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Authors: Clive Barker

Hellraiser (6 page)

BOOK: Hellraiser
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Kircher le dio algunas instrucciones sobre cual era la mejor manera de romper el sello del aparato de Lemarchand, instrucciones que eran en parte pragmáticas y en parte metafísicas. Resolver el acertijo es viajar, le había dicho, o algo así. La caja, según parecía, no era solo un mapa de ruta, sino la ruta misma.

Esta nueva adicción pronto lo curo de la droga y la bebida. Tal vez había otras maneras de torcer el mundo para que se ajustara a la forma de sus sueños.

Regreso a la casa de la calle Ludovico, a la casa vacía detrás de cuyas paredes ahora estaba prisionero, y se preparo —como Kircher lo había detallado— para él desafió de resolver la Configuración de Lemarchand. Nunca en su vida había sido tan abstemio, ni había estado tan concentrado en un solo propósito. En, los días anteriores a la arremetida contra la caja había llevado una vida que hubiese abochornado a un santo, enfocando todas sus energías en las ceremonias que se avecinaban.

Había sido muy arrogante en su trato con la Orden de la Incisión, ahora lo sabía, pero en todas partes —
en
el mundo y
fuera
de él— había fuerzas que animaban tales arrogancias, porque sacaban provecho de ellas. Eso solo no lo hubiera llevado a la ruina. No; su autentico error había sido creer, con ingenuidad, que su definición del placer se superponía significativamente con la de los Cenobitas.

Como había visto, le habían provocado incalculables sufrimientos. Le habían inyectado una sobredosis de sensualidad, empujando a su mente a las orillas de la locura; luego, lo habían iniciado en experiencias que sus nervios aun se convulsionaban al recordar. Ellos lo llamaban placer, y quizás eran sinceros. Quizás no. Era imposible estar seguro, con esas mentes tan irremediablemente ambiguas. Ellos no reconocían el sistema de premios y castigos, gracias al cual él esperaba hacerse acreedor de una prorroga de sus torturas, ni tampoco se conmovían con ninguna exhortación a la piedad.

Ya lo había intentado, durante las semanas y meses que separaban la resolución de la caja del día de hoy.

No había compasión de este lado del Cisma; solo había lágrimas y risas. A veces, lagrimas de alegría (por una hora libre de espanto; incluso por una tregua que durara un suspiro); otras veces, risas que estallaban, de un modo igualmente paradójico, ante el panorama de un nuevo horror inventado por el ingeniero para infligir dolor.

Había muchas formas sofisticadas de tortura; ideadas por una mente que entendía de manera exquisita la naturaleza del sufrimiento.

A los prisioneros se les permitía espiar el mundo que alguna vez habían ocupado. Sus lugares de descanso —cuando no estaban soportando placeres— se asomaban a los mismos lugares en donde habían resuelto la Configuración que los había traído aquí. En el caso de Frank, era la habitación del primer piso del número cincuenta y cinco de la calle Ludovico.

Durante la mayor parte de un año, el panorama no había sido nada instructivo: ni siquiera habían pisado la casa. Y entonces vinieron ellos, Rory y la hermosa Julia. Y la esperanza había vuelto a surgir…

Había formas de escapar, según se murmuraba: hendijas del sistema, que podían permitir que una mente lo bastante flexible o sagaz egresara hacia la habitación de donde había venido. Si un prisionero lograba hacer realidad esa fuga no había manera de que los hierofantes fueran por él. Para poder cruzar el Cisma, debían ser
invocados
. Sin una invitación así, debían quedarse en el umbral, como perros, rascando y rascando, pero incapaces de entrar.

La fuga, en consecuencia, si podía lograrse, traía consigo un fallo definitivo: total disolución del matrimonio por error en el que se había embarcado el prisionero. Era un riesgo que valía la pena correr. En realidad, no era para nada un riesgo. ¿Qué castigo podía ser peor que la idea de sufrir dolor sin ninguna esperanza de liberación?.

Había tenido suerte. Algunos prisioneros habían partido del mundo sin dejar suficientes señales de sí mismos a partir de las cuales, dada la apropiada combinación de circunstancias, poder rehacerse. Él sí. Casi su ultimo acto, aparte de gritar, había sido el de vaciar sus testículos en el suelo. El esperma muerto era una magra prenda de su yo esencial, pero bastaba. Al resbalarse el formón de su querido hermano Rory (el dulce Rory, manos de manteca) una parte de Frank se había beneficiado con ese dolor. Había encontrado un resquicio y un vestigio de energía con la que había logrado arrastrarse hasta un lugar seguro. Ahora dependía de Julia.

A veces, sufriendo en la pared, pensaba que ella, por miedo, lo dejaría solo. Que haría eso, o que racionalizaría la visión que había tenido y decidiría que había sido un sueño. Si tal cosa ocurría, estaba perdido. Carecía de la energía necesaria para repetir la aparición.

Pero hubo señales que le dieron motivos para la esperanza. El hecho de que ella regresara a la habitación en dos o tres ocasiones, por ejemplo, y que simplemente se quedara parada en la penumbra, contemplando la pared. En la segunda visita, incluso había llegado a mascullar unas palabras, aunque él había captado solo unos fragmentos. La palabra
“aquí”
era una de ellas. Y
“esperando”
y
“pronto”
. Suficiente para mantenerlo alejado de la desesperanza.

Había otro estimulo par su optimismo. Ella había extraviado el camino, ¿no? Lo había visto en su cara, cuando —antes del día en que Rory se clavara el formón— ella y su hermano habían estado juntos en el dormitorio. Había percibido las expresiones entre líneas, los momentos en que ella bajaba la guardia y la tristeza y la frustración que sentía eran evidentes.

Sí, estaba perdida. Casada con un hombre por el que no sentía amor e incapaz de ver la salida.

Bueno, aquí estaba él. Podían salvarse el uno al otro, como lo poetas aseguraban que debían hacerlo los amantes. Él era un misterio, él era oscuridad, él era todo lo que ella había soñado. Y si ella lo liberaba, él le prestaría sus servicios —oh, si— hasta que su placer alcanzara ese umbral que, como todos los umbrales, era un lugar donde los fuertes se hacían más fuertes y los débiles perecían.

Allí, el placer era dolor, y viceversa. Y él conocía tan bien ese lugar que allí se sentía como en casa.

Seis

1

En la tercera semana de septiembre, el tiempo se puso frió: una corriente del Ártico trajo consigo un viento rapaz que dejo a los árboles desnudos de hojas en pocos días.

El frió hizo necesario un cambio de indumentaria y un cambio de planes. En vez de caminar, Julia fue en el auto. Condujo hasta el centro de la ciudad en las primeras horas de la tarde y encontró un bar donde las transacciones de la hora del almuerzo eran animadas pero no estruendosas.

Los clientes entraban y salían. Había jóvenes turcos, empleados en bufetes de abogados y contadores, debatiendo sobre sus ambiciones; grupos de libadores de vino cuya única declaración de sobriedad eran sus trajes y, más interesante, un puñado de individuos que estaban sentados solos en sus mesas y que se limitaban a beber. Julia cosechaba una buena cantidad de miradas de admiración, pero la mayoría provenía de los jóvenes turcos. Recién después de pasada una hora, cuando los esclavos a sueldo regresaban al trabajo, detecto que un sujeto estaba contemplando su reflejo en el espejo del bar.

Durante los siguientes diez minutos, mantuvo los ojos fijos en ella. Julia continuo bebiendo, tratando de ocultar todo signo de agitación. Y entonces, sin previo aviso, él se puso de pie y cruzo el local hasta su mesa.

—¿Bebes sola? —dijo.

Julia tuvo ganas de salir corriendo. Su corazón latía con tanta furia que él hombre, seguramente, podía oírlo. El sujeto le pregunto si deseaba otro trago; ella dijo que si. Claramente complacido de no haber sido rechazado, se dirigió a la barra, encargo dos dobles y regreso a su lado.

Era rubicundo y un talle más grande que el traje azul oscuro. Solo sus ojos delataban algún indicio de nerviosismo: se posaban en Julia solo por momentos y luego se apartaban de golpe como peces sobresaltados.

No existiría ninguna conversación seria; Julia ya lo tenia decidido. No quería saber mucho de él. Su nombre, si era necesario. Su profesión y estado civil, si él insistía. Apartando esas cosas, que solo fuera un cuerpo.

Según descubrió, no había peligro de confesiones. Julia había conocido adoquines más charlatanes que él.

Sonreía ocasionalmente, con una sonrisa breve, nerviosa, que mostraba unos dientes demasiado parejos para ser auténticos…y le ofreció beber otra copa. Ella se negó, deseando que la cacería llegue a su fin lo antes posible, y le pregunto si tenia tiempo para tomar un café. Él le contesto que sí.

—Mi casa esta solo a unos minutos de aquí —respondió ella, y se fueron al auto. Julia no dejaba de preguntarse, mientras conducía el auto —con el pedazo de carne en el asiento del acompañante— porque todo esto estaba resultando tan fácil. ¿Ese hombre —con su mirada intelectual y su dentadura postiza— había nacido, lisa y llanamente, para ser una victima y, sabiéndolo, había aceptado el viaje? Sí; tal vez era así. Julia no tenía miedo, porque todo era tan perfectamente previsible…

Mientras hacia girar la llave en la puerta principal y entraba en la casa, pensó que había oído un ruido en la cocina. ¿Rory había regresado temprano, tal vez enfermo? Lo llamo. No hubo respuesta; la casa estaba vacía. Casi.

Del umbral en adelante, tenia todo planeado meticulosamente. Cerro la puerta. El hombre de traje azul se quedo contemplándose las manos arregladas por la manicura y espero la señal.

—A veces me siento sola —le dijo ella, mientras pasaba a su lado. Era una frase que se le había ocurrido en la cama, la noche anterior.

A modo de respuesta, él se limito a asentir, con una expresión que mezclaba miedo e incredulidad; estaba claro que no podía creer en su buena suerte.

—¿Quieres otro trago? —le pregunto ella—. ¿O vamos directamente arriba?

Él volvió a asentir.

—Creo que ya he bebido suficiente.

—Arriba, entonces.

Él efectuó un movimiento indeciso en dirección a ella, como si hubiese tenido intenciones de besarla. Sin embargo, Julia no quería galanterías. Esquivando el contacto, se dirigió al pie de la escalera.

—Yo voy delante —dijo ella. Él la siguió dócilmente.

En la cima de la escalera, Julia miro hacia atrás para echarle un vistazo y lo sorprendió enjugándose el sudor de la barbilla con un pañuelo. Espero a que la alcanzara y luego lo condujo por el pasillo hasta el dormitorio húmedo.

Había dejado la puerta entreabierta.

—Pasa —dijo ella.

Él obedeció. Una vez adentro, le tomo unos momentos acostumbrarse a la penumbra y un poco mas de tiempo vocalizar una observación:

—No hay cama.

Ella cerró la puerta y encendió la luz. Había colgado una chaqueta vieja de Rory en la puerta, del lado de adentro. En el bolsillo había dejado el cuchillo.

Él volvió a decir:

—No hay cama…

—¿Qué tiene de malo el piso? —respondió ella.

—¿El piso?

—Quítate la chaqueta. Tienes calor.

—Si —coincidió él, pero no hizo nada, así que Julia se le acerco y comenzó a deslizar el nudo de su corbata. El tipo estaba temblando, pobre corderito. Pobre corderito sin balidos. Mientras ella le quitaba la corbata, él comenzó a sacarse la chaqueta.

¿Frank estará mirando todo esto?, Se pregunto Julia. Sus ojos deambularon momentáneamente hacia la pared.

Sí, pensó; esta ahí. Él ve. Él sabe. Se relame y se impacienta.

El corderito habló.

—¿Por qué no… —comenzó—… por que no…haces lo mismo?

—¿Te gustaría verme desnuda? —lo provoco ella. Esas palabras hicieron centellear los ojos del hombre.

—Sí —contesto él rápidamente—. Sí, me gustaría.

—¿Mucho?

—Mucho. —Se estaba desabotonando la camisa.

—Me verás, tal vez.

El hombre le volvió a dedicar una sonrisa enana.

—¿Es un juego? —aventuró.

—Si quieres que lo sea —dijo ella, y lo ayudo a quitarse la camisa. Su cuerpo era pálido y cerúleo, como el de un hongo. Su pecho era ancho; su vientre, también. Ella tomó su rostro entre sus manos. Él le beso las puntas de los dedos.

—Eres hermosa —dijo él, escupiendo las palabras, como si lo hubieran estado incomodando durante horas.

—¿En serio?

—Sabes que es cierto. Bella. La mujer más bella que han visto mis ojos.

—Que galante de tu parte —dijo Julia, y regreso a la puerta. A sus espaldas, oyó que la hebilla del cinturón se abría y, cuando el dejo caer los pantalones, el sonido de la tela resbalando sobre la piel.

Hasta aquí y basta, pensó Julia. No tenia ningún deseo de verlo desnudo como un bebe. Ya era suficiente con tenerlo así…

Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.

—Ay, caramba —dijo de pronto el corderito.

Ella soltó el cuchillo.

—¿Qué pasa? —pregunto, volviéndose para mirarlo. Si el anillo que tenia en el dedo no hubiese delatado su estado civil, igual se hubiera dado cuenta de que era casado por los calzoncillos que usaba: embolsados y excesivamente lavados, una prenda nada provocativa, comprada por una esposa que hacia mucho tiempo había dejado de pensar en su marido en términos sexuales.

—Creo que necesito desagitar la vejiga —dijo él—. Demasiado whisky.

Ella se encogió levemente de hombros y volvió a mirar la puerta.

—No tardaré nada —dijo él a sus espaldas. Pero, antes de que pronunciara esas palabras, ella ya había introducido la mano en el bolsillo; cuando él caminaba hacia la puerta, ella lo enfrentó, blandiendo el cuchillo asesino.

El ritmo de marcha del hombre era muy rápido y recién logro ver el cuchillo a ultimo momento; incluso entonces, lo que cruzo su rostro fue la confusión, no el miedo. La expresión tuvo poca vida. Un momento después, el cuchillo estaba dentro suyo, cortándole el vientre con la misma facilidad con que una espada parte un queso demasiado maduro. Julia hizo una incisión y luego otra.

Al comenzar a salir la sangre, estuvo segura de que el dormitorio parpadeaba, que los ladrillos y la argamasa se estremecían al ver los chorros que brotaban de él.

Tuvo un instante para admirar el fenómeno, no más, antes de que el corderito exhalara una maldición remanida y —en vez de alejarse del alcance del cuchillo, como Julia lo había anticipado— avanzara un paso hacia ella y, de un golpe, le arrancara el arma de la mano. El cuchillo se deslizo por el piso de madera y choco contra el zócalo.

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