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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (9 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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«Aquello es un milagro». De pronto, vieron desfilar un pelotón de soldados, manta al hombro. ¿Adonde se dirigían? Ignacio recordó sus largas caminatas, el fusil en bandolera y barbotó: «La guerra…»

Lo dijo en un tono tan colérico, que Marta se inquietó. Aunque comprendió que Ignacio no se refería al significado de la contienda, sino a algo propio. Ignacio quiso paliar su brusca reacción y dulcificó el semblante.

La muchacha se dio cuenta y aprovechó para rogarle:

—Háblame de tu guerra, Ignacio… ¿Para qué crees que te ha servido?

El muchacho se acomodó en el banco y encendió un pitillo.

—¡Bueno! Yo odio la guerra, ya sabes… La guerra es espantosa. —Marcó una pausa—. Aunque, en honor a la verdad, en el frente pasé ratos que no olvidaré jamás…

—¿De veras?

—Como lo oyes. —Echó una bocanada de humo—. Las guardias solitarias… Esquiar de noche… ¡Se piensan tantas cosas!

Marta lo miraba como escudriñándolo.

—No has contestado a mi pregunta. Te pregunté para qué crees que te ha servido luchar.

Respiró él hondo.

—Desde luego, me ha embrutecido… ¡Es inevitable! Pero, por otro lado… ¡quién sabe!; tal vez me haya ayudado a ver claro en mí.

Marta seguía mordisqueando la brizna de hierba.

—Pero, eso es contradictorio ¿no?

—¿Por qué? Embrutecerse quiere decir… perder la inocencia. Y en el fondo, ello enseña a conocerse, en lo bueno y en lo malo.

Ella preguntó con seriedad:

—¿Qué se siente cuando se pierde la inocencia?

Ignacio hizo un mohín.

—¿Tú no la has perdido aún?

Los ojos de Marta expresaron una rara seguridad.

—Creo que no…

Ignacio tiró la colilla al suelo y la aplastó con el pie.

—Se siente… como si se rompiera algo. Es… como si se envejeciera de repente.

La muchacha reflexionó.

—Dijiste que has aprendido a conocerte, en lo bueno y en lo malo. ¿Es que hay algo malo en ti, Ignacio?

—Sí, claro: me miento a mí mismo. Cambio de parecer. A veces, en invierno sudo y siento frío en verano. Absurdo, ¿te das cuenta?

Marta respiró tranquila. Por un momento temió oír quién sabe qué. Acabó riéndose.

Tomó cariñosamente una mano de Ignacio y preguntó:

—Y lo bueno que te has descubierto, ¿qué es?

Ignacio mudó de expresión.

—¿Cómo te lo diré, Marta? Me he dado cuenta de que no seré feliz si no hago algo que beneficie a los demás.

Ella se tragó la saliva y se apartó el flequillo de la frente.

—¿Hablas en serio, Ignacio?

—Hablo en serio. Antes llegué a sentirme como un ser neutro. Era egoísta, era yo. Ahora todo eso ha pasado… La nieve lo cubrió. Sí, te lo repito: quiero hacer algo que sea útil a los demás.

Marta echó una mirada a las copas de los árboles y respiró hondo.

—Pero ¡eso es magnífico! —Y, ante la sorpresa de Ignacio, se volvió hacia él y le pidió un pitillo—. ¿Cuándo empezaste a sentir eso?

—Creo que fue en el Hospital Pasteur, de Madrid, curando a los heridos de las Brigadas Internacionales. Aquella gente me daba asco; y sin embargo, llegué a quererlos. Complicado, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza.

—¡No, no! Es muy natural…

—Luego… sentí ganas de ser buen chico… en Valladolid. El día que tú regresaste de Alemania, después de haber saludado a la estatua del
Hombre Alemán
desnudo. Recuerdo perfectamente qué deseé saludar a toda la humanidad.

Marta soltó una carcajada.

—¡Ay, qué viaje aquél! Llegué a casa con una mochila que pesaba más que yo.

—Y que apestaba…

—De eso no me acuerdo. Me abrazaste y perdí la noción de todo.

—¡Ah!, ¿sí? Entonces ten la seguridad de que en aquel instante perdiste la inocencia.

Guardaron un silencio largo. Marta chupaba con torpeza el pitillo que Ignacio había liado para ella. Por fin la muchacha reanudó el diálogo.

—¿Has hecho ya algún plan para cuando te den la licencia?

Ignacio, como pulsado por un resorte, se levantó, recordando que ésa era la pregunta que él formuló a sus compañeros. Respiró intensamente, al tiempo que abarcaba con la mirada las copas de los árboles de la Dehesa.

—¡Sí, por cierto! —respondió—. Quiero llegar a ser el mejor abogado de la ciudad… —Y volviéndose hacia la muchacha, añadió—: Y para que veas mi lado bueno, te prometo que le cederé a Mateo los clientes que me sobren.

Marta se levantó a su vez y se situó frente por frente de Ignacio. Estaban solos. Los jugadores de bolos se habían ido.

—¿Quieres que te diga una cosa, Ignacio? Querría ayudarte a ser lo que te propones.

—Puedes hacerlo.

—¿Cómo?

—Queriéndome mucho.

—Eso… ya lo hago. ¿No se me nota?

Ignacio no contestó. Tomó en sus manos la barbilla de Marta y, atrayendo a la muchacha hacia sí, le dio un beso prolongado y suave.

Al separarse dijo:

—Sí, se te nota…

Marta permaneció unos segundos con los ojos cerrados.

—Bésame otra vez.

Ignacio obedeció. El beso ahora fue eterno.

Marta por fin despegó los labios de los labios del muchacho.

—Gracias, Ignacio, por hacerme sentir lo que siento.

Él se emocionó.

—Es hermoso quererse, ¿verdad?

—Sí, mucho…

* * *

Igualmente afortunado, aunque con otros matices, fue el encuentro entre Ignacio y Mateo. Aquél, después de acompañar a Marta a la Sección Femenina, provisionalmente instalada en el local que había pertenecido a la UGT, se dirigió a Falange —es decir, al caserón cedido por Jorge de Batlle— y encontró a Mateo en su despacho, rodeado de los retratos patrióticos de rigor y con un mapa de la provincia de Gerona en la pared, tachonado de banderitas.

Los dos muchachos, al verse, recibieron recíprocamente una impresión fortísima.

De hecho, se habían despedido, separado, el 20 de julio de 1936, cuando Mateo, ante el fracaso del Alzamiento en Gerona, salió del piso de los Alvear en dirección a los Pirineos, para pasar a Francia. Habían transcurrido, por lo tanto, tres años. En esos tres años se habían convertido en hombres sellados virilmente por la guerra, rebosando vitalidad y con ganas de conquistar el mundo.

—¡Ignacio…!

—¡Mateo…!

Se confundieron en un abrazo tan apretado, que la medallita que colgaba del cuello de Mateo se enroscó en uno de los botones de la camisa de Ignacio. El forcejeo a que ello dio lugar los incitó a reírse, a soltar una estentórea carcajada. En realidad, no acertaban a explicarse lo que les ocurría. Se miraban y se reían. Acabaron sentándose con dolor en los riñones, riéndose aún y respirando con dificultad.

—Pero… ¡chico! —balbuceó Ignacio, por fin, con lágrimas en los ojos—. ¡Qué barbaridad!

—¡Esto es la juerga del siglo! —añadió Mateo, sonándose con su pañuelo azul…

—Las cartas que me escribías —recordó Ignacio—, eran más serias…

—¡Figúrate! Caían pildorazos a mi lado…

—Hay que ver, vaya con tu medallita…

Recuperaron el ritmo y volvieron a mirarse, esta vez con mayor atención. La encrespada cabellera de Mateo brillaba demasiado y sus ademanes eran exactos, de hombre acostumbrado a mandar. Por el contrario, Ignacio se había recortado el bigote en exceso y ello le daba, a juicio de Mateo, cierto aire de «señorito».

Ignacio le preguntó a Mateo, echando una mirada sobre los papeles de la mesa:

—¿Charlamos ahora, o es mal momento?

—¿Mal momento? No digas bobadas… —Mateo pulsó un timbre y en el acto apareció un «flecha» saludando brazo en alto—. Oye, chico… Que no estoy para nadie, ¿comprendes? Anda, que no entre nadie… Y cierra la puerta.

El «flecha» desapareció. Y Mateo e Ignacio quedaron solos como antes, más que antes, e iniciaron el diálogo con el que habían soñado tantas veces mientras montaban guardia en los parapetos.

—Tengo un interés enorme en saber cómo estás —comentó Mateo—, en saber qué piensas de todo lo que ha ocurrido y está ocurriendo. De veras te lo digo, Ignacio. A veces temo vivir embriagado, o delirando. Este despacho —giró la vista en torno— es una terrible responsabilidad. ¡Me paso el día firmando papeles!

Ignacio movió la cabeza con admiración.

—Desde luego, los tiempos han cambiado. ¿Te acuerdas de cuando te escondiste en el cuchitril del Rubio, el que tocaba el saxofón en la
Pizzaro Jazz
?

—Claro que me acuerdo. La FAI me tenía acorralado.

—Es que… hablabas mucho. ¡Menudos discursos! Me los soltabas incluso a mí, un día sí y el otro también.

Mateo, para sentirse más cómodo, se quitó la pistola que llevaba en el cinto y la dejó sobre la mesa.

—Pues anda que tú… Un día en casa te metiste con la estigmatizada Teresa Neumann y te quedaste solo.

Ignacio asintió.

—Todo el mundo hablaba mucho por entonces.

—Todo el mundo, no —protestó Mateo—. Había uno que no decía apenas nada: Pedro, el disidente. ¿Te acuerdas de Pedro? Quería recibir órdenes directas de Moscú…

—Sí, me acuerdo. Y también de aquella criada que tenías, que se llamaba Orencia…

—¡Menuda ficha!

—Cuántas cosas han pasado… —De pronto, Ignacio puso cara cómica—. ¿A que no sabes lo que ahora me viene a la memoria?

—No…

—La primera caja de bombones que le enviaste a Pilar. Era de lo más cursi. En la tapa había una orquídea en forma corazón.

—Pero, ¡chico! ¿Es posible?

—Como te lo digo.

—No me reconozco en esa orquídea.

Llegados a este punto, Mateo sacó su mechero de yesca e invitó a Ignacio a fumar.

Ignacio reconoció el mechero y mil pensamientos agradables invadieron su mente.

—Bueno… —reanudó Mateo—. Volviendo a lo de antes… ¿Cómo estás, Ignacio? ¿Todavía eres tan… escéptico?

Al oír esta palabra, Ignacio abrió expresivamente los ojos.

—¿Escéptico yo? Olvida eso…

Mateo simuló sorpresa.

—No te entiendo… Habías jurado serlo toda la vida, ¿no es así?

Ignacio se rascó con una uña la ceja derecha.

—Más o menos. Pero aquí me tienes. Hasta ayer al mediodía no abandoné el fusil.

—Eso ya lo sabía —replicó Mateo—. Pero lo que yo te pregunto… es si estás convencido.

Ignacio hizo un gesto ambiguo.

—Si me hubieran dicho que algún día lloraría al cantar
Cara al Sol
, hubiera reventado de risa; y resulta que en el frente lloré más de una vez. —Lanzó una espiral de humo—. Y en Barcelona estuve a punto de incendiar la iglesia de Pompeya porque la Sanidad «roja» la había convertido en depósito de medicamentos.

Mateo se echó para atrás en el sillón.

—¿Querrás creer que casi lamento oírte hablar de ese modo?

Ignacio manifestó estupor.

—No te comprendo.

—Verás… A mí me parece todo esto tan apasionante que necesitaría oír a alguien que me pusiera pegas. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Ignacio movió divertido la cabeza.

—¡Pues mira por dónde no soy yo ese alguien que te hace falta!

Los ojos de Mateo se empequeñecieron. Parecióle que Ignacio había hablado con cierto retintín.

—¿De modo —prosiguió, arriesgándose— que eres acérrimamente optimista?

Ignacio irguió el busto.

—¡Por favor, yo no he dicho eso! ¿Cómo voy a ser optimista? La guerra está ahí…

—¿Así, pues…?

—Simplemente… ¡qué sé yo! He llegado a la conclusión de que hay que seguir adelante.

Mateo se pasó la mano por la cabellera.

—¿Estás hablando en serio, Ignacio?

Éste asintió con la cabeza.

—Pues sí, hablo en serio. A pesar de todo. A pesar de que los militares no me gustan. Y de que no me gusta esa pistola que has dejado ahí. Ni que los jerarcas os reservéis una fila de butacas en todas las salas de espectáculos. A pesar de que sigo sin entender lo que significa Sindicato Vertical… —Ignacio reflexionó y agregó—: Una gran parte de España es ignorante… y cruel. Partiendo de esta base…

Mateo prosiguió, implacable:

—¡Pero antes, cuando yo te hablaba de eso, de la necesidad del
Mando único
, te enfurecías!

Ignacio se encogió de hombros.

—¡Qué voy a decirte! Te repito que tampoco ahora soy feliz. Es absurdo, ¿no crees?, que un muchacho de tu edad tenga un coche oficial en la puerta y censure todas las noticias destinadas a la población. —Al decir eso, señaló una pila de galeradas de imprenta que Mateo tenía a su lado—. Pero cuando recuerdo aquellos retratos de Lenin… Cuando recuerdo a Teo…

Mateo acusó una extraña sacudida.

—¿Por qué has mencionado a Teo?

—No lo sé. Se me ha ocurrido… ¿Por qué lo dices?

Mateo aplastó el pitillo sin inmutarse.

—Porque yo mandé, en Teruel, el piquete que lo fusiló.

—¿Ves? —comentó, al cabo de unos segundos—. Tal vez lo único que de verdad me inquieta sea eso: que me cuentes una cosa así y me quede tan fresco.

Mateo se mordió el labio inferior.

—Crees que nos hemos vuelto insensibles, ¿verdad?

—Insensibles, no… Pero hemos partido el queso por la mitad y actuamos en consecuencia.

—¿Te parece que no tenemos derecho a ello?

—Por favor, Mateo… Ha corrido tanta sangre, que hablar de derechos resulta un poco irónico.

Mateo reflexionaba.

—Bueno… hay un hecho irrebatible: salimos todos al ruedo y nosotros hemos ganado.

—Sí, ya lo sé… Pero ahora viene lo más difícil: justificarnos a nosotros mismos.

Mateo hizo un gesto ambiguo. Pensó que, de hecho, Ignacio le había puesto las «pegas» que andaba solicitando. Sin embargo, ¿qué hacer? ¿Era posible pedirle a «La Voz de Alerta» que absolviera a sus enemigos? Por otra parte, el tiempo cuidaría de reglamentar las cosas, de asignar las atribuciones de cada cual.

Ignacio leyó el pensamiento de Mateo. Y añadió:

—Crees que a la larga todo esto se arreglará, ¿no es así?

Mateo iba a contestar: «Desde luego». Pero rectificó.

—Depende… de la ayuda que nos presten los hombres como tú…

Ahí Ignacio se mostró tajante. Comprendía la intención de su amigo. Pero éste no podría contar con él. La política era un problema de vocación y él no la tenía. Se dio cuenta en el momento en que Marta le había preguntado, hacía de ello una hora escasa: «¿Qué piensas hacer cuando te licencien?». Y acabó de convencerse al oír a Mateo decirle al «flecha»: «Oye, chico… Que no estoy para nadie ¿comprendes?».

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