Habitaciones Cerradas (21 page)

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Authors: Care Santos

Tags: #det_crime

BOOK: Habitaciones Cerradas
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Aspectos destacables:

El innegable valor artístico se acrecienta por el hecho de abordar las obras una temática prácticamente inédita en la obra de Amadeo Lax. Con una sola excepción
—Il falso ricordo,
una obra de 1962 adquirida por el barón Heini Thyssen que actualmente forma parte de la colección permanente del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid— el pintor siempre rehuyó, y dijo aborrecer, el desnudo femenino.

Se estima el valor económico del legado completo en 15 millones de euros.

Descripción de las obras (resumen)

N° 1:
Frío,
200 x 170 cm . Óleo sobre tela, 1939

Es el cuadro de mayor tamaño de la colección. Representa una escena de interior. La figura femenina centra la mitad izquierda de la escena. Es una mujer ¡oven, hermosa, desnuda, sentada en un sillón cubierto por una funda blanca, con las manos extendidas hacia la lumbre, la cabeza vuelta hacia el espectador y una abundante y larga cabellera negra cayéndole por la espalda. La viveza de su mirada y la seriedad de su expresión consiguen centrar la atención del espectador. En la parte derecha destaca la chimenea encendida, el fragmento de un espejo y unas hojas vegetales.

Nº 11:
Si las paredes hablasen,
170 x 140 cm . Oleo sobre tela, 1936

Muestra a la modelo reclinada sobre un diván, ¡unto a una ventana por la que se divisa el paisaje del lago de Como. Lleva el pelo recogido y viste un traje de inspiración campestre, cuya falda ha subido por encima de la cintura, dejando al descubierto un par de piernas enfundadas en medias blancas y un poblado vello pùbico. La actitud desmayada de la figura femenina, la laxitud de sus brazos, la separación de sus piernas o los pies desnudos acentúan la enorme carga erótica de la composición. Como curiosidad, subrayando lo anterior, el centro geométrico de la escena lo ocupa, precisamente, el pubis de su protagonista. De nuevo conviene señalar lo atipico que asunto y tratamiento resultan en los retratos de su autor.

Nº 17:
Cruda verità (La verdad desnuda),
165 x 94 cm, Oleo sobre tela, 1940

Representa a la misma modelo sentada en un sillón regio, completamente desnuda y con las piernas separadas, enfrentada a la mirada del espectador. De nuevo la zona pùbica cobra un absoluto protagonismo, ocupando el centro geométrico del lienzo. En este caso, además, no se aprecia vello y la abertura vaginal —trazada con gruesas capas de pintura roja y blanca— es de enorme realismo. Hay que remarcar que se trata de una versión mejorada —casi con toda seguridad anterior— de la obra
Il falso ricordo
(fechada en 1962), que actualmente forma parte de los fondos expuestos en la sala Amadeo Lax del MNAC. A la espera de un futuro análisis de ambos cuadros, éste presenta una ejecución más meticulosa, de más fino trazo y mayor gama cromática.

N° 20:
Siesta,
150 x 150 cm . Óleo sobre tela, 1936

La misma modelo, dormida. De entre los pliegues de una sábana sobresalen la cabeza —el negro de la melena esparcida sobre la almohada contrasta con la blancura de la cama— y un seno cuyo pezón —de nuevo— ocupa el centro geométrico de la composición. El erotismo se hace presente en ese detalle, en una obra que, de otro modo, rebosaría ingenuidad.

Nº 26:
La herida abierta,
120 x 93 cm . Oleo sobre tela, 1935

Revisión del clásico tema del «espinario». La modelo aparece aquí sentada en una roca ¡unto a las aguas tranquilas del lago, en actitud de arrancarse una espina clavada en su pie izquierdo. Tiene el tobillo izquierdo apoyado sobre la rodilla derecha, las piernas desnudas y la falda descansando sobre los muslos, de modo que queda a la vista del espectador la zona púbica. Una vez más, destaca el realismo y la meticulosidad anatómica con que el pintor trazó la vagina de la modelo, que aquí parece mostrarse de un modo accidental, de modo que el artista —y con él el espectador— adoptan el papel de un
voyeur.

Nº 29:
Lo nuestro,
70 x 70 cm . Óleo sobre tela, 1935

Uno de los tres detalles anatómicos de la colección. Muestra una mano apoyada sobre un seno. Es imposible determinar si se trata de un retrato parcial de la misma modelo, aunque todo parece indicar tal cosa. El trazo grueso deja al descubierto el lienzo en varios fragmentos. Es posible que se trate de un estudio.

Nota: el listado completo ha sido remitido al Patronato del MNAC para una primera valoración. El presente resumen ha sido elaborado con la finalidad de dar a conocer el legado a la prensa. Bajo petición, se dispone de fotografías de los cuadros referenciados. Para más información, sírvanse contactar con Arcadio Pérez.

XII

El 10 de marzo de 1908, Maria del Roser Golorons dio por terminada la autoimpuesta prohibición de abrir el joyero francés de oro y cristal que había pertenecido a su abuela. A puerta cerrada, lo llevó hasta el saloncito, lo dejó sobre su tocador, accionó la diminuta llave y levantó la tapa. La visión del contenido la dejó al borde de las lágrimas. Se sintió culpable de una deslealtad inexistente, que la trasportó a su primera infancia, cuando abría a escondidas el cofre del tesoro y se probaba a hurtadillas pendientes, collares y pulseras. Los broches le daban miedo, porque la pinchaban con sus tentáculos de filigrana. Entonces no comprendía que su madre apenas encontrara ocasiones para lucir aquellas maravillas, siempre tan modosa como hija de costurera, siempre encerrada en casa, y le gustaba imaginar la opulencia de su antepasada, aquella bisabuela rubicunda que había sobrevivido a las guerras carlistas sin quitarse jamás sus alhajas, y se derretía de admiración, pensando que un día también ella sería así, una dama tremenda y enjoyada.

Ahora que eran suyas y que, tres meses después, el duelo por su madre comenzaba a caducar, no se sentía igual en absoluto. Mientras la belleza de las joyas le aceleraba de nuevo el corazón lamentó que no existiera aquel otro motivo de angustia, el de saber que en cualquier momento podía regresar la legítima propietaria y encontrarla otra vez con las orejas sobrecargadas de piedras preciosas, desobedeciendo de forma manifiesta y jugando a ser lo que ninguna mujer de la casa se había permitido ser jamás.

—Te llegará el momento de lucirlas cuando yo me muera, hija mía —le dijo una vez su madre, devolviendo todo a su lugar—, pero antes tendrás que hacerte merecedora de ellas.

Maria del Roser comenzó a sacarlas del joyero y las extendió sobre una toalla limpia. Debía elegir las que luciría aquella noche, la primera en que saldría después de los rituales agotadores de la muerte, la primera en que las joyas se acomodarían a su piel y no a la de su madre, su abuela o su bisabuela. Pensó que no las merecía, que la premisa materna no se había cumplido, y en cada alhaja vio, no un capricho de la sofisticación y el lujo, sino una parte de su madre misma. Tenía un nudo en la garganta cuando oyó el zumbido de los motores aproximándose y comenzó a oír un revuelo muy extraordinario en la calle, que se detenía exactamente frente a su portal. Apartó un poco el visillo de la ventana para averiguar qué ocurría. Entonces vio al mismísimo rey Alfonso XIII descender del Hispano Suiza de Rodolfo con la ayuda de un par de señores que le resultaban familiares y subir con esfuerzo los pocos escalones de entrada a la casa. Pensó que más de un criado no sobreviviría a aquella impresión de encontrarse cara a cara con el rey y ni tiempo tuvo de devolver las joyas al cofre francés. Comprobó su aspecto frente al espejo, dejó el saloncito cerrado con llave y bajó la escalera sin perder el paso, para recibir como era debido a tan ilustre visitante.

Encontró al monarca recostado sobre uno de los sillones de terciopelo amarillo, con la cabeza desmayada hacia atrás y apoyada en un almohadón, mientras varios hombres de su séquito se esforzaban en quitarle las botas. Llevaba un uniforme que parecía muy incómodo, con sobrepeso de condecoraciones. Los soldados de la guardia real, vestidos de gala, eran como un rebaño desorientado al que se le acaba de extraviar el pastor. Los integrantes de la comitiva real, de las mejores familias de la ciudad, entre los que no faltaban jovencitos de edad similar a la del real anfitrión, tenían sudores fríos sólo de pensar cómo podía terminar aquello. Las criadas se persignaban en el rellano de la escalera, afanadas por contemplar lo que estaba ocurriendo frente a la chimenea y por resolver las urgencias que se presentaban. Por ejemplo, cuando el señor Maura pidió un abanico con que darle aire a la corona de España, Conchita se apresuró a sacar del secreter el pai-pai de mimbre que años atrás utilizaba para abanicar a los niños, y ponerlo en manos del presidente del gobierno.

—Se ha mareado, la pobre criatura —susurró Rodolfo al oído de su esposa, en cuanto ella se incorporó al coro de almas desorientadas por el vahído real—, no me extraña, con el programa de actos que le han organizado. No le han dejado ni un segundo libre para ir al baño.

Se mandó un coche a buscar al doctor Gambús, quien llegó dispuesto a todo. Para entonces, ya el rey movía la cabeza por sí mismo y parecía delirar en voz baja. Sus labios temblaban como en una salmodia íntima. El médico le echó un vistazo cuidadoso, como si temiera romperlo, con expresión de gravedad absoluta. Igual que el resto de los presentes, debía de convenir que el rey no tenía edad de desvanecerse en ninguna parte. Y es que en aquel 1908, Su Majestad acababa de cumplir los veintidós años. Muy bien aprovechados, eso sí.

Mientras la reanimación seguía su curso y Gambús desplegaba por todo el salón las esencias de su maletín, Maria del Roser invitó a todos los presentes a salir al patio y ordenó servir un refrigerio.

—Mira que no avisarnos —protestaba Eutimia—, con lo que me habría gustado a mí engalanar la casa.

Don Rodolfo halló un momento para contarle a su esposa en qué se había ido la mañana, mientras subía a su cuarto a cambiarse los zapatos nuevos, comprados para la ocasión, por otros viejos que no le torturaran los pies. Maria del Roser trató de impedirlo, pero Rodolfo fue taxativo:

—Si no me los cambio, acabaré por proclamar la República —dijo, sentándose en la banqueta para descalzarse, mientras Maria del Roser ardía en deseos de escuchar la crónica que estaba a punto de llegar—. Creo que el pobrecillo arrastra un catarro. Me di cuenta nada más verle bajar del tren, a las nueve y cinco en punto, en el apeadero del Paseo de Gracia. Antes de subir al coche ya nos preguntó si alguno de nosotros llevaba un pañuelo y no habíamos llegado a Las Ramblas que ya había dejado inservibles dos o tres. Con semejante congestión, la compañía de los concejales, el cardenal, el jefe del Estado Mayor y el obispo, que le atosigaban todo el rato con chistes horrorosos, le ha sentado fatal. Ha llegado pálido a la iglesia de la Merced y daba angustia verle avanzar, bajo palio, hacia el
Te Deum.
Parece que el oficio le ha mejorado un poco, y para la Salve y el besamanos a la Virgen ya parecía repuesto. Era falsa apariencia. Sin prisas, él ensuciando pañuelos y nosotros buscando otros que ofrecerle, nos hemos dirigido al cruce de la calle Reina Regente con la del Consulado, a continuar con el orden del día. Es allí donde se encuentra el número 71 de la calle Ancha, propiedad del marqués de Monistrol, precisamente el lugar elegido para iniciar la demolición. No puedes imaginarte, Rorrita, la de sillas y banderolas y estandartes y guardias de gala que caben en aquel fragmento de calle. Yo mismo he sido incapaz de contarlos. Y como algo así no puede hacerse sin los acordes de una música apropiada, también estaban allí, muertos de los nervios y embutidos en sus mejores uniformes, los miembros de por lo menos cuatro bandas municipales, incluidas las de los Talleres Salesianos y el regimiento de infantería de Alcántara, que daba gusto verlos. Para cuidar todos los detalles, alguien había colocado tiestos con plantas en la tribuna del rey, pero como él no hacía más que estornudar, corrieron a quitarlos, temerosos de haberle provocado una alergia. Ay, Rorro, te habría encantado verle allí, tan ufano y tieso como siempre, pero como asomado al balcón de su casa. También ha habido un pendón con el nombre de Cerdá, digo yo que por guardar las formas y convencer en Madrid, porque todos sabemos que nadie le pagó nunca sus planos ni sus desvelos, a no ser que ahora las críticas y las ofensas valgan como pago, que todo cabría esperarlo de estos politicuchos. Cuando han comenzado los parlamentos, no quedaba una silla que no estuviera ocupada por un gran prohombre. A mí me ha tocado la tercera fila, con una panorámica única del pescuezo del director del Banco Hispano Colonial, ufano como el padre del novio (que es quien paga la boda, claro). Al diputado Puig i Cadafalch se le ha visto también un poco congestionado, y tú y yo sabemos que no es por darle la razón al rey, precisamente. Más bien parecía barruntar qué contestará mañana cuando los republicanos le acusen en el pleno municipal de monárquico y antibarcelonés. Cambó, en cambio, estaba tan tranquilo, como si en presencia de Maura, los mauristas y el mismo rey, no echara en falta ni a su señora. El discurso de Sanllehy ha sido falto de sustancia y demasiado largo, como buena intervención del alcalde, y sólo la referencia al concejal Bastardas le ha dado un poco de aliciente, más que nada porque el asunto de la ausencia de algunos ha elevado los cuchicheos y ha disipado los bostezos. Algún despistado ha llegado preguntando dónde estaba Bastardas, si es que también estaba resfriado. «No, sino que Bastardas quería que la inauguración fuera el martes», le ha dicho alguien, encantado de facilitar la información en tono poco discreto. «Ah, ¿acaso tiene algo contra los miércoles?» «No, salvo que el martes Maura y el rey no podían venir.» Juraría, por cierto, que durante los discursos he visto al marqués de Comillas, y no sólo a él, dar una cabezada. Los aplausos le han salvado del oprobio, pues ha vuelto en sí renovado y listo para gritar, como todos los demás y en perfecto catalán:
«Visca el Rei!».
Y ya que hablamos de las fuerzas conservadoras, debo decirte que Maura nos ha dejado a todos petrificados con un discurso que más parecía de ingreso a la Real Academia, de tan florido y recargado como se lo han escrito: «Al igual que el árbol pletòrico de savia que echa nuevos y vigorosos brotes y rompe en rica y abundante eflorescencía, Barcelona, que está llena de vida, necesita realizar su reforma, sustituyendo por grandes vías las calles estrechas de la ciudad antigua y bla bla.» Ha dejado a todo el mundo aturdido, meditando acerca de la floración, mientras las autoridades, Maura y el rey a la cabeza, caminaban ya hacia el número 71 de la calle. Allí les esperaban un ujier piqueta en mano. No era una herramienta cualquiera, no te asustes, sino una fundida en plata y oro para la ocasión, con mango de acacia. Una pieza de museo, vamos, aunque no se sepa aún en qué museo ponerla. La ha agarrado primero Sanllehy y solemne como quien entrega una custodia se la ha ofrecido al rey. ¿Y te puedes creer que éste la ha empuñado sin extrañeza y hasta con cierta profesionalidad, como si tuviera práctica en esto de demoler ciudades? «¿Y qué pasará si no derriba la piedra?», ha preguntado alguno de esos que siempre recelan de las aptitudes de los Borbones. Comillas le ha explicado (y yo mismo no entiendo cómo podía saberlo): «Imposible, caballero, no sufra. La piedra ha sido descalzada y está más suelta que muela de vieja.» También ha habido algún comentario malintencionado: «¡Esto es lo que yo quería ver: al rey picando piedra!» Al fin, sin sobresaltos, la piedra se ha descalzado, como era de esperar, y todo el mundo ha aplaudido, felicitándose, y entretanto el rey ha corrido a pedir un pañuelo. Después de las fotografías para la prensa y los saludos de rigor, la comitiva se ha puesto en marcha de nuevo, camino de la audiencia, el almuerzo y la recepción, que debían sucederse, por este orden, en la Capitanía General. Pero al subir al coche el pobrecito Alfonso estaba pálido y sudoroso. Alguien le ha preguntado si se encontraba bien, si deseaba alterar el programa, si bien él se ha limitado a decir: «No, no. Continuemos. Ahora, ¿qué toca? ¿Ya vamos a comer?» Y cuando le han explicado que seiscientos industriales le estaban esperando para explicarle sus conquistas más recientes, ha cerrado los ojos, se ha enjugado el sudor con la manga del uniforme de almirante y ha dicho: «Así sea, pues.» Pero ya no ha sido posible continuar. Al llegar a la puerta de la Capitanía General, el rey no abría los ojos y no respondía ni a los zarandeos de los nobles más almidonados de su séquito. Alguien ha bromeado diciendo si ha sido Bastardas quien ha organizado este no parar. Algún exagerado ha hablado de un envenenamiento, de otro atentado y de no sé cuántas exageraciones más. Menudeaban los comentarios y todos parecían más preocupados por el retraso en el orden del día que por la salud del desvanecido, y como, en suma, nadie sabía qué hacer ante la contrariedad, he dado órdenes de traerle a casa de inmediato y todos han estado de acuerdo. Así de paso, he pensado, me cambio de zapatos. Y no te enfades conmigo, Rorrita, que sé de sobra cuánto te disgustaría tener un marido cojo.

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