Heliconia - Verano (44 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Verano
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—Los Madis se parecen a nosotros. También los Nondads y los Otros, aunque menos. No parece haber parentesco entre humanos y Madis, aunque a veces la unión de un Madi y un humano tiene descendencia. La princesa Simoda Tal procede de una unión así. Jamás he oído decir que los phagors se acoplen con flambregs. —Se rió de su propia incertidumbre.

—Suponiendo, como dicen, que las deidades genéticas que nos conforman hayan establecido un parentesco entre Madis y humanos, ¿aceptarías que puede haber una conexión entre flambregs y phagors?

—Habría que determinarlo por medio de experimentos. —Estaba a punto de explicar sus ensayos de cruza en Matrassyl, pero decidió reservar ese tema para otro momento.— Una relación genética implica similitudes externas. Los phagors y los flambregs tienen sangre dorada como protección contra el frío…

—Hay pruebas que no exigen experimentos. Yo no creo, como la mayoría de las personas, que Dios el Azoiáxico haya creado a cada especie por separado. —Odi Jeseratabahr bajó la voz mientras hablaba.— Pienso que, con el tiempo, los límites se tornan confusos, así como los límites entre humanos y Madis volverán a confundirse cuando JandolAnganol se case con Simoda Tal. ¿Comprendes?

¿Era ella secretamente una atea, como él? Para su asombro, esa pregunta generó en SartoriIrvrash una erección.

—No he oído decir que phagors y flambregs se unan, es verdad —continuó ella—. Sin embargo, tengo buenas razones para creer que en un tiempo en este mundo no había otra cosa que flambregs y moscas, millones de ellos. Por variaciones genéticas, los phagors derivaron de los flambregs. Son una versión más refinada. ¿Qué piensas? ¿Crees que no es posible?

Él trató de adaptarse a su forma de argumentar.

—Los parecidos pueden ser muchos; pero son sobre todo superficiales, aparte del color de la sangre. Lo mismo podrías decir que hombres y phagors se parecen porque ambas especies hablan. Los phagors caminan erguidos, como nosotros, y tienen su propio tipo de inteligencia. Los flambregs no tienen nada de eso, a menos que sea inteligente galopar locamente de un lado a otro.

—La capacidad phagor de la marcha erecta y del lenguaje, tal vez haya empezado una vez que ambas líneas se separaron. Imagina que los phagors se desarrollasen a partir de un grupo de flambregs que… encontraron una alternativa a la huida incesante para resolver el problema de las moscas.

Se miraban entre sí con excitación. SartoriIrvrash ansiaba hablarle de su descubrimiento acerca de los hoxneys.

—¿Qué alternativa?

—Esconderse en cavernas, por ejemplo. Meterse bajo tierra. Libres del tormento de las moscas, desarrollaron su inteligencia. Se irguieron sobre las patas traseras para ver más lejos, y con las delanteras ya libres pudieron manipular utensilios. En la oscuridad, nació el lenguaje como sustituto de la visión. Algún día te mostraré mi ensayo sobre este tema. Nadie más lo ha visto.

Él rió al pensar en los flambregs durante el desarrollo de esas artimañas.

—No en una sola generación, querido amigo. En muchas. En infinitas. Los más inteligentes triunfaban. No te rías. —Le dio una palmada en la mano.— Si no fuese esto lo que ocurrió en el pasado, te preguntaré otra cosa: ¿Por qué el período de gestación de una gillot es de un año de Batalix, y el de una hembra flambreg exactamente el mismo? ¿No demuestra esto una relación genética?

Los dos barcos sobrepasaron los puertos bajos de la costa sur de Loraj, situados dentro de los trópicos. Desde Ijivibir, una carabela de seiscientas toneladas llamada Buena Esperanza partió a reunirse con el Amistad Dorada y el Unión. Era un hermoso espectáculo ver las velas desplegadas de las tres embarcaciones. Desde la nave insignia se dispararon cañonazos de saludo, y los marineros prorrumpieron en una ovación. En el océano vacío, tres naves eran muchas más que dos.

Fue otra gran ocasión el paso del punto más occidental de su derrotero, a 29° de longitud Este. Eran las veinticinco horas menos diez. Freyr estaba debajo del horizonte, y sólo se veía un fulgor color damasco. Ese fulgor, disuelto en el horizonte, parecía ser irradiado por el agua brumosa. Señalaba la tumba de la que pronto se elevaría el gran sol. En algún punto de esa luminosidad estaba escondida la tierra sagrada de Shivenink; y en alguna parte de Shivenink, en lo alto de las montañas que corrían del mar al Polo Norte, estaba la Gran Rueda de Kharnabhar.

Un clarín convocó a todos los marineros. Los tres barcos se aproximaron. Se dijeron plegarias, se tocó música; todos se detuvieron a orar con los dedos en la frente.

De la bruma color damasco surgió una vela. Por un juego de la luz, apareció y desapareció como una visión. Pájaros recién venidos del continente chillaban en sus mástiles.

El casco del barco, recién pintado, era blanco en su totalidad, al igual que el velamen. Cuando se acercó, disparando un cañonazo a modo de saludo, los tripulantes de las demás naves vieron que se trataba de una carabela no mayor que la Buena Esperanza; pero en su vela lucía el mayor jerograma de la Rueda, con sus círculos concéntricos conectados por líneas sinuosas. Era el Plegaria de Vajabahr, así llamado en honor del puerto principal de Shivenink.

Los cuatro navíos se acercaron como pichones en un nido. La Monja Almirante en persona gritó órdenes. Las proas giraron, crujió el cordaje, se hincharon las velas. La pequeña flota tomó rumbo sur.

El color del agua pasó a un azul profundo. Las naves abandonaban el mar de Pannoval y entraban en la parte norte del vasto océano de Climent. De inmediato encontraron aguas agitadas, y se vieron obligados a luchar contra azarosas tempestades que los bombardeaban con gigantescos trozos de granizo. Durante días no vieron a ninguno de los dos soles.

Cuando por fin llegaron a aguas más calmas, el cenit de Freyr estaba más bajo que antes, y el de Batalix algo más alto. A babor quedaban los riscos del reducto más occidental de Campannlat, el cabo Findowel. Una vez que lo hubieron rodeado, se dirigieron al fondeadero más próximo en la costa del continente tropical para descansar dos días. Los carpinteros repararon los estragos de la tormenta; algunos miembros de la corporación de monjes marineros se dedicaron a coser las velas, mientras otros nadaban en una laguna cercana. Tanto le agradó a SartoriIrvrash la visión de los hombres y mujeres desnudos en el agua —por curioso que pareciera los puritanos sibornaleses eran poco pudorosos en semejantes ocasiones— que se metió en el agua con unos calzoncillos de seda.

Luego, echado en la playa, protegido de ambos soles, miró salir del agua uno por uno a los bañistas. Muchos de los tripulantes de la Buena Esperanza eran robustas mujeres. Suspiró por su juventud perdida. Io Pasharatid apareció a su lado y le dijo en voz baja:

—Si tan sólo estuviera aquí la bella reina de reinas…

—Y si estuviera, ¿qué? —Miraba el mar, esperando que Odi emergiera desnuda.

Pasharatid, de modo poco sibornalés, le apoyó un dedo entre las costillas.

—¿Qué, preguntas? Pues que este lugar paradisíaco sería el paraíso mismo.

—¿Crees que esta expedición puede conquistar Borlien?

—Estoy seguro. Estamos organizados y armados como nunca lo estarán las fuerzas de JandolAnganol.

—Entonces, la reina estará en tus manos.

—No creas que no lo había pensado. ¿A qué otra cosa atribuyes mi brusco entusiasmo por la guerra? No quiero Ottassol, viejo chivo; quiero a la reina MyrdemInggala. Y pienso tenerla.

XV - LOS CAUTIVOS DE LA CANTERA

Un hombre caminaba con un bolso colgado del hombro. De su uniforme no quedaban más que jirones. Ambos soles caían sobre él. Torrentes de sudor corrían por su camisa. Caminaba a ciegas, y sólo en ocasiones alzaba la Vista.

Atravesaba una zona de jungla destruida en las alturas de Chwart, Randonan. Alrededor de él sólo había troncos de árboles quebrados y ennegrecidos, muchos todavía ardiendo. En los raros momentos en que el hombre miraba, sólo podía ver la huella y el paisaje quemado. A lo lejos se alzaba una mortaja de humo gris. Tal vez el calor tropical había provocado el incendio. O quizá la chispa de un arcabuz. Durante muchos décimos se libraron combates en la zona. Ahora los soldados y los cañones se habían ido, y la vegetación con ellos.

Todo en la actitud del hombre expresaba fatiga y derrota. Pero continuaba. En una oportunidad miró hacia el cielo, cuando una de sus sombras vaciló para desaparecer al instante. Nubes negras, girando, habían eliminado a Freyr. Unos minutos más tarde devoraron también a Batalix. Entonces comenzó a llover. El hombre inclinó la cabeza y prosiguió la marcha. No había dónde encontrar cobijo, ni tenía otra posibilidad más que someterse a la naturaleza.

La lluvia arreciaba con bruscas y feroces ráfagas. Silbaban las cenizas. El cielo convocó más recursos, como reservas enviadas al combate.

La siguiente táctica fue el bombardeo con granizo. Esto obligó al hombre fatigado a correr. Se refugió como pudo en un tronco hueco. Al dar contra él, la madera deshecha reveló una fortaleza de ricky-backs. Privados de su defensa, los crustáceos treparon por un verdadero río de cenizas líquidas, haciendo vibrar sus pequeñas antenas.

Inconsciente de esa catástrofe, el hombre miró por debajo del ala de su sombrero, jadeando. Varias figuras encorvadas se movían en la oscuridad. Eran los restos de su ejército, el celebrado Segundo Ejército de Borlien. Un hombre pasó a centímetros del tronco hueco, con una terrible herida que los pedriscos hacían sangrar. El hombre del tronco lloraba. No tenía ninguna herida, aparte de una contusión en la sien. No tenía derecho a estar vivo.

Como un niño al que nadie atiende, su llanto se convirtió en agotamiento, y se durmió a pesar del granizo.

Los sueños finales estaban llenos de esa pedrea. Sintió en la mejilla el impacto, despertó, vio que el cielo estaba algo más despejado. Se incorporó, pero todavía el granizo azotaba su rostro y su cuello. Abrió la boca, furioso, y una piedrecilla cayó en ella. La escupió y se volvió, sorprendido.

El fuego había quemado las plantas más próximas endureciendo las vainas de sus semillas, maduradas por las llamas. Con el calor de la mañana las vainas se abrían, produciendo un leve sonido, como el de unos labios húmedos que se entreabren. Las semillas volaban en todas direcciones. El terreno cubierto de cenizas les ofrecería buenas condiciones para germinar.

Rió, con brusca satisfacción. Cualquiera que fuese la locura de la humanidad, la naturaleza proseguiría su camino de modo incontenible. Igual que él. Tocó su espada, cargó su bolso al hombro y ajustándose el sombrero se dirigió hacia el sudeste.

Cerca del mediodía salió de la zona devastada. El camino continuaba entre macizos de shoatapraxi. A lo largo de los siglos, la senda que recorría el viajero había sido alternativamente río, lecho seco, glaciar, huella de ganado, carretera. Ningún ser humano sería capaz de evocar sus distintos usos. Humildes flores crecían a ambos lados, algunas nacidas de semillas llegadas desde muy lejos. Los ribazos eran cada vez más elevados. Avanzaba, molesto por las piedrecillas que se desplazaban a su paso. Cuando el terreno se volvió más firme, cerca de una colina, vio cabañas en el campo.

Este panorama apenas si lo tranquilizó.

Los campos estaban sin cultivar; las viviendas, abandonadas. Muchos techos se habían derrumbado, dejando trozos de muro que señalaban al cielo como viejos puños. Los cercos que coronaban los taludes a cada lado del camino habían quedado sepultados bajo una capa de polvo, al igual que los campos cercanos, las casas y edificios auxiliares, los útiles y objetos dispersos. Todo tenía el mismo tono gris, como si estuviera hecho del mismo material.

Sólo un gran ejército podía levantar tanto polvo, pensó el hombre. Su ejército. En ese momento, el Segundo Ejército se dirigía al combate. Ahora él regresaba en silencio, derrotado.

A pasos leves, el general Hanra TolramKetinet descendía una tortuosa calle. Uno o dos phagors furtivos lo miraron desde las ruinas, con sus largos rostros inexpresivos. No recordaba ese pueblo; era sólo uno de los tantos que habían atravesado uno de tantos días de calor. Cuando llegó al final de la calle, al pilar sagrado que establecía la octava de tierra local, vio un bosquecillo en forma de cuña que creyó recordar, un bosquecillo que sus exploradores habían registrado en busca de enemigos. Si estaba en lo cierto, debía haber en las proximidades una gran casa de labor en la cual había dormido unas horas.

Aunque rodeada de construcciones deterioradas por el incendio, la casa estaba intacta.

TolramKetinet se detuvo en el portal, atisbando el interior. No se oía más que el zumbido de las moscas. Con la espada en la mano, avanzó. En un establo había dos hoxneys muertos cubiertos de moscas. Un olor fétido llegó hasta su nariz.

Freyr estaba alto, Batalix caía hacia el oeste. Las sombras en direcciones opuestas daban a la casa un aspecto siniestro. Las ventanas estaban cubiertas de polvo. Recordó que allí había encontrado a una mujer, la del granjero, con cuatro niños pequeños. Ningún hombre. Ahora, sólo el zumbido del silencio.

Dejó su bolso junto a la puerta del frente, a la que abrió de un puntapié.

—¿Hay alguien? —preguntó con la esperanza de que algunos de sus hombres se hubiesen guarecido allí.

No hubo respuesta. Sin embargo, sus atentos sentidos le advertían que en el lugar había algo viviente. Se detuvo en el salón de piedra. Un alto reloj de péndulo, con sus veinticinco horas pintadas de colores, estaba inmóvil junto a una pared. La impresión general, aparte del reloj, era la de esa pobreza común en las zonas donde se ha librado una larga guerra. Más allá del salón reinaban las sombras.

Avanzó resueltamente por un pasillo hacia una cocina de cielo raso bajo.

Allí había seis phagors. Estaban inmóviles, como si esperaran su regreso. En la penumbra, sus ojos ardían con un fulgor rosado. Por la ventana se veían unas brillantes flores amarillas; reflejaban el sol y tornaban indistintas las formas de las bestias. Sus hombros y sus largos pómulos mostraban reflejos amarillos. Uno de los phagors conservaba sus cuernos.

Se aproximaron, pero TolramKetinet estaba preparado. Había percibido su olor en el salón. Tenían lanzas, pero él era un hábil esgrimista. Eran rápidos, pero unos obstruían el paso de los otros. El general hundió su espada debajo del tórax de cada phagor, donde sabía que estaba su eddre. Sólo uno consiguió atacarlo con su lanza, pero él le cortó el brazo de un solo golpe. Brotó la sangre dorada. La habitación se llenó con sus estertores. Todos murieron sin emitir otro sonido.

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