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Authors: Clive Barker

Hellraiser (12 page)

BOOK: Hellraiser
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—Si estás mintiendo —dijo él—, si estas tratando de escabullirte de esto…

—No.

—Entonces, entrégamelo vivo…

Kirsty sintió deseos de llorar de alivio.

—…oblígalo a confesar. Y puede que decidamos no despedazarte el alma.

Once

1

Rory estaba en el pasillo y miraba fijamente a Julia, a su Julia, la mujer que una vez había jurado amar y respetar hasta que la muerte los separara. En aquel momento, no le había parecido una promesa muy difícil de cumplir. Ya no recordaba durante cuanto tiempo la había idolatrado, soñando con ella por las noches y pasándose días enteros componiéndole poemas de amor de fogosa ineptitud. Pero las cosas habían cambiado y él había aprendido, mientras las observaba cambiar, que los mayores tormentos a menudo eran los más sutiles. Últimamente, en ciertas ocasiones hubiera preferido morir aplastado por caballos salvajes antes que sentir ese escozor de sospecha que había degradado tanto su alegría.

Ahora, mientras la miraba, parada al pie de la escalera, le resultaba imposible siquiera recordar como habían sido los buenos tiempos. Todo era duda y suciedad.

Por una cosa estaba contento: se la veía preocupada. Tal vez eso significaba que estaba a punto de hacerle una confesión: indiscreciones que ella dejaría escapar y que él le perdonaría en un mar de lágrimas y comprensión.

—Pareces triste —dijo él.

Ella vaciló y luego dijo:

—Es difícil, Rory.

—¿Qué cosa?

—Tengo tanto que contarte…

Su mano, vio él, se aferraba de la barandilla con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos como la leche.

—Te escucho —dijo él—. Cuéntame.

—Creo que quizás… quizás seria más fácil si te lo mostrara… —respondió ella y, después de esas palabras, lo llevó arriba.

2

El viento que asolaba las calles no era cálido, a juzgar por la forma en que los transeúntes se levantaban los cuellos y bajaban el rostro. Pero Kirsty no sentía el frió.

¿Era su compañero invisible el que no permitía que el frió se le acercara, encapuchándola con ese fuego que los antiguos habían conjurado para quemar a los pecadores? Era eso, o era que estaba demasiado asustada para sentir nada.

Pero no se sentía así; no estaba asustada. Lo que sentía en sus entrañas era mucho más ambiguo. Había abierto una puerta —la misma puerta que el hermano de Rory— y ahora caminaba con los demonios. Y, al final del viaje, tendría su venganza. Encontraría al que la había desgarrado y atormentado, y le haría sentir la misma impotencia que ella había debido soportar. Lo observaría retorcerse. Más aún: lo disfrutaría. El dolor la había convertido en una sádica.

A medida que avanzaba por la calle Ludovico, miraba a todos lados, buscando señales del Cenobita, pero no estaba en ninguna parte. Intrépida, se aproximo a la casa. No había ideado ningún plan; se barajaban demasiadas variables. Por empezar, Julia podía estar ahí adentro. Y, si así era, ¿hasta dónde estaba implicada en todo este asunto? Era imposible creer que pudiera ser una observadora inocente, pero tal vez había actuado por terror a Frank; los minutos siguientes podrían proporcionarle la respuesta. Tocó el timbre y esperó.

Julia abrió la puerta. Tenía una tira de encaje blanco en la mano.

—Kirsty —dijo, en nada perturbada por su aparición, aparentemente—. Es tarde…

—¿Dónde está Rory? —fueron las primeras palabras de Kirsty. No eran las que había tenido intención de pronunciar, pero le brotaron espontáneamente.

—Está aquí —replicó Julia con calma, como si buscara apaciguar a una niña maniática— ¿Pasa algo?

—Me gustaría verlo —contestó Kirsty.

—¿A Rory?

—Sí…

Puso un pie en el umbral sin esperar que la invitaran. Julia no opuso objeción, pero cerró la puerta a sus espaldas.

Recién ahora, Kirsty sintió frió. Se quedó parada en el pasillo, tiritando.

—Te ves horrible —dijo Julia sin rodeos.

—Estuve aquí esta tarde —exploto Kirsty—. Vi lo que sucedió, Julia.
Vi.

—¿Qué había que ver? —fue la respuesta; su seguridad era inexpugnable.

—Ya sabes.

—No sé, en serio.

—Quiero hablar con Rory…

—Por supuesto —contestó—. Pero ten cuidado con él, ¿quieres? No se siente muy bien.

Llevó a Kirsty al comedor. Rory estaba sentado a la mesa; tenía un vaso con alguna bebida alcohólica en la mano, una botella a su lado.

Extendido en la silla adyacente, estaba el vestido de bodas de Julia.

Al verlo, Kirsty reconoció la tira de encaje que Julia llevaba en la mano: era del velo de novia.

Rory tenía una apariencia mucho más que desmejorada. Tenía sangre seca en la cara y en el borde del cuero cabelludo. La sonrisa que le dedicó era cálida, pero fatigada.

—¿Qué pasó…? —le preguntó Kirsty.

—Ya está todo solucionado, Kirsty —dijo él. Su voz apenas llegaba a ser susurro—. Julia me contó todo… y está todo solucionado.

—No —dijo ella, sabiendo que no era posible que conociera toda la historia.

—Viniste esta tarde.

—Así es.

—Fue algo inoportuno.

—Tú…tú me pediste…—Echó un vistazo a Julia, que estaba parada en la puerta, y luego volvió a mirar a Rory—. Hice lo que pensé que tú querías que hiciera.

—Sí. Lo sé. Lo sé. Lo único que lamento es que te hayamos metido en este asunto terrible…

—¿Sabes lo que hizo tú hermano? —dijo ella—. ¿Sabes a quien invocó?

—Sé lo suficiente —replicó Rory—. Lo importante es que ya terminó.

—¿Qué quieres decir?

—Te resarciré de cualquier cosa que él te haya hecho.

—¿Qué quieres decir con “ya terminó”?

—está muerto, Kirsty.

(…entrégamelo vivo, y puede que decidamos no despedazarte el alma.)

—Lo destruimos, Julia y yo. No fue muy difícil. Pensó que podía confiar en mí, ¿sabes?; pensó que podía creer en alguien de su misma sangre. Bueno, no podía. Yo no soportaría que un hombre así continuara viviendo…

Kirsty sintió que algo se le retorcía en el vientre. ¿Los Cenobitas ya habían clavado sus garras en ella, desgajándole los intestinos?

—Has sido muy buena, Kirsty. Corriendo un riesgo tan grande, volviendo aquí…

(Había algo junto al hombro de Kirsty.


Dame tu alma
—le dijo.)

—Iré a las autoridades cuando me sienta más fuerte. Trataré de encontrar el modo de hacerles entender…

—¿Lo mataste tú? —dijo ella.

—Sí.

—No te creo…—masculló ella.

—Llévala arriba —le dijo Rory a Julia— y muéstrale.

—¿Quieres ir a ver? —inquirió Julia.

Kirsty asintió y la siguió.

En el pasillo de arriba hacia mas calor que abajo y el aire era grasoso y gris, como el agua mugrienta después de lavar los platos. La puerta de la habitación de Frank estaba entreabierta. La cosa que estaba en el piso de madera, en medio de un revoltijo de vendas rotas, aún humeaba. Era evidente que tenía el cuello roto: la cabeza estaba caída oblicuamente sobre los hombros. Lo habían desollado de la cabeza a los pies.

Kirsty apartó la mirada, sintiendo náuseas.

—¿Satisfecha? —preguntó Julia.

Kirsty no respondió, sino que abandonó la habitación y salió al pasillo. Junto a su hombro, el aire estaba inquieto.

(—
Perdiste
—dijo algo, cerca de ella.)

—Ya lo sé —murmuró ella.

La campana había comenzado a sonar —llamándola, seguramente— y se oía un alboroto de alas cercanas, un carnaval de aves de carroña. Se apresuró a bajar por la escalera, rezando por que no la alcanzaran antes de que llegara a la puerta. Si le arrancaban el corazón, que Rory no tuviera que verlo. Que la recordara fuerte, con una sonrisa en los labios, no con una súplica.

Detrás, Julia le dijo:

—¿Dónde vas? —Cuando no oyó respuesta, continuó hablando—. No le cuentes nada a nadie, Kirsty —insistió—. Rory y yo podemos manejar esto…

Su voz hizo que Rory abandonara el vaso. Apareció en el pasillo. Las heridas que Frank le había infligido parecían mas graves de lo que Kirsty había pensado. Tenia el rostro amoratado en una decena de lugares y la piel del cuello llena de surcos. Cuando Kirsty se le acercó, él estiró la mano y la tomó del brazo.

—Julia tiene razón —dijo él—. Deja que nosotros informemos, ¿si?

Había muchas cosas que quería decirle en ese momento, pero el tiempo no dejaba espacio para ninguna de ellas. En su cabeza, la campana sonaba cada vez más fuerte. Alguien le había enroscado los intestinos alrededor del cuello y tiraba para ajustar el nudo.

—Es demasiado tarde…—le murmuró a Rory, y le apartó la mano.

—¿Qué quieres decir? —preguntó él, mientras ella cubría los pocos metros que la separaban de la puerta—. No te vayas Kirsty. Todavía no. Dime qué quisiste decir.

Ella no pudo evitar ofrecerle una mirada, girando la cabeza, esperando que él no viera en su rostro toda la pena que sentía.

—Está bien —dijo él dulcemente, aún esperando consolarla—. En serio. —Abrió los brazos—.
Ven con papá
—dijo.

La frase no sonaba bien en boca de Rory. Algunos hombres nunca llegaban a madurar lo suficiente como para ser papás, por más niños que engendraran.

Kirsty apoyó una mano en la pared para no perder el equilibrio.

No era Rory el que le hablaba. Era Frank. De algún modo era Frank…

Se aferró a la idea, a pesar del estruendo de las campanadas, cada vez más fuertes, tan fuertes que su cráneo parecía a punto de partirse en dos. Rory seguía sonriéndole, con los brazos extendidos. También estaba hablando, pero ella ya no podía oír lo que le decía. La tierna carne de su rostro formaba las palabras, pero las campanadas las ahogaban. Estaba agradecida de que así fuera: de ese modo era más fácil desafiar a la evidencia de lo que le decían sus ojos.

—Sé quién eres… —dijo de pronto, sin estar segura de si sus palabras eran audibles o no, pero segura hasta la médula de que eran ciertas. Lo que estaba arriba era el cadáver de Rory, tirado sobre las vendas desechadas de Frank. Ahora, la piel usurpada estaba casada con el cuerpo del hermano, después de celebradas las bodas de sangre. ¡Sí! Eso era.

Los lazos que le rodeaban el cuello se estaban cerrando; quizás solo disponía de unos momentos antes de que se la llevaran. Desesperada, comenzó a volver sobre sus pasos, atravesando el pasillo en dirección a la cosa que tenía la cara de Rory.

—Eres tú… —dijo ella.

El rostro le sonrió, sin perder el ánimo.

Ella estiro la mano y le lanzó un zarpazo. Perplejo, Frank retrocedió un paso, pero se las ingenio para evitar que lo tocara. Las campanadas eran intolerables: le hacían papilla las ideas, convirtiendo su cerebro en polvo a fuerza de sonar. Al borde de la locura, volvió a buscarlo con las manos, y esta vez él no pudo esquivarla. Le rasgó la mejilla con las uñas, y la piel, tan recientemente injertada, cayó como si fuera de seda. La carne inundada de sangre que estaba debajo se dejó ver en todo su espanto.

Detrás de ella, Julia gritó.

Y, de repente, las campanadas ya no se oían en la cabeza de Kirsty. Se oían en toda la casa, en todo el mundo.

Las luces del pasillo intensificaron su brillo hasta encandilarla y luego —al sobrecargarse los filamentos— se apagaron. Hubo un breve periodo de total oscuridad en el qué oyó un quejido que pudo haber salido de sus propios labios, o no. Después, fue como si en las paredes y el piso comenzara a chisporrotear unos fuegos artificiales. El pasillo bailaba. En un momento parecía un matadero (las paredes se volvían de color escarlata), en el siguiente parecía un tocador de señora (celeste pólvora, amarillo canario), en el siguiente parecía el túnel de un tren fantasma, todo velocidad y fuegos repentinos.

Gracias a una luz fulgurante, vio que Frank se le acercaba, con el rostro descartado de Rory colgándole de la mandíbula. Esquivó su brazo extendido y, agachándose, corrió hasta la sala. Advirtió que lo que le apretaba el cuello había aflojado un poco la presión.

Aparentemente, los Cenobitas se habían dado cuenta del error cometido. Pronto intervendrían, seguro, y acabarían con toda esta comedia de confusión de identidades.

No se quedaría a ver cómo se llevaban a Frank, tal como había pensado hacerlo; ya había tenido bastante. En vez de quedarse, huiría de la casa por la puerta trasera y lo dejaría en manos de los Cenobitas.

Su optimismo duró poco. Los fuegos artificiales del pasillo iluminaron brevemente el comedor, delante de ella, y fue suficiente para que pudiera advertir que ya estaba embrujado. Algo se movía en el suelo, como las cenizas antes del viento, y las sillas corcoveaban en el aire. Kirsty podía ser inocente, pero las fuerzas que se habían desatado aquí eran indiferentes a tal trivialidad; percibió que avanzar un paso más seria como tentar a las atrocidades.

Su vacilación volvió a ponerla al alcance de Frank, pero cuando estaba por atraparla los fuegos artificiales del pasillo se apagaron y ella logró escabullirse, escudándose en la oscuridad. La tregua fue demasiado breve. En el pasillo ya florecían nuevas luces y Frank ya se lanzaba otra vez tras ella, cortándole el paso hacia la puerta del frente.

¿Por qué no se lo llevaban, por Dios? ¿No los había traído hasta aquí, como les había prometido, y lo había desenmascarado?

Frank se abrió la chaqueta. En el cinturón tenia un cuchillo ensangrentado…sin duda, el instrumento de desollar. Lo sacó y apuntó hacia Kirsty.

—De ahora en más —dijo Frank, mientras la acechaba— soy Rory… —Ella no tenia más remedio que retroceder; a cada paso que daba, se alejaba cada vez más de la puerta (de la escapatoria, de la cordura)—. ¿Me entiendes? Ahora soy Rory. Y nadie se va a enterar de la verdad, nunca.

Los talones de Kirsty aterrizaron al pie de la escalera; de pronto, sintió otras manos sobre ella, manos surgidas de entre los barrotes de la barandilla que se apoderaron de puñados de su pelo. Giró la cabeza y miró hacia arriba. Era Julia, por supuesto, con el rostro laxo, pleno de pasión consumada. Le retorció la cabeza, exponiendo su cuello al cuchillo de Frank que ya se acercaba, destellando.

A último momento, Kirsty estiró los brazos por encima de la cabeza, aferró a Julia del brazo y, de un tirón, la arranco de su puesto en el tercer o cuarto escalón. Ambas perdieron el equilibrio y el control de sus respectivas victimas. Julia lanzó un grito y cayó; su cuerpo quedó entre Kirsty y la embestida de Frank. El filo del cuchillo estaba demasiado cerca para que Julia pudiera esquivarlo: la hoja penetró en su costado hasta el mango. Julia gimió y luego salió corriendo por el pasillo, con el cuchillo aún clavado.

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