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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

Harry Potter. La colección completa (226 page)

BOOK: Harry Potter. La colección completa
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—Sencillamente fabuloso —susurró, señalando los dispensadores automáticos de billetes—. Maravillosamente ingenioso.

—No funcionan —observó Harry señalando el letrero.

—Ya, pero aun así… —dijo el señor Weasley contemplándolos con una sonrisa radiante.

Le compraron los billetes a un soñoliento empleado (Harry se encargó de la transacción porque el señor Weasley no manejaba muy bien el dinero
muggle
), y cinco minutos más tarde subieron al tren, que los llevó traqueteando hacia el centro de Londres. El señor Weasley no paraba de consultar con ansiedad el plano del metro que había encima de las ventanas.

—Cuatro paradas más, Harry… Ahora quedan tres paradas… Sólo dos paradas, Harry…

Bajaron en una estación del centro de Londres y se vieron arrastrados por una marea de hombres vestidos con traje y corbata y de mujeres con maletines. Subieron por la escalera mecánica, pasaron por el torniquete (al señor Weasley le encantó cómo la máquina se tragaba su billete) y salieron a una ancha calle con mucho tráfico e imponentes edificios a ambos lados.

—¿Dónde estamos? —preguntó el señor Weasley, desorientado, y por un instante Harry creyó que habían bajado en una estación equivocada, a pesar de las continuas consultas del señor Weasley en el plano; pero entonces el hombre exclamó—: ¡Ah, sí! Por aquí, Harry. —Y lo guió por una calle lateral—. Lo siento —añadió—, pero nunca voy al Ministerio en metro, y desde la perspectiva
muggle
todo parece muy diferente. De hecho, nunca he utilizado la entrada de visitantes.

Cuanto más avanzaban, más pequeños y menos imponentes eran los edificios, hasta que al final llegaron a una calle donde había varias oficinas de aspecto destartalado, un pub y un contenedor rebosante de basura. Harry esperaba un emplazamiento mucho más impresionante para el Ministerio de Magia.

—Ya hemos llegado —afirmó, muy alegre, el señor Weasley, y señaló una vieja cabina telefónica roja a la que le faltaban varios cristales, situada frente a una pared cubierta de grafitis—. Después de ti, Harry —dijo, y abrió la puerta de la cabina.

Harry entró preguntándose qué demonios significaba aquello. El señor Weasley entró también, se apretujó contra él y cerró la puerta. Había muy poco espacio; Harry estaba pegado contra el teléfono, que colgaba torcido de la pared, como si un gamberro hubiera intentado arrancarlo. El señor Weasley estiró un brazo y cogió el auricular.

—Señor Weasley, creo que esto tampoco funciona —dijo Harry.

—No, no, seguro que funciona —respondió el hombre levantando el auricular por encima de su cabeza y mirando el disco del teléfono con los ojos entornados—. Veamos… Seis… —Marcó el número—. Dos… cuatro… y otro cuatro… y otro dos…

Cuando el disco hubo recuperado la posición inicial, con un suave zumbido, una gélida voz femenina sonó dentro de la cabina telefónica, pero no salía por el auricular que el señor Weasley tenía en la mano, sino que sonaba con fuerza y claridad, como si una mujer invisible estuviera allí dentro con ellos.

—Bienvenido al Ministerio de Magia. Por favor, diga su nombre y el motivo de su visita.

—Esto… —empezó el señor Weasley sin saber si tenía que hablar por el auricular o no. Lo solucionó acercándose el micrófono a la oreja—. Arthur Weasley, Oficina Contra el Uso Indebido de Artefactos
Muggles
. He llegado escoltando a Harry Potter, que tiene que presentarse a una vista disciplinaria…

—Gracias —contestó la gélida voz femenina—. Visitante, coja la chapa y colóquesela en la ropa en un lugar visible, por favor.

Se oyó un chasquido y un tintineo, y Harry vio que algo resbalaba por la rampa metálica por donde normalmente salían las monedas devueltas. Lo cogió y comprobó que era una chapa cuadrada de plata con la inscripción: «Harry Potter, vista disciplinaria.» Se la enganchó en la camiseta, y entonces la voz femenina dijo:

—Visitante del Ministerio, tendrá que someterse a un cacheo y entregar su varita mágica en el mostrador de seguridad, que se encuentra al final del Atrio.

El suelo de la cabina telefónica se estremeció. Estaban hundiéndose poco a poco. Harry miró con aprensión cómo la acera parecía elevarse al otro lado de las ventanas de cristal de la cabina hasta que se quedaron a oscuras por completo. Entonces ya no vio nada; sólo oía un monótono chirrido, mientras la cabina telefónica seguía hundiéndose en la tierra. Pasado más o menos un minuto, que a Harry se le hizo larguísimo, un resquicio de luz dorada le iluminó los pies, luego fue creciendo de tamaño y subió por el cuerpo de Harry hasta que le dio en la cara; el muchacho tuvo que parpadear para que no le lloraran los ojos.

—El Ministerio de Magia les desea un buen día —los saludó la voz de mujer.

La puerta de la cabina telefónica se abrió sola y el señor Weasley salió seguido de Harry, que tenía la boca abierta.

Se encontraban al final de un larguísimo y espléndido vestíbulo con el suelo de madera oscura muy brillante. En el techo, de color azul eléctrico, había incrustaciones de relucientes símbolos dorados que se movían y cambiaban continuamente, como un inmenso tablón de anuncios celeste. Las paredes del vestíbulo estaban recubiertas de pulida y oscura madera, y en ellas había varias chimeneas doradas. De vez en cuando, una bruja o un mago salía por una de las chimeneas de la pared de la izquierda con un débil ruido. Ante las chimeneas de la pared de la derecha estaban formándose reducidas colas de brujas y de magos que esperaban para entrar.

Hacia la mitad del vestíbulo había una fuente. Un grupo de estatuas doradas, de tamaño superior al natural, se alzaban en el centro de un estanque circular. La figura más alta de todas era la de un mago de aspecto noble, cuya varita señalaba al cielo. A su alrededor había una hermosa bruja, un centauro, un duende y un elfo doméstico. Los tres últimos miraban con adoración a la bruja y al mago, de cuyas varitas salían unos fastuosos chorros de agua, así como del extremo de la flecha del centauro, de la punta del sombrero del duende y de las orejas del elfo doméstico. El tintineante silbido del agua al caer se unía al ruido que hacía la gente al aparecerse (algo así como ¡crac! y ¡paf!) y al de los pasos de cientos de brujas y de magos, la mayoría de los cuales ofrecían el apesadumbrado aspecto de los madrugadores, que se dirigían hacia unas puertas doradas que había al fondo del vestíbulo.

—Por aquí —indicó el señor Weasley.

Se unieron a la multitud y avanzaron entre los empleados del Ministerio, algunos de los cuales transportaban tambaleantes pilas de pergaminos; otros, por su parte, llevaban gastados maletines, y unos cuantos iban leyendo
El Profeta
mientras andaban. Al pasar junto a la fuente, Harry vio
Sickles
de plata y
Knuts
de bronce que destellaban en el fondo del estanque. Un pequeño y emborronado letrero decía:

TODO LO RECAUDADO POR LA FUENTE DE LOS HERMANOS MÁGICOS SERÁ DESTINADO AL HOSPITAL SAN MUNGO DE ENFERMEDADES Y HERIDAS MÁGICAS.

«Si no me expulsan de Hogwarts, donaré diez galeones», se sorprendió pensando Harry, desesperado.

—Por aquí —volvió a indicar el señor Weasley, y se separaron de la avalancha de empleados del Ministerio que iban hacia las puertas doradas. A la izquierda, sentado a una mesa, bajo un letrero que rezaba «Seguridad», había un mago muy mal afeitado y vestido con una túnica de color azul eléctrico, que levantó la cabeza al ver que se acercaban y dejó de leer
El Profeta.

—Estoy escoltando a un visitante —dijo el señor Weasley, y señaló a Harry.

—Acérquese —le ordenó el mago al muchacho con voz de aburrimiento.

Harry obedeció y el hombre levantó una varilla larga y dorada, delgada y flexible como la antena de un coche, y se la pasó a Harry por delante y por detrás, recorriéndole todo el cuerpo.

—La varita —le gruñó a continuación el mago de seguridad, tras dejar el instrumento dorado y tender una mano con la palma hacia arriba.

Harry se la entregó. El mago la dejó caer sobre un extraño instrumento de latón que parecía una balanza con un único platillo. El aparato empezó a vibrar, y de una ranura que tenía en la base salió un estrecho trozo de pergamino. El mago lo arrancó y leyó lo que había escrito en él:

—Veintiocho centímetros, núcleo central de pluma de fénix, cuatro años en uso. ¿Correcto?

—Sí —afirmó Harry, nervioso.

—Yo me quedo esto —dijo el mago clavando el trozo de pergamino en un pequeño pinchapapeles de latón—. Usted se queda la varita —añadió, y le devolvió la varita a Harry.

—Gracias.

—Un momento… —empezó a decir con lentitud el mago.

Se había fijado en la chapa de plata de visitante que Harry llevaba prendida en el pecho, pero ahora le miraba la frente.

—Gracias, Eric —dijo el señor Weasley con firmeza, y agarrando a Harry por el hombro lo apartó de la mesa y volvieron a mezclarse con la multitud de magos y de brujas que cruzaban las puertas doradas.

Empujado por la gente, Harry siguió al señor Weasley por las puertas que conducían a un vestíbulo más pequeño donde había, por lo menos, veinte ascensores detrás de unas rejas de oro labrado. Harry y el señor Weasley se unieron a un grupito que estaba reunido frente a uno de ellos. Cerca de allí había un corpulento y barbudo mago que llevaba en las manos una gran caja de cartón que emitía unos desagradables ruidos.

—¿Va todo bien, Arthur? —preguntó el mago saludando con la cabeza al señor Weasley.

—¿Qué llevas ahí, Bob? —inquirió éste mirando la caja.

—No estamos seguros —contestó el mago con seriedad—. Creíamos que se trataba de una gallina normal y corriente hasta que empezó a echar fuego por la boca. Yo diría que nos encontramos ante un caso grave de violación de la Prohibición de la Reproducción Experimental.

Entre fuertes traqueteos y sacudidas, un ascensor descendió ante ellos; la reja dorada se movió hacia un lado, y Harry y el señor Weasley entraron en el ascensor con los demás. Harry se encontró de pronto apretujado contra la pared del fondo. Varias brujas y magos lo observaban con curiosidad; él se quedó contemplando el suelo para evitar las miradas de la gente y se alisó el flequillo. La reja se cerró con un estruendo y el ascensor empezó a subir poco a poco, con un golpeteo de cadenas, mientras volvía a escucharse aquella gélida voz femenina que Harry había oído en la cabina telefónica.

—Séptima planta, Departamento de Deportes y Juegos Mágicos, que incluye el Cuartel General de la Liga de
Quidditch
de Gran Bretaña e Irlanda, el Club Oficial de
Gobstones
y la Oficina de Patentes Descabelladas.

Se abrieron las puertas del ascensor. Harry alcanzó a ver un desordenado pasillo en el que había varios carteles torcidos de equipos de
quidditch
colgados en las paredes. Uno de los magos que iba en el ascensor, que llevaba un montón de escobas, salió con cierta dificultad y desapareció por allí. Las puertas se cerraron de nuevo y el ascensor dio una sacudida, pero siguió subiendo mientras la voz de mujer anunciaba:

—Sexta planta, Departamento de Transportes Mágicos, que incluye la Dirección de la Red Flu, el Consejo Regulador de Escobas, la Oficina de Trasladores y el Centro Examinador de Aparición.

Las puertas del ascensor volvieron a abrirse y salieron cuatro o cinco ocupantes; al mismo tiempo, varios aviones de papel entraron volando. Harry se quedó mirándolos mientras revoloteaban tranquilamente por encima de su cabeza; eran de color violeta claro y llevaban estampado el sello de «Ministerio de Magia» en el borde de las alas.

—Sólo son memorándum interdepartamentales —le explicó el señor Weasley en voz baja—. Antes utilizábamos lechuzas, pero era un verdadero problema porque las mesas acababan cubiertas de excrementos…

Siguieron subiendo con el mismo traqueteo metálico, mientras los memorándum revoloteaban alrededor de la lámpara que colgaba del techo del ascensor.

—Quinta planta, Departamento de Cooperación Mágica Internacional, que incluye el Organismo Internacional de Normas de Instrucción Mágica, la Oficina Internacional de Ley Mágica y la Confederación Internacional de Magos, Sede Británica.

Cuando se abrieron otra vez las puertas, dos memorándum salieron disparados junto con unos cuantos ocupantes más del ascensor, pero entraron otros documentos que se pusieron a volar alrededor de la lámpara, cuya luz empezó a parpadear y a brillar sobre sus cabezas.

—Cuarta planta, Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas, que incluye las Divisiones de Bestias, Seres y Espíritus, la Oficina de Coordinación de los Duendes y la Agencia Consultiva de Plagas.

—Perdón —se disculpó el mago que llevaba la gallina que echaba fuego por la boca, y salió del ascensor seguido de una pequeña bandada de memorándum. Las puertas se cerraron una vez más.

—Tercera planta, Departamento de Accidentes y Catástrofes en el Mundo de la Magia, que incluye el Equipo de Reversión de Accidentes Mágicos, el Cuartel General de Desmemorizadores y el Comité de Excusas para los
Muggles
.

En esa planta salieron todos, excepto el señor Weasley, Harry y una bruja que iba leyendo un trozo de pergamino larguísimo que llegaba hasta el suelo. El resto de los memorándum siguieron volando alrededor de la lámpara mientras el ascensor subía otra vez; por fin, se abrieron las puertas y la voz anunció:

—Segunda planta, Departamento de Seguridad Mágica, que incluye la Oficina Contra el Uso Indebido de la Magia, el Cuartel General de
aurores
y los Servicios Administrativos del Wizengamot.

—Es aquí, Harry —indicó el señor Weasley, y salieron del ascensor, junto con la bruja, a un pasillo con puertas a ambos lados—. Mi despacho está al otro lado de esta planta.

—Señor Weasley —dijo Harry cuando pasaban por delante de una ventana por la que entraba la luz del sol—, ¿estamos todavía bajo tierra?

—Sí —confirmó el señor Weasley—. Esas ventanas están encantadas. El Servicio de Mantenimiento Mágico decide el tiempo que tenemos cada día. La última vez que los de ese servicio andaban detrás de un aumento de sueldo, tuvimos dos meses seguidos de huracanes… Por aquí, Harry.

Doblaron una esquina, pasaron por unas gruesas puertas dobles de roble y salieron a una zona, espaciosa pero desordenada, dividida en cubículos de los que surgía un intenso murmullo de voces y risas. Los memorándum entraban y salían volando como cohetes en miniatura. Un letrero torcido, colgado en la puerta del cubículo más cercano, decía: «Cuartel General de
aurores

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