Heliconia - Verano (45 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Verano
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Mientras caían pudo ver, por las insignias que llevaban, que habían sido miembros de su guardia. Al ver derrotados a los Hijos de Freyr, habían aprovechado la oportunidad retornando a su actitud típica. Un soldado menos precavido habría caído en la emboscada, como el sargento borlinés que yacía en el fondo de la cocina, tendido sobre la mesa, con huellas de un limpio mordisco en su garganta.

TolramKetinet regresó al patio y se apoyó contra una pared exterior. Sus náuseas se calmaron un momento después. Permaneció resollando en el aire caliente, hasta que el hedor de la masacre lo forzó a abandonar el lugar.

Allí era imposible descansar. Cuando recobró las fuerzas, se echó el bolso al hombro y prosiguió su marcha silenciosa por el camino que llevaba hacia la costa; hacia el mar y sus voces.

El bosque se cerró sobre él. La ruta se dirigía al sur entre retorcidas columnas de spirax, con sus dobles troncos entrelazados. Por esa avenida caminaba TolramKetinet. No era una jungla demasiado tupida. El suelo, adonde casi no llegaba la luz solar, apenas estaba cubierto de vegetación. El general se sentía como en un alto edificio, rodeado de columnas de asombroso diseño.

Ese bosque, que separaba Borlien de Randonan, tenía varios estratos. El follaje exterior, por donde se movían a veces grandes criaturas. Las ramas intermedias, donde residían y llamaban los Otros, que a veces se dejaban caer al suelo para recoger algún hongo antes de retornar a la seguridad de sus ramas. Las copas, el verdadero techo de la jungla, cubierto de flores que TolramKetinet no podía ver, habitado por aves de las que sólo podía oír el canto. Por encima de las copas había aún otra capa, la de los árboles más altos, hogar de las aves de rapiña que acechaban sin cantar.

La solemnidad de la selva era tal que hacía que pareciese, a los ojos de quienes se aventuraban en ella, más permanente que las praderas y aun que los desiertos. No era así. El elaborado organismo de la jungla sólo podía sostenerse durante menos de la mitad de los 1.823 pequeños años heliconianos que componían el Gran Año. Si se examinaban de cerca, todos los árboles revelaban en sus raíces, troncos, ramas y semillas las estrategias que utilizaban para sobrevivir cuando el clima era menos clemente y debían resistir solitarios en mitad de un aullante desierto, o aguardar petrificados debajo de la nieve.

La fauna consideraba los diversos estratos que componían su hogar como inmutables. Pero en verdad todo ese intrincado edificio, más admirable que cualquier obra del hombre, había nacido apenas unas pocas generaciones antes en respuesta a los elementos, brotando como un muñeco de resorte entre un montón de nueces.

Había entre esa jerarquía de plantas un orden perfecto que al ojo poco educado podía parecerle fruto del azar. Cada animal, insecto o vegetal tenía un sitio —generalmente una capa horizontal— que podía llamar propio. Los Otros eran una de las raras excepciones a esta regla. Algunos phagors se refugiaban en la selva, a veces en cabañas construidas entre las altas raíces, y los Otros, pendientes de su compañía, desempeñaban un papel intermedio entre el de animal doméstico y esclavo.

A menudo, en la base de algún gran árbol se establecían grupos de una docena o más de phagors, con sus runts. Cuando hallaba alguno de estos grupos, TolramKetinet daba grandes rodeos; desconfiaba de los phagors y temía las salidas de los Otros, que se arrojaban como perros sobre los extraños, blandiendo garrotes.

En esas cabañas a veces se ocultaban hombres, a quienes aceptaban como versiones mayores de Otros. Era como si éstos, en su alianza con los seres de dos filos, concediesen una licencia especial a esos hombres para vivir con ellos en degradada armonía.

La mayoría de los hombres eran desertores de las unidades del Segundo Ejército. TolramKetinet habló con ellos, tratando de convencerlos de que se Unieran a él. Algunos lo hicieron. Otros arrojaron palos. Muchos, aun admitiendo que odiaban la guerra, se unieron a su comandante porque estaban hartos de la jungla, con sus ruidos misteriosos y su dieta miserable.

Después de marchar durante un día bajo las bóvedas de la selva, volvieron a asumir sus antiguos roles militares y aceptaron con una especie de alivio la disciplina y las órdenes familiares. También TolramKetinet cambió. Su porte era el de un hombre derrotado. Pero echó atrás los hombros y recuperó su anterior paso desafiante. Las líneas de su rostro se volvieron tensas, de nuevo se podía reconocer su juventud. Cuantos más hombres tenía a su mando, menos le costaba dar órdenes y más correctas parecían éstas. Con la típica adaptabilidad de la raza humana, se convirtió en lo que sus hombres creían que era.

De este modo, la pequeña fuerza llegó al río Kacol.

Alentados por su nuevo espíritu, lanzaron un ataque por sorpresa y ocuparon el villorrio de Ordelay. Con esa victoria, el espíritu de lucha quedó restablecido por entero.

Entre las embarcaciones que hallaron en el Kacol, había una con la bandera de la Compañía de Transporte de Hielo de Lordryardry. Cuando el pueblo fue invadido, este barco, el Patán de Lordryardry, trató de huir río abajo, pero fue interceptado por TolramKetinet y sus hombres.

El aterrorizado capitán protestó aduciendo su neutralidad y exigió inmunidad diplomática. No había ido a Ordelay sólo para importar hielo sino también para entregar una carta al general Hanra TolramKetinet.

—¿Sabe usted dónde está ese general? —preguntó TolramKetinet.

—En algún lugar de la selva, perdiendo la guerra para el rey.

Con una espada en la garganta, el capitán confesó haber enviado un mensajero a suelo para entregar el mensaje; allí terminaba su responsabilidad. Había cumplido con las instrucciones del capitán Krillio Muntras.

—¿Cuál era el contenido de la carta? —inquirió TolramKetinet.

El hombre juró que no lo sabía. El bolso de cuero que la contenía estaba sellado con el sello de la reina de reinas, MyrdemInggala. ¿Cómo osaría él manipular un mensaje real?

—¡No pararías hasta enterarte de su contenido! ¡Habla, bribón!

Necesitó un estímulo. Aplastado bajo una mesa volteada, el capitán admitió que el sello del bolso había llegado abierto. Advirtió, sin querer, que la reina de reinas había sido exiliada por el rey JandolAnganol a un lugar de la costa norte del Mar de las Águilas, llamado Gravabagalinien; que ella temía por su vida y esperaba ver, algún día, a su buen amigo el general librado de los peligros de la guerra y devuelto a su presencia. Rogaba a Akhanaba que lo protegiese contra todo mal.

Al oír aquello, TolramKetinet palideció. Se acercó a la borda y miró hacia la oscura corriente del río para que sus soldados no viesen su rostro. Se despertaron en él expectativas, temores y deseos. Musitó una plegaria que rogaba más éxito en el amor que en la guerra.

Los hombres de TolramKetinet desembarcaron al capitán del Patán y tomaron posesión de la nave. Pasaron un día de juerga en el pueblo, aprovisionaron el barco y zarparon hacia océanos distantes.

Muy alto sobre la jungla, el Avernus recorría su órbita. En el satélite de observación había algunos, poco familiarizados con las formas de guerra que se practicaban en el planeta, que se preguntaban cuál habría sido el tipo de fuerzas que habían derrotado al Segundo Ejército de Borlien. Buscaban en vano algún conjunto de jactanciosos patriotas de Randonan que hubiesen rechazado una invasión de sus territorios.

No había una fuerza semejante. Los randonanesas eran tribus semisalvajes que vivían en armonía con su entorno. Algunas cultivaban cereales. Todas vivían rodeadas de perros y cerdos que, en su juventud, podían mamar libremente de los pechos de las madres que criaban, si así lo querían. Mataban para comer, y no por deporte. Muchas tribus adoraban a los Otros como a dioses, aunque eso no era impedimento para que mataran tantos dioses como encontraban en las ramas de la gran selva donde vivían. Tal era la confusión de su mente que muchos de ellos adoraban peces, árboles, espíritus, menstruaciones o claros con doble luz solar.

Las tribus de Randonan toleraban a las tribus phagor, en su mayoría integradas por torpes habitantes del bosque o recolectores de hongos. Por su parte, los phagors rara vez atacaban a las tribus humanas, aunque se narraban las habituales historias de stalluns que robaban mujeres humanas.

Los phagors destilaban su propia bebida, el raffel. En ciertas ocasiones preparaban una poción diferente, que las tribus randonanesas llamaban vulumunwun y creían producto de la destilación de la savia del vulu y de ciertos hongos. Incapaces de obtener vulumunwun por sí mismos, lo compraban a los phagors. Luego celebraban fiestas que se prolongaban hasta muy tarde por la noche.

Un gran espíritu solía hablar en esas ocasiones a las tribus. Les ordenaba salir al Desierto.

Las tribus ataban a sus dioses —los Otros— a sillas de bambú y los llevaban en sus hombros lejos de la jungla. Iba toda la tribu, con los niños, los cerdos, loros, gatos y preets. Atravesaban el Kacol y entraban en lo que era oficialmente Borlien. Invadían las tierras ricas y cultivadas de la llanura central borlienesa.

Eran las tierras que los randonanesas llamaban el Desierto. Allí ardían los dos soles. No poseía grandes árboles, densas espesuras, jabalíes ni Otros. En ese lugar sin dios, tras una nueva libación de vulumunwun, incendiaban o saqueaban las cosechas.

Los campesinos de Borlien eran hombres rudos y oscuros. Odiaban a esos pálidos lagartos que se materializaban de la nada, como espectros. Salían de sus aldeas y expulsaban a los invasores, pero a menudo perdían sus propias vidas, porque las tribus tenían cerbatanas con las que lanzaban emplumados dardos venenosos. Enloquecidos, los campesinos abandonaban sus hogares e incendiaban los bosques. Así se había llegado finalmente a la guerra entre Borlien y Randonan.

Agresión, defensa, ataque y contraataque. Estas acciones se tornaban confusas por la enantiodromia que, en las mentes humanas, convierte todas las cosas en sus opuestos. Para cuando el Segundo Ejército hubo desplegado sus fuerzas en las selváticas montañas de Randonan, los pequeños hombres de las tribus se habían convertido, a los ojos de sus enemigos, en una formidable fuerza militar.

Sin embargo, no era la oposición armada lo que había acabado con la expedición de TolramKetinet. La defensa de las tribus había consistido en deslizarse en la jungla, chillando en la noche bárbaros insultos contra los invasores, como habían visto hacer a los Otros. Como éstos, subían a los árboles y lanzaban lluvias de dardos o de orina contra los hombres del general. En realidad, no combatían, sino que era la jungla quien lo hacía por ellos.

La jungla estaba llena de enfermedades a las cuales el ejército de Borlien no era inmune. Sus frutas provocaban disentería; el agua de sus charcas, paludismo; sus días, fiebres; sus espacios, una sórdida cosecha de parásitos que se alimentaban de los hombres, de dentro hacia fuera, o de fuera hacia dentro. No se podía combatir contra nada; era preciso sobrevivir a todo. Uno por uno, o en grupos, los soldados de Borlien sucumbieron ante la jungla. Y con ellos murieron las esperanzas del rey JandolAnganol de una victoria en las Guerras Occidentales.

Ese rey, lejos del ejército que se desintegraba en Randonan, sufría de dificultades casi tan complicadas como los mecanismos de la jungla. La burocracia de Pannoval era más resistente que aquélla, y había tenido más tiempo para desarrollar sus tramas. La reina de reinas había partido hacía ya muchas semanas, y el acta de divorcio seguía sin llegar de la capital del Santo Imperio.

A medida que el calor se intensificaba, aumentaban en Pannoval los drumbles contra los phagors que vivían en sus tierras. Oponiéndose a la voluntad general del pueblo, las tribus fugitivas de phagors buscaban refugio en Borlien, donde eran odiados y temidos a la vez.

El rey pensaba de otro modo. En un discurso pronunciado en la scritina, dio la bienvenida a los refugiados, prometiéndoles tierras en el Cosgatt, donde se les permitiría establecerse si se unían al ejército y combatían por Borlien. De ese modo el Cosgatt, libre ya de la sombra de Darvlish, podría ser cultivado a bajo costo, al tiempo que se alejaba a los recién venidos de la presencia de los borlieneses.

Nadie, en Pannoval y Oldorando, acogió con agrado esta mano humana extendida a los phagors; y el acta de divorcio sufrió una nueva demora.

Pero JandolAnganol estaba satisfecho consigo mismo. Sufría lo bastante para tener su conciencia en paz.

Se puso una chaqueta de color y fue a ver a su padre. Una vez más recorrió los vericuetos del palacio y descendió hacia las custodiadas puertas de la prisión donde tenía encerrado al anciano. El lugar parecía más húmedo que nunca. JandolAnganol se detuvo en la primera cámara, la que en un tiempo sirviera de cámara de tortura y morgue. La oscuridad lo rodeó. Los sonidos del mundo exterior desaparecieron.

—Padre —dijo. Su propia voz le pareció poco natural.

Pasó a la segunda habitación y a la tercera, donde se filtraba una luz débil. El fuego de leños ardía como de costumbre, y también, como de costumbre, el anciano permanecía envuelto en su manta junto al fuego, con el mentón hundido en el pecho. La única diferencia era que esta vez VarpalAnganol estaba muerto.

JandolAnganol apoyó su mano en el hombro del anciano. A pesar de su debilidad, la carne no cedía. Luego se detuvo ante la alta Ventana con barrotes. Llamó a su padre. El cráneo de pelo suave no se movió. Volvió a llamar, en voz más alta. No hubo ningún movimiento.

—Estás muerto, ¿verdad? —dijo JandolAnganol, en tono furioso—. Una nueva traición… Por la Observadora, ¿no era suficiente desgracia que ella ya no esté?

No hubo respuesta.

—Te has muerto, ¿no es así? Lo has hecho para avergonzarme, viejo hrattock…

Se dirigió al hogar y pateó los leños en todas direcciones, llenando la celda de humo. En su furia, derribó la silla, y el delgado cuerpo de su padre cayó sobre las losas, sin abandonar su posición acurrucada.

El rey se inclinó sobre la pequeña efigie como si contemplara una serpiente y luego, con un movimiento brusco, se echó de rodillas, no para rezar, sino para aferrar el cuerpo por el flaco pescuezo y derramar sobre él un torrente de palabras, que repetía de muchas maneras la acusación de que esa cosa muerta había vuelto contra él a su madre, apagando su amor. Apoyó esa recriminación con sibilinos ejemplos hasta que las palabras murieron, y permaneció inclinado sobre su cuerpo, envuelto en pesados anillos de humo. Golpeó el suelo con el puño y luego se quedó agachado e inmóvil.

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