Heliconia - Verano (33 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Verano
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Fue adonde estaban los kaidaws atados y encontró allí de pie, fumando, al Señalador del Camino. Los dos hombres hablaron en voz baja. Los kaidaws gruñían suavemente.

—Los animales están bastante tranquilos —comentó SartoriIrvrash—. La historia los muestra como bestias casi indomables. Dice que sólo los phagors pueden montarlos. Jamás he visto a un phagor montado en un kaidaw, ni tampoco acompañado por un ave vaquera. Tal vez la historia se equivoca también en eso. He pasado mi vida tratando de distinguir historia de leyenda.

—Quizá las dos cosas no sean muy diferentes —dijo el Señalador—. Yo no puedo opinar, puesto que soy incapaz de leer una sola letra. Pero nosotros hacemos fumar a los kaidaws cuando acaban de nacer, les soplamos humo de veronikano en la nariz. Aparentemente, eso los calma… Te contaré una cosa, ya que no puedes dormir, como me ocurre a mí. —Suspiró, preparándose para las fatigas de la narración.— Hace muchos años fui al este con mi amo, a través de las provincias dominadas por Unndreid, hasta las soledades de Nktryhk. Es un mundo distinto, muy duro, donde hay poco aire para respirar; sin embargo, la gente se mantiene sana.

—En las alturas hay menos infecciones —comentó SartoriIrvrash.

—En Nktryhk no dicen eso. Dicen que la Muerte es un amigo perezoso al que no le gusta trepar por las montañas. Te diré una cosa. Allí abunda el pescado. Muchas veces proviene de un río situado a cien millas de distancia, o más. No se pudre. Aquí, si pescas algo por la mañana, está en mal estado a la puesta de Freyr. En el Nktryhk se conserva perfectamente durante un año pequeño.

Se apoyó sobre el lomo de uno de los pacientes kaidaws y sonrió.

—Es hermoso, cuando uno se acostumbra. Frío por las noches, por supuesto. Nunca llueve. Y en los valles altos sólo viven los phagors. No son tan sumisos como aquí. Ya te digo que es un mundo distinto. Y montan en kaidaws tan rápidos como el viento, y también tienen aves vaqueras posadas en el hombro. Yo pienso que volverán e invadirán las tierras bajas cuando Freyr se aleje y las cubra la nieve. Cuando quiera que esto sea.

Asintiendo con interés y con cierta incredulidad, SartoriIrvrash preguntó:

—Pero sin duda no habrá muchos phagors a tanta altura, ¿verdad? ¿Qué pueden comer, aparte de esos peces siempre frescos? No hay alimento.

—No es así. Cultivan centeno en los valles, hasta el borde mismo de los glaciares. Lo único que necesitan es regadío. Allí cada gota de agua o de orina es preciosa. Y ese aire tan tenue posee una extraña virtud; las cosechas de centeno maduran en cuatro semanas.

—¿Medio décimo después de la siembra? Increíble.

—Sin embargo es así —dijo el Señalador—. Y los phagors se reparten el grano sin usar dinero y sin peleas. Y las aves vaqueras ahuyentan a todas las demás aves, con excepción de las águilas. Lo he visto con mis propios ojos, cuando no era más alto que el lomo de este animal. Y me propongo volver algún día: allí no hay leyes ni monarcas.

—Tomaré nota de todo eso, si no te importa —dijo SartoriIrvrash.

Mientras escribía, pensó en JandolAnganol entre sus edificios abandonados.

Después del Madura, la larga desolación del Hazziz. En dos ocasiones atravesaron unas franjas de vegetación que se extendían de un horizonte al otro, como cercos de dios. Árboles, arbustos, un tumulto de flores trazaban una línea sobre el paisaje.

—Éste es / será el uct —dijo Dienu Pasharatid, traduciendo el presente —futuro sibornalés—. Se extiende de este a oeste del continente siguiendo el paso de las migraciones Madi.

En el uct vieron algunos Otros. No sólo los Madis utilizaban el verde sendero. El Señalador del Camino mató a uno con un disparo de arcabuz. Cayó al suelo casi a sus pies, todavía parpadeando de asombro. Luego lo asaron en la hoguera del campamento.

Un día la lluvia se cerró sobre las praderas como la mandíbula de una serpiente. Freyr ascendía en el cielo a mayor altura que en Matrassyl. SartoriIrvrash habría preferido viajar durante la medialuz, como acostumbraban los borlieneses de clase alta; pero los demás pensaban de otro modo.

Ya no dormirían al sereno. El ex canciller se asombró al descubrir que lo lamentaba. Ahora los establecimientos sibornaleses eran más frecuentes, y el grupo se detenía en ellos a pasar la noche.

Eran todos iguales. Unas pequeñas granjas en el centro, y un círculo de casetas para la guardia a distancias regulares en la periferia. Entre las granjas pasaban calles trazadas como ejes de una rueda que llevaban a uno o dos anillos de casas en el centro. En general los establos, depósitos y despachos rodeaban una iglesia dedicada al culto de la Paz Formidable, situada en el centro geométrico de la rueda.

Gobernaban esos establecimientos monjes-soldados vestidos de gris que supervisaban la llegada y partida de los viajeros, a quienes se daba siempre cama y comida gratuitas. Esos hombres, que cantaban himnos en honor del Dios el Azoiáxico, llevaban en la túnica el símbolo de la rueda y al hombro arcabuces del último modelo. No olvidaban que esas tierras pertenecían tradicionalmente a Pannoval.

Casi demasiado tarde, SartoriIrvrash observó que en el establecimiento sibornalés no se permitía el acceso del Señalador del Camino y de sus hombres. El guía recibió su paga de un miembro de la embajada, llevó la mano a su turbante y partió hacia el sur.

—No me he despedido de él —dijo SartoriIrvrash.

—No es necesario. Se le ha pagado y se marcha. Ahora el camino es seguro.

—Pero me gustaba ese hombre.

—Ya no nos sirve de nada. Podemos seguir de un establecimiento a otro. Y esos bárbaros creen en viejas supersticiones. El Señalador me dijo que sólo podía traernos hasta aquí porque hasta aquí llega la octava de tierra de su tribu.

Tironeando de sus patillas SartoriIrvrash respondió:

—Madame Dienu, a veces las viejas costumbres contienen la verdad. La preferencia por la propia octava de tierra está bastante difundida. Los hombres y mujeres prosperan cuando viven en la octava de tierra en que han nacido. Detrás de las viejas creencias hay cierto sentido práctico. Por lo general, las octavas siguen estratos geológicos y vetas de minerales que influyen sobre la salud.

Una sonrisa fugaz pasó por el rostro huesudo de la mujer.

—Naturalmente, es de esperar que los pueblos primitivos mantengan creencias primitivas. Eso es lo que los ancla en el primitivismo. Las cosas son permanentemente mejores allí donde vamos. —Esa última frase era, sin duda, una traducción directa de alguno de los tiempos de verbo continuos de los sibornaleses.

Como era una mujer de alto rango, Dienu Pasharatid se dirigía a SartoriIrvrash en Olonets Puro. En Campannlat sólo hablaban el Olonets Puro —distinto del Olonets Local— las castas más elevadas y los líderes religiosos, en particular los del Santo Imperio Pannovalano. Esa lengua era cada vez más una prerrogativa de la Iglesia. El lenguaje principal del continente norte era el Sibish, que poseía un alfabeto propio. El Olonets sólo se hablaba en algunos puntos de la costa sur, donde florecía el comercio con Campannlat.

El Sibish era rico en continuos y condicionales. No tenía el sonido “y” sino una “j” dura; los sonidos "ch" y "s" eran casi silbidos. De este modo, un nativo de Askitosh podía dar un matiz siniestro a las palabras dichas a un extranjero en su lengua. Quizá toda la historia de las continuas guerras norteñas se fundaba en lo irrisoria que resultaba la palabra “Matrassyl” pronunciada por un sibornalés. Detrás del breve mohín de los labios estaba la ciega fuerza impulsora del clima, de Heliconia, que no aconsejaba abrir innecesariamente la boca durante la mitad del Gran Año.

Los viajeros dejaron sus kaidaws en el primer establecimiento, donde se despidió el Señalador, y siguieron hacia el norte en hoxneys.

Después del duodécimo establecimiento, ascendieron una cuesta cada vez más empinada, de muchas millas. Tuvieron que descender de sus monturas y continuar a pie. En la cumbre de la elevación había una hilera de rajabarales jóvenes, altos y delgados, con una corteza traslúcida como tallos de apio. Cuando llegaron, SartoriIrvrash apoyó la mano en el árbol más próximo. Era suave y tibio, como el flanco de un hoxney. Alzó la vista a los altos penachos mecidos por el viento.

—No mires arriba; mira al frente —dijo uno de sus compañeros.

Al otro lado de la elevación, hundida entre sombras celestes, había una vaguada. Y más allá un azul profundo: el mar.

Ya no tenía fiebre ni se acordaba de ella. Olía una nueva fragancia en el aire.

Cuando llegaron al puerto, hasta los hombres del norte demostraron su excitación. Tenía un desafiante nombre Sibish. Rungobandryaskosh. Se ajustaba al plan general de los establecimientos donde habían estado, aunque era sólo un semicírculo, con una iglesia trepada al risco en el centro del diámetro, y con una higuera —un faro— encendida en su torre. Simbólicamente, la otra mitad del círculo se encontraba en Sibornal, del otro lado del Mar de Pannoval.

En los muelles se veían varios barcos. La solidez de su construcción demostraba a las claras que los sibornaleses eran por naturaleza gentes de mar, cosa que no ocurría con casi ningún otro pueblo de Campannlat.

Pasaron la noche en una hostería, se levantaron a la salida de Freyr y embarcaron en una de las naves con otros viajeros. SartoriIrvrash, quien nunca había viajado en una embarcación grande, se instaló en su pequeño camarote y se echó a dormir. Cuando despertó, el barco estaba a punto de abandonar el puerto.

Miró por su ventanilla cuadrada.

Muy bajo, sobre el agua, Batalix trazaba un camino plateado. Los barcos más cercanos no eran más que siluetas azules, y sus mástiles, un bosque sin hojas. Un joven robusto atravesaba el puerto en un bote de remos. La luz era tan escasa que el muchacho y el bote eran una misma cosa: una pequeña forma oscura en que el cuerpo se inclinaba hacia adelante y los remos hacia atrás. Lentamente el bote avanzaba en la luz incierta. La espalda trabajaba, los remos se hundían, y por fin la penumbra cedió (para recomponerse de inmediato) cuando el remero llegó hasta los pilares del muelle.

SartoriIrvrash recordó que en su infancia había llevado a sus dos hermanos menores en un bote a través de un lago. Podía ver sus sonrisas y sus manos hundidas en el agua. Había perdido muchas cosas desde entonces. Todo tenía su precio. Había dado mucho por el precioso Alfabeto.

Sobre la cubierta se oyeron ruidos de pies descalzos, órdenes, el crujido de jarcias y poleas mientras se izaban las velas. Incluso en el camarote fue perceptible el estremecimiento cuando la brisa las hinchó. Gritos en el muelle, una soga que caía por una banda. Habían iniciado la travesía al continente norte.

Fue un viaje de siete días. A medida que navegaban hacia el nornoroeste. Freyr permanecía más horas en el cielo. Cada noche, el brillante sol se hundía a barlovento y pasaba progresivamente menos tiempo en el horizonte, antes de alzarse en algún punto al norte del nordeste.

Mientras Dienu Pasharatid y sus amigos adoctrinaban a SartoriIrvrash acerca de las brillantes perspectivas que se avecinaban, la visibilidad disminuía; pronto estuvieron sumergidos en lo que un marinero —según oyó el ex canciller— llamó “un buen manto Uskuti”. Una densa neblina parda cayó sobre ellos, como una combinación de lluvia y tormenta de arena. Apagó los ruidos de a bordo, cubriendo todo de una grasienta humedad.

Sólo SartoriIrvrash se alarmó. El capitán le explicó que no había nada que temer.

—Tengo suficientes instrumentos para navegar sin riesgo en una caverna subterránea dijo—. Aunque, naturalmente, nuestros modernos barcos exploradores están mejor equipados.

Invitó a SartoriIrvrash a su cabina. Sobre la mesa había una tabla de alturas solares diarias para determinar la latitud, una brújula flotante, un sextante, y un instrumento que el capitán llamaba un “nochero”, el cual permitía medir la elevación de ciertas estrellas de primera magnitud, y también la cantidad de horas restantes antes y después de la medianoche de ambos soles. La nave contaba además con equipo para la navegación de estima, con la distancia y la dirección medidas sistemáticamente sobre la carta.

Mientras SartoriIrvrash tomaba notas sobre estos asuntos, se oyó un grito del vigía, y el capitán corrió a cubierta maldiciendo de un modo que seguramente hubiera desagradado al Azoiáxico.

A través de la bruma se vislumbraban nubes pardas y, entre ellas, hombres que rugían. Poco a poco esas nubes se convirtieron en un volumen. Y cuando ya no había tiempo para maniobrar, un barco tan grande como el suyo se deslizó a menos de un metro de distancia. Se vieron linternas y rostros furiosos acompañados por puños amenazantes, y luego todo desapareció en la niebla. La nave continuó rumbo a Sibornal en medio de una desolación sepia.

Los pasajeros explicaron al extranjero que acababan de cruzarse con una de las arenqueras de Uskut, las cuales solían echar sus redes lejos de la costa. Esas arenqueras eran pequeñas fábricas entre cuyos tripulantes iba personal especializado en limpiar y salar el pescado, y toneleros para envasarlo de inmediato.

Conmovido por el incidente, SartoriIrvrash no estaba de ánimo para escuchar la apología del comercio sibornalés de arenques. Optó por retirarse a su húmedo camarote y se envolvió en su manta, temblando. Cuando desembarcaran en Askitosh, recordó, estarían a treinta grados de latitud norte, sólo cinco al sur del Trópico de Kharnabhar.

La mañana del séptimo día de viaje el muro de niebla retrocedió, aunque la visibilidad seguía siendo escasa. El mar estaba salpicado de arenqueras.

Un rato más tarde, una perezosa mancha del horizonte se resolvió en la costa del continente norte. Apenas era una línea de arenisca que separaba el mar, casi sin olas, de la tierra.

Movida por algo parecido al entusiasmo Madame Dienu Pasharatid dio a SartoriIrvrash una breve lección de geografía. Él podía ver la abundancia de embarcaciones pequeñas. Askitosh se había visto obligada a convertirse en una nación marítima por el avance de los hielos de las Regiones Circumpolares —mencionadas con respetuosa gravedad— hacia el sur. Entre el mar y los hielos había escasas tierras de labranza. Fue preciso cultivar los mares y abrir en ellos caminos hacia los dos grandes graneros del continente, situados según indicó con un amplio gesto del brazo— muy lejos.

—¿A qué distancia? —preguntó él.

Señalando hacia el oeste, Madame Dienu enumeró las naciones de Sibornal con diversas inflexiones, como si las conociera una por una, como si fueran personajes que, de pie en una estrecha franja de tierra, miraran hacia el sur, recibieran en la espalda el cierzo helado de las Regiones Circumpolares, y sintieran una vigorosa tentación de invadir Campannlat. SartoriIrvrash murmuró algo para sus adentros.

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