Herejes de Dune (74 page)

Read Herejes de Dune Online

Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Herejes de Dune
4.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El núcleo es estático, Sheeana. Hemos permanecido en una inmovilidad casi absoluta durante miles de años. La vida y el movimiento están «ahí afuera», con la gente de la Dispersión que se resiste a las rameras. Hagamos lo que hagamos, debemos conseguir que esa resistencia sea aún más fuerte.

El sonido de los tópteros acercándose apartó a Taraza de sus recuerdos. Los OMI estaban llegando de Keen. Estaban aún a una cierta distancia, pero el sonido se transmitía hasta lejos en el límpido aire.

El método de enseñanza de Odrade era bueno, había tenido que admitir Taraza mientras escrutaba el cielo en busca del primer indicio de los tópteros. Aparentemente llegaban a baja altura y por el otro lado del edificio. Aquella no era la dirección correcta, pero quizá habían llevado a los OMI a una corta excursión sobre los restos del muro del Tirano. Mucha gente sentía curiosidad por el lugar donde Odrade había encontrado la reserva de especia.

Capítulo XLV

El mundo es para los vivos. ¿Dónde están?

Desafiamos a la oscuridad a que alcance lo blanco y cálido.

Ella era el viento cuando el viento estaba en mi camino.

Vivo al mediodía, perecí en su belleza.

Quien se alza de la carne al espíritu conoce la caída.

El mundo salta por encima del mundo y lo ilumina todo.

Theodore Roethke (Cita histórica: Dar–es–Balat)

Teg necesitó muy poca voluntad consciente para convertirse en un torbellino. Había reconocido al fin la naturaleza de la amenaza de las Honoradas Matres. El reconocimiento encajaba perfectamente con las confusas exigencias de su nueva consciencia Mentat que corría pareja con su velocidad incrementada.

Una monstruosa amenaza requería unas contramedidas monstruosas. La sangre lo salpicó cuando se lanzó a través del edificio del cuartel general, masacrando todo lo que encontraba a su paso.

Como había aprendido de sus maestras Bene Gesserit, el gran problema del universo humano residía en cómo se conseguía la procreación. Podía oír la voz de su primera maestra mientras arrastraba consigo la destrucción a través de todo el edificio:

—Puedes pensar en ello únicamente como sexualidad, pero nosotras preferimos el término más básico: procreación. Posee muchas facetas y ramificaciones, y aparentemente tiene una energía ilimitada. La emoción llamada «amor» es solamente un aspecto pequeño.

Teg aplastó la garganta de un hombre que se mantenía rígidamente erguido en su camino y, finalmente, encontró la sala de control de las defensas del edificio. Sólo había un hombre sentado en ella, su mano derecha casi tocando un mando rojo en la consola que tenía enfrente.

Con una tajante mano izquierda, Teg casi decapitó al hombre. El cuerpo se derrumbó hacia atrás en un lento movimiento, la sangre borboteando de la abierta garganta.

¡La Hermandad tiene razón llamándolas rameras!

Era posible arrastrar a la humanidad hacia casi cualquier lado manipulando las enormes energías de la procreación. Era posible aguijonear a los seres humanos hacia acciones que ellos nunca hubieran creído posibles. Una de sus maestras lo había dicho directamente:

—Esta energía debe poseer una salida. Enciérrala en una botella y se convertirá en algo monstruosamente peligroso. Dirígela convenientemente, y lo barrerá todo a su paso. Este es un secreto básico de todas las religiones.

Teg era consciente de haber dejado más de cincuenta cuerpos a sus espaldas cuando abandonó el edificio. Su última víctima fue un soldado con uniforme de camuflaje de pie en la abierta puerta, aparentemente a punto de entrar.

Mientras corría más allá de la aparentemente inmóvil gente y vehículos, la acelerada mente de Teg tuvo tiempo de reflexionar en lo que había dejado tras de sí. ¿Representaba algún consuelo, se preguntó, el hecho de que la última expresión en vida de la vieja Honorada Matre fuera una de auténtica sorpresa? ¿Podría congratularse de que Muzzafar no volviera a ver nunca más su hogar de la casa de árbol?

La necesidad de lo que había realizado en apenas unos cuantos latidos de corazón era muy clara, sin embargo, para alguien adiestrado por la Bene Gesserit. Teg conocía su historia. Había muchos planetas paraíso en el Viejo Imperio, probablemente muchos más entre la gente de la Dispersión. Los humanos siempre parecían capaces de intentar aquel estúpido experimento. La gente de tales lugares generalmente se sumía en el letargo. Un rápido análisis decía que ello era debido a los climas agradables de tales planetas. El conocía aquello como estupidez. Todo era debido a que la energía sexual era fácilmente alcanzada en tales lugares. Dejemos que las Misioneras del Dios Dividido o alguna fuerza similar entre en uno de esos paraísos, y obtendremos una rabiosa violencia.

—Nosotras las de la Hermandad lo sabemos —había dicho una de las maestras de Teg—. Hemos prendido la mecha de uno de esos explosivos más de una vez con nuestra Missionaria Protectiva.

Teg no paró de correr hasta que estuvo en un callejón, al menos a cinco kilómetros de distancia del matadero en que se había convertido el cuartel general de la vieja Honorada Matre. Sabía que había pasado muy poco tiempo, pero había algo mucho más importante en lo cual debía centrarse. No había matado a todos los ocupantes de aquel edificio. Había ojos allí atrás que pertenecían a gente que ahora sabía lo que él podía hacer. Le habían visto matar a Honoradas Matres. Habían visto a Muzzafar derrumbarse muerto a sus manos. La evidencia de los cuerpos dejados atrás y la reproducción a marcha lenta de las grabaciones lo dirían todo.

Teg se reclinó contra una pared. Tenía una despellejadura en la palma de su mano izquierda. Volvió a tiempo normal mientras observaba la sangre manar de la herida. La sangre era casi negra.

¿Más oxígeno en mi sangre?

Estaba jadeando, pero no tanto como parecían requerir aquellos esfuerzos.

¿Qué es lo que me ha ocurrido?

Era algo procedente de su ascendencia Atreides, lo sabía. La crisis lo había arrojado a otra dimensión de posibilidades humanas. Fuera cual fuese la transformación, era profunda. Podía sentirla brotar ahora en la urgencia de muchas necesidades. Y la gente junto a la que había pasado en su carrera hasta aquel callejón habían parecido como estatuas.

¿Pensaré siempre en ellos como escoria?

Sabía que sólo ocurriría si él dejaba que ocurriera. Pero la tentación estaba allí, y se concedió a sí mismo una breve conmiseración hacia las Honoradas Matres. La Gran Tentación las había arrojado a su propia escoria.

¿Qué hacer ahora?

El camino principal se abría ante él. Había un hombre allí en Ysai, un hombre que podía estar seguro de que sabía todo lo que Teg necesitaba. Teg miró a su alrededor en el callejón. Sí, aquel hombre estaba cerca.

La fragancia de flores y hierbas flotó hacia Teg desde algún lugar al fondo de aquel callejón. Avanzó hacia aquella fragancia, consciente de que lo conducía a donde necesitaba ir y de que ningún ataque violento lo aguardaba allí. Aquel era, temporalmente, un remanso tranquilo.

Llegó rápidamente a la fuente de la fragancia. Era una puerta embutida en la pared señalada por una marquesina azul con dos palabras escritas en galach moderno: «Servicio personal».

Teg entró, y vio inmediatamente lo que había encontrado. Podían hallarse en muchos lugares en el Viejo Imperio: establecimientos de comidas aferrados a los viejos tiempos, evitando los autómatas tanto en la cocina como en el servicio. La mayoría de ellos eran establecimientos «reservados». Uno les contaba a los amigos su último «descubrimiento», con la advertencia de que no divulgaran la noticia.

—No me gustaría que se estropeara si empieza a ir mucha gente.

Aquella idea siempre había divertido a Teg. Difundes la noticia de la existencia de tales lugares, pero siempre lo haces con la condición de que sea mantenido el secreto.

Olores de comida que hacían la boca agua emergían de la cocina en la parte de atrás. Pasó un camarero llevando una bandeja de la que brotaba un aromático humo, prometiendo cosas deliciosas.

Una mujer joven con un traje negro corto y un delantal blanco se dirigió a él.

—Por aquí, señor. Tenemos una mesa libre en el rincón.

Le señaló una silla en la que podía sentarse con la espalda vuelta a la pared.

—Alguien le atenderá en un momento, señor —le tendió una rígida hoja de un papel grueso y basto—. Nuestro menú está impreso. Espero que no le importe.

La observó mientras se alejaba. El camarero que había visto pasar antes regresó a la cocina. La bandeja estaba vacía.

Los pies de Teg lo habían conducido hasta allí como si supieran en qué dirección debían correr. Y allí estaba el hombre requerido, comiendo a su lado.

El camarero se había detenido para hablar con el hombre que Teg sabía tenía la respuesta a los próximos movimientos que necesitaba efectuar allí. Los dos estaban riendo. Teg observó el resto del salón: sólo otras tres mesas ocupadas. Una mujer ya mayor estaba sentada en una mesa en el ángulo más alejado, mordisqueando algo crujiente. Iba vestida con lo que Teg supuso debía ser la cúspide de la moda, un traje rojo ceñido muy corto y con un gran escote. Sus zapatos hacían juego con el traje. Una pareja joven estaba sentada en una mesa a su derecha. No veían nada excepto el uno al otro. Un hombre ya mayor con una túnica marrón de corte clásico comía frugalmente un plato de verduras cerca de la puerta. Sólo tenía ojos para su comida.

El hombre que hablaba con el camarero rió fuertemente.

Teg miró a la nuca del camarero. Mechones de pelo rubio cubrían la parte de atrás de su cuello como manojos arrancados de hierba seca. El cuello de la chaqueta del hombre casi desaparecía bajo aquel pelo. Teg bajó la mirada. Los zapatos del camarero estaban desgastados en los talones. El dobladillo de su chaqueta negra estaba zurcido. ¿Era aquél un restaurante económico? ¿Económico en qué sentido? Los olores que brotaban de la cocina no sugerían comida barata. El servicio de mesa era brillante y limpio. No había ningún plato desportillado. Sin embargo, el mantel rojo y blanco que cubría la mesa había sido zurcido en varios lugares, cuidando de que el zurcido encajara con el dibujo original.

Una vez más, Teg estudió a los demás clientes. Parecían acomodados. Ninguno podía alinearse con los pobres famélicos de por aquellos lugares. Teg estaba convencido de ello. Aquel lugar no solamente era un establecimiento «reservado», sino que alguien lo había diseñado para que diera esa impresión. Había una mente lista detrás de aquel negocio. Era el tipo de restaurante que los jóvenes ejecutivos que ascendían descubrían como lugares a donde llevar a posibles clientes o complacer a un superior. La comida sería de calidad y las raciones generosas. Teg se dio cuenta de que sus instintos lo habían conducido correctamente hasta aquí. Entonces prestó su atención al menú, permitiendo que el hambre penetrara finalmente en su consciencia. El hambre era como mínimo tan feroz que cuando había sorprendido al difunto Mariscal de Campo Muzzafar.

El camarero apareció al lado suyo con una bandeja en la cual había una caja abierta y un tarro del cual brotaba el intenso olor de un ungüento reparador de la piel.

—Veo que os habéis lastimado la mano, Bashar —dijo el hombre. Colocó la bandeja sobre la mesa—. Permitidme que cure vuestra herida antes de que encarguéis lo que deseáis comer.

Teg alzó la mano lastimada y contempló la rápida competencia del tratamiento.

—¿Me conoces? —preguntó.

—Sí, señor. Y después de lo que he estado oyendo, parece extraño veros vestido así de uniforme. Ya está. —Terminó la cura.

—¿Qué es lo que has estado oyendo? —Teg habló en voz muy baja.

—Que las Honoradas Matres os están buscando.

—Solamente he matado a algunas de ellas y varios de sus… ¿Cómo deberíamos llamarlos?

El hombre palideció, pero habló con voz firme.

—Esclavos sería una buena palabra, señor.

—Tú estabas en Renditai, ¿verdad? —dijo Teg.

—Sí, señor. Muchos de nosotros nos establecimos luego aquí.

—Necesito comida, pero no puedo pagarla —dijo Teg.

—Nadie de Renditai necesita vuestro dinero, Bashar. ¿Saben ellas que vinisteis en esta dirección?

—No lo creo.

—La gente que hay aquí ahora son habituales. Ninguno de ellos os traicionará. Intentaré advertiros si llega alguien peligroso, ¿Qué deseáis comer?

—Mucha comida. Te dejo a ti la elección. Casi el doble de carbohidratos que de proteínas. Nada de estimulantes.

—¿Qué entendéis por mucha, señor?

—Ve trayendo hasta que yo te diga basta… o hasta que creas que he rebasado tu generosidad.

—Pese a las apariencias, señor, éste no es un establecimiento pobre. Lo que he ganado aquí con los extras me ha hecho un hombre rico.

Un punto por tu afirmación, pensó Teg. La apariencia externa del local era una calculada pose.

El camarero se fue y habló de nuevo con el hombre de la mesa central. Teg lo estudió abiertamente después de que el camarero se fuera a la cocina. Sí, aquel era el hombre. La comida concentrada en un solo plato formaba una montaña con un remate de pasta con guarnición de color verde.

Había muy pocos signos en aquel hombre del cuidado de una mujer, pensó Teg. Llevaba el cuello descuidadamente cerrado, los cierres enmarañados. Salpicaduras de la verdosa salsa manchaban su puño izquierdo. Era diestro por naturaleza, pero comía con su mano izquierda situada en el camino de las salpicaduras. Los dobladillos de sus pantalones estaban deshilachados. Uno de ellos, parcialmente descosido, colgaba sobre el tacón de su zapato. Los calcetines no hacían juego… uno azul y el otro amarillo pálido. Nada de aquello parecía importarle. Ninguna madre ni otra mujer había arrastrado nunca a aquel hombre dentro de casa antes de cruzar la puerta para ordenarle que se pusiera presentable. Su actitud básica quedaba definida por su propia apariencia:«Lo que ves es tan presentable como resulta posible.»

El hombre alzó repentinamente la vista, un movimiento brusco, como si se diera cuenta de que estaba siendo espiado. Lanzó una mirada de sus ojos marrones por todo el salón, haciendo una pausa en cada rostro, como si buscara a alguien en particular. Hecho esto, volvió su atención a su plato.

El camarero regresó con una sopa de color claro en la que se apreciaban hebras de huevo y algunas verduras.

Other books

A Line in the Sand by Seymour, Gerald
Back in Black by Lori Foster
Caught in Amber by Pegau, Cathy
Bye Bye Blondie by Virginie Despentes
It Had to Be You by Jill Shalvis
Intermezzo by Delphine Dryden