Ha llegado el águila (38 page)

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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: Ha llegado el águila
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Molly le miró fijamente. Parecía empezar a entender.

—Ahora me doy cuenta —le dijo— de todas esas cosas que hacías de noche, esos viajes por ejemplo. Creí que tenía que ver con el mercado negro y dejaste que lo creyera. Pero estaba equivocada.

Sigues todavía en el ejército, ¿verdad?

—Sí —le dijo, sin mentir completamente—, me temo que sí.

—Oh, Liam —le dijo, con los ojos brillantes—, ¿me podrás perdonar alguna vez que te haya considerado un comerciante barato en medias de seda y whisky?

Devlin respiró profundamente, y consiguió esbozar una sonrisa.

—Lo pensaré. Y ahora vete a casa, como una buena niña, y espera que te llame aunque tarde mucho.

—Así lo haré, Liam.

Le besó, le pasó la mano por detrás del cuello y volviéndole a besar, montó de un salto.

—Y no se te ocurra decir una sola palabra —recalcó Devlin.

—Puedes confiar en mí.

Apretó los tacones contra el vientre del caballo y partió al galope por el pantano.

Devlin volvió atrás rápidamente. Ritter estaba junto a Steiner en el establo.

—¿Todo solucionado? —preguntó Steiner.

Devlin pasó a su lado velozmente y entró al establo. Los hombres conversaban en pequeños grupos y Preston estaba encendiendo un cigarrillo. Tenía el fósforo encendido en la mano.

Alzó la vista, sonriendo burlonamente.

—Así que ya sabemos lo que ha estado haciendo estas semana

¿Era buena, Devlin?

Devlin alzó la mano y lanzó el puño derecho. Golpeó a Preston en la mejilla y éste cayó despatarrado de espaldas sobre las piernas de uno de los hombres. Steiner sujetó a Devlin del brazo.

—¡Voy a matar a ese bastardo! —aulló Devlin.

Steiner se situó frente al irlandés y le puso las manos sobre hombros. Devlin se sorprendió de su fuerza.

—Váyase a la casa —le dijo tranquilamente—. Yo me encargo de esto.

Devlin le miró furibundo, con esa cara pálida de asesino una vez más. Pero se le suavizó un tanto la expresión al observar a Steiner. Se marchó y empezó a correr por el patio. Preston se levantó y se llevó la mano a la cara. El silencio era completo.

—Hay un hombre que le va a matar si tiene ocasión, Preston —le dijo Steiner—. Tenga cuidado. Si vuelve a hacer cualquier cosa irregular y Devlin no le mata, seré yo mismo quien lo haga. —Le hizo gesto a Ritter—. Toma el mando.

Cuando entró en la casa, Devlin estaba bebiendo un Bushmills.

El irlandés le miró con una sonrisa nerviosa.

—Dios mío, es verdad que le habría matado.

—¿Y qué fue de la joven?

—No hay problema. Está convencida de que sigo en el ejército que estoy metido hasta el cuello en una operación ultrasecreta —le dijo, y la molestia que sentía consigo mismo era evidente en su expresión—. Su niño querido, así me llamaba. Y eso soy en realidad.

—Empezó a servirse otro trago, vaciló y volvió a cerrar la botella—.De acuerdo —le dijo a Steiner—, ¿y qué hacemos ahora?

—Nos trasladaremos al pueblo a mediodía y empezaremos los ejercicios. Me parece que de momento debe mantenerse completamente al margen. Esta tarde nos podemos encontrar de nuevo, después de que oscurezca, cuando estemos prontos para el asalto.

—Muy bien. Joanna Grey está segura de que va a poder hablar con usted en algún momento esta tarde. Dígale que llegaré a su casa sobre las 6.30. La cañonera estará preparada en cualquier instante entre las nueve y las diez. Me traeré el aparato de radio para que usted pueda hablar directamente con Koenig desde el escenario de las operaciones y fijar el momento y el lugar más apropiado para salir de aquí.

—Perfecto —dijo Steiner, pero pareció vacilar—. Pero hay una cosa pendiente.

—¿Cuál?

—Mis órdenes respecto a Churchill. Son muy explícitas. Les gustaría vivo, pero si no es posible…

—Tendrá que meterle un balazo. ¿Cuál es el problema?

—No estaba seguro de si eso podía ser problema para usted.

—En lo más mínimo —dijo Devlin—. Actualmente todo el mundo es soldado y corre los riesgos de un soldado. Y eso incluye también a Churchill.

Rogan estaba ordenando el escritorio de su despacho de Londres, pensando ya en la comida, cuando se abrió la puerta sin que nadie hubiera llamado y entró Grant. Estaba tenso, excitado.

—Acaba de llegar este telegrama, señor —le dijo a Rogan y le alargó el mensaje—. Ya lo tenemos.

—Norfolk Constabulary, Norwich —dijo Rogan.

—Allí es donde está registrado; pero está a cierta distancia, en la costa norte de Norfolk, cerca de Studley Constable y Blakeney. Un lugar muy aislado.

—¿Conoces la zona? —le preguntó Rogan, mientras leía el mensaje.

—Pasé dos vacaciones en Sheringham cuando era principiante, señor.

—Así que ahora se llama Devlin y está trabajando de guarda de un pantano, para sir Henry Willoughby, el señor de la comarca. Se merece una sorpresa, por cierto. ¿Queda muy lejos ese lugar?

—A unos trescientos cincuenta kilómetros —contestó Grant y sacudió la cabeza—. Pero ¿qué diablos querrá hacer por ahí?

—Lo vamos a averiguar muy pronto —dijo Rogan y quitó la vista del informe.

—¿Qué debemos hacer, señor? ¿Llamo al Constabulary de

Norfolk para que le apresen?

—¿Estás loco? —le dijo Rogan, sorprendido—. ¿No sabes cómo es la policía rural? Un puñado de buenas personas. No, lo vamos a arreglar personalmente, Fergus. Tú y yo. Hace mucho que no paso un fin de semana en el campo. Será un cambio de aires muy agradable.

—Tiene una cita en el despacho del juez esta tarde —le recordó Grant—. Por las pruebas del caso Halloran.

—Saldré de allí a las tres. A las tres y media en el peor de los casos. Retira un coche y espérame con todo listo. Partiremos directamente desde allí.

—¿Debo explicar esto a mis superiores, señor?

—¿Qué te sucede hoy, Fergus? —exclamó, irritado, Rogan—.

Todo el mundo está en Portsmouth. Muévete ahora mismo.

—Muy bien, señor —dijo Grant, incapaz de explicarse a sí mismo la extraña reticencia que sentía.

Ya tenía la mano en la puerta cuando Rogan le llamó:

—Fergus.

—¿Sí, señor?

Llama al arsenal y pide un par de Browning pesadas. Este personaje dispara y después pregunta de qué se trata.

Grant tragó saliva.

—Me ocuparé de eso, señor —le dijo con voz levemente temblorosa y salió.

Rogan se levantó y se aproximó a la ventana. Flexionó los dedos de las manos. Estaba tenso.

—Correcto, bastardo —dijo en voz baja—, vamos a ver si eres tan bueno como dicen.

Poco antes del mediodía, Philip Vereker abrió la puerta del presbiterio, se dirigió a la puerta que estaba al final del pasillo detrás de la escalera posterior, y bajó al sótano. El pie le dolía excesivamente y apenas había dormido en toda la noche. Por su propia culpa. El médico le había dado una buena provisión de tabletas de morfina, pero Vereker temía aficionarse a la droga.

Así que prefería sufrir. Pamela, por fin, venía a pasar el fin de semana. Le había telefoneado temprano por la mañana para confirmárselo y para agregarle que la traería en coche Harry Kane.

Eso ahorraría a Vereker unos cuantos litros de gasolina, no estaba mal. Y le gustaba Kane. Le había gustado a primera vista, lo que le sucedía muy pocas veces. Le agradaba que Pamela, al fin, se interesara por alguien.

En un extremo del sótano había una gran linterna colgada de un clavo. Vereker la cogió, abrió un viejo armario de encina negro, entró y cerró la puerta. Encendió la linterna, palpó la pared interior del armario que finalmente cedió dejando al descubierto un largo túnel oscuro de paredes de piedra húmedas y brillantes.

Era uno de los mejores restos de ese tipo de construcción que quedaban en el país, un túnel para el sacerdote, que unía el presbiterio con la iglesia, una reliquia de los tiempos de las persecuciones de Isabel Tudor contra los católicos. El secreto había pasado de encargado a encargado de la parroquia. Y a Vereker le era muy útil.

Llegó al final del túnel, subió unos cuantos peldaños de piedra y se detuvo, sorprendido; escuchó atentamente. Sí, no había duda: alguien estaba tocando el órgano, y muy bien, además. Subió el resto de los escalones, abrió la puerta superior (que era uno de los paneles de madera de la sacristía), la cerró, abrió la otra puerta y entró en la iglesia.

Cuando Vereker subió al coro se quedó mirando, asombrado, a un sargento paracaidista con todo su equipo de camuflaje, que estaba sentado al órgano, con la boina roja en el asiento contiguo.

Estaba tocando un preludio coral de Bach, muy apropiado para la época, pues se solía cantar con el himno de adviento:
Gottes Sohn ist kommen
.

Hans Altmann estaba disfrutando profundamente. Un instrumento soberbio en una hermosa iglesia. Alzó la vista y vio por el espejo del organista a Vereker de pie al final de la escalera. Dejó de tocar y se volvió.

—Lo siento, padre, pero no lo pude evitar —le dijo y le extendió la mano—. Uno no suele tener estas oportunidades en… mi actual oficio.

Hablaba un inglés excelente, pero con notorio acento extranjero.

—¿Quién es usted? —le preguntó Vereker.

—El sargento Emil Janowski, padre.

—¿Polaco?

—Exactamente —asintió Altmann—. Entré a buscarle con mi coronel. Usted no estaba, por supuesto, así que me ordenó que esperara mientras le buscaba en el presbiterio.

—Toca muy bien, verdaderamente bien —dijo Vereker—. Y Bach requiere una buena interpretación, eso es algo que siempre recuerdo con amargura cada vez que debo ocupar ese asiento.

—Ah, ¿usted también toca? —preguntó Altmann.

—Sí. Y me gusta mucho la pieza que estaba usted interpretando.

—Es una de mis favoritas —le dijo Altmann y empezó a tocar nuevamente, acompañándose ahora con la voz, cantando en voz baja—:
Gott, durch deine Güte, wolst uns arme Leute

—Pero ése es un himno del domingo de la Trinidad —dijo Vereker.

—No es así en Turingia, padre.

En ese instante crujió la gran puerta de encina y entró Steiner.

Pasó por debajo del coro. Llevaba en una mano una fusta de cuero y en la otra la boina. Sus botas resonaban en las piedras mientras se acercaba. Los rayos de luz que se filtraban por la vidriera le encendían el pelo rubio claro.

—¿El padre Vereker?

—Exacto.

—Howard Carter, al mando del batallón de paracaidistas polacos del regimiento de fuerzas aerotransportadas —dijo y se volvió a Altmann—. ¿Se ha portado bien, Janowski?

—Como sabe, mi coronel, el órgano es mi única debilidad…

—Salga y espere con los demás —dijo Steiner, sonriente.

Altmann se marchó y Steiner contempló atentamente la nave central.

—Es verdaderamente hermosa.

Vereker le observó con curiosidad. Advirtió las insignias de coronel que llevaba en las hombreras del uniforme.

—Sí que estamos orgullosos de las fuerzas aerotransportadas.

Pero ¿no están ustedes un poco lejos de sus cotos de caza? Creía que se estaban concentrando en Yugoslavia y Grecia.

—Sí, así fue hasta hace un mes aproximadamente, y entonces los que están en el poder decidieron traemos a casa para un entrenamiento especial. Aunque «casa» quizá no sea la palabra más adecuada: mis muchachos son polacos.

—¿Como Janowski?

—De ningún modo. El habla muy buen inglés. La mayoría sólo es capaz de decir «Hola» y «¿Quieres salir conmigo esta noche?». Al parecer están convencidos de que eso les basta. —Steiner sonrió al decir eso—. Los paracaidistas pueden ser muy arrogantes, padre. Es el problema habitual de las unidades de elite.

—Lo sé —respondió Vereker—. Fui capellán de la primera brigada de paracaidistas.

—¿Usted, por Dios? —dijo Steiner—. ¿Estuvo entonces en Túnez?

—Sí, en Oudna, y allí me sucedió esto —y se golpeó la pierna de aluminio con el bastón—. Y ahora estoy aquí.

Steiner le extendió la mano y se la estrechó a Vereker.

—Encantado de conocerle. Nunca esperé encontrarme con alguien así.

—¿En qué le puedo ayudar? —dijo Vereker, que esbozó una de sus raras sonrisas.

—Darnos alojamientos por esta noche, quizás. He visto que tiene usted un establo en el campo contiguo y al parecer ya lo han utilizado antes en asuntos semejantes.

—¿Están en ejercicios?

—Sí, se los podría llamar así —dijo Steiner y sonrió levemente—. Sólo he traído un puñado de hombres. El resto está disperso por todos los rincones de Norfolk. Mañana, a la hora determinada, deberemos correr como locos a reunirnos en cierto punto, para comprobarla velocidad a que somos capaces de reunirnos.

—¿Así que van a pasar aquí esta tarde y esta noche solamente?

—Así es. Trataremos de no molestar. Es posible que disponga unos cuantos ejercicios tácticos por el pueblo y sus alrededores, sólo para mantener ocupados a los muchachos. ¿Cree que molestaremos?

Resultó tal como había calculado Devlin. Philip Vereker sonrió.

—Se ha utilizado Studley Constable para maniobras militares en muchas ocasiones, coronel. Les ayudaremos con el mayor gusto en todo cuanto les haga falta.

Cuando Altmann salió de la iglesia, bajó por la carretera en dirección al Bedford, estacionado junto a la barrera donde empezaba el sendero que conducía al establo de la Hondonada de La Anciana.

El jeep esperaba junto al pórtico de la iglesia, con Klugl al volante y Werner Briegel a cargo de la Browning M2.

Werner observaba los pájaros con sus prismáticos.

—Muy interesante —le dijo a Klugl—. Creo que los voy a mirar de cerca. ¿Me acompañas?

Le habló en alemán. No había nadie cerca y Klugl le respondió en el mismo idioma.

—¿Crees que podemos ir?

—¿A quién molestamos?

Bajó del jeep, atravesó el pórtico y Klugl le siguió, no muy convencido. Laker Armsby estaba cavando una tumba en el extremo oeste de la iglesia. Caminaron entre las lápidas y Laker, que les vio venir, dejó de trabajar y se sacó de la oreja medio cigarrillo.

—Hola —dijo Werner.

Laker les observó con cierto interés.

—Extranjeros, ¿eh? Creí que eran ingleses, por los uniformes.

—Polacos —dijo Werner—. Tendrá que perdonar a mi amigo, no habla inglés.

Laker esgrimió ostentosamente su cigarrillo y el joven alemán comprendió el gesto. Sacó su paquete de Players.

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