Read Heliconia - Verano Online
Authors: Brian W. Aldiss
JandolAnganol había visto estas cosas muchas veces. La forma, la silla, el hogar, el suelo, incluso esos leños que jamás ardían bien en la atmósfera húmeda. A través de los años no se habían alterado. Le parecía que sólo en ese lugar, entre todos los de su reino, podía soportar algo así.
El anciano rey emitió un sonido que sugería la posibilidad de que quisiera toser y se volvió a medias en su silla. Su expresión era mitad vacía, mitad demente.
—Soy yo, Jan.
—Creí que era ese mismo lugar… donde saltaban los peces… Tú… —Intentó desenredarse de sus pensamientos.— ¿Eres tú, Jan? ¿Dónde está mi padre? ¿Qué hora es?
—Casi las catorce, si te interesa…
—El tiempo libre siempre tiene interés. —VarpalAnganol dejó escapar una risa fantasmal.—¿No es todavía hora de que Borlien choque con Freyr?
—Ése es un cuento de viejas. Tengo algo que mostrarte.
—¿Qué vieja? Tu madre ha muerto, muchacho. No la he visto durante… ¿Estaba aquí? No recuerdo. Podría dar un poco de calor a este palacio… Me pareció que olía a quemado.
—Es un volcán.
—Ah. Un volcán. Pensé que podía ser Freyr. A veces mi mente divaga… ¿Quieres sentarte, muchacho?
Se esforzó por ponerse de pie, pero JandolAnganol lo empujó de nuevo a su silla.
—¿Has encontrado a Roba? Porque ya ha nacido, ¿verdad?
—No sé dónde está… En todo caso, está loco. El viejo rey se echó a reír.
—Muy agudo. La cordura puede volverte loco, ya sabes… ¿Recuerdas cómo saltaban los peces en esa piscina? La verdad es que Roba siempre fue un poco salvaje. Debe de ser casi un hombre ahora. Si no está aquí, no te puede encerrar, ¿no es cierto? Y tampoco tienes que casarlo para que se aleje. ¿Cómo se llamaba ella? Cune. También se ha ido.
—Está en Gravabagalinien.
—Bien. Espero que él no la mate. La madre de Cune era una mujer magnífica. ¿Y mi viejo amigo Rushven? ¿Ha muerto Rushven? No sé qué hacéis allá arriba la mitad del tiempo. Si es que se puede cortar el tiempo por la mitad.
—Rushven se ha ido. Ya te lo dije. Mis agentes informan que ha huido a Sibornal. Por el bien que eso le puede hacer…
El silencio cayó entre ambos. JandolAnganol estaba con su arcabuz en la mano, sin decidirse a interrumpir los errantes pensamientos de su padre. Se sentía peor que nunca.
—Tal vez vea la Gran Rueda de Kharnabhar. Es su símbolo sagrado, ¿sabes? —dijo VarpalAnganol con gran esfuerzo, y después de dejar caer la manta logró volver su rígido pescuezo hacia su hijo—. Es su símbolo sagrado, te he dicho.
—Lo sé.
—Entonces, trata de responder cuando te hablo… ¿Qué fue de ese otro tipo, el Uskuti, sí, Pasharatid? ¿Lo capturaron?
—No. También su esposa escapó, hace un décimo.
El anciano se hundió de vuelta en la silla, suspirando. Sus manos tironearon nerviosamente de la manta.
—Me da la impresión de que Matrassyl está casi vacía.
JandolAnganol fijó la vista en el cuadrado de luz gris.
—Sólo quedamos los phagors y yo.
—¿Alguna vez te conté lo que acostumbraba hacer Io Pasharatid cuando le permitían venir a visitarme? Una curiosa conducta en un hombre del continente norte. No son apasionados como los borlieneses, saben controlarse.
—¿Conspiraste con él contra mí?
—Simplemente me quedaba donde estoy, mientras él arrastraba una mesa y la ponía debajo de esa pequeña ventana. ¿A que no has oído nunca algo parecido?
JandolAnganol empezó a caminar de un lado a otro de la celda, mirando los rincones como si buscara un camino para huir.
—Querría admirar el paisaje de tu lujoso apartamento.
El personaje de la silla soltó una carcajada.
—Precisamente eso. Admirar el paisaje. Bien dicho. Es una buena frase. Y el paisaje era de…, bueno, si te subieras a esa mesa, muchacho, verías las ventanas de las habitaciones de MyrdemInggala, y su terraza… —Una tos seca resonó en su garganta. El rey aceleró el paso. Se ve la piscina donde Cune solía bañarse desnuda mientras sus damas de compañía la esperaban. Antes de que la desterrases, por supuesto…
—¿Qué ocurrió, padre?
—Bueno, fue eso lo que sucedió. Ya te lo dije, pero tú no me escuchas. El embajador solía subirse a esa mesa y mirar a tu reina desnuda, o cubierta apenas por una túnica de muselina… Un… un comportamiento muy poco ortodoxo para un sibornalés. Para un Uskuti. O para cualquiera, en verdad.
—¿Por qué no me lo dijiste entonces? —Se mantuvo de pie, enfrentando la venerable figura de su padre.
—Bah. Lo habrías matado.
—Lo habría matado, por supuesto. Nadie me lo hubiese reprochado.
—A excepción de los sibornaleses. Borlien tendría más problemas de los que ya tiene. Nunca tendrás sentido de la diplomacia. Por eso no te lo dije.
JandolAnganol empezó a caminar de un lado a otro:
—Qué viejo slanje calculador eres. ¡Seguramente detestabas lo que hacía Pasharatid! ¿No lo odiabas?
—No… ¿Para qué están las mujeres? No tengo nada contra el odio. Te mantiene vivo, te da calor en las noches. El odio te ha traído aquí. Una vez viniste para hablar de amor, no recuerdo en qué año, pero sólo sé que…
—¡Basta! —gritó JandolAnganol dando una patada al suelo—. Nunca más hablaré de amor; ni a ti, ni a nadie. ¿Por qué nunca me has ayudado? ¿Por qué no me dijiste lo que hacía Pasharatid? ¿Se encontró alguna vez en secreto con Cune?
—¿Por qué no creces? —Su voz se llenó de malicia. Sin duda, penetraba todas las noches en su cálido nido…
Se apartó, esperando un golpe. Pero JandolAnganol se puso en cuclillas junto a él.
—Quiero que mires una cosa. Dime qué harías tú. Alzó el arcabuz que se había abierto en canal y lo puso sobre las rodillas de su padre.
—Pesa mucho. No lo quiero. Ahora, el jardín de ella está tan descuidado… —El anciano rey empujó el arma, que cayó al suelo. JandolAnganol la dejó donde estaba.
—La corporación de SlanjivalIptrekira hizo este arcabuz. Cuando lo dispararon, se partió el cañón. De los seis arcabuces que encargué, sólo uno funcionó de un modo satisfactorio. De los seis anteriores, ninguno. ¿Qué es lo que marcha mal? ¿Cómo es posible que nuestra corporación de armeros, que asegura tener una tradición de siglos, sea incapaz de hacer un simple arcabuz?
El viejo bulto de la silla guardó silencio un rato, tironeando sin éxito de la manta. Luego habló.
—Las cosas no mejoran por hacerse viejas… ¿Qué iba a decir? Rushven me contó que las corporaciones fueron creadas para sobrevivir al Gran Invierno, para transmitir los conocimientos secretamente de generación en generación, de modo que sus oficios perduraran a través de los siglos negros, hasta la primavera.
—Lo mismo le he oído decir… Y después ¿qué?
VarpalAnganol carraspeó.
—Después de la primavera viene el verano. Y cada corporación se perpetúa de una estación a otra, quizá perdiendo una parte de sus conocimientos de generación en generación, sin obtener unos nuevos. Se vuelven conservadoras. Trata de imaginar cómo debían ser esos siglos de frío y tinieblas. Algo muy parecido a estar encerrado en este agujero durante toda la eternidad, supongo. Los árboles murieron. No había madera. Ni carbón. Ni fuego para fundirlos metales… Probablemente, por el aspecto que presenta, haya fallado el proceso de fundición. Las fraguas… Quizá deberían renovarlas. O usar nuevos métodos, como hacen los sibornaleses…
—Los haré azotar por su abulia. Así tal vez obtenga algún resultado.
—No es abulia, es tradición. Prueba a cortarle la cabeza a Slanji y a ofrecer luego recompensas. Eso alentará las innovaciones.
—Sí. Sí, es probable. —Recogió el arma y se dirigió a la puerta.
El anciano lo llamó con voz débil.
—¿Para qué quieres las armas?
—El Cosgatt. Las Guerras Occidentales. ¿Para qué otra cosa?
—Primero ataca a los enemigos que están más cerca de tu puerta. Da una lección a Unndreid. A Darvlish. Luego podrás combatir más lejos.
—No necesito tu consejo acerca de la guerra.
—Tienes miedo de Darvlish.
—No tengo miedo de nadie. De mí mismo, a veces.
—Jan.
—¿Sí?
—Pide que me traigan leños que ardan, ¿quieres? —Empezó a toser.
JandolAnganol sabía que estaba fingiendo.
Deseando mostrarse humilde, el rey se dirigió a la gran cúpula principal de Matrassyl. El arcipreste BranzaBaginut lo recibió en la Puerta del Norte.
JandolAnganol oró en público. Sin pensarlo había llevado a su runt, que aguardó pacientemente mientras su amo permanecía postrado una hora entera. En lugar de complacer a su pueblo, JandolAnganol lo disgustó por conducir a un phagor ante la presencia de Akhanaba.
El Todopoderoso, no obstante, escuchó su plegaria y confirmó que debía seguir el consejo de VarpalAnganol acerca de la Corporación de Herreros.
Pero JandolAnganol vacilaba. Tenía ya bastantes enemigos sin necesidad de atacar a las corporaciones, cuyo poder era tradicional y cuyos jefes eran miembros de la scritina. Después de sus oraciones y de hacerse flagelar, entró largamente en pauk, para pedir consejo al fessup de su abuelo. La desgastada jaula gris que flotaba en la obsidiana lo consoló. Otra vez recibió aliento para actuar.
“Ser santo es ser duro”, se dijo. Había prometido a la scritina que se dedicaría a su país con todo el corazón. Así debía ser. Necesitaba arcabuces. Compensarían la carencia de hombres. Con arcabuces llegaría la edad de oro.
Acompañado por una escolta montada de la Primera Guardia Real Phagor, JandolAnganol fue a la residencia de la antigua Corporación de Herreros y Constructores de Espadas y pidió que lo admitieran. El gran edificio sombrío se abrió para él. Entró a sus salones excavados en la roca. Todo hablaba de generaciones desaparecidas mucho tiempo antes. El humo, como la edad, lo ennegrecía todo.
Fue recibido por funcionarios de uniforme, quienes con viejas alabardas intentaron cortarle el paso. El herrero-jefe SlanjivalIptrekira llegó corriendo, con las patillas erizadas; pedía perdón, sí, se inclinaba, sí, pero expresaba con firmeza que nadie que no perteneciese a la corporación (con la posible salvedad de cierta extraña mujer) había entrado jamás en el edificio, y que poseían antiguos documentos que probaban sus derechos.
—¡Atrás! Soy el rey. ¡Entraré a inspeccionar! —gritó JandolAnganol. Dio una orden al guardia phagor y se adelantó. Sin desmontar de sus hoxneys protegidos con armaduras, pasaron a un patio interior, donde el aire hedía a azufre y a tumbas. El rey bajó de su montura y avanzó, rodeado por una poderosa guardia, mientras otros soldados permanecían con los hoxneys. Los hombres de la corporación llegaban a la carrera, se escurrían por todas partes, consternados por la invasión.
Con la cara roja, SlanjivalIptrekira seguía al rey, protestando. JandolAnganol mostró sus dientes con un sagrado gruñido y desenvainó su espada.
—¡Atraviésame si quieres! —gritó el armero—. ¡Maldito seas para siempre por irrumpir aquí!
—¡Acecháis bajo tierra como miserables fessups! ¡Fuera del paso, Slanji!
El grupo invasor siguió su marcha, penetrando bajo las rocas grises hasta las entrañas del establecimiento.
Llegaron al lugar donde estaban las fraguas. Había seis; eran ventrudas, de piedra y ladrillo, remendadas y vueltas a remendar, y se elevaban hasta un sombrío techo donde los respiraderos abiertos en la roca parecían ennegrecidas cavidades. Una de las fraguas estaba en funcionamiento. Valiéndose incluso de sus propias manos, los jóvenes metían combustible dentro de una candente boca donde las llamas rugían. Hombres con mandiles de cuero sacaron por la puerta de la hornalla una bandeja de barras al rojo, las colocaron sobre una mesa mutilada y retrocedieron un paso, con los labios apretados, para ver cuál era el motivo de tanta excitación.
Más lejos, otros hombres dejaron de martillar las varas de hierro y de pie junto a sus yunques se dispusieron a observar lo que ocurría. A la vista de JandolAnganol un inmenso asombro cubrió sus rostros.
Durante un instante, también el rey se detuvo. La terrible caverna le inspiraba respeto. Un torrente cautivo brotaba de un hueco y alimentaba los enormes fuelles instalados junto a las fraguas. En todas partes había pilas de maderos e instrumentos tan espantosos como los empleados para la tortura. De una caverna contigua surgían unas tuberías de madera por donde era traído el mineral de hierro. En todas partes había herreros, fundidores, artesanos, quienes lo miraban, semidesnudos, con los ojos enrojecidos.
SlanjivalIptrekira corría delante del rey, con los brazos en alto y los puños crispados.
—Majestad, el carbón reduce el mineral de hierro. Es un proceso sagrado. No se permite a los extraños, ni siquiera a los reyes, contemplar estos ritos.
—Nada es secreto para mí en mi reino.
—¡Atacadlo, matadlo! —gritó el armero real.
Los hombres, cuyas manos estaban protegidas por gruesos guantes de cuero, alzaron las ardientes barras de metal que sostenían. Se miraron unos a otros, y las bajaron. La persona del rey también era sagrada. Nadie se movió.
Con perfecta calma, JandolAnganol dijo:
—Slanji, todos aquí pueden dar fe de que has ordenado traicionar a tu monarca. Haré ejecutar a todos los miembros de la corporación si alguno se atreve a hacer un movimiento contra el rey.
Pasó junto al armero y enfrentó a dos hombres que estaban junto a una mesa.
—Decidme, ¿qué antigüedad tienen estas fraguas? ¿Durante cuántas generaciones se han realizado así las artes del metal?
El miedo les impidió responder. Secaron sus caras ennegrecidas, con sus ennegrecidos guantes, lo que no mejoró su apariencia.
Fue SlanjivalIptrekira quien contestó, en tono sumiso:
—La corporación fue fundada para perpetuar estos procesos sagrados, majestad. Hacemos lo que nuestros antecesores ordenaron.
—Tú respondes ante mí, y no ante tus antecesores. Te he pedido buenos arcabuces, y has fracasado. —Se volvió a los demás, quienes se habían reunido silenciosamente en la cámara humosa.— Todos vosotros, y los aprendices, usáis viejos métodos. Esos métodos ya no sirven. ¿No tenéis inteligencia para comprender? Existen nuevas armas, mejores que las hechas en Borlien. Necesitamos nuevos métodos, mejores metales, mejores sistemas.
Lo miraron con sus caras tiznadas y sus ojos enrojecidos, incapaces de comprender que aquel mundo se acababa.