Halcón (73 page)

Read Halcón Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
10.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

pérdidas, Teodorico, la que más me duele es la de tu querida hermana. Me había encariñado con Amalamena más incluso que tú.

—No te achaco la responsabilidad de su muerte —dijo entristecido—, pero no sabía de su mal. Lo he sabido por Frithila, quien me ha dicho que no había solución posible.

—Yo hice lo que el emlekeis recomendó lo mejor que pude y procuré alegrar su ánimo.

—Y… murió valerosamente —añadió Teodorico, sin afirmar ni preguntar.

— emJa —añadí, eludiendo un poco la verdad—, aguardó valientemente su final, sabiendo que era inevitable. Pero al final no tenía necesidad de coraje; la última vez que la vi estaba muy bien, muy animada y tenía buen apetito. Me dijo muy alegre que fuese a buscarle la cena, y, cuando volví, estaba muerta. Un final rápido y apacible.

—Me alegro —dijo Teodorico con un suspiro—. Y me alegro de que hayas salvado la vida y puedas contármelo. Eso contribuye a disminuir mi pesar. Pero, entonces, ¿quién era la cautiva que Estrabón decía que era mi hermana y por la que el emoptio Ocer pedía rescate?

—Estrabón no fingía; él creía tener a la princesa, tu hermana. En realidad, era una de las sirvientas de Khazar que nos había atendido en el palacio Púrpura. Amalamena la tomó a su servicio después de enviar a Swandila con el empactum de Zenón. Yo supuse que cuando Augis llegase aquí con la noticia de que Estrabón tenía cautiva a una falsa Amalamena, la auténtica Swanilda —la señalé con un gesto—

habría advininado de quién se trataba.

—Efectivamente, Swanilda aventuró esa conjetura —dijo Teodorico—, pero me costó creérmelo.

¿Cómo pudo Estrabón confundir a una mujer de Khazar morena de piel cetrina con una princesa amala?

—Es que esa mujer era una cosmeta consumada —repliqué, acumulando mentiras—, y se blanqueó

el pelo y la piel muy hábilmente. Llegó incluso a engañar a los nuestros que la veían… de lejos. ¿No es cierto, Augis? —el lancero asintió con la cabeza, con los ojos muy abiertos—. Después, cuando ya Estrabón la tenía cautiva, me las arreglé para estar en comunicación con ella. Igual que Augis y Odwulfo, otro de nuestros valientes, conseguí infiltrarme entre los soldados de Estrabón. Augis abrió aún más los ojos, sin asentir con la cabeza, confirmando mi afirmación, pues debía preguntarse cómo no me había visto rondar por Constantiana. Y yo seguí imparable:

—Me habría gustado traer a la doncella de Khazar para que vieras su sorprendente transformación, Teodorico, y para que te contase lo valerosamente que desempeñó su papel, pero desgraciadamente cayó

con otros inocentes durante la matanza de Constantiana cuando…

—¡Un momento, un momento! —me interrumpió Teodorico, meneando la cabeza y riendo—. Será

mejor que vuelvas al principio. Vamos a juntar las camillas. Swandila, ¿quieres pedir unos refrescos a la cocina? Seguro que es una larga historia y a Thorn se le reseca la garganta. Conté todo, o casi todo lo que había sucedido desde el día en que nuestra columna salió de Novae hasta el día de mi regreso; apenas había comenzado, cuando Swandila y otra mujer llegaron de la cocina trayendo un enorme cuenco plateado de aguamiel con un airoso cacillo en forma de pájaro; lo pusieron en el centro del círculo y se retiraron para dejarnos a los hombres charlar a solas. Yo no interrumpí el relato, pero había reconocido a la otra mujer; iba mucho mejor ataviada que la última vez que la había visto, mostraba un acentuado embarazo y por sus maneras me pareció la nueva ama de Swanilda, la cosmeta. Me hacía gracia, pero no quise preguntar nada al respecto. Cuando se hubieron ido, mientras yo continuaba el relato, uno u otro servía de vez en cuando la fresca aguamiel tal como suele hacerse de un

«cuenco fraterno» cuando se reúnen unos cuantos hombres: bebiendo por turno directamente del cacillo. Conté la historia casi como la he relatado aquí, aunque más concisa y omitiendo los detalles relativos a las horrendas manifestaciones de la enfermedad de Amalamena. Para justificar mi supervivencia tuve que inventarme que no había sido tan valiente guerrero hasta la muerte, dije que Amalamena había muerto en Pautalia y que el emoptio Daila y yo la habíamos enterrado a escondidas sin que lo supieran nuestros hombres y que después de ello en la carruca sólo iba Swandila. Expliqué que al descubrir la traición de uno de los arqueros, Daila y yo decidimos desviarnos de la ruta y seguir por el río Strymon hasta el estrecho desfiladero en el que, por la noche, se nos habían echado encima las tropas de

Estrabón. Yo luché junto a mis hombres (a sabiendas que Augis no podía contradecirme, puesto que él estaba en lo alto de la garganta).

Después, añadí, me di cuenta de que nos iban venciendo y vi a los soldados de Estrabón sacar a la esclava de Khazar de la carruca, tras lo cual concebí el plan de suplantación: me quité la armadura para que no se diesen cuenta de mi rango e identidad, me puse la de otro soldado, de estatura similar a la mía, caído en el combate, y me acerqué al grupo de los que llevaban a la supuesta princesa, dándome tiempo a musitarla las debidas instrucciones y entregarle el collar de la princesa para que se hiciese pasar por ella. Así, cuando llegó a presencia de Estrabón y le dijo altiva que era Amalamena, él lo creyó.

—Y nunca lo dudó desde entonces hasta el último día —añadí—. Pero eso no impidió que la mancillase abyectamente, violando todas las convenciones de la guerra limpia. Alégrate, Teodorico, de que no fuese Amalamena. Sólo dos noches después de capturarla, mucho antes de enviarte a Ocer para reclamar rescate, hizo perder la virginidad a quien creía era la princesa, a la mujer que, conforme al código de la guerra, habría debido estar bajo su protección durante el cautiverio. Teodorico lanzó un gruñido y, aunque no llevaba espada, su mano se dirigió involuntariamente hacia el cinto.

Continué, explicando como había logrado seguir infiltrado sin que me descubriesen los hombres de Estrabón ni los nuestros que también se habían camuflado en las filas enemigas.

—Fue en Serdica donde Odwulfo y yo nos reconocimos. Enviamos a Augis a caballo para decirte que no hicieses caso de las exigencias de Estrabón y a partir de ese día Odwulfo y yo nos turnamos siempre que pudimos en hacer guardia ante el cuarto de la sustituta de Amalamena; le dijimos qué debía decir y cómo comportarse con Estrabón para tenerle engañado y sosegado sin que se diese cuenta de nada, mientras nosotros urdíamos algún plan.

Conté brevemente el resto del viaje de Serdica a Constantiana, señalando cómo Estrabón se había ido impacientado cada vez más por la tardanza de Ocer, volviéndose cada vez más abyecto con la mujer de Khazar.

—Siguió violándola cada dos o tres noches, según me contó ella; me dijo que pretendía hacerla su esposa para que le diese un heredero más de su agrado que el inútil de Rekitakh. Además, afirmó que tú, Teodorico, harías la vista gorda a semejante ultraje al verte vinculado por ese matrimonio al poderoso Estrabón.

Teodorico profirió una tremenda obscenidad y añadió con desprecio:

em—Thags Guth que no era mi hermana. De todos modos, haré que ese despreciable reptil lamente esas palabras.

—Tal vez ya lo haya hecho —dije, y continué explicando que cuando Estrabón se había puesto tan furioso que estaba dispuesto a mutilar a la supuesta princesa, yo había hecho que ella le convenciese de utilizar los prisioneros hérulos para hacer un espectáculo original; dije que el iracundo Estrabón había apuñalado a la falsa princesa antes de que Odwulfo y yo hubiésemos podido intervenir, cómo los dos le habíamos castigado con la horrible mutilación y cómo el intrépido Odwulfo había perecido al escapar del anfiteatro.

—Así pues —concluí con modestia—, igual que el mensajero de Job, soy el único superviviente.

—No obstante, has cumplido admirablemente la misión que te encomendé —dijo Teodorico—. Yo y mi pueblo te estarnos agradecidos. Mandaré erigir un espléndido cenotafio en recuerdo de mi hermana y otro no menos espléndido para Odwulfo, Daila y los demás caídos. En cuanto a Augis, ya le he ascendido a emsignifer de lanceros. Por la valerosa mujer de Khazar, que tan bien nos ha servido, haré que el sacerdote de palacio diga una misa. ¿He olvidado a alguien, emsaio Thorn?

— emNe —contesté—. Y poco más tengo que decir, sino algunos rumores relativos a asuntos de estado, que probablemente no interesarán a nadie más que a ti.

Comprendió lo que decía, se puso en pie y dio por terminada la reunión. Mientras nos dirigíamos a la salida del salón del trono, Frithila me cogió del brazo para que me rezagara.

—Muy interesante la historia —comentó—. Nunca había oído que un enfermo de ese mal muriese tan rápida y plácidamente. Tal vez debiera invitaros a que acudieseis a la cabecera de mis otros pacientes afectados por el gusano carroñero.

—Yo no he matado a la princesa —repliqué. —Es igual. Por las historias que habéis contado, creo que la simple proximidad de Thorn basta para matar.

— emLekeis, os lo ruego, ya tengo pesar de sobra por los que…

—¿Ah, sí? Yo también puedo citar el libro de Job. «¿Se remonta el águila por tu mandamiento? ¿Y

pone en lo alto su nido? Desde allí acecha a la presa; sus ojos observan de muy lejos, y donde hubiere cadáveres allí está ella.»

Me dirigió una desabrida sonrisa y fue hacia la puerta. Yo me quedé pensando por qué habría elegido esos versículos, y por qué la Biblia se refiere a un rapaz hembra. El emlekeis y el lancero se marcharon y Teodorico, yo y mi colega el mariscal Soas nos quedamos solos. Volviendo hacia las camillas, le musité a Teodorico:

—Esa joven tan hermosa y tan bien vestida que trajo el aguamiel, ¿no es la muchacha de Singidunum a quien llamabas Aurora?

— emJa —contestó él sin bajar la voz—, y sigo llamándola Aurora. Nunca recuerdo su verdadero nombre. Me imaginé que iba a concebir un hijo mío y por eso… —añadió, sonriendo un tanto ufano y un tanto atolondrado, encogiéndose de hombros.

—Mi enhorabuena a los dos —dije—. Pero… te has casado con ella ¿y no recuerdas su nombre?

—¿Casarme? emGudisks Himins, ne. No podría hacerlo. Y no se le puede otorgar un título oficial, pero ocupa los aposentos de Amalamena y cumple las tareas de consorte real. Lo seguirá haciendo hasta que un día encuentre una mujer de alcurnia que pueda ser mi esposa. —¿Y si no la encuentras? Volvió a encogerse de hombros.

—Mi padre nunca tuvo una consorte real legítima. La que fue madre mía, de Amalamena y de mi otra hermana Amalafrida, era una simple concubina. Pero eso no ha constituido mancha ni impedimento para nosotros. Siempre que reconozca al hijo o hijos de Aurora, basta para que tengan derecho a la sucesión.

Cuando nos reclinamos de nuevo en las camillas, pensaba yo si la victoria de Singidunum no había acarreado dos victorias complementarias no previstas. Tanto yo como Aurora, o como se llamase, habíamos pasado de ser seres desconocidos a ocupar puestos de auténtica relevancia: yo era mariscal y emherizogo y ella reina de facto. Probablemente yo era la única persona en el mundo que sabía cuánto le habría herido a Amalamena ver a su adorado hermano unido a otra mujer, una mujer de muy inferior condición a la suya. emJa, seguramente a Amalamena se le habría partido el corazón. ¿Y yo? ¿Sería posible que sintiera las punzadas de los celos?

Mientras nos servíamos otra vez aguamiel fresca, dije:

—He hablado mucho y el resto de los rumores y chismorreos que han llegado a mi conocimiento pueden esperar. Me gustaría saber que ha sucedido aquí en Occidente durante mi ausencia. Teodorico hizo un gesto a Soas y el lacónico cortesano contó con breves palabras su misión en la corte imperial. Como ya sabía yo, el emsaio Soas había llegado a Ravena, encontrándose con que no era Julius Nepos el emperador, sino el pequeño Augustulos que estaba a punto de revestir la púrpura, y que con el retraso de los cambios, la ceremonia de coronación y el nombramiento de los nuevos consejeros, había tenido que esperar para entregar el mensaje de Teodorico y la cabeza disecada del emlegatus Camundus. Y que después de aquellos acontecimientos, cuando ya el pequeño emperador comenzaba a conceder audiencias, y habiendo muchos otros emisarios aguardando antes que él, estando a punto de llegar su turno, se había producido otra conmoción, no sólo en el reino de Romulus Augustulus, sino en todo el imperio romano de Occidente y en la estructura de un imperio regido por dos emperadores. Aúdawarks, conocido por Odoacro, se había erigido emperador, subordinado a Zenón emperador de Oriente.

—Me guardé mucho de pedirle nada a Odoacro en nombre de Teodorico que había matado a su padre —concluyó Soas— y me volví, esperando con todo mi corazón que mi joven colega —añadió, dirigiéndome una inclinación de cabeza— hubiese tenido mejor suerte. Aún tengo una estupenda cabeza disecada, si alguien la quiere —terminó diciendo, con una sonrisa burlona, única broma que jamás oí salir de su boca.

Teodorico se echó a reír y me dijo:

—Aunque Soas hubiese negociado un tratado con Odoacro, no tendría validez sin la aprobación de Zenón. Ahora que tengo el empactum con él, me importa una emiota lo que piense Odoacro. Estas tierras de Moesia son nuestras, vuelven a pagarnos la emconsueta dona y yo ostento el mando militar.

—Pero, como te dije, Zenón nunca pensó realmente en hacerte llegar ese pergamino —añadí—. Ya te he dicho cómo trató de anularlo.

—Claro, pero no ha podido. Nada más llegar Swanilda despaché un mensajero a marchas forzadas, dándole las gracias y mis votos de lealtad, y pidiéndole que enviase legionarios para entregarle la administración de Singidunum. En su respuesta apenas pudo ocultar su sorpresa —y hasta disgusto—, pero em¡aj,! él mismo se pilló los dedos. Además, estaba muy ocupado con los turbulentos asuntos de Roma, mucho más acuciantes que la rivalidad entre Teodorico Amalo y Teodorico Estrabón.

—Además —tercié yo—, desde entonces puede que haya sabido que Estrabón no era el partidario leal y sumiso que fingía ser.

Y relaté algunas de las confidencias que Estrabón había hecho a «Amalamena», en el sentido de que su hijo Retikakh, retenido en Constantinopla como rehén, no significaba gran cosa y que esperaba que Zenón le impulsara a derrocar al estirio Odoacro del reino romano. Y repetí sus propias palabras:

—Si un extranjero puede alcanzar tan alto puesto, otro también puede hacerlo. Con maligno brillo en sus ojos, Teodorico inquirió:

—¿Insinúas que me apropie del plan de Estrabón, que expulse a Odoacro y le usurpe el gobierno del imperio de Occidente?

Other books

Broken Heart Tails by Michele Bardsley
The Bungalow Mystery by Carolyn Keene
THE PUPPETEERS OF PALEM by Komarraju, Sharath
The Starshine Connection by Buck Sanders
Dark Country by Bronwyn Parry
Agnes Mallory by Andrew Klavan
Intern by Sandeep Jauhar