más aguzadas y seguras. Los hombres del futuro dispondrán de armas que yo y mis compañeros ni podemos soñar, pero de una cosa estoy seguro, entre ellas, la más notable, será una capaz de hacer un agujero. La intención no diferirá nada en el futuro de la que existía en la época de Caín o la que primaba aquella jornada en el río Sontius: un hombre esforzándose en agujerear a otro, antes de que aquél le agujeree a él. emAj, sé que me arriesgo a que no se me crea y me gane reproches por hablar del combate viril
—en la más fiera batalla de la guerra más cruenta— como una cosa absurda en vez de heroica. Pero preguntad a cualquiera que haya hecho la guerra.
Bien, al final vencimos. Cuando las trompetas romanas tocaron una última vez para que las legiones se reagruparan junto a sus estandartes, lo hicieron con el sonido acuciante pero lastimero del «¡receptus!», y todas las fuerzas que habían confluido hacia el combate principal iniciaron la retirada y las que aún seguían luchando se abrieron camino entre nuestras filas, de manera que todo el ejército en derrota se replegó hacia el Oeste, llevándose precipitadamente lo que podía de pertrechos y provisiones, armas y caballerías y los heridos capaces de moverse o ser evacuados. En todos los siglos de guerras mantenidas con una u otra suerte, el ejército romano no había efectuado muchas retiradas, pero sí que había aprendido a hacerlas rápidas y ordenadamente. Nuestros soldados, naturalmente, emprendieron la persecución, acosando a la retaguardia, a los flancos y a los rezagados, pero Teodorico mandó que los oficiales ordenasen reagruparse a las tropas y tras los romanos en fuga se limitó a enviar un grupo de emspeculatores para saber a dónde se retiraban.
Mi primera preocupación fue localizar a mi corcel, porque emVelox llevaba silla romana y podría haber sido confundido con un caballo de ellos; aunque, al llevar también los estribos de cuerda, quizá lo habrían advertido los que recogían los caballos del enemigo. En cualqueir caso, di con él indemne en la zona sur en donde habíamos luchado, pastando en un claro entre el puente y los árboles; el animal tenía que buscar con dificultad las hierbas tiernas, pues aquel lugar junto al rio estaba lleno de sangre. Él mismo estaba también cubierto de sangre, igual que yo y todos los que habíamos participado en el combate, muertos y vivos. Cuando los supervivientes fuimos a lavarnos, el Sontius estuvo bajando rojo durante mucho tiempo, y si había alguna población entre aquel punto y el Hadriaticus que no hubiese tenido noticia del combate, pronto se enterarían y sabrían que había habido una matanza. En su retirada, las legiones romanas no dejaron ningún soldado útil; en esas legiones no se producían desertores. Pero sí que quedaron en el campo algunos de sus emmedici y emcapsarii —los físicos con rango de oficiales y sus ayudantes— para atender a los heridos que había en el campo. Y, naturalmente, como los heridos en esta ocasión eran hombres de valía, los vencedores no los remataron, sino que dejaron que los atendieran. Además, nuestros propios emlekjos trabajaron codo con codo con los emmedici romanos curando a los heridos de ambos bandos. No sé cuántos de los heridos sobrevivieron y pudieron curarse, pero había al menos cuatro mil muertos de los nuestros y seis mil o más de los soldados de Odoacro. Cuando los equipos de sepultureros comenzaron a enterrar a los nuestros, algunos oficiales sugirieron que ahorraríamos tiempo y esfuerzos arrojando los cadáveres del enemigo al Sontius para que se los llevara la corriente igual que la sangre.
— em¡Ne, ni allis! —dijo Teodorico tajante—. Esos romanos muertos son seis mil impedimentos menos en nuestro camino en la conquista de Italia. Y cuando hayamos conquistado esta tierra, las viudas, los hijos y otros parientes de ellos serán mis subditos, nuestros compatriotas. Que todos los romanos sean enterrados con la misma ceremonia que los nuestros. ¡Que así sea!
Y así fue, aunque la tarea ocupó a nuestros hombres varios días; al menos a los sepultureros y capellanes se les evitó el requisito de organizar diversos ritos, pues habría sido imposible determinar los cadáveres que eran cristianos, paganos o mitraístas, salvo en los raros casos en que el muerto llevaba una cruz, el martillo de Thor o un disco solar. Pero eso no constituyó un problema, pues los seguidores de Mitra, igual que los paganos, siempre han sido sepultados con la cabeza hacia el Oeste y, como los cristianos tenían estipulado el enterramiento «con los pies hacia el Este», nuestros soldados no tuvieron más que excavar fosas iguales en filas paralelas y enterrarlos a todos. En cualquier caso, sea cual sea su religión en vida, en la muerte todos son iguales.
Entretanto, nuestros armeros y herreros estaban también ocupados reparando corazas estropeadas, cascos abollados, hojas torcidas y amolando filos; otros soldados se dedicaban a recoger todo el equipo y pertrechos aprovechables de los romanos. Hubo cosas que se utilizaron de inmediato —como fue el caso de gastar la estupenda salsa emgarum de los romanos con nuestro cerdo y cordero— y lo demás lo cargamos en los carros que habían abandonado los romanos para llevárnoslo. Hasta los leñadores que habían cortado aquellos árboles corriente arriba tuvieron finalmente ocasión de hacer balsas, pues comprobamos que el empons Sontii era demasiado estrecho para el paso de los grandes armazones de las máquinas de asedio y tuvimos que pasarlas flotando.
Mientras, regresaron algunos de los emspeculatores que habían ido en seguimiento de las tropas de Odoacro y dijeron que había una grande y bonita ciudad a un día de marcha hacia el oeste, llamada Aquileia; como la ciudad se asienta en la llanura costera de Venetia y está abierta al mar y sin murallas, su facilidad de asalto habría debido inducir a Odoacro a no detenerse en ella. Los emspeculatores dijeron que su ejército se había encaminado por la estupenda vía romana que comienza en Aquileia para proseguir a buen paso hacia el Oeste.
—Es la vía Postumia —dijo Teodorico al consejo de oficiales—. Lleva a Verona, una ciudad fuertemente amurallada, rodeada en sus dos tercios por un río y, por lo tanto, fácil de defender. No me extraña que Odoacro se apresure a llegar allí. Pero me complace que haya dejado Aquileia a merced nuestra, pues es la capital de la provincia de Venetia y muy rica, o al menos lo era antes de que los hunos pasaran por ella hace cincuenta años. En todo caso, sigue siendo una de las principales bases navales de Roma y tiene parte de la flota del Hadriaticus anclada en el barrio marítimo de Grado. Será un lugar cómodo para descansar tras este año de esfuerzos y celebrar la gran victoria que hemos obtenido. Por lo que me han dicho los viajeros que en ella han estado, hay elegantes termas, sabrosos mariscos y buenos cocineros, así como bellas mujeres romanas y de Venetia; así que nos detendremos allá un tiempo, pero no demasiado. Una vez que hayamos descansado bien, saldremos en persecución de Odoacro. Si no llegan otros emspeculatores a decirnos que ha salido de la vía Postumia, le encontraremos en Verona. Y no debemos permitir que refuerce la ciudad más de lo que está. Allí es donde nos opondrá de nuevo resistencia. Y espero que sea la última.
Disfruté mucho los días que estuvimos en Aquileia. Desde mi estancia en Vindobona no había vuelto a estar en una ciudad cuya lengua diaria fuese el latín: sin embargo, como allí la mayoría eran vénetos, gentes de baja estatura, delgados y de ojos grises, más celtas que romanos, hablaban un latín con curioso acento en el que el sonido de la emd, g y b se transformaba en emz, k y emf. A Teodorico le saludaban taciturnos diciendo «Teozorico» y nos hacían gracia cuando, queriendo injuriarnos, nos decían «kothi farfari» en vez de emgothi barbari.
Y nos maldecían, pues Aquileia estaba con toda razón harta de verse invadida por extranjeros casi cada generación, por los visigodos de Alarico, por los hunos de Atila y ahora nosotros. La gente no se resignó del todo a que Teodorico les exigiese el tributo de las provisiones y pertrechos que íbamos a necesitar en nuestra expedición militar. Consciente de que la ciudad iba a ser nuestra en un futuro, prohibió a las tropas toda destrucción y pillaje para lucro personal. Empero, los guerreros se sirvieron a placer de las mujeres, doncellas y posiblemente de algún muchacho; a las decentes no les gustó, ni tampoco a sus parientes, y probablemente a las de los lupanares y a las emnoctilucae les gustó menos, pues estaban acostumbradas a cobrarse un precio.
No todos los ciudadanos relevantes de Aquileia nos mostraron emodium; el emnavarchus de la flota del Hadriaticus, un hombre llamado Lentinus, de mediana edad pero muy ágil, llegó de los muelles de Grado
para conversar con Teodorico. Habló de Odoacro en términos despreciativos (y como era de Venetia, pronunciando el nombre con aquel curioso deje).
—No me anima ningún afecto por el rey Odoacro —dijo—. He visto cómo su ejército pasó por aquí
de estampida y no me siento obligado por lealtad alguna a un rey que se da así a la fuga. Empero, Teozorico, eso no significa que vaya a rendiros abyectamente los barcos de aquí o de la costa en Altinum; si vuestros hombres piensan abordarlos o apoderarse de ellos, tendré que llevarlos a alta mar. Por el contrario, cuando hayáis vencido a Odoacro definitivamente y reciba la autorización del emperador Zenón, os reconoceré como superior y la flota del Hadriaticus será vuestra.
—Justo es —dijo Teodorico—. Espero no tener que dar más que batallas por tierra para derrotarle sin necesidad de fuerzas navales. Pero cuando las necesite sí que espero ser tu rey y ser reconocido universalmente como tal. Entonces aceptaré tu lealtad, emnavarchus Lentinus, pero primero prometo hacerme acreedor a ella.
También, aunque las mujeres de Aquileia nos miraban con aversión, dos de ellas al menos —las beldades de que se apropiaron Teodorico y el joven Freidereikhs— se hallaban en la gloria de ser las concubinas de auténticos reyes, aunque fuesen conquistadores; durante su breve actuación como «reinas», aquellas dos hembras nos facilitaron bastante información sobre los alrededores, por ejemplo: «Cuando sigáis por la vía Postumia, a veinte millas de aquí llegaréis a Concorzia» (por Concordia). «Antes tenía guarnición y se fabricaban armas para el imperio romano, pero desde que la arrasaron es pura ruina; pero sigue siendo un importante nudo de comunicación, pues de allí sale otra importante calzada que va al sudoeste…»
Así, cuando por fin dejamos Aquileia y llegamos a las ruinas de Concordia, Teodorico mandó venir a un centurión de caballería para darle órdenes:
— emCenturio Brunjo, ese ramal de la izquierda conduce a la vía Aemilia. Mientras nosotros continuamos hacia Verona, tú y tu centuria tomaréis por él y me han informado que no encontraréis ninguna fuerza en el camino. La vía os llevará a los ríos Athesis y Padus y a la ciudad de Bononia, en donde la calzada se une a la vía Aemilia; dispondrás a tus hombres en esa vía en ambas direcciones, cubriendo todos los posibles atajos por si Odoacro intentara comunicarse con Roma o Ravena para pedir refuerzos. Los mensajeros de Verona tendrán que pasar por la vía Aemilia y quiero que interceptéis cualquier emisario y el mensaje me sea traído a toda prisa. emHabái ita swe. Cien millas al oeste de Concordia, nuestro ejército alcanzó Verona. Ciudad antigua y hermosa, había tenido la buena fortuna hasta aquel momento de no haber sufrido mucho las guerras; aunque el visigodo Alarico había marchado sobre ella más de una vez, siempre le había presentado recio combate en las proximidades y no había llegado a saquearla; y los hunos de Atila al invadir Venetia se habían detenido a poca distancia de ella. Por lo tanto, hasta nuestra llegada, Verona no había sufrido asedio desde la época de Constantino, casi dos siglos atrás. Y ahora no estaba bien preparada para resistirlo. Ciertamente era una ciudad amurallada y protegida por el río Athesis que corre rápido y turbulento en torno a dos de sus tres lados, y en cada uno de sus altos muros sólo había una puerta de entrada. No obstante, los anteriores emperadores romanos, por admiración a su belleza, habían decidido ornamentarla por fuera tanto como por dentro, y donde otrora habían debido estar las puertas —seguramente imponentes portones flanqueados por robustas torres y contrafuertes— habían levantado grandiosos arcos triunfales con numerosos elementos ornamentales. Y, aunque los arcos eran de piedra y sólidos, en un monumento ornamental es imposible disponer una puerta resistente ni reforzarla bien. Los adornos son débil coraza.
Las tres puertas eran vulnerables, pero Teodorico ordenó que asaltásemos sólo la de la muralla que daba al campo. Nuestros onagros y balistas apuntaron hacia ella y los arqueros comenzaron a lanzar una lluvia de flechas sobre las tropas que defendían la muralla desde las almenas. Del mismo modo que Teodorico había dejado un camino de huida para el enemigo que nos había combatido en Andautonia, también aquí no llevó a cabo un ataque a las otras dos puertas —que daban a los puentes que salvaban el Athesis— para que las tropas de Odoacro huyeran cuando vieran que su resistencia era inútil. Se contentó
con enviar unas turmas de caballería a esperar junto a los puentes para acosar a los fugitivos conforme
fueran saliendo. Además, como Teodorico respetaba la venerable y hermosa ciudad, ordenó que las catapultas lanzasen sólo proyectiles no incendiarios —y sólo contra aquella puerta, y no por encima de las murallas sobre los edificios— y que los arqueros disparasen también sólo flechas corrientes. Al cabo de dos días, el impacto de las piedras lanzadas astillaron la puerta y acercamos a ella un pesado ariete, que impulsado por nuestros hombres más fornidos, protegidos por un emtestudo de escudos, acabó por abrir brecha en los restos de madera y hierro. Tras ellos se hallaban preparadas las filas de asalto de lanceros y espadachines. Odoacro y el general Tufa habían comprendido que las puertas de la ciudad no eran inexpugnables, adoptando las precauciones mínimas para el caso de que cedieran, surtiendo a los defensores del adarve con multitud de flechas, venablos y piedras, que nos lanzaron con tal rapidez y en tal cantidad, que la muralla quedó momentáneamente oscurecida como por una granizada. Los romanos contaban, además, con un sinnúmero de tinajas de brea derretida, que prendieron y vertieron en ígneas cascadas. Bastaba que a cualquier asaltante le cayeran una gotas de aquel líquido inflamado para que se le pegara y ardiese inmediatamente como una tea.
Muchos soldados nuestros que se precipitaron hacia la brecha abierta en la puerta sufrieron quemaduras, de las que muchos perecieron y aún más resultaron inválidos; pero un guerrero experimentado sabe que esas armas defensivas son tan sólo el último recurso desesperado y que logran entrar más asaltantes de los que resultan rechazados. Así, nuestros hombres irrumpieron resueltamente por la brecha para enfrentarse a la segunda línea de defensa romana, los lanceros y espadachines que bloqueaban la calle de entrada.