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Authors: Clive Barker

Hellraiser (2 page)

BOOK: Hellraiser
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Pero no. No había mujeres, no había suspiros. Solo estas cosas sin sexo, con las carnes corrugadas.

Ahora, hablo el tercero. Sus rasgos estaban tan abundantemente llenos de cicatrices —heridas vueltas a abrir hasta que se hincharan como globos— que sus ojos no se veían y sus palabras salían deformadas de tan desfigurada que tenia la boca.

—¿Que quieres? —le pregunto a Frank.

Frank escudriño a este interrogador con más confianza que a los otros dos. El miedo se iba diluyendo a medida que pasaban los segundos. Los recuerdos del lugar aterrador que estaba detrás de la pared ya estaban retirándose. Se quedo solo con esos tres seres decadentes y decrépitos, con su hedor, su estrambótica deformidad, su evidente fragilidad. La única cosa a la que debía temer era la nausea.

—Kircher me dijo que ustedes eran cinco —dijo Frank.

—El ingeniero vendrá si el momento lo justifica —fue la respuesta—. Ahora, nuevamente, te preguntamos: ¿que quieres?

¿Por qué no responderles directamente?

—Placer —contesto—. Kircher dijo que ustedes saben de placeres.

—OH, así es —dijo el primero—. Todo lo que siempre quisiste.

—¿Si?

—Por supuesto. Por supuesto —Lo miraba fijo con esos ojos excesivamente desnudos—. ¿Qué es lo que has soñado? —dijo.

La pregunta, planteada con tanta crudeza, lo confundió. ¿Cómo podía ser capaz de articular la naturaleza de los fantasmas que su libido había creado? Aun estaba buscando las palabras cuando uno de ellos dijo:

—¿Este mundo…te decepciona?

—Bastante —respondió.

—No eres el primero que se cansa de sus trivialidades —fue la respuesta—. Existieron otros.

—No muchos —tercio el de rostro reticulado.

—Cierto. Un puñado, como máximo. Pero unos pocos se atrevieron a usar la Configuración de Lemarchand. Hombres como tu, hambrientos de nuevas posibilidades, enterados de que poseemos habilidades desconocidas en tu región.

—Había esperado…—comenzó Frank.

—Sabemos lo que habías esperado —respondió el Cenobita—. Entendemos de cabo a rabo la naturaleza de tu frenesí. Nos es completamente familiar.

Frank gruño.

—Entonces —dijo— ya saben lo que he soñado. ¿Pueden proporcionarme ese placer?

El rostro de la cosa se partió en dos; sus labios se deslizaron hacia atrás, dibujando una sonrisa de mandril.

—No como tú lo entiendes —respondió.

Frank quiso interrumpir, pero la criatura elevo una mano para hacerlo callar.

—Hay ciertos estados de las terminaciones nerviosas —dijo— que tu imaginación, por mas afiebrada que sea, no podría soñar con evocar.

—¿Si?

—OH, si. OH, con toda certeza. Tu perversión mas apreciada es solo un juego de niños comparada con las experiencias que ofrecemos.

—¿Quiere participar en ellas? —dijo el segundo Cenobita.

Frank miro las cicatrices y los anzuelos. Otra vez, su lengua era deficiente.

—¿Quieres?

Afuera, en algún sitio cercano, el mundo pronto estaría despertando. Él lo había visto despertar desde la ventana de esta misma habitación, día tras día, desperezándose y preparándose para otra ronda de actividades infructuosas, y el sabia,
sabia
, que allí no quedaba nada que lo entusiasmara. Nada de calor, solo transpiración. Nada de pasión, solo lujuria momentánea, y una indiferencia igualmente repentina. Le había dado la espalda a esas insatisfacciones. Si para hacerlo debía interpretar las señales que acompañaban a estas criaturas, entonces ese era el precio de la ambición. Estaba dispuesto a pagarlo.

—Muéstrenme —dijo.

—No hay retorno. ¿Comprendes eso?

—Muéstrenme.

No necesitaron de más invitaciones para levantar el telón. Frank oyó que la puerta se habría con un crujido, dio media vuelta y vio que el mundo que estaba del otro lado del umbral había desaparecido, para ser reemplazado por la misma oscuridad pavorosa de la que habían surgido los miembros de la Orden. Miro hacia atrás, en dirección a los Cenobitas, buscando alguna explicación para todo esto. Pero habían desaparecido. Su presencia, no obstante había dejado rastros. Se habían llevado las flores, dejando solo las tablas del piso; en la pared, las ofrendas que Frank había preparado se estaban poniendo negras, como si unas llamas feroces pero invisibles estuviesen consumiéndolas. Percibió el olor amargo de su destrucción; le aguijoneaba las fosas nasales con tanta agudeza que seguramente comenzarían a sangrar.

Pero el olor a quemado solo fue el principio. Apenas lo hubo registrado, media docena de otros aromas colmaron su cabeza. Perfumes que, hasta ahora, apenas había notado resultaban de pronto abrumadoramente fuertes. El aroma residual de los capullos robados, el olor de la pintura del cielorraso y el de la savia de la madera que tenía a sus pies: todos invadían su cabeza.

Incluso podía oler la oscuridad que estaba del otro lado de la puerta, y en ella los excrementos de cien mil pájaros.

Se cubrió la boca y la nariz con la mano, para evitar que la embestida lo superara, pero el hedor de la transpiración de sus dedos lo hizo sentir mareado. De no haber sido por las nuevas sensaciones que inundaban su sistema, penetrando por cada terminación nerviosa y cada papila gustativa, hubiese llegado a la nausea.

Parecía que, súbitamente podía sentir la colisión de las motas de polvo contra su piel. Cada inspiración le escoriaba los labios; cada parpadeo, los ojos. En el fondo de su garganta ardía la bilis; un trocito de la carne de ayer, alojado entre sus dientes, le provoco espasmos en todo el organismo al exudar una gotita de salsa que fue a caer sobre la lengua.

Sus oídos, no eran menos sensibles. En su cabeza resonaban un millar de ruidos, algunos de los cuales los producía el mismo. El aire que se estrellaba contra sus tímpanos era un huracán; la flatulencia de sus intestinos era un trueno. También lo asaltaban otros sonidos —innumerables sonidos— que procedían de lugares que estaban lejos de el. Voces que se elevaban furiosas, declaraciones de amor susurradas, rugidos y traqueteos, trozos de canciones, llantos.

¿Era el mundo lo que oía? ¿El amanecer en un millón de hogares? No tenía manera de ponerse a escuchar con detenimiento; la cacofonía expulsaba de su cabeza toda capacidad de análisis.

Pero había algo peor. ¡Los ojos! Oh, Dios del Cielo, nunca había imaginado que pudiera existir un tormento semejante. Él, que había pensado que no quedaba nada en la tierra que pudiera conmoverlo… ¡ahora estaba espantado! ¡En todos lados,
la vista
!

El yeso liso del cielorraso era una sobrecogedora geografía de pinceladas. La tela de su camisa lisa, una insoportable elaboración de hilos. En el rincón, vio que un acaro caminaba por la cabeza de una paloma muerta y que pestañeaba al verlo, advirtiendo que el también lo veía. ¡Demasiado!
¡Demasiado!

Abatido, cerró los ojos. Pero había mas cosas
adentro
que afuera, recuerdos cuya violencia lo sacudió hasta llevarlo al borde de la insensatez. Mamo la leche de su madre y se atraganto; sintió que lo rodeaban los brazos de su hermano (¿era una pelea o un abrazo fraternal? De todos modos, lo sofocaba). Y mas, muchísimo mas. Toda una breve vida de sensaciones, inscriptas en su cortex con perfecta caligrafía, que lo despedazaban con su insistencia en ser recordadas.

Se sentía a punto de explotar. Seguramente, el mundo que había afuera de su cabeza —la habitación, y los pájaros que estaban del otro lado de la puerta—, a pesar de todos sus excesos ensordecedores, no podía ser tan opresivo como sus recuerdos. Mejor eso, pensó, y trato de abrir los ojos. Pero no querían despegarse; se los habían sellado con lágrimas, con pus o con aguja e hilo.

Pensó en las palabras de los Cenobitas; los anzuelos, las cadenas. ¿Lo habían sometido a una cirugía similar, dejándolo encerrado detrás de sus ojos con el desfile de su propia historia?

Temiendo por su propia cordura, Frank comenzó a hablarles, aunque ya no estaba seguro de que estuvieran lo bastante cerca para escucharlo.

¿Por qué?
—preguntó—. ¿Por qué me hacen esto?

El eco de sus palabras rugió en sus oídos, pero apenas le presto atención. Otras impresiones sensoriales emergían del pasado para atormentarlo. La niñez aun se demoraba en su lengua (leche y frustración), pero ahora se agregaban sentimientos de adulto. ¡Había crecido! Era bigotudo y poderoso; de manos pesadas, de tripas grandes.

Los placeres juveniles habían tenido el encanto de la novedad, pero a medida que avanzaban los años y la moderada sensación perdía potencia, había necesitado de experiencias cada vez más fuertes. Y ahí estaban de nuevo, más incisivas aun por estar en la oscuridad, en el fondo de su cabeza.

Sintió sabores innombrables en la lengua: amargo, dulce, ácido, salado; sintió el olor de las especias, de la mierda y del cabello de su madre; vio ciudades y cielos; vio velocidad, vio profundidades; partió el pan con hombres ahora muertos y el calor de su saliva le escaldo las mejillas.

Y, por supuesto, había mujeres.

Siempre en medio del aturdimiento y la confusión, aparecían recuerdos de mujeres, asaltándolo con sus aromas, sus texturas, sus sabores.

La proximidad de ese harén lo excito, a pesar de las circunstancias. Se abrió los pantalones y se acaricio el miembro, mas ansioso de derramar la simiente para librarse de esas criaturas que para sentir placer.

Mientras se tocaba, era lejanamente consciente de que debía estar ofreciendo un panorama lamentable: un ciego en un cuarto vació, excitado por un sueño. Pero el orgasmo malgastado, sin gozo, no logro atemperar la inexorable exhibición. Le flaquearon las rodillas y su cuerpo se derrumbo sobre el piso de madera, donde había caído el semen. Al tocar el suelo sintió un espasmo de dolor, pero la reacción fue arrastrada por otra ola de recuerdos.

Rodó hasta quedar de espaldas y grito, grito y rogó que todo terminara, pero las sensaciones se intensificaron todavía mas; a cada oración implorando que se detuvieran, respondían disparándose hacia nuevas alturas.

Las suplicas se volvieron un solo sonido; el pánico eclipsaba las palabras y su significado. Parecía que todo esto nunca tendría fin, sino locura. Ninguna esperanza, sino la pérdida de toda esperanza.

Mientras formulaba este ultimo y desesperado pensamiento, el tormento acabo.

De golpe, todo junto. Desapareció. La vista, el sonido, el tacto, el gusto, el olor. Abruptamente, lo habían despojado de todos ellos. Entonces transcurrieron unos segundos durante los cuales dudo de su propia existencia. Dos latidos de su corazón; tres; cuatro.

En el quinto latido, abrió los ojos. La habitación estaba vacía, las palomas y los frascos con pis habían desaparecido. La puerta estaba cerrada.

Cautelosamente, se sentó. Le hormigueaban las extremidades; le dolía la cabeza, también las muñecas y la vejiga.

Y entonces…un movimiento que vio en el lado opuesto del cuarto le llamo la atención.

Donde dos minutos antes solo había un espacio vació, ahora había una figura. Era el cuarto Cenobita, el que no había hablado ni mostrado su rostro. No era
él
, según notaba ahora, sino
ella
. Se había quitado la capucha que llevaba, al igual que la ropa. La mujer que había debajo era gris pero fulguraba; tenía los labios ensangrentados y las piernas muy abiertas para dejar al descubierto el pubis elaboradamente escarificado. Estaba sentada sobre una pila de cabezas humanas en descomposición y le daba la bienvenida con una sonrisa.

La antagónia de sensualidad y muerte lo dejo apabullado. ¿Podía albergar alguna duda de que la mujer había eliminado a esas victimas personalmente? Debajo de sus uñas había podredumbre, y las lenguas de los muertos —veinte o más— se alineaban sobre sus muslos aceitados, como esperando para entrar. Tampoco dudo en pensar que los cerebros que ahora chorreaban de las orejas y las fosas nasales de las victimas habían sido empujados a la locura antes de que un golpe o un beso detuvieran sus corazones.

Kircher le había mentido o había sido objeto de un horrible engaño. No había una atmósfera de placer, al menos no de placer como la humanidad lo entendía.

Había cometido un error al abrir la caja de Lemarchand. Un muy terrible error.

—Ah, ¿así que ya terminaste de soñar? —dijo la Cenobita, estudiándolo, mientras él, acostado en el piso de madera, jadeaba—. Bien.

La mujer se puso de pie. Las lenguas cayeron al suelo, como una lluvia de babosas.

—Ahora podemos comenzar —dijo ella.

Dos

1

—No es lo que yo esperaba —comento Julia mientras estaban en el pasillo. Era la hora del crepúsculo; un frió día de agosto. No era el momento ideal para ver una casa que había estado vacía tanto tiempo.

—Necesita trabajo —dijo Rory—. Nada más. No la han tocado desde que murió mi abuela. Son casi tres años. Y estoy seguro de que mi abuela nunca le hizo nada durante los últimos años de su vida.

—¿Y es tuya?

—Mía y de Frank. La heredamos los dos. ¿Pero cuando fue la última vez que alguien vio a mi hermano mayor?

Ella se encogió de hombros, como si no pudiera recordarlo, aunque lo recordaba muy bien. Una semana antes de la boda.

—Alguien me dijo que el verano pasado Frank estuvo unos días aquí. En celo, sin duda. Después se fue otra vez. No tiene interés en esta propiedad.

—Pero, ¿y si nos mudamos, y entonces él vuelve y reclama lo suyo?

—Le compro su parte. Consigo un préstamo del banco y le compro su parte. Siempre anda necesitado de efectivo.

Julia asintió, pero no pareció del todo convencida.

—No te preocupes —dijo él, acercándose a ella y envolviéndola en sus brazos—. Este lugar es nuestro, muñeca. Podemos pintarlo, adornarlo y convertirlo en el paraíso.

Estudió el rostro de ella. A veces —particularmente cuando la duda la sacudía, como ahora— su belleza casi lo asustaba.

—Confía en mi —dijo él.

—Confío.

—Muy bien, entonces. ¿Qué te parece si empezamos a mudarnos el domingo?

2

Domingo

En esta parte de la ciudad, seguía considerándose el Día del Señor. Aunque los propietarios de esas casas bien vestidas y de esos niños bien planchados no creyeran en nada, igual respetaban el Sabbath. Cuando estaciono la camioneta de Lewton y comenzaron a descargar, algunos apartaron las cortinas para espiar. Unos pocos vecinos curiosos llegaron incluso a pasar una o dos veces delante de la casa, caminando perezosamente, con el pretexto de pasear a los perros, pero ninguno hablo con los recién llegados, ni mucho menos se ofreció a ayudarlos con los muebles. El domingo no era día para derramar el sudor de la frente.

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