Paseó por el borde. Contempló una magnífica puesta de dos soles en el cielo de Magrathea.
Volvió a bajar al cráter. Despertó al robot, porque era mejor hablar con un robot maníaco-depresivo que con nadie.
—Se está haciendo de noche —dijo—. Mira, robot, están saliendo las estrellas.
Desde las profundidades de una nebulosa oscura sólo pueden verse muy débilmente unas pocas estrellas, pero allí se distinguían con claridad.
Obediente, el robot las miró y luego apartó los ojos.
—Lo sé —dijo—. Detestable, ¿verdad?
—¡Pero ese crepúsculo! Nunca he visto nada igual ni en mis sueños más demenciales… ¡dos soles! Como montañas de fuego fundiéndose en el espacio.
—Lo he visto —dijo Marvin—, es una necedad.
—En nuestro planeta sólo teníamos un sol —insistió Arthur—, soy de un planeta llamado Tierra, ¿sabes?
—Lo sé —dijo Marvin—, no paras de hablar de ello. Me suena horriblemente.
—¡Oh, no!, era un sitio precioso.
—¿Tenía océanos? —inquirió Marvin.
—Claro que sí —dijo Arthur, suspirando—, enormes y agitados océanos azules…
—No soporto los océanos —dijo Marvin.
—Dime, ¿te llevas bien con otros robots? —le preguntó Arthur.
—Los odio —respondió Marvin—. ¿Adónde vas?
Arthur no podía aguantar más. Volvió a levantarse.
—Me parece que voy a dar otro paseo —dijo.
—No te lo reprocho —repuso Marvin, contando quinientos noventa y siete mil millones de ovejas antes de volver a dormirse un segundo después.
Arthur se palmeó los brazos para estimularse la circulación y sentir un poco más de entusiasmo por su tarea. Con pasos pesados, volvió a la pared del cráter.
Como la atmósfera era muy tenue y no había luna, la noche caía con mucha rapidez y en aquellos momentos ya estaba muy oscuro. Debido a todo ello, Arthur prácticamente chocó con el anciano antes de verlo.
Estaba en pie, de espaldas a Arthur, contemplando cómo los últimos destellos de luz desaparecían en la negrura del horizonte. Era más bien alto, de edad avanzada y vestía una larga túnica gris. Al volverse, su rostro era delgado y distinguido, lleno de inquietud pero no severo; la clase de rostro en que uno confía alegremente. Pero aún no se había girado, ni siquiera reaccionó al grito de sorpresa de Arthur.
Finalmente desaparecieron por completo los últimos rayos de Sol. Su rostro seguía recibiendo luz de alguna parte, y cuando Arthur buscó su origen, vio que a unos metros de distancia había una especie de embarcación: un aerodeslizador, supuso Arthur. Derramaba un tenue haz luminoso a su alrededor.
El desconocido miró a Arthur; al parecer, con tristeza.
—Habéis escogido una noche fría para visitar nuestro planeta muerto —dijo.
—¿Quién… es usted? —tartamudeó Arthur.
El anciano apartó la mirada. Una expresión de tristeza pareció cruzar de nuevo por su rostro.
—Mi nombre no tiene importancia —dijo.
Parecía estar pensando en algo. Era evidente que no tenía mucha prisa por entablar conversación. Arthur se sintió incómodo.
—Yo… humm…, me ha asustado usted… —dijo débilmente.
El desconocido volvió a mirar en torno suyo y enarcó levemente las cejas.
—¿Hmmm? —dijo.
—He dicho que me ha asustado usted.
—No te alarmes, no te haré daño.
—¡Pero usted nos ha disparado! —exclamó Arthur, frunciendo el ceño—. Había unos proyectiles…
El anciano miró al hueco del cráter. El ligero destello que lanzaban los ojos de Marvin arrojaba débiles sombras rojas sobre el gigantesco cadáver de la ballena.
El desconocido sonrió ligeramente.
—Es un dispositivo automático —dijo, dejando escapar un leve suspiro—. Ordenadores antiguos colocados en las entrañas del planeta cuentan los oscuros milenios mientras los siglos flotan pesadamente sobre sus polvorientos bancos de datos. Me parece que de vez en cuando disparan al azar para mitigar la monotonía. —Lanzó una mirada grave a Arthur y añadió—: Soy un gran entusiasta del silencio, ¿sabes?
—¡Ah…!, ¿de veras? —dijo Arthur, que empezaba a sentirse desconcertado ante los modales curiosos y amables de aquel hombre.
—Pues sí —dijo el anciano, quien, simplemente, dejó de hablar otra vez.
—¡Ah! Hmm —dijo Arthur, que tenía la extraña sensación de ser como un hombre a quien sorprende cometiendo adulterio el marido de su pareja, que entra en la alcoba, se cambia de pantalones, hace unos comentarios vagos sobre el tiempo y se vuelve a marchar.
—Pareces incómodo —dijo el anciano con atento interés.
—Pues no…; bueno, sí. Mire usted, en realidad no esperábamos encontrar a nadie por aquí. Suponíamos que todos estaban muertos o algo así…