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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Relato

Hacia rutas salvajes (27 page)

BOOK: Hacia rutas salvajes
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A medida que dejó de reprocharse por el despilfarro que había supuesto la muerte del alce, la alegría que experimentaba a mediados de mayo reapareció y fue prolongándose hasta principios de julio. Fue entonces, en mitad de este idilio, cuando se produjo el primero de los dos incidentes cruciales que lo condujeron al desastre.

Satisfecho con lo que había aprendido a lo largo de aquellos dos meses de vida solitaria en plena naturaleza, McCandless decidió regresar a la civilización. Había llegado el momento de poner punto final a «su última y mayor aventura» y volver al mundo de los hombres y las mujeres, donde podría tomarse una cerveza, mantener discusiones filosóficas y cautivar a desconocidos con el relato de sus hazañas. Parecía haber superado la necesidad de reivindicar con tanta firmeza su independencia, la necesidad de separarse de sus padres. Tal vez se sintiera en disposición de perdonarles sus imperfecciones; tal vez se sentía incluso en disposición de perdonarse algunas de sus propias faltas. McCandless parecía dispuesto, quizás, a regresar a casa.

O tal vez no; lo que pretendía hacer después de abandonar el monte sólo puede ser objeto de especulaciones. En cualquier caso, es indudable que pretendía abandonarlo.

En otro trozo de corteza de abedul, escribió una lista de las cosas que tenía que hacer antes de marcharse: «Remendar los téjanos. ¡Afeitarme! Organizar la mochila […].» Poco después, colocó la Minolta encima de un bidón de aceite vacío y tomó una fotografía en la que aparece sonriente y recién afeitado, blandiendo una maquinilla desechable de plástico amarillo y con las rodillas de los mugrientos vaqueros remendadas con unos retales de una manta del ejército. Si bien su aspecto es el de una persona sana, había adelgazado de una manera preocupante. Sus mejillas se ven hundidas y los tendones del cuello se le marcan como si fueran cables de acero.

El 2 de julio, McCandless terminó de leer
Felicidad familiar de
Tolstoi, dejando subrayados algunos pasajes que lo habían conmovido:

El tenía razón al decir que la única felicidad segura en la vida es vivir para los demás […].

He pasado por muchas vicisitudes y ahora creo haber descubierto qué se necesita para ser feliz. Una vida tranquila de reclusión en el campo, con la posibilidad de ser útil a aquellas personas a quienes es fácil hacer el bien y que no están acostumbradas a que nadie se preocupe por ellas. Después, trabajar, con la esperanza de que tal vez sirva para algo; luego el descanso, la naturaleza, los libros, la música, el amor al prójimo… En esto consiste mi idea de la felicidad. Y finalmente, por encima de todo, tenerte a ti por compañera y, quizá, tener hijos… ¿Qué más puede desear el corazón de un hombre?

El 3 de julio volvió a cargarse la mochila a la espalda y empezó a recorrer los 30 kilómetros que lo separaban del tramo mejor conservado de la Senda de la Estampida. Al cabo de dos días, y en medio de un fuerte aguacero, llegó a los embalses de castores que bloqueaban el acceso a la orilla occidental del río Teklanika. En abril estaban helados y no representaban un obstáculo difícil de franquear. McCandless debió de alarmarse al descubrir que en julio se habían transformado en un lago de una hectárea y media que anegaba el camino. Para no aventurarse por unas aguas enlodadas que le llegaban a la altura del pecho, subió por una colina escarpada, rodeó los embalses por el norte y luego bajó hasta la boca de una estrecha garganta por donde fluía el río.

Cuando 67 días antes lo había atravesado bajo las frías temperaturas del mes de abril, se había encontrado con un arroyo flanqueado de placas de hielo, pero pacífico, cuyas aguas le llegaban a la altura de las rodillas, y sólo había tenido que chapotear un poco para cruzarlo. Sin embargo, el 5 de julio el Teklanika estaba en plena crecida a causa de las lluvias y el deshielo de los glaciares de la cordillera de Alaska.

Si lograba alcanzar la orilla opuesta, el resto del camino hasta la carretera de George Parks sería fácil, pero para hacerlo tenía que salvar primero los 30 metros de anchura del cauce. El agua, opaca debido a los sedimentos de las morrenas, tenía el color del cemento y estaba a una temperatura apenas superior a la del hielo. Demasiado profundo para vadearlo, el río bajaba con el estrépito de un tren de carga. Si lo intentaba, pronto perdería pie y la corriente lo arrastraría.

McCandless no era un buen nadador, y había confesado a varias personas que el agua le daba miedo. Zambullirse en aquel torrente glacial o atravesarlo a remo con una balsa de troncos era una empresa demasiado arriesgada. Un poco más abajo del punto donde la Senda de la Estampida se cruza con el Teklanika, éste se convertía en un caos de aguas espumeantes que recordaban a un volcán en erupción. Mucho antes de que consiguiese llegar a la otra orilla, ya fuera a nado o remando, los rápidos lo engullirían y se ahogaría.

Escribió en su diario: «Desastre […]. Llueve. Imposible cruzar el río. Me siento solo y asustado.» Llegó a la conclusión, por lo demás correcta, de que la corriente lo arrastraría si intentaba atravesarla por aquel lugar y en aquellas condiciones. Sería suicida; sencillamente, no era una opción razonable.

Si McCandless hubiera andado río arriba unos dos kilómetros, habría descubierto que el cauce se ensanchaba desgajándose en varios arroyos en un lugar donde las rocas formaban una especie de trenzado. Si hubiera examinado cuidadosamente aquel tramo del río, habría acabado por descubrir, quizás incluso por error, un punto en que el cauce sólo le llegaría a la altura del pecho. Sin duda, la fuerza de la corriente le habría hecho perder pie, pero nadando de un modo poco ortodoxo y brincando sobre el fondo es muy probable que hubiera conseguido cruzarlo antes de llegar a la garganta o sucumbir a la hipotermia.

Así y todo, se habría tratado de una decisión muy arriesgada, y en aquel momento McCandless no tenía motivo para correr semejante riesgo. Se las había compuesto bastante bien en el monte, y tal vez pensara que, si tenía paciencia y aguardaba, las aguas del río terminarían por descender hasta un nivel que le permitiría vadearlo sin peligro. En consecuencia, después de sopesar todas las opciones, eligió la más prudente: empezó a andar hacia el oeste, de regreso al autobús y el corazón caprichoso de la naturaleza.

17
LA SENDA DE LA ESTAMPIDA (II)

Allí la naturaleza era salvaje y terrible, pero hermosa. Miraba con temor reverencial el suelo que pisaba, para ver qué habían hecho las Potencias en aquel lugar, la forma, el modo y el material de su trabajo. Era una Tierra de la que sólo hemos oído hablar, surgida del Caos y la Noche Ancestral. No era el jardín del hombre, sino la esfera terrestre intacta. No era un herbazal, una pradera, un bosque, un matorral, un campo de cultivo o un yermo. Era la superficie natural del planeta Tierra, tal como fue creada para siempre, para ser la morada del hombre, decimos nosotros, pero en realidad para que la Naturaleza hiciera su trabajo y el hombre la utilizase si podía. El hombre no tenía nada que ver con ella. Era pura Materia, vasta, estremecedora; no la Madre Tierra que conocemos

un lugar hecho para que el hombre lo hollara ni en el que pudiera ser enterrado, ya que incluso dejar que los huesos de un hombre yacieran allí habría representado un acto de confianza excesiva
—,
sino el hogar de la Necesidad y el Destino. Se percibía con claridad la presencia de una fuerza que se negaba a ser bondadosa con el hombre. Era un lugar de paganismo y ritos supersticiosos, para ser habitado por un hombre más emparentado con las piedras y los animales salvajes que con nosotros […]
.

¿Qué significa entrar en un museo, contemplar una miríada de cosas particulares, comparado con que te muestren la superficie de un astro, la dura materia en su propio hogar? Me siento intimidado ante mi cuerpo, esta sustancia a la que estoy unido y que ahora se ha convertido en algo extraño para mí. No me aterran los espíritus

esos fantasmas que mi cuerpo podría temer

, ya que soy uno de ellos, sino que me aterran los cuerpos, y tiemblo ante la posibilidad de encontrármelos. ¿ Quién es este Titán que se ha apoderado de mí? ¡Misterio! ¿Pienso en nuestra vida en la naturaleza

hallarse cotidianamente frente a la materia, entrar en contacto con ella

, en las piedras, en los árboles, el embate del viento en nuestras mejillas!, ¡la tierra sólida!, ¡el mundo real!, ¡el sentido común!¡Contacto!¡Contacto! ¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos?

HENRY DAVID THOREAU,

Ktaadn

Un año y una semana después de que Chris McCandless decidiera que no intentaría cruzar el río Teklanika, estoy de pie en la orilla opuesta —la occidental, el lado de la carretera de George Parks— frente a las agitadas aguas. También yo tengo la esperanza de cruzar el río. Quiero visitar el autobús. Quiero ver el lugar donde murió McCandless para comprender mejor el porqué de su muerte.

La tarde es cálida y húmeda. El río tiene un color lechoso a causa de los sedimentos procedentes del rápido deshielo del manto de nieve que aún cubre las montañas de la cordillera de Alaska. En comparación con las fotografías que McCandless tomó hace doce meses, el nivel del río parece bastante más bajo, pero sería impensable cruzar este curso de agua atronador en pleno verano. Es demasiado profundo, demasiado frío, demasiado rápido. Mientras contemplo el Teklanika, oigo piedras del tamaño de un balón rechinar contra el lecho, rodando río abajo empujadas por la corriente. Si hubiese intentado atravesarlo, habría sido arrastrado antes de avanzar siquiera unos centímetros en dirección a la garganta de más abajo, donde el río se estrecha hasta convertirse en un torbellino de rápidos que continúan sin interrupción a lo largo de unos ocho kilómetros.

Sin embargo, a diferencia de McCandless, llevo en mi mochila un mapa a escala 1:100.000 (es decir, en el que un centímetro representa un kilómetro). El mismo reproduce con todo detalle la zona e indica que a 800 metros de donde estoy hay una estación fluviométrica construida por el Servicio Geológico de Estados Unidos. Asimismo, también a diferencia de McCandless, he venido hasta aquí con tres compañeros: Roman Dial y Dan Solie, ambos de Alaska, y un amigo californiano del primero, Andrew Liske. La estación fluviométrica queda oculta desde el tramo de la Senda de la Estampida que desciende hacia el río, pero, tras 20 minutos de batallar contra una maraña de piceas y abedules enanos, Roman exclama:

—¡Ya la veo! ¡Está allí! A cien metros.

Al llegar a la estación fluviométrica, nos encontramos con un cable de acero de dos centímetros de grosor colgado sobre la garganta. El cable va desde una torre de cinco metros de altura situada en nuestra orilla hasta un afloramiento rocoso que hay en la opuesta, a unos 120 metros de distancia, y fue tendido en 1970 para estudiar las fluctuaciones estacionales del Teklanika. Los hidrólogos se desplazaban de una orilla a la otra subidos a una cesta de aluminio suspendida del cable mediante unas poleas; desde la cesta lanzaban una sonda para medir la profundidad del cauce. La estación fluviométrica está fuera de servicio desde hace nueve años por falta de fondos, momento en el que se supone que la cesta fue puesta fuera de servicio y encadenada a la torre que se alza en nuestra orilla, en el lado de la carretera de George Parks. Sin embargo, cuando trepamos a la torre, descubrimos que la cesta no está ahí. Al mirar hacia el otro lado del río, la veo en la orilla distante, la del autobús.

Al parecer, unos cazadores del lugar cortaron las cadenas hace bastante tiempo, trasladaron la cesta a la otra orilla y la amarraron allí para impedir que los forasteros atravesaran el Teklanika y accediesen a lo que ellos consideraban un coto privado. Cuando McCandless intentó abandonar el monte hace un año, la cesta ya estaba en el mismo sitio que ahora. Si hubiera conocido su existencia, cruzar el Teklanika sin peligro habría sido una tarea fácil. Pero no disponía de mapa y, por lo tanto, no podía imaginar siquiera que se encontraba tan cerca de la salvación.

Andy Horowitz, uno de los amigos de McCandless en el equipo de cross del instituto Woodson, me comentó que Chris «había nacido en el siglo equivocado». «Esperaba más aventura y libertad de la sociedad actual de la que ésta podía proporcionarle.» Lo que McCandless deseaba cuando llegó a Alaska era vagar por tierras inexploradas, hallar una región que fuera un espacio en blanco en el mapa. Sin embargo, en 1992 esos espacios ya no existían, ni en Alaska ni en ninguna otra parte. Chris McCandless, con su lógica peculiar, dio con una solución elegante para resolver el dilema: sencillamente, se deshizo del mapa. Aunque sólo fuera en su mente, la
terra
se mantendría
incognita
.

Puesto que carecía de mapa, el cable que colgaba sobre el río permaneció en un territorio ignoto. Así pues, en el momento de inspeccionar el violento caudal del Teklanika, McCandless llegó a la errónea conclusión de que era imposible alcanzar la orilla occidental. Pensó que la única vía de salida estaba cortada y regresó al autobús; una línea de acción razonable dado su desconocimiento del terreno. Ahora bien, si esto fue así, ¿por qué se quedó en el autobús hasta morir de hambre? ¿Por qué no intentó cruzar el Teklanika otra vez cuando llegó el mes de agosto, cuando el caudal se habría reducido de modo significativo y habría conseguido vadear el río con cierta seguridad?

Desconcertado e intrigado por estas preguntas, confío que el chasis herrumbroso del antiguo autobús de la línea 142 de Fairbanks me proporcione alguna pista para responderlas. Pero, para alcanzar el vehículo, también yo tengo que cruzar el río, y la cesta de aluminio todavía está en la distante orilla oriental.

Subido a la torre que asegura uno de los extremos de esta moderna sirga, me ato al cable con la ayuda de cuerdas de escalada y mosquetones. Luego empiezo a desplazarme por él impulsándome con las manos mientras ejecuto lo que los alpinistas denominan una travesía tirolesa. La empresa resulta mucho más extenuante de lo que había previsto. Al cabo de 20 minutos, logro por fin situarme encima del afloramiento rocoso de la otra orilla, completamente agotado; me siento tan débil que apenas puedo levantar los brazos. Cuando recupero el aliento, subo a la cesta —una caja rectangular de aluminio de unos 60 centímetros de ancho por aproximadamente el doble de largo—, la desato y me dirijo hacia la orilla oriental de la garganta para transportar a mis compañeros por encima del río.

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