Halcón (76 page)

Read Halcón Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
4.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Teodorico, en mi viaje hacia aquí —dije, con un carraspeo—, he estado reflexionando, y he pensado que hace mucho que no has hecho —no hemos hecho— ninguna conquista importante. Tú solías decir em«¡Huarbodáu mith blothal», pero últimamente…

— emJa, ja —musitó él—, ni siquiera me he decidido a ponerme a la cabeza de mis tropas para reprimir las tres o cuatro contumaces incursiones de Estrabón. Lo sé, lo sé.

—Ni hemos tomado el mando de las tropas cuando acudieron a aplastar la sublevación de esos rebeldes suevos de los que yo di aviso que asolaban las llanuras de Isére —le recordé—. ¿No será que a los dos nos ha corroído, como tú solías decir, el orín de la paz?

—O de la vida doméstica —añadió él, con otro profundo suspiro—. Pero ahora que Aurora ha muerto… Bien, unos especuladores me informan que Estrabón amenaza con forjar una alianza con una estimable fuerza de rugios del Norte. Si eso se lleva a cabo, Thorn… emne, ne cuando ocurra, tendremos una batalla que nos satisfaga.

—Entonces, antes de que ocurra, emme gustaría que mi rey me diese permiso para ir al extranjero para manchar mi espada y desentumecer los músculos, recuperando mis instintos guerreros, que llevan mucho tiempo adormecidos. Teodorico, salvo los informes de mis breves escapadas, no he llevado a cabo ninguna misión desde que llegué de Escitia.

—Pero esos informes siempre han sido exactos y… muy útiles. Tu iniciativa no ha caído en saco roto ni ha sido subestimada, emsaio Thorn. Al contrario, tus buenos servicios me han inspirado para pensar en otra misión que quiero encomendarte. Una búsqueda, en realidad. Pensé en ello al decidir el nombre de Thiudagotha para mi hija, y cuando emsaio Soas habló de buscar esposa.

—¿Qué —exclamé pasmado—, quieres que vaya a hacer apreciación de princesas?

Él se echó a reír con auténticas ganas por primera vez aquel día.

— emNe, quiero que vayas a hacer una indagación histórica. Creo que mi segunda hija, la del pueblo godo, debe saber quiénes eran sus antepasados, y si quiero conseguir una princesa de auténtica realeza, tengo que poder demostrar que son de un linaje sin tacha. Y, lo que es no menos importante, mi pueblo ha de saber de dónde procede y como devino ostrogodo.

Sin salir de mi asombro, repliqué:

—Pero tú y tu pueblo ya lo sabéis. Todos los godos descienden de un dios-rey llamado Gaut. Tu hija Thiudagotha y tú mismo sois descendientes de un antiguo rey llamado Amalo.

—Pero rey ¿de dónde, y cuándo? ¿Ha habido realmente un rey llamado Gaut? Thorn, comprende que todo lo que los godos tenemos a guisa de historia —todo— no es más que un conjunto de leyendas, mitos, conjeturas y antiguas tradiciones populares, pero nada escrito. Espera, deja que llame a tu homólogo el mariscal Soas para que te explique mejor en qué consiste la encomienda. El anciano Soas se presentó y, como de costumbre, me lo explicó todo con las palabras estrictamente necesarias.

CAPITULO 2

No puedo relatar como es debido la batalla de Singidunum; ni podría hacerlo ninguno de los que intervinieron en ella. El que participa en un combate únicamente puede relatar detalles concretos que él ha vivido, momentos en los que él no ve más que a los compañeros y enemigos que más cerca tiene y sólo percibe si se avanza o retrocede, se mata o se muere. El resto de la acción le es tan ajena como si se desarrollase en otro continente y nunca sabe si se gana o se pierde hasta concluir la lucha. Pero incluso durante esos momentos concretos del combate, llega a darse menos cuenta de lo que hace que de otros innumerables detalles. Un guerrero entrenado y con experiencia puede casi inconscientemente esgrimir su arma o esquivar al enemigo al tiempo que presta atención a detalles molestos. Yo mismo tenía suficiente habilidad con la espada y me preocupaban más menudencias molestas que el hecho de manejarla bien:

El sudor me corre por la frente y me nubla la visión… el picor de un sarpullido en la axila por haber estado demasiado tiempo con la armadura puesta… el polvo de la calle levantado por el combate, que me entra en ojos y nariz… el calor y la pesadez de los pies, hinchados de haber estado tanto tiempo con botas… el tumulto atronador de gritos, gruñidos, maldiciones y voces… el estruendo ensordecedor del chocar de espadas sobre cascos, escudos y corazas; ensordecedor no porque sean ruidos fuertes, sino porque dejan aturdido como si recibieras una palmada en los dos oídos a la vez… el olor dulce y pegajoso de la sangre derramada y el hedor de los excrementos de los moribundos, y el olor acre del miedo, miedo por doquier…

Caían pocas flechas desde arriba cuando nuestra emturma se dirigía a la carrera, en columna de cuatro en fondo, hacia la puerta derrumbada, tapándonos la cabeza con los escudos. Pero teníamos que abrirnos

paso entre caídos, unos inmóviles y otros apenas con vida. Una vez pasado el arco y dentro de la muralla, la emturma se desplegó y cada hombre luchó por su cuenta.

Irrumpimos en la ciudad sin encontrar resistencia organizada. Si anteriormente había habido ante la puerta una falange fuertemente armada para rechazar el asalto, Teodorico y los lanceros la habían dispersado eficazmente, y los arqueros habían derribado fácilmente a los sármatas que hubiera en lo alto de aquel sector de la muralla, pues el adarve consistía en una simple plataforma de madera. En la entrada y al pie de la muralla había más cadáveres, pero el doble de sármatas que de ostrogodos. Yo, igual que los demás de la emturma, entré en la ciudad llena de callejas buscando un enemigo con quien luchar y me mantuve junto a nuestro emoptio Daila, pensando en que él era el que mejor sabría buscar combate, y el guerrero más conveniente para estar a su lado si daba con un enemigo. Dejamos los dos atrás numerosas escenas de lucha entre dos, entre grupos y entre dos bandos numerosos, pero los ostrogodos llevaban las de ganar y no intervinimos; de los habitantes de Singidunum sólo veíamos de vez en cuando el rostro atemorizado de un hombre o una mujer, acechando medroso detrás de una ventana, por la rendija de una puerta o desde el borde de un tejado.

De pronto, al desembocar en una plaza vimos que un grupo sostenía un encarnizado combate; Daila se abrió paso y yo le seguí. Seis o siete ostrogodos se enfrentaban a un número aproximadamente igual de sármatas que habían formado un círculo defensivo en torno a otro. Era un hombre viejo, desarmado y a ojos vista aterrado, y —teniendo en cuenta las circunstancias— ataviado de una manera extraña, pues llevaba una elegante toga verde con orla dorada. Aun por encima del ruido de las armas se le oyó pedir piedad en varios idiomas: em«¡Clementia! ¡Eleéo! ¡Armahaírtei!»

Nada más incorporarnos a la lucha el emoptio y yo los sármatas fueron rápidamente arrollados, pero confieso que yo no hice gran cosa para lograr aquella modesta victoria, pues, aunque di varios golpes con la espada, comprobé que mi emgladius romano simplemente rebotaba en las corazas de escamas sármatas, mientras que las serpentinas espadas sármatas no: su hoja sí que las atravesaba; cayeron tres sármatas y los demás se dispersaron, y en ese momento uno de los ostrogodos esgrimió su espada contra el de la toga, pero Daila fue más rápido. Para mi gran sorpresa, no ensartó al viejo, sino al ostrogodo, que cayó

como un tronco. Ninguno de sus compañeros mostró consternación ni sorpresa, y tan sólo echaron a correr en persecución del enemigo, gritándole al emoptio:

—¡Has matado a uno de los nuestros!

— emJa —gruñó el oficial—. Ha desobedecido las órdenes y la desobediencia se castiga en el acto. La persona que se disponía a matar no puede ser otro que el emlegatus Camundus. La persona estaba balbuciendo abyectamente las gracias en varios idiomas por haberle salvado la vida y habría estado a punto de abrazarnos de contento, pero Daila se agachó por detrás de él y le cortó de un tajo los jarretes a la altura de la rodilla, haciendo que Camundus se desplomara como si le hubiesen cortado las piernas.

—Así no se moverá de aquí y podremos encontrarle —gruñó el emoptio—. Escarabajito, tú quédate y vigila que nadie le haga nada hasta que Teodorico… ¡Cuidado!

Daila había advertido de soslayo un arquero que acechaba en el tejado y dio un salto al gritar, pero a mí no me dio tiempo y sentí una flecha como un mazazo en la parte derecha de la espalda. El impacto me tiró de lado hacia adelante y caí de cabeza sobre el empedrado, dándome tal golpe en el casco que casi pierdo el conocimiento.

Oí como entre sueños decir a Daila:

—Lástima, escarabajito. Yo le daré lo suyo.

Y como entre sueños oí el retumbar de sus botas alejándose. Bien, me dije, sólo cumple órdenes; pues que Teodorico había ordenado no auxiliar a los heridos.

Oía también al emlegatus lloriquear y balbucir, caído a mi lado, pero me hallaba demasiado mareado y dolorido para abrir los ojos y mirar dónde estaba. Me sentía totalmente agotado y flaccido del golpe, pero noté que mi mano aún asía la espada y traté de incorporarme para darme la vuelta, pero la flecha me había atravesado la armadura de cuero y el asta me lo impedía; habría intentado revolverme y retorcerme para

arrancármela, pero no me moví para recuperarme y conservar fuerzas, porque oí otros pasos. El emlegatus herido comenzó otra vez a quejarse, esta vez no pidiendo clemencia, sino ayuda, y en griego: em«¡Boé!

¡Boethéos!»

Le contestó una voz ronca, en griego, con fuerte deje:

—No os apuréis, Camundus. Dejad que remate a vuestro agresor.

Entreabrí lo justo los ojos para ver un guerrero con casco cónico y armadura de escamas que se acercaba a mí, y que debía ser uno de los de la guardia del emlegatus puesta en fuga. Miró mi cuerpo inmóvil, con la flecha clavada en la enorme armadura, y musitó:

—Por Ares, ¿es que los godos envían ahora niños al combate?

Y alzó la espada con las dos manos para descargarme el golpe de gracia.

Sacando fuerzas de flaqueza, alcé la espada por entre sus piernas, por debajo de las faldillas de la coraza, y se la clavé cuanto pude. El hombre lanzó el grito más desgarrador y estremecedor que había oído en mi vida y cayó de espaldas lejos de mí, echando sangre por el bajo vientre, arañando y retorciéndose por las piedras como un cangrejo enloquecido, sin intentar incorporarse ni atacarme, simplemente huyendo del dolor, que debía ser horroroso.

Yo, despacio y aturdido, me puse en pie y me quedé quieto un instante conteniendo las náuseas y el mareo. Cuando pude, me llegué al caído, le puse la rodilla en el pecho para que dejase de agitarse y, como no podía atravesarle la coraza, le tiré de la cabeza hacia atrás para descrubrirle la garganta y, con la mayor rapidez que pude, le corté el cuello hasta que mi espada tropezó con hueso. Aquél fue el único combate cuerpo a cuerpo que entablé en la batalla de Singidunum, y de él salí

sin la menor cicatriz de recuerdo. Estaba lleno de sangre, pero era sangre sármata. Tanto aquel guerrero como Daila me habían creído atravesado por la flecha, pero di gracias a Marte, Ares, Tiw y todos los dioses posibles por haber tenido aquella armadura tan grande, pues la flecha la había atravesado sin siquiera rozarme el tórax.

A fuerza de contorsiones logré agarrarla y romper el asta; luego, me llegué al emlegatus, que se encogió al ver mi espada ensangrentada, gimiendo: em«¡Armahaírtei! ¡Clementia!»

— em¡Aj, slaváith! —repliqué despectivo, y no volvió a abrir la boca mientras yo limpiaba mi espada con la orla de su toga. Le cogí por las axilas y le arrastré de aquel escenario de carnicería hasta un portal profundo del fondo de la plaza, dejando en el empedrado dos regueros de sangre. Allí estuvimos a resguardo todo el resto del día, a lo largo del cual cruzaron la plaza grupos de guerreros persiguiéndose —sármatas a ostrogodos y viceversa— o se detuvieron en ella a luchar; por la tarde los que pasaban por la plaza ya no se perseguían ni se detenían a luchar, pues eran todos ostrogodos dedicados a limpiar la ciudad; casi todos buscaban a los sármatas escondidos y comprobaban si todos los caídos estaban muertos. Otros buscaban y trasladaban a sus heridos a donde estuviese el emlekeis. Me enteré

luego de que nuestros guerreros habían registrado todos los edificios y todos los cuartos, encontrando pocos sármatas escondidos, pues casi todos habían salido a combatir valientemente hasta morir. Cuando ya caía la tarde, dos hombres llegaron caminando tranquilamente a la plaza del portal en que todavía estábamos sentados Camundus y yo. Los dos traían la armadura destrozada y ensangrentada y no llevaban casco, aunque uno de ellos parecía llevar el casco o algo parecido en una bolsa de cuero. Eran Teodorico y Daila. El emoptio llevaba al rey para enseñarle dónde había dejado al emlegatus y, sin lugar a dudas, mostrarle también el cadáver de su amigo Thorn, pues los dos lanzaron una exclamación de sorpresa al verme vivo y cumpliendo la misión asignada de vigilar a Camundus.

—¡Debía haberme imaginado que Daila se equivocaba! —dijo Teodorico con alivio, dándome una palmada en el hombro en vez de devolverme el saludo—. El Thorn capaz de imitar tan bien a un emclarissimus, puede hacerse el muerto perfectamente.

—¡Por el martillo de Thor, escarabajito —dijo Daila animoso—, lleva siempre coraza grande!

Quizá debiéramos llevarla todos.

—Habría sido una lástima —añadió Teodorico— que hubieses muerto sin ver que hemos conquistado la ciudad, tú que tanto has contribuido a que pudiésemos entrar. Me complace decirte que han sido exterminados los nueve mil sármatas.

—¿Y el rey Babai? —inquirí.

—Hizo lo que debía. Me esperó y luchó con igual valentía y fiereza que cualquiera de sus guerreros. Incluso me habría vencido de haber sido más joven. Así que, con el debido respeto, le di una muerte limpia y rápida —dijo, haciendo un gesto hacia Daila, con la bolsa de cuero—. Thorn, te presento al rey Babai.

El emoptio, sonriendo, abrió la bolsa y sacó la cabeza de Babai, agarrándola de los pelos; aunque chorreaba sangre y otras sustancias, los ojos aún estaban abiertos con mirada furiosa y su boca se torcía en un rictus de rabia. Habría podido ser la cabeza de cualquier otro guerrero sármata, salvo por la diadema de oro.

Camundus, que seguía gimoteando y tratando de decir algo, calló de pronto, aterrado. Los tres nos volvimos a mirarle y él abrió y cerró la boca varias veces antes de recuperar la palabra.

—Babai —dijo con voz entrecortada— me engañó y tomó la ciudad.

—Este hombre habla mal de un muerto que no puede defenderse —dijo Daila—. Y miente, pues, cuando le encontramos le defendía una guardia sármata.

Other books

Net of Lies by Wolf, Ellen
A Single Stone by Meg McKinlay
BackTrek by Kelvin Kelley
The Murder Book by Jonathan Kellerman
The Princess Bride by Diana Palmer
Muscle Memory by William G. Tapply
Laying Down the Paw by Diane Kelly