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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Herejía (61 page)

BOOK: Herejía
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Cuando estuve en contacto con el casco exterior de la manta descendí y comencé a nadar a lo largo de ésta por su parte inferior, en la curvatura del vientre de la nave. El tiempo que me llevó alcanzar la popa me pareció eterno, pero finalmente el casco volvió a curvarse hacia arriba y yo retrocedí pataleando para introducirme en el hueco de las puertas de emergencia. Nadé unos pocos metros hasta divisar la apertura y la flecha que señalaba el pestillo. Acto seguido, desanudé de mi cinturón el abridor a presión, con cuidado de que no se me cayera, y lo fijé al casco de la manta, sobre la juntura.

Poco después se oyeron un crujido y un estruendo a la vez que la puerta comenzó a moverse a un lado revelando una abertura de la que partía una luz fantasmal dominada por la silueta de la escotilla de emergencia. Con sólo una patada conseguí impulsarme dentro del hueco y pronto estuve respirando aire nuevamente en el interior del
Eryx
. Metí el cuerpo por completo, me quité las prendas de buceo, me sequé con una toalla que me había prestado Ilda y volví a vestirme con ropa corriente.

Por el momento todo estaba saliendo bien y los otros tres ya debían de estar en camino. Eso siempre y cuando nuestro mensaje le hubiese llegado a Hamílcar y lo hubiese comprendido.

Dejé la bolsa y la ropa húmeda en un rincón y abrí la siguiente escotilla para penetrar de lleno en la manta. Estaba en el compartimento de carga, debajo de los motores, así que no había nadie en los alrededores. Toda la tripulación estaba a bordo del buque, pero a esa hora casi todos se encontrarían en el salón comedor y no rondando por los pasillos.

Si el
Eryx
tenía la misma disposición de compartimentos que el
Fenicia
y cualquiera de las otras mantas en las que yo había estado, el camarote de Hamílcar debía de estar ubicado en la segunda puerta del lado que miraba al puerto en el nivel superior. Eso implicaba que, de algún modo, tendría que subir dos niveles para llegar allí, algo no demasiado difícil. Caminé a lo largo de la nave hasta el extremo del pasillo, donde había un hueco con una escalerilla que me llevaría arriba. Según comprobé al subir un nivel, no había nadie en la sala de máquinas.

Toda la tripulación debía de estar en otro sitio, ya que llegué a la puerta del camarote de Hamílcar sin toparme con nadie. Llamé a la puerta con cuidado. Al menos, era evidente que nadie me había denunciado: seguramente, los tripulantes eran leales a Hamílcar y no a Etlae. O al menos eso esperaba.

—¿Quién está ahí? —dijo una voz desde dentro del camarote, y respiré con alivio.

—La persona que te ha enviado el mensaje.

Oí el sonido de alguien levantándose de una silla y luego pasos que recorrían el camarote. Se abrió la puerta.

—¡Cathan! —exclamó Hamílcar—. ¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí? Pasa a mi camarote.

—Abrí una escotilla de emergencia y me abrí camino desde allí. Los demás entrarán del mismo modo en pocos minutos.

—Así que tu mensaje me pedía que permaneciese a bordo de la manta. Supuse que ése era su significado.

—«Recuerda el cabo.» Me preocupaba que resultase demasiado críptico, pero es obvio que no lo fue.

—Pero no estabas diciéndome que me protegiese de los piratas, ni que sería ayudado por cruceros negros de combate, así que supuse que vendrías a bordo. Me parece que ahora deberíamos dirigirnos al compartimento de emergencia para buscar a los demás.

Un cuarto de hora después los cinco estábamos sentados en el camarote de Hamílcar. Palatina no parecía afectada por el hecho de haber tenido que esconderse y andar furtivamente durante toda la jornada. Tétricus presentaba su lúgubre aspecto habitual, Hamílcar se veía tan preocupado como siempre y Elassel se masajeaba las muñecas con un trapo húmedo.

—Antes de comenzar —dijo Elassel—, quisiera dejar una cosa en claro. Si vencemos, yo seré quien se encargue de Midian.

—Te lo garantizo —aseguré.

Es probable que fuese una cuestión puramente académica, pero Elassel se lo había merecido. Desde el momento mismo en que desembarcaron los sacri, Midian la había arrestado, encade nado y encerrado en una de las celdas subterráneas del templo, acusándola de ayudarme y alentarme. Le había costado varias horas liberarse, ya que sólo llevaba puesto un camisón y la mayoría de sus herramientas de huida estaban dispersas entre sus prendas de día. Ahora vestía unas ropas que le había prestado una prima de Ilda y que le iban un poco grandes.

—Me sorprende que hayáis conseguido llegar hasta aquí —dijo Hamílcar—. ¿Tenéis algún plan o sólo estáis huyendo?

Palatina parecía humillada y casi furiosa. —¿Huyendo? Por supuesto que no.

Le explicó entonces la idea que habíamos estudiado antes. Los otros miraban con incertidumbre.

—Somos apenas cinco —subrayó Tétricus—, y hay más de cien sacri y soldados enemigos.

—Lo único por lo que debemos preocuparnos es el palacio. Allí es donde se encuentran Etlae y Lexan.

—El palacio está custodiado por unos cuarenta hombres. No desearía apostar ocho contra uno.

—Hoy eres un verdadero rayo de sol, ¿verdad? —le espetó Elassel a Tétricus dejando de lado su tolerancia.

Noté que los ojos de Hamílcar se perdían al mirarla. —Es mejor ser realistas —sostuvo Tétricus.

—Y es preciso recordar —añadió Hamílcar— que si consideran que existe una seria amenaza, pueden solicitar refuerzos desde el puerto.

Podía comprender por qué nos ayudaba el mercader: una vez que Etlae se sintiese confiada, rompería el contrato de Hamílcar con Lepidor y designaría conde a alguien de otra familia. Quien quiera que fuese elegido, recompensaría sin duda a Foryth por sus esfuerzos. Eso acabaría arruinando a la familia Barca, incluso pese a estar al borde de la recuperación gracias a la obtención de nuevos clientes. Una gran familia que figurase en la lista negra del Dominio no podía sobrevivir mucho tiempo. Por otra parte, en ese mismo momento había algo que no encajaba.

—¿Quién es exactamente tu tutor, Hamílcar? —pregunté—. Etlae fue muy amable contigo...

El tanethano bajó la mirada por un momento.

—No quisiera que ninguno de vosotros lo interpretara del modo incorrecto y pensase que estoy en el bando opuesto. Te dije hace un tiempo que para él yo soy un hijo predilecto del Dominio y cree que jamás me he aproximado a un texto herético. No estoy de acuerdo con sus acciones... Mi tutor es Lachazzar.

—¿El primado?, ¿el mismísimo «viejo cocinero del Infierno»? —dijo Tétricus sin pensarlo.

Yo no había escuchado semejante sobrenombre con anterioridad, pero parecía bastante apropiado para un individuo que adoraba enviar a sus semejantes a la hoguera.

—Sí. Mi padre le salvó la vida en una ocasión, así que se siente obligado a proteger a mi familia. Nada más.

—Te creo —afirmó Palatina, y luego se volvió hacia el resto de nosotros—. He vivido en su casa durante tres meses y puedo juraros que dice la verdad.

—Lo aceptaré, entonces —dijo Tétricus, quien parecía haber caído bajo el hechizo de Palatina del mismo modo que les había sucedido a todos en la Ciudadela.

—Volviendo al problema que nos ocupa —dijo Palatina—, ¿por qué no adelantarnos un poco a las desventajas?

—¿Cómo?

—Los cuarteles se encuentran demasiado cerca del palacio y son demasiado bien custodiados, pero los navegantes del Archipiélago y los guardias están encerrados en un depósito que cuenta con sólo un par de hombres de Lexan como centinelas. Confían en que los fuertes muros y los cerrojos bastarán para mantenerlos dentro. Además, no existe ningún sitio al que puedan ir en caso de escapar.

—Pero son apenas unas treinta personas —señaló Tétricus—. De todos modos serían aventajadas en número y, por otra parte, nunca conseguirían superar a los sacri que defienden el palacio.

—Es preciso que equilibremos un poco las cosas. Y nada podrá tener éxito si nuestros enemigos consiguen refuerzos.

Se produjo un silencio y observé cómo los demás se perdían en sus pensamientos. ¿Cómo tener una oportunidad? Con fuerzas tan exiguas no podíamos efectuar un ataque de distracción, y esos sacri eran tan buenos guerreros... Se comentaba que los únicos soldados del mundo comparables a ellos eran, en tiempos antiguos, los de la Novena Legión de Thetia, la Guardia Imperial. Y probablemente los sacri estuviesen más entregados incluso a su causa que los propios soldados de la Novena Legión. ¿Cómo podíamos equilibrar las cosas al enfrentarnos a una banda de fanáticos que combatían como demonios y contaban con la magia del Fuego? Los sacri eran casi una fuerza de la naturaleza.

¿Fuerza de la naturaleza? «No puedes detener las tormentas más de lo que pueden hacerlo las corrientes del océano... sería preciso que los tres Elementos trabajasen en conjunto: el Agua, el Viento y la Sombra.» La voz de Ravenna resonó en mi mente. Quizá fuesen necesarios los tres Elementos, pero ¿qué podría conseguir con dos? Los sacri detestaban el agua. ¿Qué sucedería si incrementase mediante mi magia el poder de una tormenta, de modo que fuese demasiado potente para las defensas del Dominio contra las tormentas e inundase la ciudad?

—Creo tener una idea —afirmé con cautela, y conté lo que había pergeñado.

—No sabemos nada sobre magia —advirtió Palatina—. Sin embargo, tengo entendido que nadie es capaz de controlar las tormentas.

—No planeo controlarlas, sino tan sólo aprovechar parte de su poder. Soy un mago del Agua y puedo agitar una tormenta haciendo caer mucha más agua del cielo. Los sacri se alejarían de la lluvia y, en esas terribles condiciones, no podrían tener control de un terreno que apenas conocen. La gente del Archipiélago lleva un mes aquí. Ellos, al menos, sabrán hacia dónde se dirigen.

—Pero, suponiendo que llegasen al palacio, ¿qué sucedería entonces? Los sacri apostados dentro estarían secos y descansados y podrían utilizar como rehenes a los que tienen prisioneros.

—Debería ser capaz de dirigir la tormenta directamente contra el palacio para inundarlo —dije. Estaba hablando de inundar mi propio hogar para lograr una pequeña ventaja, pero ¿existía otra alternativa?

—En este momento no hay ni una nube en el cielo —intervino Elassel—. No creo que podamos perder mucho tiempo.

—Quizá podamos adaptar algún equipo oceanográfico para detectar alguna tormenta que se aproxime —añadió Tétricus—. Debería estallar alguna en las próximas horas.

—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Elassel.

—Por la humedad del ambiente, mucho mayor que la de esta mañana. Ése es un claro indicio de tormenta.

—Entonces que Cathan y Tétricus vayan al edificio de los oceanógrafos para localizar la tormenta —ordenó Palatina— y que regresen luego al escondite. Elassel y yo prepararemos todo para el levantamiento de la gente del Archipiélago. Y Hamílcar... que Hamílcar suba al palacio, cene con Etlae y se convierta en una molestia. Sería conveniente que dejase algunas puertas abiertas. —La expresión de Palatina destilaba seriedad—. Si no se produce ninguna tormenta esta tarde, todos regresaremos a nuestros escondites y esperaremos hasta que estalle una.

—No será preciso esperar —prometió Tétricus.

Después de una maratón a nado y un recorrido inverso por la ciudad llegamos al Instituto Oceanográfico y lo encontramos desierto. Sin embargo, tanto Tétricus como yo teníamos llaves, así que entrar no fue ningún problema. Lo complejo sería utilizar los instrumentos necesarios para observar el océano y predecir una tormenta.

No encendimos las luces de la sombría recepción, sino que ascendimos a gachas por la escalera dejando atrás habitación tras habitación y multitud de equipos. Hacía varios días que no iba por allí y en dos ocasiones tropecé con algo que produjo un sonido metálico tan potente que, en mi opinión, debía de haberlo oído todo el vecindario. Pero no hubo a continuación gritos procedentes de la calle ni patrullas de sacri corriendo hacia nosotros.

—Debes fijarte mejor por dónde caminas —me aconsejó Tétricus. —El problema son todos estos equipos dispersos por el suelo. ¿Dónde ha estado el director del instituto?

—En cama con el tobillo torcido.

—Entonces no me sorprende este desorden.

La sala del sensor se encontraba en la segunda planta del edificio, casi en el centro. Había allí sólo dos estrechas ventanas, que cubrimos con distintos objetos antes de atrevernos a encender las luces y activar las consolas. Estaban dispuestas en un círculo que miraba hacia el exterior, con un tanque en medio que producía imágenes de éter. Nos sentamos y Tétricus buscó la imagen de Lepidor y sus alrededores a una escala tan grande como fue posible. Había estaciones de observación y de generación de imágenes de éter en los picos de las montañas que rodeaban la ciudad y una en una roca sobre la cumbre de la montaña más alta, encarada hacia el continente. Aquélla era la que podía permitirnos prever una tormenta.

Desplacé la imagen hasta que incluyó las formaciones de nubes visibles (altas y delgadas nubes en la atmósfera superior, de color celeste contra el oscuro azul del cielo). No había al este ninguna señal de nubes de tormenta congregándose.

—Entonces no está tan cerca —fue todo lo que comentó Tétricus. —Observemos las lecturas de presión y humedad de las estaciones —señalé mientras las hacia aparecer en la pantalla y ajustaba la imagen para ver más de cerca.

Las consolas oceanográficas trabajaban del mismo modo que las pantallas de éter comunes, controladas por la mente de quien las empleaba, pero algunas de sus funciones habían sido estandariza das para mayor comodidad y se activaban mediante botones individuales situados a ambos lados. Tétricus presionó uno de esos botones y la imagen en color real de la ciudad cambió y fue reemplazada por una vista con colores falsos que presentaba las lecturas de forma gráfica.

—Allí está —anunció triunfante—. Te lo dije.

La presión era mucho más baja de lo normal y los niveles de humedad mucho más elevados: señales indiscutibles de que se aproximaba una tormenta.

—¿Carga? —consulté.

Se produjo una pausa y luego apareció una nueva imagen, proveniente de un equipo distinto.

—Positiva, muy positiva. Calculo —dijo volviendo a ampliar la imagen— que estallará en unas tres horas.

Tres horas. Rogué que todo saliera como habíamos planeado. En tres horas podía desatar toda la furia de una tormenta contra mi propia ciudad, para así recuperar la herencia de la que había sido despojado debido a mi propia impetuosidad e incompetencia. Gracias a Elassel, había recibido más novedades poco antes. Ella había escuchado de boca de Midian que, aunque la carta a Canadrath había llegado a destino, el Dominio se había enterado de algún modo de su contenido y por eso había lanzado su ataque antes de lo planeado. Otro error más del que debía responsabilizarme. Ahora dependíamos de las tormentas.

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