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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (8 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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—¿Por qué medallas?

—Porque me huele que nos pasaremos unos cuantos años condecorándonos unos a otros.

Había excepciones raras, como la de un muchacho de Vich, apellidado Bayeres, que decidió dar la vuelta al mundo. Le había tomado gusto al aire libre y no se imaginaba otra vez en su pueblo, tan clerical. Se largaría a América, o a Asia. «¡Cualquiera me encierra a mí ahora en un piso con tres habitaciones!».

¿Y Moncho? Moncho… era Moncho. Lamentaba horrores separarse de Ignacio, pero no descartaba la posibilidad de que sus existencias volvieran a coincidir. Porque su idea era terminar la carrera de Medicina y luego abrir consulta en alguna capital de provincia que no fuera precisamente la suya, Lérida. «¿Me comprendes, Ignacio? Déjame soñar… Déjame soñar que siento plaza en Gerona. ¿No me dijiste que los rojos mataron allí a casi todos los médicos?».

Tal perspectiva encandiló a Ignacio.

—¡Brindemos para que ese sueño se realice!

—¿Brindar? ¿Con qué?

—No sé… Con lo que haya por aquí.

—No hay más que leche.

—¡Pues brindemos con leche!

Mientras llenaban los vasos, Ignacio añadió, de sopetón, cambiando el tono de voz:

—Moncho, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Naturalmente…

—¿Crees, como creo yo, que España va a ser ahora mejor?

Moncho se bebió la leche de un sorbo. Luego se relamió los labios.

—Chico —contestó, al cabo—, ya sabes que las profecías no se me dan bien…

Cacerola
, al oír esto, sonrió en silencio. ¡Cuánto echaría de menos las sutilezas de Ignacio y Moncho! ¡Había aprendido tanto con ellos! Él no sabía nada. No tenía la menor idea de lo que haría en el futuro ni tampoco de si España sería mejor o peor.

Desde luego, que nadie le hablara de volver al campo. Tal vez estudiara algo por correspondencia: Radiotelegrafía, Correos… A lo mejor solicitaba el ingreso en la Guardia Civil.

—¡Eh, Ignacio! —gritó alguien—. ¡A las doce en punto sale el camión del suministro!

—¡Gracias! Lo tomaré…

El sargento furriel lo llamó.

—Tendrás que entregarme el fusil, la cazadora y el gorro.

—¡Oh, claro!

—Y las botas…

—A tus órdenes, sargento. ¿Y los pantalones?

—Quédate con ellos.

Al entregar el fusil Ignacio recordó, con repentino sobresalto, el momento en que, emborrachado por la lucha en la llamada «Bolsa de Bielsa», disparó y vio caer a un hombre. ¿Lo habría matado? Ahora entregaría la mitad del alma para que no hubiera sido así.

A mediodía tuvo lugar el último acto colectivo a que Ignacio asistiría. La Compañía de Esquiadores celebró una misa en sufragio del alma del gran héroe de la aviación «nacional», García Morato, quien había perdido la vida estúpidamente, el 4 de abril, estrellándose al tomar tierra en el aeródromo de Griñón. El páter, en su plática, dijo: «Éstos son los inescrutables designios de Dios. García Morato, con su divisa
Vista, suerte y al toro
, desafió mil veces a la muerte durante la guerra, contra aviones de todas las nacionalidades. Siempre salió airoso. Y he aquí que, terminada la guerra, se estrella en el suelo. Hermanos míos, queridos soldados esquiadores, no olvidéis la lección».

Saltando de camión en camión, tardó unas diez horas en llegar a Gerona, debido a los puentes hundidos y a los desvíos, en los que trabajaban grupos de prisioneros. Uno de los chóferes le dijo:

—¿A Gerona te vas? ¡Ni forrado de oro! Aquello es un cementerio.

Ignacio barbotó, tirando la colilla por la ventana:

—¡Tú qué sabes…!

* * *

A las diez de la noche llegó a la plaza del Marqués de Camps y se dirigió andando hacia su casa, hacia el piso de la Rambla. Al subir la escalera el corazón se empeñaba en salírsele del pecho. ¡El hogar! ¿Por qué esta palabra le impresionaba tanto?

Su entrada fue triunfal. Vítores, besos, aplausos. «¡Ignacio! ¡Ignacio!». Carmen Elgazu gritó: «¡Aleluya!», y Matías Alvear, inesperadamente, levantó el brazo y le dedicó un saludo fascista, alegando que lo hacía tantas veces, que ya levantaba el brazo incluso cuando entraba en Telégrafos. En cuanto a Pilar, despeinó al muchacho repetidas veces, riendo y exclamando: «¡Cuidado que eres guarro! ¡Voy ahora mismo por champú!». Eloy, el pequeño Eloy, se dejó izar por Ignacio a la altura del pecho, sin llegar a comprender del todo que el recién llegado formara parte de la familia.

Ignacio traía consigo… una maleta de madera idéntica a la que trajera un día su primo José. Al abrirla, brotaron de su interior una ristra de salchichones, botes de mermelada, cartas que había recibido en el frente, la chapa de combatiente —se la regaló a su madre— y la insignia de esquiador, que pudo escamotear y que pensaba conservar como recuerdo. Aparte, en un voluminoso paquete, ¡la radio que requisó! Era alemana, último modelo. Se la regaló a su padre, Matías Alvear, quien la colocó en el rincón del comedor preparado al efecto. Pilar quiso enchufarla en el acto y fue un fiasco. No funcionaba. Matías se acarició el mentón y dijo: «¿Y la técnica alemana, pues?».

Carmen Elgazu intervino:

—También yo te he preparado un regalo, hijo. Entra ahí…

Ignacio entró en su cuarto, que compartiría con Eloy, y en un pedestal entre las dos camas vio una imagen de San Ignacio con una mariposa encendida. ¡Decididamente, estaba de nuevo en su hogar!

Esta idea, súbitamente, lo sobrecogió. La vez anterior, sabiendo que el permiso que le habían dado era tan corto, apenas si se fijó en nada. Estuvo pendiente de los suyos, de Marta y del desasosiego del momento. Ahora, sabiendo que iba a quedarse, todo adquiría otra dimensión, a semejanza de lo que les ocurría en el frente cuando debían atrincherarse en un lugar determinado para pasar una temporada.

Ignacio decidió tomarse veinticuatro horas antes de presentarse al que en adelante sería su jefe, el Gobernador Civil y Jefe de Fronteras, camarada Dávila, cuya fama de caballerosidad había llegado hasta Ribas de Fresser. Una jornada entera que emplearía en deambular, en hacer las visitas de rigor y en arreglar el importante asunto de reclamar en el Banco Arús los haberes que le correspondían.

Durmió a pierna suelta y al día siguiente, se puso el único traje que tenía, azul marino —Pilar, al verle, exclamó: «¡Pero si te sienta de maravilla!»—, y se calzó unos zapatos puntiagudos, brillantes. Se desayunó, pellizcó en la mejilla a Carmen Elgazu y salió a la calle. Tenía una idea fija: ir a la barbería. A que le cortaran el pelo y lo afeitaran como Dios mandaba. ¡Qué voluptuosidad! Le hubiera gustado una barbería de lujo, pero no la había en Gerona; entonces se decidió por lo opuesto y se fue a la de Raimundo, en la calle de la Barca. Raimundo, que seguía aficionado a los toros y que había quitado ya el cartel que decía «Se afeita gratis a la tropa», al verlo exclamó: «¡Pero si es el ilustre Alvear! ¿Sabes que la guerra te ha sentado bien?».

La tarea más minuciosa fue el arreglo del bigote. Ignacio se puso exigente. Se acercó varias veces al espejo palpándose los rebordes. «Por favor, Raimundo. Has perdido facultades…» El momento del masaje fue el más solemne. Parecióle que el paño caliente y el Floid acababan definitivamente con su vida de cuartel, con los colchones de crin y con los piojos. «¡Servidor, almirante!». Raimundo llamaba almirante a todos los clientes «nacionales».

Al salir de la barbería, como nuevo, experimentó una sensación de plenitud. ¿A quién visitaría primero? ¡Por Dios, qué pregunta! ¿Acaso no tenía novia? ¿Es que no estaría Marta esperándolo?

Andando sin prisa, como si paladeara cada segundo de libertad, se dirigió a la calle Platería. Allí se entretuvo en los escaparates, compró cerillas a una vendedora ambulante y por fin subió al piso del comandante Martínez de Soria. Su sorpresa no tuvo límites al encontrarse en él con toda la familia reunida, como si hubieran sido advertidos de su llegada: Marta, José Luis, con sus estrellas de oficial, la madre de ambos, sensiblemente desmejorada.

Ignacio, al cruzar el umbral, se había emocionado sobremanera, recordando al comandante. Y se emocionó más aún al oír el grito que lanzó Marta: «¡Ignacio!». Los muchachos se fundieron en un abrazo salido de la entraña. «¡Por fin!», repetía Marta una y otra vez, apretándose contra su pecho.

—Sí, por fin… —dijo Ignacio—. ¡Ya era hora! Te echaba tanto de menos…

Su tono era tan cariñoso que Marta no se hubiera separado del muchacho nunca.

Pero allí estaban, presenciando la escena, la madre de la chica y José Luis, y no había más remedio que abreviar.

Separáronse y la viuda del comandante Martínez de Soria abrazó también al recién llegado. «¡Qué alegría, qué alegría!», musitó la mujer. Pero su voz era tan triste que Ignacio se estremeció. Comprendió que el peso de la viudez afligía obsesivamente a la madre de Marta, a la que tenía en gran estima. Ciertamente, la consideraba una gran señora. Y muchas veces pensó que si los «rojos» no llegaron a detenerla y llevarla al paredón ello se debió, en parte, al respeto que con su sola presencia inspiraba.

A continuación, Ignacio tuvo que enfrentarse con José Luis el teniente jurídico de complemento. Y he aquí que con sólo mirarlo a la cara y estrecharle la mano se dio cuenta de que era para él un extraño. Lo había visto sólo una vez, allá por el año 1934, cuando José Luis hizo aquel viaje relámpago a Gerona y subieron todos juntos al campanario de la Catedral a ver la nevada que glorificaba la ciudad. Pero sabía de él, de sus andanzas —incluso de sus estudios sobre Satán—, por las cartas que Mateo le escribía desde el frente. José Luis, al estrechar la mano de Ignacio, lo miró con gran curiosidad, pero se limitó a decirle: «Me alegra mucho volver a verte».

La reunión fue breve. La madre de Marta hubiera querido invitar a Ignacio a una taza de café, pero la chica se opuso. Quería estar a solas con él. Los segundos le parecían siglos.

—Compréndelo, mamá… ¡Quiero salir de paseo con Ignacio! —Se volvió con decisión hacia éste—: Espera un momento, por favor…

Marta, recordando los consejos de Pilar, se fue al lavabo y se puso
rimmel
en los ojos y se pintó de prisa las uñas.

La madre de la chica hizo un gesto de comprensión y le dijo a Ignacio:

—Te quiere mucho, ya lo ves… Trátala bien.

Minutos después la pareja bajaba la escalera y salía a la calle. Ignacio, sin saber por qué, no se decidió a tomar del brazo a Marta. Y tampoco acertaban a hablar. Sentíanse un poco aturdidos. Cruzaron el puente de San Agustín. Por fin, al pasar delante de Telégrafos, Marta se paró y con expresión picara miró hacia el interior del edificio y saludó militarmente. Ignacio se rió.

—¿Vamos a la Dehesa?

—Vamos.

La Dehesa estaba muy sucia. Pero los árboles centenarios los recibieron de pie, como siempre. Hubiérase dicho que presentaban armas.

Marta, colmada de gozo, llenó de aire sus pulmones.

—Otra vez juntos… —dijo—. ¿Te acuerdas del día que fuiste a verme a la escuela? ¡Qué emoción! David y Olga me habían disfrazado. Me habían puesto aquellas trenzas horribles…

Ignacio comentó:

—¿Qué habrá sido de los maestros? Contigo se portaron bien…

Marta asintió con la cabeza.

—Sí, pero yo no podía con ellos.

Estaba excitada. Ahora rebosaba de ganas de hablar.

—¿A que no te acuerdas de la fecha exacta en que bailamos el primer baile?

Ignacio parpadeó y se detuvo un momento.

—Pues, la verdad, no…

—El 19 de marzo de 1934. Día de San José. Fue en casa de Mateo. Mateo quiso reunir por primera vez a sus camaradas, y se le ocurrió organizar un baile.

Ignacio empequeñeció los ojos, como empezando a recordar. Se puso el índice en mitad de la frente.

—Llevabas… un vestido amarillo…

Marta se rió.

—¿Cuándo he llevado yo un vestido amarillo? Lo llevaba negro; y zapatos de tacón alto, que me dolían horrores. —Marcó una pausa y luego sonrió—. Tú te acercabas mucho y querías besarme. Yo decía «nanay»; pero te apretaba fuerte la mano.

Ignacio movió satisfecho la cabeza y siguieron andando.

—Mil novecientos treinta y cuatro… Han pasado cinco años. ¿A ti te parece que han pasado cinco años?

Marta sonrió.

—A mí me parece que fue ayer…

Abordaron la avenida central del Paseo. El sol se filtraba por entre las hojas verdes.

La atmósfera era estimulante.

Ignacio dijo inesperadamente:

—¿Sabes una cosa, Marta? ¡Tenemos mucho que hacer!

Marta lo miró con curiosidad.

—¿Por ejemplo…?

—¡Qué sé yo! Tengo ganas de ver el mar… ¡He visto tantas montañas!

—De acuerdo. ¡Podríamos ir al cabo de Creus!

Echaron a andar de nuevo.

—Y otro día hemos de ir a Barcelona a visitar a Ezequiel… ¿Te acuerdas mucho de Ezequiel?

—¿Cómo no voy a acordarme? —Marta, cada vez más contenta, añadió—: Seguro que nos saludará con el título de la película que ponen esta semana en el Albéniz:
La pareja ideal.

Ignacio se detuvo otra vez y miró a Marta. Con mucha ternura le quitó la boina roja, con lo que le asomó a la muchacha el flequillo, mientras el resto de los cabellos le caían a ambos lados de la cara. Marta le gustó.

De no estar a pleno sol —¿por qué no esperó a la noche para llevarla a la Dehesa?—, le hubiera dado el beso que en vano deseó darle aquella tarde de San José, en el baile en casa de Mateo. Algo leería la muchacha en los ojos de Ignacio: su corazón se puso a latir con fuerza. En realidad, temblaban uno y otro, mientras se oían bajar lejos las aguas claras del Ter.

Fue un encuentro afortunado, que llenó de júbilo a Marta, tan necesitada como Pilar de contar en el interior del pecho con un héroe personal. Pasaron por detrás de la piscina; bifurcaron hacia la plaza de toros; y luego tomaron asiento cerca de unos jugadores de bolos, hombres de edad avanzada, que al encogerse para tirar parecía que iban a caerse al suelo.

El hecho de estar sentados intensificó entre ellos la sensación de intimidad. Marta había arrancado al paso un tallo de hierba y lo mordisqueaba.

—Ignacio… ¿es cierto que me echabas mucho de menos?

—¡Claro! ¿Es que no me crees?

—Sí. Pero me gusta que me lo repitas.

—Pues voy a repetírtelo: estaba decidido a desertar…

Pasaron revista a todo lo que les había ocurrido desde que Ignacio se pasó a la España «nacional» y se alistó en la Compañía de Esquiadores. Hablaron de la provincia de Huesca y de la formidable impresión que al muchacho le produjo el valle de Ordesa.

BOOK: Ha estallado la paz
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