Read Harry Potter y las Reliquias de la Muerte Online
Authors: J. K. Rowling
Tags: #fantasía, #infantil
—¡Vamos, abre el de Hermione! —lo incitó Ron.
Su amiga le había comprado un chivatoscopio. Los otros paquetes contenían una navaja de afeitar encantada, regalo de Bill y Fleur («Ah, sí, con eso
conseguigás
el afeitado más suave que puedas
imaginag
—le aseguró monsieur Delacour—,
pego
debes
decigle clagamente
lo que
quiegues
,
pogque
si no puedes
acabag
más pelado de la cuenta…»); bombones, regalo de los Delacour; y una caja enorme de los últimos artículos de Sortilegios Weasley, regalo de Fred y George.
Harry, Ron y Hermione no se quedaron mucho rato en la mesa, ya que, cuando madame Delacour, Fleur y Gabrielle bajaron a desayunar, casi no cabían en la cocina.
—Dame eso. Lo pondré con el resto del equipaje —dijo Hermione alegremente; le cogió los regalos de los brazos a Harry y los tres amigos volvieron al piso de arriba—. Ya lo tengo casi todo preparado. Sólo falta que el resto de tus calzoncillos salga de la colada, Ron.
Éste se atragantó, pero el ruido que hizo fue interrumpido al abrirse una puerta del rellano del primer piso.
—¿Puedes venir un momento, Harry?
Era Ginny. Ron se detuvo en seco, pero Hermione lo cogió por el codo y lo obligó a seguir subiendo la escalera. Nervioso, Harry entró en el dormitorio de Ginny.
Era la primera vez que visitaba esa habitación. Era pequeña pero muy luminosa; en una pared había un gran póster del grupo mágico Las Brujas de Macbeth, y en otra una fotografía de Gwenog Jones, capitana del Holyhead Harpies, el equipo femenino de
quidditch
. También había un escritorio enfocado hacia la ventana abierta que daba al huerto de árboles frutales donde, una vez, Ginny y él habían jugado al
quidditch
—dos contra dos— con Ron y Hermione, y donde ya estaba montada la gran carpa blanca. La bandera dorada que la coronaba quedaba a la altura de la ventana.
La chica miró a Harry a los ojos, respiró hondo y dijo:
—Feliz cumpleaños.
—Ah… gracias…
Ginny lo miraba con fijeza, pero a él le costaba sostenerle la mirada: era como mirar directamente una luz muy brillante.
—Qué vista tan bonita —murmuró señalando la ventana.
Ella no le hizo caso, y a Harry no le extrañó.
—No se me ocurría qué regalarte —murmuró.
—No hacía falta que me regalaras nada.
Ella tampoco prestó atención a esa réplica y comentó:
—Tenía que ser algo útil y no demasiado grande; de lo contrario no podrías llevártelo.
Harry se aventuró a mirarla. No estaba llorando; ésa era una de las cosas que más lo maravillaban de Ginny: que casi nunca lloraba. El suponía que tener seis hermanos varones la había curtido.
Ginny se le acercó un poco.
—Y entonces pensé que me gustaría regalarte algo que te ayudara a acordarte de mí, por si… no sé, por si conoces a alguna
veela
cuando estés por ahí haciendo eso que tienes que hacer.
—Sospecho que ahí fuera no voy a tener muchas ocasiones de ligar, la verdad.
—Eso era lo único que necesitaba oír —susurró ella, y de pronto lo besó como nunca hasta entonces.
Harry le devolvió el beso y sintió una felicidad que no podía compararse con nada, un bienestar mucho mayor que el producido por el whisky de fuego. Sintió que Ginny era lo único real que había en el mundo: Ginny, su contacto, una mano en su espalda y la otra en su largo y fragante cabello…
De repente se abrió la puerta y ambos se separaron dando un respingo.
—Vaya —dijo Ron con tono significativo—. Lo siento.
—¡Ron! —exhaló Hermione sin aliento detrás de él.
Hubo unos momentos de embarazoso silencio, hasta que Ginny dijo con voz monocorde:
—Bueno, feliz cumpleaños de todas formas, Harry.
A Ron se le habían puesto coloradas las orejas y Hermione parecía nerviosa. A Harry le habría gustado cerrarles la puerta en las narices, pero era como si una fría corriente de aire hubiera entrado en la habitación y aquel magnífico instante se había desvanecido como una pompa de jabón. Todas las razones que lo habían decidido a poner fin a su relación con Ginny y mantenerse alejado de ella parecían haberse colado en la habitación junto con Ron, y aquella feliz dicha lo abandonó.
Miró a Ginny; quería decirle algo pero no sabía qué, y además ella se había dado la vuelta. Se preguntó si por una vez habría sucumbido al llanto. Delante de Ron no podía consolarla.
—Hasta luego —fue lo único que dijo, y salió con sus dos amigos del dormitorio.
Ron bajó resueltamente la escalera, cruzó la cocina todavía abarrotada y salió al patio; Harry llevaba el mismo paso que él, y Hermione iba detrás con cara de susto.
Cuando llegó a la zona ajardinada de la casa, donde acababan de cortar el césped y donde nadie podía oírlos, Ron se dio la vuelta y espetó:
—¿No habíais cortado? ¿De qué vas? ¿Por qué tonteas con ella?
—No tonteo con ella —se defendió Harry, y en ese momento Hermione los alcanzó.
—Ron…
Pero éste levantó una mano para hacerla callar.
—Cuando cortasteis, mi hermana se quedó hecha polvo…
—Yo también. Ya sabes por qué le propuse dejarlo, y no fue porque yo quisiera.
—Sí, pero si ahora empiezas a pegarte el lote con ella, volverá a tener esperanzas y…
—Tu hermana no es idiota, sabe perfectamente que no puede ser, no espera que… acabemos casándonos ni…
Al decir eso, una vivida imagen se le formó en la mente: Ginny, vestida de blanco, casándose con un desconocido alto y aborrecible. De pronto sintió vértigo y lo entendió: Ginny tenía ante sí un futuro libre y sin obstáculos, mientras que el suyo… Más allá, él sólo veía a Voldemort.
—Si sigues besándote con mi hermana cada vez que se te presenta una oportunidad…
—No volverá a pasar —aseguró Harry con aspereza. Hacía un día radiante, pero él sintió como si el sol se hubiera escondido—. ¿Vale?
Ron parecía entre resentido y avergonzado; se balanceó adelante y atrás un par de veces y dijo:
—Está bien… Vale.
Ginny no procuró volver a verse a solas con Harry durante el resto del día, y nada en su aspecto ni actitud hizo sospechar que en su dormitorio hubieran mantenido otra cosa que no fuera una conversación normal. Aun así, la llegada de Charlie supuso un gran alivio para Harry; al menos lo distrajo ver cómo la señora Weasley lo obligaba a sentarse en una silla, cómo levantaba admonitoriamente su varita mágica y anunciaba que se disponía a hacerle un corte de pelo apropiado a su hijo.
Como en la cocina de La Madriguera no había espacio suficiente para celebrar la cena de cumpleaños de Harry —y aún faltaban por llegar Charlie, Lupin, Tonks y Hagrid—, juntaron varias mesas en el jardín. Fred y George hechizaron unos farolillos morados, todos con un gran diecisiete estampado, y los suspendieron sobre las mesas. Gracias a los cuidados de la señora Weasley, George ya tenía la herida curada, pero Harry todavía no se acostumbraba a ver el oscuro orificio que le había quedado en lugar de la oreja, pese a que los gemelos no paraban de hacer chistes sobre él.
Hermione hizo aparecer unas serpentinas doradas de la punta de su varita mágica y las colgó con mucho arte encima de árboles y arbustos.
—¡Qué bonito queda! —alabó Ron cuando, con un último floreo de la varita, Hermione tiñó de dorado las hojas del manzano silvestre—. Eres una artista para estas cosas.
—Gracias, Ron —repuso ella, complacida y un poco turbada.
Harry, muy divertido, se dio la vuelta para que no vieran su expresión; estaba segurísimo de que encontraría un capítulo dedicado a los cumplidos cuando tuviera tiempo de leer detenidamente su ejemplar de
Doce formas infalibles de hechizar a una bruja
. Entonces advirtió que Ginny lo miraba, y le sonrió, pero recordó la promesa hecha a Ron y rápidamente entabló conversación con monsieur Delacour.
—¡Apartaos, apartaos! —vociferó la señora Weasley, y entró por la verja con una
snitch
del tamaño de una pelota de playa flotando delante de ella.
Segundos más tarde, Harry comprendió que la
snitch
era su pastel de cumpleaños, y que la señora Weasley la hacía flotar con la varita mágica para no arriesgarse a llevarla con las manos por aquel terreno tan irregular. Cuando el pastel se hubo posado por fin en medio de la mesa, Harry exclamó:
—¡Es increíble, señora Weasley!
—Bah, no es nada, cielo —repuso ella con cariño. Ron asomó la cabeza por detrás de su madre, le hizo una seña de aprobación con el pulgar a Harry y articuló con los labios: «¡Bien!»
A las siete en punto ya habían llegado todos los invitados; Fred y George fueron a esperarlos al final del camino y los acompañaron a la casa. Para tan señalada ocasión, Hagrid se había puesto su mejor traje —marrón, peludo y horrible—. Lupin sonrió al estrecharle la mano, pero a Harry le pareció que no estaba muy contento (qué raro); en cambio, Tonks, al lado de su marido, estaba sencillamente radiante.
—¡Feliz cumpleaños, Harry! —lo felicitó la bruja abrazándolo con fuerza.
—Diecisiete, ¿eh? —dijo Hagrid mientras cogía la copa de vino, del tamaño de un balde, que le ofrecía Fred—. Ya han pasado seis años desde el día que nos conocimos, ¿te acuerdas, Harry?
—Vagamente —sonrió—. ¿Verdad que echaste la puerta abajo, provocaste que a Dudley le saliera una cola de cerdo y me dijiste que yo era mago?
—No tengo buena memoria para los detalles —repuso Hagrid riendo—. Ron, Hermione, ¿va todo bien?
—Muy bien, Hagrid —respondió la chica—. Y tú, ¿cómo estás?
—No puedo quejarme. Un poco atareado, porque tengo unos unicornios recién nacidos; ya os los enseñaré cuando volváis. —Harry evitó la mirada de sus dos amigos mientras Hagrid rebuscaba en un bolsillo—. Toma, Harry. No sabía qué regalarte, pero entonces me acordé de esto. —Sacó un monedero ligeramente peludo que se cerraba tirando de un largo cordón que también servía para colgárselo del cuello—. Es de piel de
moke
. Esconde lo que quieras dentro, porque sólo puede sacarlo su propietario. No se ven muchos, la verdad.
—¡Gracias, Hagrid!
—De nada, de nada —replicó el hombretón haciendo un ademán con una mano tan grande como la tapa de un cubo de basura—. ¡Mira, ahí está Charlie! Siempre me cayó bien ese chico. ¡Eh, Charlie!
El aludido se acercó, pasándose, compungido, una mano por la recién rapada cabeza. Era más bajo que Ron, más fornido, y tenía los musculosos brazos cubiertos de arañazos y quemaduras.
—Hola, Hagrid. ¿Qué tal?
—Hace mucho tiempo que quiero escribirte. ¿Cómo anda
Norberto
?
—¿
Norberto
, dices? —repitió Charlie, muerto de risa—. ¿Te refieres al ridgeback noruego? ¡Pues querrás decir
Norberta
!
—¿Cómooo? ¿Que
Norberto
es una hembra?
—Ni más ni menos —confirmó Charlie.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hermione.
—Las hembras son mucho más feroces —explicó Charlie. Miró hacia atrás y, bajando la voz, añadió—: A ver si llega pronto nuestro padre, porque mamá se está poniendo nerviosa.
Al mirar a la señora Weasley comprobaron, en efecto, que intentaba conversar con madame Delacour mientras echaba vistazos una y otra vez a la verja.
—Creo que será mejor que empecemos sin Arthur —anunció Molly al cabo de un momento a los invitados en general—. Deben de haberlo entretenido en… ¡Oh!
Todo el mundo lo vio al mismo tiempo: un rayo de luz cruzó el jardín y fue a parar sobre la mesa, donde se descompuso y formó una comadreja plateada que se sentó sobre las patas traseras y habló con la voz del señor Weasley:
—«El ministro de Magia me acompaña.»
Acto seguido, el
patronus
se esfumó. La familia de Fleur se quedó contemplando con perplejidad el sitio donde se había desvanecido.
—No quiero que nos encuentre aquí —dijo de inmediato Lupin—. Lo siento, Harry; ya te lo explicaré en otro momento. —Cogió a Tonks por la muñeca y se la llevó de allí; llegaron a la valla, la saltaron y enseguida se perdieron de vista.
—¿Que el ministro viene…? —balbuceó la señora Weasley, desconcertada—. Pero… ¿por qué? No lo entiendo.
Pero no había tiempo para conjeturas; un segundo más tarde, Arthur Weasley apareció de la nada junto a la verja, en compañía de Rufus Scrimgeour, a quien era fácil reconocer por su melena entrecana.
Los recién llegados atravesaron el patio y se encaminaron hacia el jardín, donde se hallaba la mesa iluminada por los farolillos. Los comensales guardaban silencio mientras los veían acercarse. Cuando la luz alcanzó a Scrimgeour, Harry comprobó que el ministro estaba flaco, ceñudo y mucho más viejo que la última vez que se habían visto.
—Lamento esta intromisión —se disculpó Scrimgeour al detenerse cojeando junto a la mesa—. Y más ahora que veo que me he colado en una fiesta. —Clavó la vista en el enorme pastel con forma de
snitch
y musitó—: Muchas felicidades.
—Gracias —dijo Harry.
—Quiero hablar en privado contigo —añadió el ministro—. Y también con Ronald Weasley y Hermione Granger.
—¿Con nosotros? —se extrañó Ron—. ¿Por qué?
—Os lo explicaré cuando estemos en un sitio menos concurrido. ¿Algún lugar para conversar a solas? —le preguntó al señor Weasley.
—Sí, por supuesto —respondió Arthur, que parecía nervioso—. Pueden ir al salón.
—Condúcenos, por favor —pidió el ministro a Ron—. No es necesario que nos acompañes, Arthur.
Harry advirtió que éste le dirigía una mirada de preocupación a su esposa cuando Ron, Hermione y él se levantaron de la mesa. Y mientras guiaban en silencio a Scrimgeour hacia la casa, intuyó que sus amigos estaban pensando lo mismo que él: de algún modo, el ministro debía de haberse enterado de que planeaban no asistir a Hogwarts ese año.
Scrimgeour no dijo nada mientras cruzaban la desordenada cocina y entraban en el salón. Aunque la débil y dorada luz del crepúsculo todavía bañaba el jardín, allí dentro ya estaba oscuro. Al entrar, Harry apuntó con su varita hacia las lámparas de aceite, que iluminaron la acogedora aunque deslucida estancia. El ministro se acomodó en la hundida butaca que solía ocupar el señor Weasley y los tres jóvenes se apretujaron en el sofá. Una vez que los cuatro se hubieron sentado, Scrimgeour tomó la palabra.
—Quiero haceros unas preguntas, y creo que será mejor que lo haga individualmente. Vosotros —señaló a Harry y Hermione— podéis esperar arriba. Empezaré con Ronald.