Luego añadía: «¿Y qué seguridad tienen ustedes de que entre esos individuos no los haya que se frotaban las manos mientras nuestros hijos caían asesinados?».
Matías Alvear oía estos argumentos, pero se mantenía firme, en su actitud, lo cual no significaba que el éxito coronara siempre sus gestiones. Por ejemplo, no pudo evitar que su compañero, el poeta Jaime, fuera expulsado fulminantemente de Telégrafos, acusado de separatista, ni que algunos alumnos de David y Olga ingresaran en la cárcel.
Por otra parte, Mateo no cesaba de advertirles:
—Son ustedes muy dueños de proteger a quienes se les antoje. Pero tengan en cuenta que el Gobernador Civil, que en este caso representa a la ley, está dispuesto a imponer severas sanciones a los que él llama «avalantes incautos» o «encubridores de buena fe». Imagino que habrán visto ustedes las primeras listas publicadas en
Amanecer
.
Era evidente que la advertencia de Mateo no presuponía ninguna amenaza. Sin embargo, Matías, escuchando a su «futuro yerno», experimentaba, muy a pesar suyo, una incómoda desazón. Pese a que Mateo no era, ni con mucho, el más fanático de los «vencedores». Los más fanáticos eran sin duda, con una violencia y tenacidad que causaban espanto, «La Voz de Alerta» y Jorge de Batlle. Puede decirse que ambos se constituyeron en los dos fiscales de la ciudad, lo cual era tanto más grave cuanto que una denuncia firmada por ellos bastaba con frecuencia, en
Auditoría de Guerra
, para que, sin más comprobación, el acusado fuera condenado a muerte.
Los esposos Alvear contaban con un aliado en su manera de ver las cosas: mosén Alberto.
—En toda España ocurre lo mismo —les decía el sacerdote, que subía a visitarlos con frecuencia, escrupulosamente afeitado como antes, pero tocado ahora de una grata mansedumbre—. En Lérida viví esto de cerca y se lo dije sin ambages al hermano de Marta, a José Luis Martínez de Soria, quien en su calidad de teniente jurídico podría actuar de forma muy distinta a como lo hace. Sí, es lamentable que se haya desatado esta terrible avidez de venganza. Al fin y al cabo, la guerra ha terminado ya. Los muertos, muertos están. Incluso por elegancia podríamos dedicarnos a perdonar…
Carmen Elgazu escuchaba con emoción a mosén Alberto. ¡Cuántas cosas le recordaba su presencia! Carmen Elgazu, ya antes de la guerra, cuando el sacerdote tenía aquellas discusiones tempestuosas con Ignacio, lo consideraba un hombre colmado de buenas intenciones, que luchaba consigo mismo en pos de la santidad. Ahora tenía la impresión de que había salido triunfante de esa lucha, hasta el punto que se preguntaba muy en serio si no le pediría que accediera a ser su director espiritual. Y, por encima de todo, era un buen amigo, el mejor consejero de la familia. Y sus comentarios sobre la represión eran testimonio vivo de que había dejado atrás aquel punto de vanidad que en otras épocas lo caracterizó.
Por todo ello Carmen Elgazu se consideraba obligada a extremar sus atenciones con el sacerdote. Al término de sus diálogos sobre los acontecimientos, siempre procuraba decirle algo agradable.
—Mosén Alberto, ¿quién cuida de usted ahora? ¿No podríamos, Pilar y yo, ayudarle en algo?
—¡Oh, no hace falta, muchas gracias! Estoy muy bien. He encontrado una mujer muy buena y servicial. Se llama Dolores. Me lava la ropa, cocina… y prepara el café como nadie.
—¿El café? ¡Pero si antes no probaba usted más que chocolate!
—Ya lo sé —mosén Alberto sonrió—. Pero ya saben lo que ocurre: la guerra es la madre de todos los vicios…
Matías intervenía:
—¿Y el Museo Diocesano?
—¡Bueno! También en eso he tenido suerte. He recuperado ya varias piezas importantes… Confío en que dentro de poco estará presentable.
Matías ironizaba:
—Cuidado con apropiarse de lo ajeno, ¿eh?
—¡Ni pensarlo! —contestaba mosén Alberto—. El señor obispo me enviaría a misiones. Y la verdad es que me encuentro aquí muy a gusto.
* * *
Matías Alvear y Carmen Elgazu hicieron suya la frase de mosén Alberto: «al fin y al cabo, la guerra ha terminado ya». Decidieron reanudar la vida familiar y personal, al margen de lo que ocurriera al otro lado de las paredes de su hogar y de Telégrafos.
Matías, en la oficina, continuaba vistiendo su bata gris y liando con voluptuosidad sus pitillos de tabaco negro, cada día de peor calidad. Echaba de menos a Jaime y sus versos en catalán; echaba también de menos las visitas que en otros tiempos le hiciera Julio García, con su sombrero ladeado y su boquilla irónica. El ambiente había cambiado. El nuevo jefe de Telégrafos usaba como pisapapeles un cascote de metralla y el texto de muchos telegramas rezumaba ansiedad. «Sin noticias de Víctor. Escribid urgente». «Ayer enterramos al abuelo. Sigue carta».
El sustituto de Jaime, un funcionario de Vigo, llamado Marcos, «depurado» y trasladado a Gerona, le decía: «No se apure usted, Matías. Antes de un año los telegramas hablarán de la cigüeña. Siempre ocurre lo mismo después de las guerras».
Matías se llevaba muy bien con Marcos, hombre un tanto ingenuo y muy aprensivo, que siempre andaba cargado de medicamentos y que se tomaba tres o cuatro aspirinas al día.
Matías, por su cuenta y riesgo, se fijó unos objetivos concretos y fue a por ellos, sin rodeos. El primero de esos objetivos era muy simple: conseguir que Ignacio regresara a Gerona, que cumpliera en Gerona los meses que le faltaban para ser licenciado. Habló de ello con Mateo. «Anda, Mateo, dile a tu simpático jefe, el Gobernador, que reclame a mi hijo, que me lo traiga aquí. Nada se le ha perdido a Ignacio en los Pirineos… Que venga y que reanude sus estudios de abogado…» El segundo objetivo de Matías fue comprar un nicho en propiedad para trasladar a él los restos de César. «No soporto la idea de que el nicho de César diga: Familia Casellas. Tenemos que comprar uno y trasladarlo». Matías confiaba en que los atrasos que Ignacio cobraría en el Banco Arús, les alcanzaría para ello. El tercer objetivo fue procurar resolver la situación del pequeño Eloy, del chico refugiado vasco que habían adoptado. El muchacho tenía ya diez años.
Sus padres habían desaparecido en la ciudad de Guernica, y Matías lo llamaba «el renacuajo». ¿Qué hacer con él? Era cuestión de escribir al Norte para saber si le quedaban allí parientes. Ahora bien, ¿deseaba verdaderamente Matías que tales parientes apareciesen? Eloy era un encanto y les hacía compañía. Sobre todo, Pilar se pirraba por él… «Bueno, veremos en qué para eso. De momento, que se quede aquí». El cuarto objetivo de Matías fue reanudar cuanto antes la tertulia en su café de siempre, el ahora llamado Café Nacional. Desde el balcón veía entrar en él a diario a su compañero Marcos y a algunos desconocidos, de los que se decía que eran también funcionarios «depurados» de otras provincias. «Es cuestión de volver a alternar un poco y de jugar de nuevo al dominó». A una de sus clásicas actividades renunció, por el momento, Matías: a pescar. En primer lugar, el Oñar bajaba casi seco —excepto el agua de los vertederos de las fábricas, que tanto desagradaba a María del Mar—, de suerte que era inútil lanzar la caña desde el balcón del comedor; y en cuanto al Ter, que llevaba mayor caudal, corrió la voz de que andar por sus orillas era peligroso, pues estaban plagadas de bombas de mano que al menor tropiezo podían estallar.
Ésos eran los propósitos de Matías, que no había nacido ni para la guerra ni para lo que viniera después. «En realidad —le confesó a Carmen Elgazu— lo que a mí más me interesa es que salga el sol, que los viejos se paseen por la vía del tren y que los niños tarden lo más posible en descubrir que los Reyes Magos son los papás».
—¿Y yo no intereso? —le preguntó Carmen Elgazu, componiéndose el moño.
Matías, al oír a su mujer, se puso sentimental y le dijo:
—Me interesas tanto que, cuando digo yo, en realidad me refiero a los dos.
¡Carmen Elgazu! Cualquier cumplido de Matías la hacía feliz. De ahí que, en aquel momento de reagrupación familiar, quisiera también concretar dentro de sí sus objetivos. El primero de ellos ya lo había conseguido: ir a misa y comulgar todos los días… ¡Ah, y ello se lo debía a la «liberación», a las tropas que entraron en la ciudad!
Consecuente con este principio fue, desde luego, una de las mujeres que más fervorosamente colaboraron en limpiar los templos que el doctor Gregorio Lascasas había recorrido. Por cierto que en las horas que en ellos pasó, con la escoba en la mano, reaccionó de forma muy distinta a como lo hiciera el señor obispo. Sí, en las iglesias desguarnecidas, sin adornos, sin altares, con sólo un tosco Crucifijo barato y un sagrario improvisado con la lamparilla encendida al lado, Carmen Elgazu encontró un no sé qué auténtico, muy hondo, que le hizo imaginar que más o menos debieron de ser así las catacumbas de los primeros cristianos. ¡En cierto sentido las prefirió a las iglesias de antes de la guerra, con aquellos altares tan repletos, con tanta purpurina y tanto boato!
Se preguntó si debía confesarse de ello, pero Pilar la tranquilizó. «No, mamá. Es muy natural. Eso inspira devoción. ¿No te acuerdas de aquella misa clandestina que oímos en la habitación de mosén Francisco, en casa de las hermanas Campistol? Yo me emocioné mucho más que en los oficios solemnes de la Catedral».
Tales palabras fueron el evangelio para Carmen Elgazu. Sin embargo, deseó que los actos religiosos volvieran a tener el esplendor de antaño y se propuso aportar su grano de arena para que así fuese. Colaboraría, colaboraría mucho más activamente que en época de la República, durante la cual adoptó, como tantos otros fieles, una actitud demasiado pasiva que bien cara les costó. Por de pronto, aceptó formar parte del Patronato de Damas encargado de organizar las procesiones, el Mes de María, los turnos de Hora Santa, el Ropero de la parroquia, la ayuda a los sacerdotes ancianos… Y si alguna noche el Patronato de Damas celebraba una reunión y ella regresaba tarde a casa, que Matías se aguantase, él que tantas veces había votado por las izquierdas.
Otro de los objetivos de Carmen Elgazu fue darle cuanto antes carácter oficial a lo de Mateo y Pilar. Los veía enamorados, y Mateo, desde que llegó, le gustaba más que antes. Antes la desconcertaba, le parecía un cerebro exaltado, que hablaba forjándose extrañas ilusiones; pero los acontecimientos habían demostrado que era él quien estaba en lo cierto. ¿Qué más podía desearse para Pilar? Mateo llegaría a ser un gran hombre, era ya un gran hombre. ¡Tan joven, y con tantos cargos! No había día en que no apareciese alguna fotografía suya en
Amanecer
, fotografías que Pilar recortaba e iba guardando en un álbum. No obstante, Carmen Elgazu comprendía que debía obrar con tacto. Aparte de que Pilar se lo recordaba constantemente. «Tú a callarte, mamá. Mateo tiene ahora muchas cosas en que pensar. Lo único que puedo decirte es que cada día estamos más compenetrados. Por favor, hazme caso. No te entrometas en este asunto… y empieza a bordar nuestras iniciales en un par de sábanas de color de rosa».
Los demás propósitos de Carmen Elgazu se circunscribían, por completo, a semejanza de los de Matías, a la vida íntima, hogareña. Más que nunca defendería con las uñas aquel techo
Que Dios les había dado
en un lugar céntrico de la Rambla. Habían perdido a César, era cierto; pero respecto a eso le había llegado, gracias al tiempo transcurrido, la conformidad. Ya sólo faltaba el regreso de Ignacio para que, otra vez, volvieran a estar todos juntos, con el alegre apéndice que el pequeño Eloy significaba. A veces temía que la sensibilidad de Ignacio se hubiera convulsionado con la guerra más que la de Mateo y que el muchacho diera pocas facilidades para la anhelada paz familiar. Pero confiaba en que Dios la ayudaría a encauzarlo, pues su hijo era bueno. En la última carta se le veía contento, si bien la posdata demostraba lo muy sinvergüenza que seguía siendo: «Querida mamá, lo siento pero acabo de requisar, así por las buenas, una radio. Funciona de maravilla. Preparadle un sitio en el comedor». ¡El muy tunante!
Carmen Elgazu había reemprendido en la casa el ritmo normal de trabajo, aunque con la ayuda de una «maritornes» llamada Claudia, que iba a ayudarla dos veces a la semana. No hacía gimnasia al levantarse, como Mateo, bromeando, le aconsejaba, pero conseguía tener todos los muebles y los enseres relucientes como una custodia. Dichos muebles habían quedado tan anticuados que Matías le decía: «¿Por qué no te das una vuelta por el Servicio de Recuperación? Con la cara de
Madre Abadesa
que se te ha puesto, te entregarían lo que pidieras». Carmen Elgazu se reía y se dirigía a la cocina, donde por fin había algo que condimentar. El presupuesto no alcanzaba para lujos; pero pensaba, por Navidad, empacharse de turrón. «¡Y beberemos champaña! Con tal que tenga burbujas, la marca es lo de menos».
¡Alegría del hogar sereno y sano! De los cristales habían desaparecido aquellas horribles tiras de papel, entrecruzadas en previsión de los bombardeos. El colchón que habían entregado «para los milicianos del frente», cuando la orden de Cosme Vila, había sido repuesto. El perchero se erguía nuevamente en su lugar, en el vestíbulo. Y la imagen del Sagrado Corazón presidiendo otra vez, ¡ya era hora!, el comedor junto a un reloj de pared —tictac, tictac— que Matías había comprado de lance, en el mercado de los sábados.
Había algo que la preocupaba un poco: la salud de Matías y la suya propia. La guerra les había pegado un fuerte latigazo, pese a ser los dos de constitución fuerte. Los periódicos hablaban de eso, de las taras que se manifestaban con retraso… Aunque tal vez todo se debiera a la edad. Matías iba a cumplir los cincuenta y cinco, Carmen Elgazu los cuarenta y siete. Los años empezaban a pesar. Nada grave, desde luego, pero no eran los mismos de antes, Matías subía la escalera más despacio y se quejaba de reuma, sobre todo por las noches. En cuanto a ella, aparte una evidente disminución de la vista —se preguntaba si, para coser, tendría que llevar gafas—, experimentaba alguna pasajera sensación de vértigo, lo que nunca le había ocurrido, acompañada siempre de una extraña presión en la zona abdominal.
—Matías, ¿y si hiciéramos una promesa? Para tu reuma quiero decir…
—¿A quién? ¿Qué santo es el encargado de curar eso?
—¡No lo sé! Se lo preguntaremos a mosén Alberto. Quizá San Cosme, o San Damián.
—Vamos, mujer. Andarán muy ocupados…
—¡No seas incrédulo!
—Mira, esperaremos a que pase el verano. Si con el verano no hay mejoría, entonces.