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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

Harry Potter y el Misterio del Príncipe (30 page)

BOOK: Harry Potter y el Misterio del Príncipe
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—Has estado muy ocupado durante mi ausencia —dijo Dumbledore—. Tengo entendido que presenciaste el accidente de Katie.

—Sí, señor. ¿Cómo se encuentra?

—Todavía no se siente bien, aunque podríamos decir que tuvo suerte. Al parecer, el collar apenas le rozó la piel a través de un diminuto roto que tenía uno de sus guantes. Si se lo hubiera puesto o lo hubiese cogido con la mano desnuda, quizá habría muerto al instante. Por fortuna, el profesor Snape consiguió impedir una rápida extensión de la maldición…

—¿Por qué él? —se apresuró a preguntar Harry—. ¿Por qué no la señora Pomfrey?

—Impertinente —musitó una débil voz procedente de uno de los retratos que había en la pared, y Phineas Nigellus Black, el tatarabuelo de Sirius, levantó la cabeza que hasta ese momento tenía apoyada sobre los brazos fingiendo dormir—. En mis tiempos, yo no habría permitido que un alumno cuestionara el funcionamiento de Hogwarts.

—Gracias, Phineas —dijo Dumbledore, condescendiente—. El profesor Snape sabe mucho más de artes oscuras que la señora Pomfrey, Harry. En fin, el personal de San Mungo me envía informes cada hora y confío en que Katie se recuperará del todo a su debido tiempo.

—¿Dónde ha pasado el fin de semana, señor? —cambió de tema Harry sin tener en cuenta que estaba desafiando la suerte, una sensación compartida por Phineas Nigellus, que murmuró algo entre dientes.

—Prefiero no revelártelo todavía. Sin embargo, te lo diré en su momento.

—¿De verdad? —dijo Harry con un sobresalto.

—Sí, eso espero —repuso Dumbledore mientras sacaba otra botella de recuerdos plateados de su túnica y quitaba el tapón con un golpecito de la varita.

—Señor, en Hogsmeade me encontré con Mundungus…

—¡Ah, sí! Ya me he enterado de que ha tratado tu herencia con despreciable mano larga —repuso el director, y arrugó un poco la frente—. Desde que hablaste con él delante de Las Tres Escobas no ha salido de su escondite; creo que le da miedo presentarse ante mí. Sin embargo, no volverá a llevarse ningún otro objeto personal de Sirius, descuida.

—¿Que ese sarnoso sangre mestiza ha estado robando las reliquias de la familia Black? —saltó Phineas Nigellus, y se marchó muy indignado de su retrato, sin duda para trasladarse al que tenía en el número 12 de Grimmauld Place.

—Profesor —dijo Harry tras una breve pausa—, ¿le ha contado la profesora McGonagall lo que le dije sobre Draco Malfoy después de que Katie sufriera el accidente?

—Sí, Harry, me ha hablado de tus sospechas.

—¿Y usted…?

—Tomaré todas las medidas oportunas para investigar a cualquiera que haya podido estar relacionado con el accidente de Katie. Pero lo que ahora me preocupa, Harry, es nuestra clase.

El muchacho se sintió contrariado ante esa última frase: si sus clases particulares eran tan importantes, ¿por qué había habido un lapso tan largo entre la primera y la segunda? Sin embargo, no hizo más comentarios acerca de Draco Malfoy. Dumbledore vertió los nuevos recuerdos en el
pensadero
y éstos empezaron a arremolinarse en la vasija de piedra que el anciano sujetaba con sus largas y delgadas manos.

—Recordarás que dejamos la historia de los inicios de lord Voldemort en el momento en que el apuesto
muggle
, Tom Ryddle, había abandonado a su esposa bruja, Mérope, y regresado a su casa natal de Pequeño Hangleton. Mérope se quedó sola en Londres, embarazada del hijo que un día se convertiría en lord Voldemort.

—¿Cómo sabe que estaba en Londres, señor?

—Por el testimonio de un tal Caractacus Burke, quien, por una extraña coincidencia, también ayudó a encontrar el collar de ópalos del que acabamos de hablar.

El director de Hogwarts se puso a remover el contenido del
pensadero
como Harry ya le había visto hacer anteriormente; parecía un buscador de oro manipulando un tamiz. De la masa plateada que se arremolinaba en el interior surgió un hombrecillo que giraba despacio sobre sí mismo; era plateado como un fantasma, pero mucho más consistente, y tenía una mata de pelo que le tapaba los ojos.

—Sí, el guardapelo lo adquirimos en curiosas circunstancias —explicó el hombrecillo—. Lo trajo una joven bruja poco antes de Navidad. ¡Oh, sí, de eso hace ya muchos años! Dijo que necesitaba desesperadamente el oro; bueno, saltaba a la vista: se cubría con harapos y estaba muy avanzada… Quiero decir que iba a tener un bebé. Asimismo, dijo que ese guardapelo había pertenecido a Slytherin. Bueno, estamos hartos de escuchar historias semejantes: «Sí, se lo aseguro, ésta era la tetera favorita de Merlín.» Pero cuando lo examiné, vi que realmente tenía la marca de Slytherin, y bastaron unos sencillos hechizos para comprobar que la joven decía la verdad. Como es lógico, eso convertía aquel objeto en algo de valor incalculable, aunque ella parecía no tener ni idea de lo que valía. Pero se quedó satisfecha con los diez galeones. ¡Jamás habíamos hecho un negocio tan bueno!

Dumbledore le dio una enérgica sacudida al
pensadero
, y Caractacus Burke volvió a sumergirse en los remolinos de recuerdos de los que había salido.

—¿Sólo le dio diez galeones por el guardapelo? —preguntó Harry, indignado.

—La generosidad no era la virtud más destacada de Caractacus Burke —comentó Dumbledore—. Así pues, sabemos que hacia el final de su embarazo, Mérope vivía sola en Londres y necesitaba oro; estaba suficientemente desesperada para vender su única posesión valiosa, el guardapelo, una de las preciadas reliquias de familia de Sorvolo.

—¡Pero si ella era una bruja! —se impacientó Harry—. Podría haber conseguido comida y todo lo que necesitara mediante magia, ¿no?

—Hum, quizá sí. Pero, en mi opinión, cuando su esposo la abandonó, Mérope dejó de emplearla. Una vez más conjeturo, pero creo que tengo razón. Supongo que ya no quería seguir siendo bruja. También cabe la posibilidad, por supuesto, de que su amor no correspondido y su posterior desmoralización le socavaran los poderes; a veces ocurre. En cualquier caso, como estás a punto de ver, Mérope ni siquiera quiso levantar la varita mágica para salvar su vida.

—¿Ni siquiera quiso hacerlo por su hijo?

—¿Acaso te compadeces de lord Voldemort? —repuso Dumbledore arqueando las cejas.

—No, pero ella podía elegir, ¿no? No como mi madre…

—Tu madre también pudo elegir —replicó Dumbledore con serenidad—. Sí, Mérope Ryddle eligió la muerte pese a tener un hijo que la necesitaba, pero no la juzgues de manera precipitada, Harry. Estaba muy debilitada como consecuencia de un prolongado sufrimiento, y nunca tuvo el coraje de tu madre. Y ahora, si haces el favor de ponerte en pie…

—¿Adónde vamos? —preguntó el muchacho cuando el director se colocó a su lado, delante de la mesa.

—Esta vez entraremos en mi memoria. Creo que la encontrarás rica en detalles y satisfactoriamente exacta. Tú primero, Harry.

Harry se inclinó sobre el
pensadero
; su cara atravesó la fría superficie de recuerdos y el muchacho empezó a caer, rodeado de oscuridad. Segundos más tarde, sus pies tocaron tierra; abrió los ojos y vio que se hallaban en una ajetreada calle de Londres, varios años atrás.

—Mira, ahí estoy —dijo Dumbledore con tono jovial, señalando a una figura de elevada estatura que cruzaba la calle por delante de un carro de leche tirado por un caballo.

El largo cabello y la barba de aquel Albus Dumbledore más joven eran de color caoba. Echó a andar por la acera a paso largo, y su llamativo traje de terciopelo morado atraía las miradas.

—Bonito traje, señor —observó Harry, pero el anciano director de Hogwarts se limitó a sonreír al tiempo que ambos seguían de cerca al otro Dumbledore.

Por fin atravesaron unas verjas de hierro y entraron en un patio absolutamente vacío que había frente a un edificio cuadrado y sombrío, cercado por una alta reja. El joven Dumbledore subió los escalones de la puerta principal y llamó una vez. Pasados unos instantes, una desaliñada muchacha con delantal abrió la puerta.

—Buenas tardes. Tengo una cita con la señora Cole, que, si no me equivoco, es la directora de esta institución.

—¡Oh! —dijo la chica, perpleja ante el extravagante atuendo del joven Dumbledore—. Hum… un momento… ¡Señora Cole! —llamó volviendo la cabeza.

Harry oyó que alguien respondía desde dentro. La muchacha miró a Dumbledore.

—Pase, ahora viene.

Dumbledore entró en un vestíbulo de baldosas blancas y negras; era un lugar viejo y desgastado pero impecablemente limpio. Harry y el anciano Dumbledore entraron también, y antes de que la puerta se cerrase tras ellos, una mujer flacucha y de aspecto nervioso se apresuró hacia el vestíbulo por un pasillo. Su rostro de facciones afiladas denotaba más ansiedad que antipatía, y mientras se acercaba a Dumbledore miraba hacia atrás hablando con otra ayudanta que también llevaba delantal.

—…y súbele el yodo a Martha; Billy Stubbs ha estado arrancándose las costras y Eric Whalley ha manchado mucho las sábanas. Sólo nos faltaba la varicela —dijo a nadie en particular, pero entonces se fijó en Dumbledore y se detuvo en seco, observándolo con tanto asombro como si se tratase de una jirafa.

—Buenas tardes —saludó él y le tendió la mano. Ella se quedó boquiabierta—. Me llamo Albus Dumbledore. Le envié una carta solicitándole una visita y usted tuvo la amabilidad de invitarme a venir hoy.

La señora Cole parpadeó. Tras decidir, al parecer, que Dumbledore no era ninguna alucinación, dijo con un hilo de voz:

—¡Ah, sí! Ya… Bueno, entonces… será mejor que vayamos a mi habitación.

Lo guió hasta un pequeño cuarto que hacía las veces de salita y despacho, tan destartalado como el vestíbulo y cuyos muebles se veían viejos y desparejados. Invitó a Dumbledore a sentarse en una desvencijada silla, y ella tomó asiento detrás de un escritorio cubierto de carpetas y papeles. Parecía nerviosa.

—Como ya le explicaba en mi carta, he venido para hablar de Tom Ryddle y de los planes para el futuro del chico —expuso Dumbledore.

—¿Es usted familiar suyo?

—No, yo soy profesor. He venido a ofrecerle a Tom una plaza en mi colegio.

—¿Y qué colegio es ése?

—Se llama Hogwarts.

—¿Y por qué se interesa por Tom?

—Creemos que tiene las cualidades que nosotros buscamos.

—¿Quiere decir que le han concedido una beca? ¿Cómo es posible? El nunca ha solicitado ninguna.

—Verá, está inscrito en nuestro colegio desde que nació.

—¿Quién lo inscribió? ¿Sus padres?

No cabía duda de que la señora Cole era una mujer aguda y perspicaz. Al parecer, Dumbledore también lo pensaba, porque sacó con disimulo su varita del bolsillo del traje de terciopelo al mismo tiempo que cogía una hoja en blanco que había encima de la mesa.

—Tome —dijo Dumbledore, y agitó una vez la varita mientras le tendía la hoja—. Creo que esto se lo aclarará todo.

Los ojos de la mujer se desenfocaron y volvieron a enfocarse al examinar con atención la hoja en blanco.

—Veo que está todo en orden —dijo al cabo, y se la devolvió a Dumbledore. Entonces su mirada se desvió hacia una botella de ginebra y dos vasos que no estaban allí unos segundos antes—. Hum… ¿le apetece un vasito de ginebra? —preguntó con tono afectado.

—Gracias —aceptó Dumbledore.

Pronto quedó claro que no era la primera vez que la señora Cole bebía esa clase de licor. Llenó ambos vasos con generosidad y vació el suyo de un trago. Se relamió sin disimulo, sonrió a Dumbledore por primera vez y él no vaciló en aprovechar su ventaja.

—¿Podría contarme algo acerca de la historia de Tom Ryddle? Creo que nació aquí, en el orfanato.

—Así es —confirmó la mujer, y se sirvió más ginebra—. Lo recuerdo perfectamente porque yo también acababa de llegar a este lugar. Era Nochevieja; nevaba y hacía un frío tremendo. Una noche muy desapacible… Una muchacha no mucho mayor que yo subió los escalones tambaleándose (bueno, no era la primera). La acogimos y tuvo el bebé al cabo de una hora. Y al cabo de otra, la pobre murió. —La señora Cole asintió con gravedad y se echó un buen trago al coleto.

—¿Dijo algo antes de morir? ¿Hizo algún comentario acerca del padre del niño, por ejemplo?

—Pues sí, resulta que sí —contestó la mujer, que parecía estar disfrutando con la ginebra y un público interesado por su relato—. Recuerdo que me dijo: «Espero que se parezca a su papá», y no le miento. Bueno, era comprensible que albergara esa esperanza, porque ella no era ninguna belleza. Luego añadió que quería que se llamara Tom, como su padre, y Sorvolo, como el padre de ella. Sí, ya sé que es un nombre muy raro, ¿verdad? Pensamos que quizá la chica provenía de algún circo. Y dijo también que el apellido del niño era Ryddle. Poco después murió sin haber pronunciado ni una palabra más.

»Así pues, llamamos al niño como su madre había pedido porque eso parecía importarle mucho a la pobre muchacha, pero ningún Tom, Sorvolo ni Ryddle vino nunca a buscarlo, ni ninguna otra familia, de modo que se quedó en el orfanato y no se ha movido de aquí desde entonces. —Casi sin darse cuenta, se sirvió otra ración de ginebra. En sus prominentes pómulos habían aparecido dos manchas rosa—. Es un chico extraño, la verdad —añadió.

—Sí —dijo Dumbledore—. Ya me imaginaba que lo sería.

—Ya era extraño de pequeño. Por ejemplo, casi nunca lloraba. Y más adelante, cuando creció un poco, hacía cosas… raras.

—¿Raras en qué sentido?

—Verá, él… —Pero se interrumpió. Dumbledore le lanzó una mirada expectante—. ¿Seguro que Tom dispone de una plaza en ese colegio? —preguntó, recelosa.

—Segurísimo.

—¿Y nada de lo que yo diga podrá cambiar eso?

—No, nada.

—¿Se lo va a llevar a pesar de todo, diga lo que yo diga?

—Diga lo que usted diga —asintió Dumbledore con gravedad.

La mujer entornó los ojos y lo escudriñó como sopesando si podía confiar en él. Por lo visto decidió que sí, porque dijo:

—Pues la verdad es que los otros niños le tienen miedo.

—¿Quiere decir que los maltrata?

—Sospecho que sí —contestó la señora Cole frunciendo la frente—, pero es muy difícil pillarlo in fraganti. Ha habido incidentes… han sucedido cosas desagradables…

Dumbledore no quiso insistir, aunque Harry advirtió su interés en aquellas revelaciones. Ella bebió otro sorbo de ginebra y el rubor de las mejillas se le acentuó.

—Billy Stubbs tenía un conejo… Bueno, Tom juró que no había sido él y yo no me explico cómo pudo hacerlo, pero, aun así, no creo que se ahorcara él sólito de una viga, ¿no?

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