Heliconia - Verano (42 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Verano
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—¿Por qué abandonó a una mujer tan hermosa como la reina?

No hubo respuesta.

—Tus compatriotas la llaman “la reina de reinas”, ¿no es verdad?

—Así es.

Jamás he visto otra más bella.

—Su hermano, YeferalOboral, era amigo mío. Pasharatid parecía dispuesto a terminar la conversación, cuando, en un estallido sentimental, dijo:

—La sola presencia de la reina MyrdemInggala… Sólo con verla un hombre siente… No terminó la frase.

Las condiciones del clima cambiaban. Un complejo sistema de altas y bajas presiones causaba nieblas, cálidas lluvias parduscas como las que encontraran en el viaje a Sibornal —los "aguaceros regulares de Uskut"—, y períodos de claridad en los que a veces se podía vislumbrar, a estribor, la monótona costa de Loraj. Con todo, avanzaban a gran velocidad, merced a los vientos cálidos del sudoeste y los glaciales del oeste noroeste.

El aburrimiento familiarizó a SartoriIrvrash con cada parte de la nave. Había tanta tripulación que los hombres dormían en la cubierta, sobre rollos de soga, con los pies apoyados en la borda. No quedaba una pulgada de espacio libre.

A medida que pasaban los días, el barco olía peor. Para defecar los hombres se quitaban los pantalones, trepaban hasta un tablón suspendido a un lado del barco y allí se sostenían de un cabo. Se orinaba por encima de la borda, a sotavento, ó en la nave misma, según la evidencia olfativa. Los oficiales no eran más remilgados. Las mujeres disponían de alguna mayor intimidad.

Después de unas tres semanas, el rumbo oeste cambió por el oeste noroeste, y el Amistad Dorada y su escolta entraron en la bahía de la Persecución.

Era ésta una bahía grande y melancólica de unas mil millas de largo y quinientas de ancho, en la costa de Loraj. Ya en la embocadura la marejada disminuyó; luego, cada día, había menos viento y más frío. Pronto penetraron en una bruma perlada, interrumpida solamente por la voz del hombre encargado de sondear la profundidad. Navegaban por estima.

La impaciencia se apoderó de SartoriIrvrash. Se retiró a su infame camarote a leer y fumar. Incluso estas ocupaciones eran poco satisfactorias, porque su estómago aullaba como un perro extraviado. Las raciones de a bordo habían conseguido que un hombre delgado como él tuviese que apretarse aún más el cinturón. Las raciones consistían, por la mañana, en pescado salado, cebollas, pan y aceite de oliva o de pescado; una sopa a mediodía, y una repetición del desayuno para la cena, en que a veces un queso duro reemplazaba el pescado. Un jarro de vino de higos, llamado yoodhl, era servido a todos los hombres dos veces a la semana.

Esta dieta se complementaba con pescado fresco. Los oficiales no comían mejor, aparte de un poco de acre leche de arang de vez en cuando, a la que se agregaba coñac para quienes estaban de guardia. Los sibornaleses sólo se quejaban de esta dieta por rutina, como si dieran por sentado que así debía ser.

Avanzando a cinco nudos, atravesaron los 35° N, pasando así del trópico a la estrecha franja templada del norte. Ese mismo día oyeron a través de la niebla estruendosos estallidos, y grandes olas sacudieron el barco. Luego retornó el silencio. SartoriIrvrash sacó la cabeza de su cabina y preguntó qué ocurría al primer marinero que vio.

—La costa —dijo el hombre. Y en un acceso de locuacidad agregó—: Glaciares.

SartoriIrvrash asintió satisfecho y volvió a su cuaderno de apuntes, el cual, por falta de mejor ocupación, se estaba convirtiendo en un diario.

“Aunque los uskuti no son civilizados, han logrado aumentar mi conocimiento del mundo. Como bien saben los estudiosos, nuestro globo culmina en dos grandes zonas heladas. En el extremo norte y en el extremo sur hay tierras que sólo consisten en hielo y nieve. El miserable continente de Sibornal está especialmente cubierto de estas fastidiosas materias, lo que puede explicar por qué sus habitantes tienen el corazón tan duro. Según parece se dirigen ahora hacia esas zonas, como atraídos por un imán, en lugar de elegir mares más cálidos.”

“No preguntaré cuál es el sentido que tiene esta desviación, porque no deseo más lecciones de mi demonio personal, Pasharatid. Pero quizás esto me permita vislumbrar las horrorosas extensiones que constituyen el alfa y el omega del mundo.”

Por la noche una feroz tempestad cayó sobre ellos sin previo aviso. El Amistad Dorada sólo podía capear, esperando que amainara. Inmensas olas chocaban contra el casco y lanzaban espuma hacia arriba. Los golpes sonaban terriblemente en todo el barco, como si un gigante de las profundidades solicitara permiso para entrar. Esto pensaba el ex canciller de Borlien, aterrorizado, en su litera.

Cumpliendo las órdenes, apagó la lámpara de aceite de ballena de su cabina y permaneció en la ruidosa oscuridad maldiciendo a JandolAnganol y orando al Todopoderoso, por turnos. El gigante de las profundidades se había aferrado al barco con ambas manos y lo mecía como un loco podía mecer una cuna para arrojar fuera al niño. Para su posterior sorpresa, SartoriIrvrash se quedó dormido durante este proceso.

Cuando despertó, la nave estaba otra vez en silencio y apenas si se movía. Por el ojo de buey podía verse la niebla iluminada por la débil luz solar.

Subió por la escalerilla, pasó junto a los soldados dormidos y miró el cielo. Había una pálida moneda de plata enredada entre los aparejos. Contemplando el rostro de Freyr, recordó el cuento de hadas que le solía leer a TatromanAdala, y que tanto desagradaba a la reina de reinas, acerca del ojo de plata que por fin había desaparecido del firmamento.

Un marinero gritaba los resultados de la sonda. En el mar flotaban témpanos de hielo labrados en formas absurdas. Algunos parecían árboles tronchados, u hongos gigantescos, como si el dios del hielo hubiese querido crear grotescas parodias de la naturaleza Viviente. Ésos eran los objetos que habían golpeado al barco en lo peor de la tormenta, y era de agradecer que pocos témpanos tuviesen dimensiones capaces de poner en peligro el casco. Esas formas misteriosas emergían de la niebla para ser tragadas al instante por ella.

Un rato más tarde, algo llamó la atención de SartoriIrvrash. Más allá de una angosta franja de agua había dos cabezas de phagors. No se preocupaban por el barco sino que se miraban entre sí… Allí estaban las largas caras con sus misantrópicas quijadas, los ojos protegidos por salientes óseas, los cuernos curvos…

Pero no. Apenas había mirado las bestias cuando reconoció su error. No eran phagors, sino dos animales salvajes que se enfrentaban.

El movimiento de la nave hizo que la niebla se abriera revelando una isla pequeña, un parche verde en mitad del mar, con un empinado farallón en la parte más próxima. En esa árida corona de la isla había dos animales de cuatro patas, de pelaje castaño. Aparte de su color y su posición, se parecían mucho a los phagors.

Desde más cerca, el parecido disminuía. Esos dos animales, a pesar de su actitud desafiante, no tenían la obstinación ni el aire de independencia que caracterizaba a los phagors. Era la forma de los cuernos lo que había llevado a SartoriIrvrash a una conclusión errónea.

Uno de los animales torció la cabeza para mirar la nave. Aprovechando la ocasión, el otro bajó el testuz y embistió con un poderoso movimiento de sus hombros. Se oyó en el barco el ruido del impacto. Aunque el animal había avanzado poco más de un metro, detrás de su frente estaba el peso íntegro de su cuerpo.

El otro animal trastabilló. Intentó recobrarse. Antes de que pudiera bajar la cabeza, llegó la segunda embestida. Las patas traseras resbalaron. Cayó hacia atrás, luchando por evitarlo, y se hundió en el mar.

El Amistad Dorada continuó su avance. Y la escena quedó sepultada en la niebla.

—Espero que los hayas reconocido —dijo una voz, al lado de SartoriIrvrash—. Son flambregs, de la familia de los bóvidos.

La Monja Almirante Odi Jeseratabahr casi no había hablado con SartoriIrvrash durante el viaje. Sin embargo, él no había perdido ocasión de observarla mientras cumplía sus tareas. Tenía un rostro bello y un porte excelente. A pesar de su expresión severa, su carácter era comunicativo y los hombres respondían de buena gana a sus órdenes. Su uniforme y el tono de su voz proclamaban su elevado rango; pero su actitud era informal e incluso un poco ansiosa. Le agradaba.

—Es una costa desolada, señora.

—Las hay peores. En épocas primitivas, Uskutoshk traía aquí a sus convictos, para que sobrevivieran como pudiesen. —Sonrió y se encogió de hombros, como descartando esas viejas locuras. Sus trenzas rubias se escapaban de su sencilla gorra de marinera.

—¿Lograban sobrevivir?

—Por supuesto. Algunos se unían en matrimonio a la población local, los loraji… Dentro de una hora algunos de nosotros bajaremos a tierra. Para compensar la descortesía de haberte ignorado hasta ahora, te pido que vengas como mi invitado especial. Podrás ver cómo es la bahía de la Persecución.

—Me encantaría. —Comprendió, mientras contestaba, cuán maravilloso sería poder escapar del barco por un tiempo.

El Amistad Dorada, seguido de cerca por el Unión, avanzaba en las aguas silenciosas. Cuando se aclaró la niebla, apareció una costa de solemnes farallones incoloros. En cierto punto los farallones descendían y la tierra acudía al encuentro del océano. Las naves se dirigían a ese punto, apenas mayores que montones de piedras. También obstruían el paso algunos bancos de arena, de uno de los cuales sobresalían las costillas de un antiguo naufragio. Por fin fondearon, e hicieron descender una barca. Los gritos de los marineros tenían un sonido hueco en aquella desolación.

Odi Jeseratabahr ayudó cortésmente a SartoriIrvrash a bajar por el costado del barco. Siguieron los dos Pasharatid, y luego seis hombres armados con pesados arcabuces de rueda. Los remeros phagor se encorvaron sobre los remos y la barca se dirigió entre los bajíos hacia un arruinado malecón.

Los dueños de la costa eran los flambregs, semejantes a los phagors. Dos grandes machos combatían con los cuernos entrelazados en una playa rocosa; sus pezuñas repiqueteaban sobre las conchillas rotas. Los machos tenían las crines más cortas. Aparte de esto, apenas si se podían distinguir los sexos. Como en otras especies heliconianas, había poco dimorfismo sexual, debido a las marcadas diferencias estacionales. Los flambregs, machos o hembras, variaban de color desde el negro hasta el castaño rojizo, y tenían el vientre blanco. Su altura era de un metro y medio, o algo más, hasta los hombros. Todos lucían cuernos lisos que se curvaban hacia arriba. Las facciones de sus rostros variaban.

—Ésta es la estación del acoplamiento —dijo la Monja Almirante—. Sólo en la furia del celo estas bestias se aventuran hasta el agua helada.

La barca se acercó al malecón y el grupo descendió. El suelo era de piedras filosas. A la distancia se podían oír detonaciones; se trataba de los desprendimientos de un glaciar. Las nubes eran de un gris ferroso. Los remeros phagor permanecieron acurrucados en la barca, sosteniendo sus remos, inmóviles.

Un ejército de cangrejos, elevando sus asimétricos miembros, rodeó a los invasores. No atacaron. Los arcabuceros mataron algunos con las culatas de sus armas; los demás se arrojaron sobre sus congéneres muertos y los devoraron. Apenas había comenzado el festín —los cangrejos no estaban alerta— unos peces dentudos saltaron desde las aguas someras, atraparon unos cuantos cangrejos y desaparecieron nuevamente.

Los arcabuceros se alinearon en ese lugar idílico; trabajaban en pares, uno apuntaba y otro sostenía el cañón. Sus blancos eran unas hembras flambreg que se movían en la costa, a poca distancia, indiferentes a los hombres del Amistad Dorada. Las armas dispararon. Dos hembras cayeron, agitando las patas.

Los tiradores cambiaron de arma y de posición. Otros tres disparos. Esta vez cayeron tres vacas. El resto del rebaño huyó.

Hombres y phagors chapalearon por la costa, gritando, alentados por los gritos provenientes de los barcos, en cuyas bordas los marineros se amontonaban para ver la cacería.

Dos de los flambregs no habían muerto aún. Un arcabucero llevaba un cuchillo de hoja corta. Con él, seccionó la médula espinal de los animales antes de que pudieran incorporarse y huir.

Grandes aves blancas aparecieron volando sobre la escena; se cernían cuando encontraban una corriente ascendente, y sus cabezas giraban en una u otra dirección, husmeando la muerte. Descendieron batiendo sus alas, e hirieron a un hombre con sus largas garras.

Los marineros rechazaban a la vez a las aves y a los cangrejos mientras el hombre del cuchillo continuaba con su tarea. Con largos tajos abría el vientre de los animales muertos. Luego arrancaba del interior las vísceras y las arrojaba, humeantes, sobre la playa. Con rápidos movimientos separó de los cuerpos las patas traseras. La sangre dorada de los flambregs cubría sus brazos. Los pájaros chillaban en el cielo.

Los phagors transportaron las patas y los cuerpos hasta la pequeña embarcación.

Hubo una nueva matanza. Mientras tanto, los Pasharatid buscaban un trineo en la barca. Cuatro robustos phagors aferraron los patines y los llevaron a la costa. SartoriIrvrash recibió una invitación.

—Daremos un paseo —dijo Jeseratabahr, con una sonrisa tensa. Él pensó que ésa era la excusa que necesitaba para descansar de la nave. La siguió, tratando de mantenerse a la par.

Un fuerte olor a establos impregnaba el aire. Los flambregs caminaban como si nada hubiese ocurrido, mientras las aves blancas se disputaban las vísceras. Los seres humanos seguían el trineo arrastrado por los phagors, cuesta arriba. Vieron otros animales parecidos a los flambregs, pero de pelaje más tupido y gris y cuernos anillados. Eran yelks. Dienu Pasharatid dijo con desprecio que debían haber matado yelks en lugar de flambregs. La carne roja era mejor que la amarilla.

Nadie respondió a ese comentario. SartoriIrvrash miró a lo. El rostro del uskuti era impenetrable. Parecía totalmente alejado. ¿Era posible que estuviese pensando en la reina?

Caminaban entre inmensas rocas depositadas por un antiguo glaciar. En algunas de ellas aparecían inscripciones de nombres y fechas; era el modo en que los convictos habían intentado registrar su memoria.

El grupo llegó a un terreno más nivelado. Respirando hondo, examinaron el panorama. Las dos naves estaban en el borde de una negra extensión de agua sobre la cual descendía en terrazas un cielo también negro. Aquí y allá, pequeños témpanos impulsados por la corriente avanzaban hacia la oscura lejanía. No había ningún indicio de vida humana.

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