Read Herejía Online

Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Herejía (67 page)

BOOK: Herejía
6.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Hamílcar y Sagantha estaban de pie a un lado, rodeados por unos cuantos hombres de Hamílcar y por los navegantes cambresianos. Con ellos estaba también el jefe de guardia de mi padre,

vistiendo con incomodidad ropas prestadas con los colores de la familia Barca. ¿Acaso el propio Hamílcar había decidido sacar el mayor provecho de una mala situación pidiendo prestados algunos de nuestro criados?

Se nos condujo al sector ubicado frente a Etlae y se nos ordenó que nos pusiésemos de rodillas. Los adoquines de la plaza estaban húmedos y era imposible mantener separadas las cadenas.

—Todos vosotros habéis sido hallados culpables de herejía en segundo grado, salvo Cathan Tauro y Ravenna Ulfadha, que sois culpables de herejía en primer grado. Para ambos, el castigo será la muerte en la hoguera, sin contar con la posibilidad de retractaros. Sin embargo, si alguna entre las condenadas resulta ser la faraona de Qalathar, Ranthas le conmutará la pena y la llamará a un destino más elevado. ¿Querrá la faraona dar un paso adelante?

Se produjo un silencio y nadie se movió. A mi lado, Ravenna mantenía la cabeza en alto.

—Siendo así, recurriremos a otros métodos para averiguarlo. El mago mental cogió su martillo y una luz dorada brilló rodeando su extremo. Entonces un rayo de energía surgió del instrumento y quedó suspendido sobre las cabezas de todo el grupo de condenados del Archipiélago, recorriendo la fila muchacha por muchacha con sorprendente rapidez. Se detuvo por un segundo en Ravenna, pero de inmediato prosiguió su camino. Tras haber examinado a la última, el rayo voló de regreso al martillo y su luz se extinguió. El mago mental se volvió hacia Etlae.

—Parece que estábamos en un error, su majestad. Ninguna de estas jóvenes es la faraona.

—¿Estás seguro?

—Bien seguro. Ninguna de ellas sabe siquiera quién es la faraona. —Bien, pues siempre habrá otra oportunidad.

Acto seguido, Etlae se giró hacia nosotros.

—Estáis todos condenados a morir como herejes, proscritos por Ranthas. Vuestras almas no encontrarán solaz bajo su cielo ni regresarán al mundo como formas elementales de su reino. Vuestros nombres serán por siempre malditos y vuestro destino constituirá una lección para las futuras generaciones.

Estaba a punto de llorar. «Recuerda quién eres», me dije.

Los inquisidores y unos pocos sacri salieron desde donde estaba Etlae, se aproximaron a la primera fila de condenados y nos quitaron las cadenas. Luego nos hicieron marchar unos metros a punta de daga. Nos adentramos en la plaza y subimos los rudimentarios escalones situados en los laterales de la pira.

Alguna parte de mí notó que la estructura de la hoguera era ligeramente piramidal y que, en el centro, en el punto más elevado (unos cuantos metros por encima del nivel inferior) había una única estaca. Dos inquisidores nos llevaron a Ravenna y a mí en dirección a esa estaca, donde íbamos a ser amarrados. Yo estaba frente a Etlae. Ravenna, del otro lado, de cara a los portales. Un sacri apuntaba a mi estómago con su espada y no pude sino permanecer inmóvil mientras dos inquisidores ataban nuestras manos al madero. Ravenna y yo estábamos lo bastante cerca para tocarnos las manos y nos apretamos mutuamente los dedos tanto como pudimos.

«Dulce Thetis, te lo suplico —recé—, si alguna vez has socorrido a los Tar' Conantur, entonces socórreme ahora, no permitas que muera de este modo.» No recibí ninguna respuesta.

Mientras Palatina, Elassel y otros eran amarrados en los niveles inferiores de la pira eché una última mirada a la plaza, deteniéndome en la multitud (muchos lloraban) y en la mujer que me había llevado a esta situación.

Miré también a Hamílcar, que alzó la cabeza y fijó sus ojos en los míos, haciendo un inconfundible gesto de aprobación. ¿Qué quería decir? ¿Acaso iba a ocurrir algo? No me atreví a sentir la menor esperanza.

Los inquisidores eran totalmente eficientes y cuando observé a mi alrededor, al palacio y a la plaza, constaté que estaban atando sobre la base de la pira al último de los viajeros del Archipiélago. Me descubrí lamentando tanto desperdicio de soga, que luego tendría que ser reemplazada.

Los rayos iluminaron las montañas. Era extraño estar ahí, en medio de la plaza, expuesto bajo la tormenta, y que sin embargo no me cayese ni una gota de agua. ¿Se estarían vengando de mí los Elementos por haber pretendido dominarlos? ¿Acaso Thetis me negaba su ayuda pues había cometido un pecado contra ella al perturbar el equilibrio natural de las cosas?

El último de los inquisidores descendió de la pira y regresó junto a Etlae. Sarhaddon se puso de pie sosteniendo en la mano una antorcha de leños apagada. Entonces yo había acertado: él sería quien encendiese la hoguera.

Sarhaddon solicitó que le diesen un poco de yesca. Ya todo había acabado.

Pero en ese momento vi cómo Hamílcar hacía un fugaz movimiento con la mano y de inmediato el jefe de guardias de mi padre aulló:

—¡AHORA!

Mientras Etlae observaba el panorama con estupor, estalló un infierno en la plaza y el tiempo pareció detenerse. Numerosos integrantes de la multitud desenvainaron dagas y avanzaron sobre los sacri que custodiaban los accesos, que apenas tuvieron oportunidad de volverse para averiguar qué sucedía. No fueron lo bastante veloces y distinguí la silueta de uno de ellos desplomándose con tres dagas en la cintura y una cuarta atravesando la abertura para los ojos de su máscara.

A continuación, decenas de flechas partieron disparadas desde las ventanas superiores de las casas que rodeaban la plaza, e incluso desde la azotea del palacio, todas dirigidas al grupo que secundaba a Etlae. Tenía que haber allí entre veinte y treinta arqueros lanzando sus proyectiles con la mayor velocidad. Un inquisidor cayó tan repleto de flechas que parecía un puercoespín. Luego se desplomó otro más y se oyó el alarido de Midian cuando una flecha se le clavó en el brazo. Todo el grupo de funcionarios del Dominio huyó en busca de protección. Pero los sacri no estaban en condiciones de socorrer a sus superiores, ya que tanto ellos como los guardias de Lexan cayeron víctimas de las flechas. La multitud derrumbó con golpes a los que seguían en pie y, al verlos rodear a cada sacri, comprendí por su enorme coordinación que eran los integrantes de la guardia de Lepidor.

Incapaz de moverme o intervenir, estreché todavía con más fuerza las manos de Ravenna. Presa de la emoción, volví la vista hacia el auditorio con sus cómodas sillas. Etlae había recibido cuatro flechas en la cintura y una más en el cuello, y estaba tendida en el suelo sobre un mar de sangre. Todos los inquisidores estaban muertos o agonizantes, si bien Midian, Lexan y Sarhaddon habían conseguido refugiarse detrás de sus sillones.

En medio de la lluvia observé cómo la gente traspasaba las barreras y despedazaba a los sacri restantes, mientras que los guardias de Lepidor recogían las armas de los sacri caídos y corrían en dirección al puerto. Dado que los dos magos del Dominio habían muerto, el campo de éter que rodeaba la plaza del mercado osciló y se derrumbó, permitiendo que la lluvia me empapase una vez más. La recibí con alegría, como a una amiga, y grité de júbilo, aunque mi voz pasó desapercibida entre los potentes truenos.

—¡Los milagros existen, Cathan! —exclamó Ravenna.—¡Qué auténtica sorpresa, volvemos a mojarnos!

—¿A quién le importa? ¡Mejor empapados que demasiado secos! Cesó el diluvio de flechas y nuestros guardias se apiñaron sobre la madera traicioneramente húmeda de la plataforma, cortando las sogas de los visitantes del Archipiélago, que se miraban entre sí a través de la lluvia, apenas capaces de creer en su fortuna.

Y entonces alguien cortó también nuestras sogas y reconocí al guardia con el que había conversado en la muralla la mañana siguiente de descender por el torrente.

—Es curioso cómo cambian las cosas, ¿no le parece, conde Cathan?

Cuando descendimos a la base de la pira, un gentío nos alzó sobre sus hombros. Gente que por lo general no saldría siquiera de sus casas con semejante lluvia, danzaba ahora de alegría, llevándonos en andas a través de la plaza rumbo al puesto de mando de la guardia.

—Os debemos la vida —afirmé mientras la gente que nos había cargado con tanto entusiasmo volvía a depositarnos en el suelo—. Muchas gracias.

—No podía volver a fallarte —dijo el comandante de la guardia. —No me habías fallado la primera vez —le respondí, y me volví luego hacia Hamílcar, que estaba de pie discretamente detrás del comandante. Yo debí de ser el único que notó su gesto y sabía que él había organizado el rescate. Su fina túnica estaba completamente empapada, pero, por primera vez, lo sentí feliz y muy satisfecho consigo mismo.

—Gracias a ti también —murmuré a su lado.

—Cathan —declaró Sagantha—, a partir de este momento os reintegro a ti y a la familia Tauro el condado de Lepidor y espero que tu gobierno aquí sea más feliz que el mío.

—En nombre de la familia Tauro —respondí—, acepto el condado del clan Lepidor.

—Y yo, Hamílcar, lord de la familia Barca, doy fe como testigo. Entonces Ravenna y yo volvimos a ser cogidos por la multitud y llevados en andas mientras todos lanzaban vítores y coreaban mi nombre.

—¡CA-THAN! ¡CA-THAN! ¡CA-THAN!

EPÍLOGO

Saludos de Cathan Tauro a Laeas Tigrana

Cuando leas estas líneas ya te habrán llegado noticias de todo lo que ha ocurrido aquí, ya que Persea planeaba detenerse en Liona en su viaje hacia la capital. Sin duda habrás oído también alguna descripción de los sucesos en la que figura alguna intervención divina y varios milagros. Lamento informarte de que dichos relatos no responden a la realidad; me hubiese bastado con uno o dos milagros.

Ni siquiera Persea podrá contarte la historia deforma íntegra, pues se marchó el día siguiente de nuestra victoria sobre Etlae, cuando todo pendía aún de un hilo. Courtiéres llegó a Lepidor esa misma tarde, acompañado por soldados de Kula y una pequeña flota perteneciente a la familia Canadrath. Para ser una de las grandes familias más importantes, los Canadrath han resultado ser muy amistosos. Quizá se deba a que no son originarios de Taneth. Con la barba rubia y sus ojos azules, el heredero de los Canadrath parece provenir de los bosques polares.

Resulta que todo el asunto había sido planeado con varios meses de anticipación. Lachazzar requería desesperadamente los servicios de Reglath Eshar y su ejército para iniciar una cruzada, pero los haletitas insistían en que Lachazzar financiase y armase esa fuerza. Dio la casualidad de que descubrimos nuestra mina de hierro precisamente cuando a él le convenía y por eso le ordenó a Etlae que se hiciese con el control de ella. Etlae financió la campaña de Foryth contra nosotros y el asesinato del rey con dineros del Dominio. Si su plan funcionaba, el Dominio acabaría teniendo en Lepidor todo el hierro necesario y suficientes armas para lanzar su cruzada. Dada la situación actual, supongo que deberá de posponer la cruzada al menos un par de años.

Disculpa si esta carta es un poco desordenada, pero Ravenna y yo destrozamos con nuestro pequeño tornado la mitad de las ventanas del palacio y la mayor parte de ellas todavía no han sido reparadas. Aunque lo parezca, eso no es nada divertido, pues es imposible encontrar un sitio lo bastante seco para escribir.

De todos modos, siguiendo con mi relato, nos hemos asegurado también de que los dos sacerdotes sobrevivientes, Midian y Sarhaddon, mantengan las bocas cerradas. Lachazzar no desea que este asunto salga a la luz, ya que constituiría un duro golpe para el Dominio. Midian y Sarhaddon, por su parte, acogieron con gran entusiasmo la posibilidad de culpar de todo a Etlae. La versión oficial de la historia dirá que ella era una hereje cuya intención era dañar al Dominio y que nosotros fuimos los leales servidores de Ranthas que se lo impedimos. Puedes llamarlo justicia poética. En cuanto a Lexan, será enviado de regreso a Khalantan, aunque deberá marcharse sin orgullo y sin la manta en la que llegó a Lepidor. Era una nave del rey, que se la había concedido a él. A decir verdad, no fue una decisión muy astuta de su parte.

Al menos aparentemente, todos nos estamos recuperando bien. Las marcas rojas en mis muñecas han desaparecido y ya puedo bajar la vista hacia las manos sin sufrir penosos recuerdos. Sin embargo, vivirlo fue entonces menos terrible de lo que hoy me resulta recordarlo. Todos sufrimos aún pesadillas y dudo que alguna vez seamos capaces de olvidar incluso los más ínfimos detalles. Mi padre ha hecho sellar esos viejos almacenes subterráneos. Si tan sólo pudiese sellar mi memoria del mismo modo...

No has conocido a Hamílcar, ¿verdad? Palatina lo conocía desde hacía unos dos años y ni siquiera ella podía creer que nos hubiese rescatado. Ofrece una imagen tan parecida a la del lord mercante tradicional que resulta difícil convencerse de que a veces tiene corazón. Ravenna le preguntó por qué lo había hecho y su respuesta es algo que tampoco olvidaré. Dijo que después de todo el camino que habíamos recorrido, no podía comprender por qué había decidido sacrificar mi vida. Entonces sintió que para él no existía nada por lo que pudiese hacer algo semejante, nada que le importase tanto, y que no podía permanecer cruzado de brazos observando cómo me mataban por creer en algo superior a mi propia vida. El Dominio había preparado otros dos contratos para él, así que no le esperaba la bancarrota si dejaba las cosas como estaban. Por lo que yo sé, es la primera decisión altruista que ha tomado en toda su vida.

En la intimidad de esta carta, te cuento que no creo que Palatina vuelva a ser ya la misma. Es la primera vez que sus planes fallan de este modo y supongo que piensa que nos ha decepcionado. Desde entonces ha estado de lo más silenciosa, y quizá ésa sea su forma de superar la cuestión, aunque no lo creo. Ya no irradia la confianza y la seguridad en sí misma que mostraba ante nosotros. Sólo espero que siga queriendo destruir al Dominio y que esta derrota no haya quebrado su espíritu.

Por cierto que no tengo intención de dejar las cosas así. Ravenna estuvo revisando algunos archivos de mi padre y encontró una referencia a algo que podría ser de gran ayuda. Supongo que ya no la reconocerías. Ha perdido esa mirada de reina del hielo y ya no usa nada para alisar los rizos de su cabello, así que está mucho más hermosa que antes. Hoy llegó incluso a reírse, la primera risa sincera que yo le he oído. Tú y los demás teníais razón: me he enamorado de ella y creo (ruego que así sea) que ella siente lo mismo por mí.

Tras la tormenta que asoló Lepidor (quizá la única parte exitosa de todo el plan) decidimos formar un equipo, convirtiéndonos en los primeros magos de las Tormentas de los que tengamos noticia. Lo que Ravenna halló en los archivos es la referencia a un buque, el Aeón. Aetius lo utilizó durante la guerra y se suponía que era de dimensiones realmente colosales, pero lo más importante es que tenía acceso al sistema de ojos del Cielo. Con el Aeón podríamos ver las tormentas del mismo modo que lo hace el Dominio y emplear el propio planeta como una arma en su contra. Quizá sea excesivamente optimista, pero eso podría representar un verdadero cambio en la historia. No se lo menciones a demasiada gente, pero si alguien que conoces sabe algo más al respecto, sería de gran ayuda para nosotros.

Acaba de llegar Ravenna, envuelta en un grueso impermeable ya que hace mucho frío, y me informa de que la nave mensajera está a punto de zarpar. Tengo que acabar la carta en este mismo instante. Saluda de mi parte a los otros si llegas a verlos. Espero estar pronto de regreso en e Archipiélago y volveré a escribirte en cuanto tenga más novedades. Hasta entonces, continúa por la senda de Thetis.

Te desea siempre lo mejor,

CATHAN TAUO

BOOK: Herejía
6.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Interrupted Vol 1 by Moose, S.
American Fighter by Veronica Cox, Cox Bundles
The Graves at Seven Devils by Peter Brandvold
Silverwing by Kenneth Oppel
The Walls of Delhi by Uday Prakash
Room Upstairs by Monica Dickens
A Matter of Honesty by Stephanie Morris