Hades Nebula (33 page)

Read Hades Nebula Online

Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

BOOK: Hades Nebula
4.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

El leproso se debatía, con los ojos fijos en Víctor. A éste se le había helado la sangre en las venas y era incapaz de reaccionar, sobrecogido por el hecho inequívoco de que aquel espectro estaba absolutamente decidido a ir a por él. Dozer, con los brazos todavía cansados por la postura en la que había pasado la noche y carente de energía, estaba teniendo serias dificultades para contenerlo. Hacía oposición con ambas piernas y empujaba con todas las fuerzas que podía acumular, espoleado por una descarga de adrenalina. El único problema era, ¿cómo frenarlo? El
zombi
no se cansaría. Seguiría forcejeando para siempre, sin reducir ni un ápice la fuerza que generaba.

—¡VÍCTOR! —Llamó Dozer. Parecía que cuanto más se esforzaba por contenerlo, más presión ejercía el
zombi
.
Seestá excitando, pensó, tiene a la presa delante pero no puede llegar a ella, y se está excitando
.

En ese momento, el espectro gritó: un alarido inhumano que parecía nacer desde lo más profundo de su pecho, e incluso de su estómago, liberado de las inflexiones que una garganta humana podría dar a semejante bocanada de aire. Dozer percibió su aliento fétido, que olía a carne en descomposición. Pero lo peor ocurrió justo después: otros gritos se elevaron en el aire, en respuesta a aquella especie de llamada.

—¡MIERDA! —Exclamó Dozer—. ¡VÍCTOR, HAZ ALGO!

Víctor balbuceó algo sin sentido. Estaba clavado en el suelo, hipnotizado, con los ojos fijos en los del leproso.

Dozer gritó algo más. Era como si, cada pocos segundos, el espectro redoblara su fuerza. Pensó en cogerle la cabeza y tratar de romperle el cuello, pero sabía por Marcus que eso no le detendría. No contaba con armas, ni con ningún objeto punzante para privarle de su cerebro...

Con nada, excepto...

Movido por una loca idea, soltó al espectro y, rápidamente, movió las manos hacia su rostro. Allí, infundiéndose arrestos mediante un grito de asco, hundió los pulgares en las cuencas. El hecho de que fuera tan terriblemente sencillo le resultó sorprendente y repugnante a un tiempo; como clavar un dedo en una masa de gelatina, blanda y fría. La membrana se aplastó hacia la cavidad del hueso con un sonido acuoso, y Dozer apartó las manos, todavía con el grito en la garganta.

El espectro empezó a mover los brazos en el aire, haciendo muecas con la boca. Dozer lo cogió otra vez de la chaqueta y lo empujó contra el corredor por el que habían venido. El leproso dio varias zancadas, propulsado por la inercia del movimiento, y continuó avanzando en aquella dirección, agitando los brazos y dando tumbos contra las paredes.

Jadeante, Dozer apoyó las manos contra las rodillas, intentando recuperar el ritmo de la respiración. No había hecho tanto esfuerzo, pero estaba débil y el corazón bombeaba a toda prisa, henchido de adrenalina.

—¡No mames! —exclamó Muñeco—, ¡pero qué onda!

—Eeeeeh... —dijo el tuerto, rascándose la cabeza.

—Eso ha sido muy raro —comentó Malacara. Se había incorporado y estaba mirando a Dozer fijamente.

—¡Qué dicen! ¡Acábenla, cabrones, ha sido de madre!, ¡qué puto pinche resultó ser el pendejo!

Dozer levantó la vista brevemente.

Lo han visto, pero no saben qué es. Aún no se lo explican, porque no han visto nada igual en su puta vida de pinches-pendejos-lo-que-sea. Aún podemos hacerlo. Aún puedo mantener a Víctor con vida y llegar al otro lado. Y después... después ya veremos
.

—Víctor...

—Iba... iba a por mí... joder —musitó éste.

—Sí, Víctor. Quién sabe lo que les pasa a esas cosas por esos cerebros podridos que tienen. Vamos, ¡tenemos que seguir!

Al otro lado de donde estaban oyeron al
zombi
dando tumbos contra los estantes, pero no se detuvieron a escuchar más. Se pusieron en marcha, aun a sabiendas de que el laberinto estaba lleno de
zombis
.
Mientras sigamos encontrándolos de uno en uno estaremos bien
, pensaba Dozer.
De uno en uno, estaremos bien
...

Pero algunos metros más allá se encontraron en un ramal donde tres espectros esperaban en actitud desafiante, con los brazos trocados en garras monstruosas. Dos de ellos miraban al techo, donde las lonas de plástico se hinchaban y se relajaban con cierta parsimonia al son del viento.

—Por aquí no... —susurró Dozer, antes de que los muertos lo descubrieran. Víctor retrocedió rápidamente. Se frotaba las manos persistentemente, como si tuviera frío.

—¡Ay pues, no mamen ahora! —gritó Muñeco desde la pasarela—. ¡Pelea, cabrón!

Pero Dozer y Víctor habían cambiado ya de dirección y se dirigían a buen paso hacia otro corredor.

Muñeco le arrebató la escopeta a Macho y descargó un disparo contra el techo. El sonido retumbó por todas partes, ensordecedor, y desde muchos lugares llegaron gritos de sorpresa.

Dios, el lugar está lleno
, pensó Dozer con el ceño fruncido. Aceleró el paso, arrastrando a Víctor tras de sí. Otra voz le hablaba en su cabeza al mismo tiempo: ¿
De verdad crees que hay otra salida?, ¿crees que encontrarás el hilo de Ariadna, el tesoro del pirata Barbarroja?, ¿crees que esos hombres te dejarán irte? Ja, ja, ja, ja...

En un momento dado, escucharon pasos en el corredor de al lado: pasos asíncronos y pesados, de alguien que iba a la carrera. Y casi al mismo tiempo, de algún lugar indeterminado, el chirrido metálico de una estantería. Víctor miraba en todas direcciones con gestos espasmódicos. Su expresión era la viva imagen del terror.

—¡Vamos! —le arengaba Dozer.

Pero ahora no daban con el camino que les llevara al otro extremo. Hasta tres veces se encontraron que los corredores que habían venido siguiendo acababan en callejones sin salida, y tenían que retroceder para probar suerte por otro sitio.

Tiene que haber una salida... tiene que haberla
.

Se daba cuenta de que ahora prácticamente corrían. Tanto daba... el disparo y los gritos habían alertado a todos los
zombis
que pudiera haber alrededor. Y cuanto más tiempo pasaran allí dentro, más posibilidades había de que los descubrieran.

—¡Corran, CORRAN! —gritaba Muñeco, de tanto en cuando, desde la barandilla, y cuando lo hacía, su voz estaba cargada de burla y de excitación—. ¡Corran por sus vidas!

Entonces Víctor dio un grito. Dozer se volvió, alertado, y descubrió algo que se le había pasado por alto. Era una puerta de madera, pero la parte central había sido diligentemente cortada con una sierra y se veía el interior, como la ranura de comunicación en una celda. Por allí asomaban ahora tres y hasta cuatro rostros, encendidos de furia, de un grupo de
caminantes
. Mientras miraba, un brazo escapó a través de la rendija y tanteó el aire, abriendo y cerrando los dedos como la pinza de un cangrejo. La puerta estaba trabada con una tabla, que reposaba sobre sus emplazamientos de metal, pero con la irrupción de Víctor y Dozer, ésta empezó a sacudirse y temblar, amenazando con venirse abajo. Finísimas nubes de polvo salían de entre las tablas.

Viendo a los espectros encerrados, como dispuestos en un improvisado almacén de
zombis
para los enloquecedores juegos de aquellos hombres, Dozer tuvo un atisbo de idea, que cruzó por su mente, crepitante como un cortocircuito eléctrico.

—¡Víctor! —dijo entonces, con los ojos encendidos—. ¡Vete tras la esquina!

—¿Qué...?

—¡Vamos, hazlo! Ve allí y quédate hasta que vuelva a por ti... y por el amor de Dios, ¡no hagas ruido!

Malacara se puso derecho, como si le hubieran golpeado con un látigo. De los cuatro, era el único que no parecía el espectador de un circo romano. Intuía algo, aunque todavía no acertaba a comprender qué.

Víctor trastabilló, negando con la cabeza, pero finalmente se escabulló tras la esquina. Dozer empezó a retirar la tabla, firmemente emplazada, y los tres hombres enmudecieron al instante. La tabla cedió con un crujido, y al instante, la puerta se abrió abruptamente. Dozer recibió al primer
zombi
(un hombre de pelo pajizo con una escalofriante herida en el cuello por la que asomaba una vena, gorda como un macarrón) y se lo llevó a rastras hasta la otra esquina del corredor, tirando de él por el jersey de cuello vuelto que llevaba. El
zombi
emitía gruñidos entrecortados, como si el aire no pudiera pasar bien por su garganta, y sacudía los brazos en el aire. Su expresión de sorpresa era casi cómica. Una vez allí, lo empujó por el corredor.
Jesús, estoy actuando igual que aquel sacerdote lunático
, pensó brevemente. Pero casi al instante, desechó el pensamiento y regresó a la carrera hasta la habitación oscura, donde le esperaban los otros
zombis
.

Para entonces, Malacara sentía que su cabeza daba vueltas. Algo pasaba con aquel hombre misterioso. Algo que no había visto en todas sus demenciales experiencias con los muertos. Muñeco había dejado caer la mandíbula inferior hasta tal punto que parecía que la lengua iba a caer por su propio peso, desenrollándose como una alfombra, y los otros dos hombres tenían expresiones similares. Uno dejó escapar un «Pero qué coño...» sin que su mente hubiera procesado la expresión siquiera.

Pero mientras ellos intentaban comprender lo que había pasado, Dozer tanteaba las paredes buscando lo que esperaba encontrar: alguna puerta trasera. Si era allí donde «guardaban» sus terroríficas piezas de juego, debía haber también un segundo acceso donde meterlas. Y así era. En la pared del fondo encontró otra puerta, también de madera, con una abertura idéntica en su parte central. A través de ésta pudo ver lo que le esperaba fuera, y experimentó un ramalazo de alegría súbita. Más allá estaba la libertad, sí. El sol brillaba, y tan sólo después de varios metros de tierra y polvo se abría el campo abierto, prometedor y diáfano, extendiéndose hacia el horizonte. La visión de las montañas le produjo una sensación de anhelo casi imperiosa.

Pero no se detuvo un solo segundo. Pasó el brazo por la abertura y retiró la tabla que se encontraba también por ese lado, luego se movió con la misma celeridad hasta los
zombis
que estaban ya a punto de salir de la habitación. Pero cuando los tuvo al alcance, se detuvo, impotente. Necesitaba detenerlos, dejar libre la habitación para que Víctor pudiera pasar, pero ¿cómo?

Se miró las palmas de las manos, infundidas del increíble poder del Necrosum, y sin embargo, ahora se le antojaron inútiles.

Recorrido por un espasmo de terrible impotencia, Dozer masculló algo.

Malacara miraba hacia abajo, expectante, con los puños fuertemente cerrados alrededor de la barandilla. Los apretaba tanto, que los prominentes nudillos (en los que llevaba tatuada la palabra «DIOS») estaban blancos. Habían jugado al laberinto siete u ocho veces en el pasado, y había visto a los
zombis
atacar un número de veces infinitamente mayor, y sabía lo que cabía esperar. Siempre era más o menos igual: siempre había gritos, tan seguro como que los calzoncillos se pegaban al culo, montones de gritos capaces de hacer que el asesino más despiadado reconsiderara su concepto de terror. Y ahora no había ninguno. Aquel tipo había entrado en la jaula con todos los muertos que no habían liberado para el juego, y ninguno gritaba. No se escuchaba nada. Y había otra cosa, algo que le había puesto los pelos de la nuca más tiesos que las crines de un escobillón: jamás había visto a nadie que pudiera empujar a un muerto viviente por el jersey. Era algo impensable. Pero de alguna forma que no podía comprender, ocurría, de todas maneras.

Malacara era un hombre pragmático. No le interesaba mucho comprender las razones por las que ese hombre parecía moverse entre los
zombis
como si fuera uno de ellos. Quizá fuera que el hombre estaba ya medio muerto, como afectado por alguna rara enfermedad, o pudiera ser que algún espectro le hubiera mordido en algún momento (tenía una herida en la pierna, eso lo había visto), que se hallara en una especie de limbo, en el transcurso de la mutación hacia lo que fuera que hacía que los muertos anduvieran, pero de lo que estaba
seguro
era de que no iba a permitirle salir vivo de allí. Todas las espantosas carnicerías a las que se habían dedicado desde que el mundo había cambiado (aleluya) le importaban un bledo; eran una forma tan buena como cualquier otra de pasar el rato. Pero aquel hombre era
diferente
. Era un monstruo. Una esperpéntica aberración, mitad
zombi
, mitad hombre. Y quería al monstruo muerto.

Mientras Malacara ordenaba sus pensamientos, Dozer intentaba buscar una forma para pasar a Víctor por aquella habitación, revolviéndose como un perro encarcelado. El problema era el
tiempo
. A esas alturas, los cuatro carceleros tendrían ya una idea bastante aproximada de lo que estaba sucediendo. Sabrían que el juego no iba a funcionar, porque uno de los concursantes tenía una especie de código secreto de vidas infinitas, como en los videojuegos. Le preocupaba que, viendo la posibilidad de que la diversión se les escapase de las manos, decidieran descargar sus armas sobre Víctor, así que había descartado la idea de empujar a los
zombis
corredor abajo, eso le llevaría demasiado tiempo.

Su mente funcionaba a toda velocidad, pero sin armas ni ninguna alternativa con lo que abatir a los
zombis
, sus opciones no eran muchas.

Por fin, se le ocurrió algo. Era una idea alocada, pero quizá funcionase. Se acercó entonces a uno de los
zombis
y cogió la parte de abajo de la sudadera que llevaba. Después pegó un tirón hacia arriba. El
zombi
, sacudido como un pelele, levantó los brazos por acción de la ropa ejerciendo presión en las axilas. Luego siguió tirando, cubriéndole la cara con la ropa. Cuando hizo esos dos rápidos movimientos, se quedó mirando al espectro. Parecía un niño al que se le atasca el suéter en la cabeza, pero por lo demás, no parecía que estuviese dispuesto a librarse de la ropa; parecía demasiado ocupado sacudiendo los brazos en el aire, incapaz de decidir cómo deshacerse de la ropa. Pero cuando estaba a punto de cantar victoria, los brazos bajaron y la cara quedó otra vez al descubierto.

Dozer chasqueó la lengua, y otra vez volvió a tirar de la sudadera. Esta vez liberó las mangas y cubrió toda su cabeza, dejándole la ropa atascada en el cuello. El resultado fue espectacular: el
zombi
levantó los brazos y empezó a caminar despacio, girando a un lado y a otro, completamente cegado.

Other books

Heart on a Shoestring by Marilyn Grey
How to Write by Gertrude Stein
The Bridge Ladies by Betsy Lerner
Some Like It Wild by Teresa Medeiros