Hellraiser (4 page)

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Authors: Clive Barker

BOOK: Hellraiser
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Al día siguiente, Frank desapareció. Voló a Bangkok o la Isla de Pascua, algún sitio donde no tuviera deudas de las que hacerse cargo. Julia lo lloró; no pudo evitarlo. Y sus llantos no pasaron desapercibidos. Aunque nunca se discutió explícitamente, a menudo se preguntaba si el subsiguiente deterioro en su relación con Rory no habría comenzado entonces: ella pensando en Frank mientras le hacia el amor a su hermano.

¿Y ahora? Ahora, a pesar del cambio de ambiente domestico y de la oportunidad de comenzar una nueva vida juntos, parecía que la situación conspiraba para volver a recordarle a Frank.

No eran solo los chismes de los vecinos los que lo habían devuelto a su memoria. Un día, cuando estaba sola en la casa y desembalando diversas pertenencias personales, se topo con varios álbumes de fotos de Rory.

Muchas eran fotos relativamente recientes de ellos dos, juntos, en Atenas y Malta. Pero, enterradas entre las sonrisas transparentes, había algunas fotos que Julia no recordaba haber visto antes (¿Rory se las había escondido?), retratos familiares que databan de hacia décadas. Una fotografía de la boda de los padres de Rory: una imagen en blanco y negro, degradada por los años a matices de gris. Fotos de bautismos en las que orgullosos abuelos sostenían bebes tapados de ropa con puntillas.

Y luego, fotografías de los hermanos juntos; de bebes, con los ojos grandes; como ariscos escolares, fotografiados en exhibiciones gimnásticas y en teatralizaciones de la escuela. Después, en el periodo en que sus ojos miraban tímidamente desde una adolescencia llena de acne, la cantidad de fotos mermaba, hasta que, superada la pubertad, los sapos se convertían en príncipes.

Al ver a Frank en colores brillantes, haciéndose el gracioso ante la cámara, sintió que se sonrojaba. Había sido un joven exhibicionista, cosa previsible: siempre vestido a la moda. Rory, en comparación, se veía desaliñado. Le pareció que esos retratos primitivos esbozaban las vidas futuras de los hermanos. Frank, el camaleón sonriente, seductor; Rory, el ciudadano decente.

Finalmente, guardo las fotos y descubrió, cuando se puso de pie, que además de sonrojarse había llorado. No de arrepentimiento. Eso era algo que no tenia sentido. Era la furia lo que le hacia arder los ojos. De algún modo, de un instante a otro, se había extraviado.

También sabia, con perfecta certeza, en que momento el control de su propia vida había flaqueado por primera vez. Acostada en la cama cubierta con el ajuar de boda, mientras Frank le colmaba el cuello de besos.

3

De vez en cuando, Julia subía a la habitación de las persianas selladas.

Hasta ahora, habían realizado muy pocos trabajos de decoración en el piso de arriba, prefiriendo organizar primero las zonas expuestas a la manera pública. Por lo tanto, el dormitorio había quedado intacto
. Inexplorado
, en realidad, excepto por esas pocas visitas de Julia.

No estaba segura de por que subía, ni de cómo considerar el extraño acopio de sentimientos que la acosaba mientras estaba allí. Pero había algo en ese oscuro interior que le daba una sensación de bienestar: era una especie de útero, el útero de una mujer muerta. A veces, cuando Rory estaba trabajando, ella ascendía los escalones y sencillamente se quedaba sentada en la quietud, pensando en nada, o en algo que no podía expresar con palabras.

Esas estadías la hacían sentir raramente culpable y trataba de mantenerse apartada del dormitorio cuando Rory andaba por ahí. Pero no siempre era posible. A veces, sus pies la llevaban allí sin tener instrucciones de hacerlo.

Así ocurrió ese sábado, el día de la sangre.

Había mirado a Rory mientras trabajaba en la puerta de la cocina, levantando con un formón las varias capas de pintura que rodeaban a las bisagras, cuando le pareció oír que el dormitorio la llamaba. Satisfecha de que Rory estuviera completamente enfrascado en sus labores, subió.

Hacia mas frió que de costumbre y se alegro. Apoyo la mano en la pared y luego transfirió la helada palma a su propia frente.

—Es inútil —murmuro para si misma, imaginándose al hombre que trabajaba abajo. No lo amaba; no más de lo que él, rendido ante el encanto de la belleza de su rostro, la amaba a ella. Él rasqueteaba pintura en su propio mundo; aquí, muy distante de él, ella sufría.

Una corriente de aire empujo la puerta trasera del piso de abajo. Julia oyó que se cerraba de golpe.

En la planta baja, el sonido hizo que Rory perdiera concentración, el formón resbalo, clavándose profundamente en el pulgar de su mano izquierda. Al ver el chorro de color que brotaba, lanzo un grito. El formón cayó al suelo.

—¡Por todos los demonios!

Ella lo oyó, pero no hizo nada. Emergiendo de un estupor de melancolía, advirtió, demasiado tarde, que Rory estaba subiendo. Buscando torpemente la llave y una excusa para justificar su presencia en el cuarto, se puso de pie, pero él ya estaba en la puerta, cruzando el umbral, corriendo hacia ella, con la mano derecha cerrada sobre la izquierda. La sangre manaba en abundancia. Se colaba por entre sus dedos y se le escurría por el brazo, goteándole del codo, dejando mancha tras mancha sobre el piso de madera.

—¿Qué hiciste? —le pregunto ella.

—¿Qué te parece? —dijo él rechinando los dientes—. Me corte.

Su rostro y cuello se habían puesto del color de la masilla de la ventana. No era la primera vez que Julia lo veía así; en una ocasión, Rory se había desmayado ante la vista de su propia sangre.

—Haz algo —dijo él con nauseas.

—¿Es profunda?

—¡No lo sé! —le grito él—. No quiero mirar.

Rory era un ridículo, pensó ella, pero este no era el momento de ventilar el desprecio que sentía. En vez de hacerlo, tomo la mano sangrante de Rory en las suyas y, mientras él apartaba la vista, examino el corte. Era de considerable tamaño y seguía sangrando profusamente. Sangre profunda; sangre oscura.

—Creo que será mejor que te lleve al hospital —le dijo.

—¿Puedes cubrirla? —le pregunto él, ahora con la voz desprovista de irritación.

—Claro. Buscare una venda limpia. Vamos…

—No —dijo él, meneando el rostro ceniciento—. Si doy un solo paso, creo que me voy a desmayar.

—Entonces quédate aquí —lo apaciguo ella—. Te pondrás bien.

Al no encontrar en el botiquín del baño vendas adecuadas para la curación, tomo unos pañuelos limpios del cajón de él y regreso al dormitorio. Rory estaba apoyado contra la pared, con la piel brillante de sudor. Había pisado la sangre derramada. Julia percibió su sabor en el aire.

Tranquilizándolo, le dijo con calma que no se iba a morir por un corte de cinco centímetros; le envolvió la mano con un pañuelo, ato el otro alrededor de este y luego lo escolto, mientras él temblaba como una hoja, escaleras abajo (escalón por escalón, como un niño) y hasta el auto.

En el hospital, esperaron una hora en la fila de heridos ambulatorios antes de que finalmente lo atendieran y lo cosieran. A Julia le resultaba difícil saber, en retrospectiva, que era lo mas cómico del episodio: la debilidad de Rory o la extravagante gratitud que le expreso después. Cuando el exceso de elogios se le hizo demasiad repugnante, Julia le dijo que no quería que le diera las gracias, y era cierto.

No quería nada que él pudiera ofrecerle, excepto, tal vez, su ausencia.

4

—¿Limpiaste el piso del dormitorio húmedo? —le pregunto Julia al día siguiente. Lo llamaban “el dormitorio húmedo” desde aquel primer domingo, aunque, del cielorraso al zócalo, no había señales de hongos en la habitación.

Rory aparto la mirada de la revista. Bajo sus ojos colgaban grises medialunas. No había dormido bien, según le había dicho. Un dedo cortado y ya había tenido pesadillas de muerte. Ella, por el contrario, había dormido como un bebé.

—¿Qué dijiste? —le preguntó.

—El piso… —volvió a decir ella—. Había sangre en el piso ¿La limpiaste?

El meneo la cabeza.

—No —dijo sencillamente, y volvió a la revista.

—Bueno, yo tampoco —dijo ella.

Él le dedico una sonrisa indulgente.

—Eres un ama de casa tan perfecta… —dijo—. Cuando haces las cosas ni siquiera te das cuenta.

El tema quedo cerrado allí. Aparentemente, él se contentaba con creer que Julia estaba perdiendo la cordura.

Ella, por el contrario, tuvo la extrañísima sensación de que estaba a punto de volver a encontrarla.

Cuatro

1

Kirsty odiaba las fiestas. Las sonrisas pegadas con engrudo para tapar el pánico, las miradas que había que interpretar y lo peor de todo: la conversación. No tenía nada que decir que fuera del menor interés para el mundo; hacia mucho tiempo que se había convencido de eso.

Había visto demasiados ojos vidriosos para creer lo contrario; sabia de todos los artilugios conocidos por el hombre para apartarse cortésmente de la compañía de la gente insulsa, desde “Discúlpame, creo que por allá esta mi contador” hasta caer desmayados a sus pies de tan borrachos.

Pero Rory había insistido en que viniera a la fiesta de inauguración de la casa. Solo algunos amigos íntimos, le había prometido. Ella había aceptado, sabiendo demasiado bien que escenario la aguardaba en caso de negarse. Quedarse apáticamente en casa, inmersa en un caldo de auto-reproches, maldiciendo su cobardía y pensando en el dulce rostro de Rory.

La reunión no resulto ser un tormento tan terrible. Había solo nueve invitados en total; ella los conocía vagamente a todos, lo que facilito las cosas. Nadie esperaba que ella fuese el alma de la fiesta, solo que asintiera y riera cuando correspondiera. Y Rory —con la mano aun vendada— estaba en uno de sus mejores momentos, lleno de cándida bonhomía. Kirsty, incluso, se pregunto si Neville, uno de los compañeros de trabajo de Rory, no le estaba haciendo ojitos detrás de las gafas, sospecha que fue confirmada al promediar la velada, cuando él efectuó varias maniobras hasta ubicarse a su lado y le pregunto si tenia interés en la cría de gatos. Ella contesto que no, pero que siempre le interesaban las nuevas experiencias. Neville pareció fascinado y, con este frágil pretexto, procedió a acosarla con invitaciones a beber licor durante el resto de la noche. Al dar las once y media, Kirsty era un despojo mareado pero feliz y el comentario más intrascendente le producía ataques de risa cada vez más intensos.

Poco después de medianoche, Julia declaro que estaba cansada y quería acostarse. La frase fue interpretada como una señal para iniciar la dispersión general, pero Rory no lo permitió. Se levanto y se puso a llenar las copas antes de que nadie tuviera oportunidad de protestar. Kirsty estaba segura de haber visto una expresión de disgusto en la cara de Julia; el gesto desapareció enseguida, el entrecejo ya no estaba arrugado. Julia se despidió, recibió profusas felicitaciones por su hábil preparación del hígado de ternera y se fue a la cama.

Los impecablemente hermosos eran impecablemente felices, ¿verdad? A Kirsty, esto siempre le había parecido una obviedad. Esa noche, sin embargo, el alcohol le hizo preguntarse si la envidia no la habría cegado. Tal vez, ser impecable era otra forma de ser triste.

Pero su cabeza daba vueltas y en este momento era ineficaz para tales reflexiones, y al segundo siguiente Rory estaba de pie y contando un chiste sobre un gorila y un jesuita que la hizo atragantarse con la bebida, incluso antes de que llegara la parte de las velas votivas.

Arriba, Julia oyó un nuevo estallido de risas. Realmente estaba muy cansada, como había afirmado, pero no era él haber cocinado lo que la había dejado exhausta. Era el esfuerzo por ahogar el desprecio que sentía por los malditos tontos que estaban reunidos en el salón de abajo. Una vez había llamado amigos a esos retardados, con sus pobres chistes y sus pretensiones aun más pobres. Había participado en su juego durante varias horas; era suficiente. Ahora necesitaba un lugar fresco, algo de oscuridad.

Ni bien abrió la puerta del dormitorio húmedo, supo que las cosas no estaban como antes. La luz de la lámpara sin pantalla del pasillo iluminaba las tablas del piso donde había caído la sangre de Rory, ahora tan limpias como si las hubiesen rasqueteado. Mas allá de donde alcanzaba la luz, la habitación se sumía en la oscuridad. Dio un paso al interior y cerro la puerta. A sus espaldas, el cerrojo hizo clic.

La oscuridad era casi perfecta y se alegro de que así fuera. Sus ojos descansaron con la noche, con sus heladas superficies.

Entonces, desde el otro lado del cuarto, escucho un sonido.

No era mas fuerte que el rumor de una cucaracha corriendo detrás de los zócalos. Pasados unos segundos, cesó. Escucho su propia respiración. Volvió a oírlo otra vez. Esta vez, le pareció que el ruido obedecía a algún esquema, a un código primitivo.

Abajo estaban riendo como lunáticos. Ese sonido le provoco desesperación. ¿Qué no haría con tal de librarse de semejante compañía?.

Trago saliva y le hablo a la oscuridad.

—Te oigo —dijo, sin estar segura de por que le brotaban esas palabras o a quien estaban dirigidas.

Los rasqueteos de la cucaracha cesaron por un momento y luego recomenzaron, más apremiantes. Se aparto de la puerta y se desplazo hacia el ruido. Este continuo, como si la estuviera llamando.

En la oscuridad, era fácil calcular mal; alcanzo la pared antes de lo esperado. Levantando las manos, comenzó a recorrer el yeso pintado con las palmas. La superficie no era uniformemente fría. Había un lugar —ella calculo que estaba a mitad de camino entre la puerta y la ventana— donde el frió se volvía tan intenso que tuvo que interrumpir el contacto. La cucaracha dejo de escarbar.

Hubo un momento en el cual, totalmente desorientada, agito los brazos en la oscuridad y el silencio. Y después algo se movió delante de ella. Un espejismo mental, supuso, porque aquí solo podía existir la luz imaginaria.

Pero el espectáculo que siguió le demostró el error de esa presunción.

La pared estaba iluminada, o mejor dicho, algo que estaba detrás de la pared brillaba con una fría luminiscencia que hacia que los sólidos ladrillos parecieran materia insustancial.
Más todavía,
la pared parecía estar partiéndose, sus segmentos se deslizaban y dislocaban como el artefacto de un mago: paneles aceitados que revelaban cajas ocultas, cuyos lados, a su vez, se desplomaban para revelar más escondrijos. Julia observo fijamente, sin atreverse siquiera a pestañear por temor a perderse algún detalle de este extraordinario juego de prestidigitación, mientras el mundo se separaba en pedazos ante de sus ojos.

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