—¿Puedes escalar esta pendiente, joven de Océanus? —inquirió Ravenna—. ¿O es demasiado para ti?
—Quizá sería mejor que tú no subieses, creo que supera tus límites.
Sin esperar su respuesta, cogí con la mano el primer soporte
y
, me aseguré de que el carrete de soga estuviese bien puesto. Entonces comencé a trepar.
El acantilado no tenía más que unos pocos metros de altura, pero era casi por completo vertical y un hilo de agua que manaba desde arriba lo volvía húmedo y resbaladizo. En algún sentido, es calar rocas era más sencillo que escalar madera, ya que había más sitios donde aferrarse, pero la roca, y, en especial el filoso granito de esta isla, producía muchos más cortes en manos y pies. Agradecí haber traído zapatos, incluso pese a haber tenido que chapotear en el agua y el lodo a cada paso.
Mi mundo se reducía al sector que tenía más cercano de la superficie del acantilado: debía buscar sitios donde aferrar mis manos y mis pies, comprobar su resistencia y subir de forma gradual
con desesperante lentitud. En una ocasión pisé una roca floja y, por un terrible momento, pensé que me caería. Pero la roca no se desprendió y seguí aferrado al muro, paralizado, ignorando un impaciente susurro de Ravenna.
Entonces, de repente, ya no hubo precipicio alguno frente a mí y me arrastré hasta el borde del terreno. Había una gran palmera a pocos metros de allí. Me desplacé hacia ella y amarré un extremo de la soga a su tronco. Luego arrojé el resto al fondo del acantilado.
—Tu puntería es tan mala como tu sentido de la orientación —dijo Ravenna mientras ascendía cogida a la soga y aferrada, además, a la raíz de un árbol. No me acerqué para ayudarla.
La soga se puso tensa cuando la primera persona de nuestro grupo comenzó a subir por ella. Le pedí a Ravenna que esperase y, sin esperar un comentario de su parte, me deslicé hacia la jungla para asegurarme de que estuviésemos en el sitio correcto.
Así era. A pocos metros estaba el barranco, pero cuando espié, oculto entre el follaje de los árboles, no pude ver a nadie custodiándolo. ¿No estaría vigilado? ¡Me resultaba difícil creerlo: el barranco no podía haber sido dejado a su suerte, ni siquiera si la gente de Laeas o la de Mikas habían despachado a los centinelas de Ukmadorian. En dicho caso, sin duda hubiesen puesto a alguno de los suyos para custodiarlo.
Lentamente avancé bordeando el barranco, ocultándome en la jungla cuando las características del terreno me exponían demasiado a ser descubierto. ¿Dónde estaban los centinelas?
Sin duda había alguna otra trampa, podía sentirlo. Avancé poco a poco, intentando detectar el ruido de los centinelas o el de nuestra gente escalando por la soga.
Entonces mi corazón se detuvo en seco. A unos diez metros delante de mí había dos personas de negro completamente inmóviles, con los distintivos brillando en sus brazos. A medida que veía mejor, descubrí que eran más y. que también había gente al otro lado.
Laeas había tendido una trampa. Casi con seguridad estábamos rodeados.
Regresé al acantilado tan aprisa como me atreví a hacerlo. Ya había allí diez integrantes de nuestro grupo, incluida Palatina. Le conté lo que había visto y sospechaba.
—Laeas es más inteligente de lo que pensaba —dijo ella—. Sin embargo, si tiene todos esos hombres aquí arriba, tendrá menos en la rampa. Cathan, te dejo con Ravenna y estos diez. Uzakiah y yo volveremos sobre nuestros pasos y atacaremos a los hombres que defiendan la rampa.
—¿Nos abandonas aquí para que nos elimine la gente de Laeas? —Si todos comenzamos a retirarnos, los hombres de Laeas creerán que escapamos y nos encerrarán. Cuando yo haya descendido, te enviaré arriba un par de hombres más, así ellos supondrán que seguimos subiendo gente. Ataca en cuanto me haya ido e intenta romper sus lineas y llegar hasta la rampa. Tú puedes hacerlo.
El siguiente hombre subió desde el precipicio. Entonces Palatina se aferró a la soga, me hizo una señal afirmativa con la cabeza y desapareció de mi vista.
Ravenna parecía sorprendida; era evidente que Palatina no podía hacer rappel. Sin embargo, cuando me acerqué a observar, ya había llegado al suelo. Desamarré la soga y se la arrojé. Luego ella me saludó y condujo su columna hacia la selva, dejándome con once personas en lo que parecía, a todas luces, una misión suicida. Rogué que Palatina no tomase una decisión semejante si alguna vez acabábamos en un auténtico campo de batalla.
Y entonces, mientras la saludaba, sin imaginar nada que pudiese ayudarnos a vencer, la ayuda provino de donde menos la esperaba.
—Ella no te hubiese encargado algo así si no confiase en que puedes llevarlo adelante —me dijo Ravenna sin el menor vestigio de ironía—. Así que ¿nos quedaremos aquí sentados sin hacer nada?
Volvía a ser la Ravenna que había conocido en un principio. Y estaba en lo cierto: Palatina no me hubiese delegado una misión semejante si no estuviese segura de que podía realizarla con éxito. No sería yo quien le quitase la ilusión. Era el ejercicio más importante que habíamos encarado hasta entonces y estaba decidido a vencer, a demostrarle a Mikas que no era el mejor general y que su mafia cambresiana no contaba con los mejores subordinados.
Le ordené a mi grupo que esperase y me asomé al borde del acantilado con la intención de ver cuántos centinelas había enviado Laeas para bloquear nuestra salida. Llegué a contar cuatro, que taponaban cualquier vía de escape y estaban todos con la mirada puesta en nosotros y las espadas en alto. Uno de ellos era Persea, estaba seguro de ello; ella había acabado apoyando a Laeas. Decidí que atacaríamos al centinela situado en el punto más remoto, el más alejado de sus compañeros y que, por ende, tardaría más tiempo en recibir ayuda. Persea estaba a dos árboles de distancia.
Atacamos con una única embestida, todos a un mismo punto, desencadenando el caos y la confusión en la selva. Ordené a mi gente que siguiese su marcha sin detenerse ante nadie y que, de ser posible, evitase combatir.
La centinela fue tomada por sorpresa, pero alcanzó a gritar y enfrentó a Ravenna con su espada antes de que nos uniésemos a ella. Ravenna esquivó el golpe y luego otros dos de nuestro grupo lucharon contra la centinela, hasta que, un momento después, tocaron el brazalete que llevaba en la muñeca. La jungla silenciosa estalló en una tormenta de gritos, ruido y pasos apurados, y varias figuras se nos echaron encima.
—¡Adelante! —aullé mientras corría para buscar refugio en los árboles cercanos. Los demás me respondieron afirmativamente mientras huían de las tropas de Laeas.
Alguien apareció desde un arbusto en medio de mi camino, con la espada en alto. Fue demasiado repentino para permitir que me detuviese, así que choqué contra él (contra ella, según comprendí en seguida) y ambos caímos sobre un montón de maleza. Ella gritó y oí pasos que se acercaban. La espada se me había caído de la mano y la busqué tanteando con los dedos de forma desesperada, pero no hallé más que tierra.
—¡Capturadlo!
Un instante después sentí que alguien me cogía por los hombros y me separaba de mi raptora, que se sentó a un costado sacudiéndose el polvo.
—¡Prisionero! —dijo uno de mis atacantes.
Entonces intenté escapar (ser tomado cautivo era infinitamente peor que «morir»), pero fue en vano.
—¡No cantéis victoria antes de tiempo!
Uno de mis raptores se puso tenso y cayó al suelo, el otro lo siguió unos segundos después. Me liberé de un salto, alejándome de la joven que me había emboscado. Un momento después, la espada de mi salvadora la puso también fuera de acción.
—¡Busca una espada!
Cogí la que tenía más cerca y ambos nos precipitamos a toda velocidad hacia la jungla.
—Gracias —le dije a Ravenna cuando al fin nos detuvimos, faltos de aire. Mi camiseta estaba impregnada de lodo y sudor, y tenía un gran desgarrón en un costado.
Cuando llegamos a la rampa, la batalla ya había comenzado. De mi grupo de once personas quedábamos nueve. La gente de Laeas retrocedía como consecuencia del ataque planeado, pero conservaba aún el control de la pendiente.
Miré hacia abajo, vi los distintivos triples de los atacantes y corrí hacia el nudo de la contienda, sorprendiendo a los centinelas por la espalda.
Eliminé a uno incluso antes de que tuviera oportunidad de volverse y observé las escasas líneas de Lacas; su posición estaba obstruida por los cuerpos inertes de los «muertos» y él parecía vacilante y nervioso. Las fuerzas de Palatina se adentraban en las filas enemigas. Laeas, resignado a la derrota, se unió a sus combatientes, que estaban siendo obligados a volver sobre sus pasos, y propuso un desafío.
—¡Será un placer, Cathan, ya que esta noche pareces mi Némesis! Una cabeza más alto que yo, mucho más fuerte y corpulento, saltó en mi dirección desplomando su espada con un golpe de martillo que me hubiese arrancado del suelo de dar en el blanco. Lo esquivé y respondí, probando la velocidad de sus reacciones. Estaba más descansado que yo y no parecía haber tropezado con tantos espinosos matorrales durante las primeras etapas de su ascenso (su piel no estaba cubierta de rasguños). Después de todo, éste era el Archipiélago, su tierra natal, su territorio, y tenía mucha más experiencia que yo en esa endiablada selva.
Cuando a duras penas había conseguido eludir su siguiente embestida, se oyó un estruendo y repentinamente surgieron de la jungla las fuerzas de Mikas, sedientas de sangre, a la carga contra la gente de Palatina y de Laeas por igual.
—Has sido derrotado, Laeas. ¿No quieres cambiar de bando? —le pregunté, jadeando, mientras devolvía su estocada.
—Va contra las reglas.
—No existen reglas en la guerra.
Su rostro se llenó con una sonrisa demente y aulló:
—¡Laeas a favor de Palatina! ¡Laeas a favor de Palatina! ¡Todos a atacar a Mikas! ¡Todos contra Mikas!
Mikas detuvo su avance y sus tropas quedaron absortas en medio del terreno cuando la voz de Laeas cruzó el campo de batalla 5, cesaron los combates ya iniciados.
Entonces Palatina enarboló su espada con una sonrisa de maníaca en los labios y gritó:
—¡Eh, vosotros, capturadlos! ¡Moveos!
Laeas y yo nos volvimos, de pie uno junto al otro, blandimos las espadas y nos lanzamos al ataque contra las fuerzas de Mikas. Sentí una conmoción cuando alcanzamos sus líneas y nuestras espadas chocaron con las suyas. Nos ayudaba la altura del terreno. Por un momento estuvimos solos, pero pronto se nos unieron a uno y otro lado miembros de las columnas de Palatina y Laeas, todos acosando a Mikas. Quedaban apenas unos diez integrantes de las tropas de Laeas, pero esos pocos, unidos a la sorpresa que produjo nuestra alianza, inclinaron la balanza contra Mikas, quien fue expulsado hacia la base de la rampa.
—¡Rendíos y tendremos piedad! —vociferó Palatina, riendo, mientras encabezaba sin pensarlo dos veces una embestida contra el propio Mikas, quien se hallaba de pie junto a Darius y su gente, los hoscos cambresianos, que exhibían en su rostro una terrible furia.—¡Rendíos! —exclamé—. ¡Rendíos!
La petición fue obedecida por el resto de sus tropas, aunque yo a duras penas podía verlo, ya que estaba cegado en el calor de la batalla y mi sangre casi cantaba de entusiasmo.
Entonces las tropas de Mikas arrojaron las armas al suelo ante Palatina y Laeas me cogió del brazo, sonriendo como un demonio enloquecido.
Sólo Mikas y su escolta portaban todavía sus armas, a sólo unos pasos de Palatina y el resto de nosotros.
—Vosotros podéis también arrojar vuestras armas, Mikas —le dijo ella, y se detuvo a esperar su reacción—. Habéis hecho todo lo que habéis podido.
Mikas se mantuvo inmóvil un minuto, luego se encogió de hombros y arrojó su espada al suelo.
—¿Por qué no? —comentó—. Siempre hay una segunda oportunidad.
Todo había acabado.
—¡Palatina! ¡Palatina! ¡Palatina! —festejó Laeas, y luego Ravenna
se unió al grito, seguida por el resto. Allí estábamos, en la rampa conquistada tras la dura contienda, y nuestro barullo se esparcía por la jungla. Jamás me había sentido tan lleno de vida como en aquel momento, tan eufórico. Por primera vez gozaba del dulce sabor de la victoria. En esa ocasión no se había derramado sangre; en otras, cada día de enfrentamiento acabaría con una pila de cadáveres esparcidos por el campo de batalla, pero incluso así habría siempre tras el combate un instante de euforia. Ahora no había ninguna masacre que lamentar y los festejos se extendieron sin fin. El propio Mikas se unió a la alegría general y le dio un abrazo a Palatina, cuya inmensa satisfacción pude percibir aun estando a varios metros a ella.
Ukmadorian y su gente esperaron de pie en la base de la rampa a que el griterío cesase de una vez.
—Declaro vencedora a la columna de Palatina —dijo el rector—, por si no fuese lo bastante evidente.
Volvimos a descender la colina, recogiendo a los que habían quedado a un lado durante las últimas batallas, y nos dirigimos hacia la extensión de césped ubicada en las afueras del complejo de la Ciudadela. En el centro había sido encendida una antorcha y otras habían sido fijadas al tronco de los árboles que rodeaban el lugar. Habían traído vino y comenzaba la fiesta.
Yo estaba bebiendo vino azul thetiano con un pequeño grupo que incluía a todos los líderes del ejercicio previo, así como a Persea, Ghanthi Y algunos otros.
—Brindo por Cathan y su pico de oro —anunció Palatina alzando su copa.
Enrojecí del pudor, pero Laeas me dio una palmada en la espalda, que por poco no me hizo volcar la copa de vino, y me sugirió que bebiese antes de que él no dejase una gota.
—No te quejes, amigo —me dijo—. Tú me persuadiste de pasarme de bando.
—Recuérdame que me deje sobornar por el grupo correcto la próxima vez —comentó Mikas, que parecía haberse tomado con buen humor la derrota, al menos una vez iniciada la fiesta—. Palatina, tu suerte me resulta sospechosa.
—Pues no soy tan buena como tú haciendo planes —admitió Palatina—.Yo sólo vencí gracias a Cathan, pero tú merecías la victoria.
—Ningún plan sobrevive al primer contacto con el enemigo. Fui demasiado listo.
Era la primera vez que oía a Mikas reconocer que había cometido un error.
Mikas nos contó entonces cómo había concebido su plan, y luego Palatina y Lacas revelaron los suyos. Mientras conversábamos, Persea se acercó hasta ponerse a mi lado y pasó su brazo alrededor del mío.