—¡Eran todos culpables de herejía!
—Os equivocáis. Vosotros los habéis acusado de herejía y torturado hasta arrancarles una confesión.
—Confesaron libremente para no ser quemados vivos. —Nunca hemos quemado muertos aquí, ni en el Archipiélago ni en Qalathar, y lo sabéis bien. Estáis quemando a mis ciudadanos sólo porque han rehusado pagar los diezmos exorbitantes que les habéis impuesto.
—Es su obligación ante Ranthas. Conoces la ley.
—No es su obligación pagar el doble. En mi tierra nadie será quemado ni castigado mientras no haya cometido un delito. Debéis liberarlos a todos.
La escena cambió entonces. Ahora estábamos en el mismo salón, pero en un momento diferente; había mucha más gente pero no se veía a nadie del Dominio.
—Han sido arrestadas y, quemadas en la hoguera más de doscientas personas escogidas al azar —gritó un hombre entre las primeras filas de cortesanos—. Violan nuestras leyes y asesinan a inocentes, ¿es que no vamos a detenerlos?
—Sé bien el mal que están haciendo, pero ¿cómo podríamos detenerlos? —fue la respuesta de Orethura—. Intentarlo significaría la guerra, y nosotros no hacemos la guerra.
—Pues debemos protegernos.
Dos cambios más de perspectiva temporal, cada uno mostrando el salón del trono a medida que el Dominio intensificaba el terror. Finalmente, el faraón se daba por vencido y ordenaba la detención y expulsión de todas las personas del Dominio que hubiese en su territorio, que partían de las islas jurando venganza. Y regresaron trayendo consigo el terror.
Cuando las islas externas ardieron bajo el fuego del Dominio, Chlamas nos condujo por las calles y hogares de Vararu, mostrándonos lo que había sucedido. ¡Me tocó descubrir en aquel instante que todos los seres humanos tenemos un lado oscuro, pero que puede ser dominado, y los habitantes del Archipiélago habían logrado hacerlo, aunque sólo Thetis sepa cómo. Su sociedad tenía sus problemas y también pudimos observarlos. Sin embargo, el Archipiélago anterior a la cruzada era más cercano al paraíso que cualquier otro sitio que existiese antes o después.
Contemplamos a los ciudadanos de Vararu preparando armas que nunca habían sido utilizadas hasta entonces para resistir a los entrenados ejércitos de sacri y a los caballeros de la cruzada que avanzaban contra ellos. Fuimos testigos de cómo construían barricadas rodeando el muelle
y
, el resto de la ciudad, levantando muros de madera y arena. Podrían haber huido y muchos enviaron lejos a sus hijos, pero después de vivir como lo habían hecho, la vida en cualquier otro sitio les hubiese resultado ardua y poco placentera.
Cuando las velas del Dominio aparecieron en el horizonte contra un cielo negro por el humo de las islas circundantes, que aún ardían, el faraón Orethura dijo que se marchasen todos los magos herejes que habían acudido en su ayuda y que al partir salvasen a todos los habitantes del Archipiélago que pudieran. Utilizar su propia magia para defenderse era considerado indigno, y el resto del mundo hubiese podido entonces justificar el hecho de que fuesen destruidos. Orethura sólo les pidió un favor, que ellos le concedieron. Entonces se marcharon en tres pequeñas embarcaciones, llevando consigo un número lamentablemente reducido de niños de Vararu.
Y cuando se fueron comenzó la auténtica pesadilla. La cruzada había tenido lugar cuatro años antes de mi nacimiento, pero gracias a la magia de Chlamas me fue posible presenciarla en todo su inimaginable horror. Los fanáticos del Dominio y sus aliados se juntaron en la costa y las barricadas interpuestas por sus desesperadas víctimas sólo pudieron contenerlos unos pocos minutos. Las víctimas eran casi todos ciudadanos comunes del Archipiélago que portaban armas que les eran desconocidas y, en unos instantes, fueron aniquilados en el mismo sitio en el que estaban, sin lugar siquiera para la piedad con los que intentaban rendirse. Entonces los
magus
comenzaron a incendiar la ciudad: sus rayos transformaron a las personas y los árboles en columnas de llamas vivientes. Los sacri de fría mirada y los caballeros de la cruzada, enloquecidos, recorrieron en forma metódica cada espacio de la ciudad, destruyendo casa por casa y asesinando a todo habitante del Archipiélago que se cruzase en su camino: padres, esposas, hijas, hijos, bebés, ancianas, abuelos. Lo vimos todo como si estuviese sucediendo en ese preciso instante. Escuchamos las vanas súplicas de piedad, temblamos ante cada golpe de las centelleantes espadas, nos espantamos ante los muertos y los moribundos. En síntesis, comprobamos cómo la fragancia de los jardines del paraíso era reemplazada por el olor de la sangre, el humo y la muerte.
Llegaron hasta el palacio bañados en sangre, dejándonos a nosotros, fantasmales presencias sin posibilidad de intervenir, pasmados e inmóviles. Pero Chlamas no interrumpió la aterradora visión. En unos minutos, no sólo el salón, sino el palacio entero se había convertido en un infierno, donde quienes intentaban defenderlo ardían y morían sin poder siquiera tocar a sus enemigos. Ése era el modo en que mataba el Dominio.
Vimos entonces a Orethura, el último de una larga línea de faraones que se remontaba a unos dos mil años atrás, ardiendo en medio de las ruinas de Vararu. Se le dispensó de presenciar la destrucción de la gran ciudad de Poseidonis en la propia Qalathar, que era su ciudad natal.
Chlamas nos mostró el día después, con los sacri rematando a los heridos entre las ruinas humeantes, rociando las tierras con sal y derrumbando todos los edificios que quedaban en pie hasta dejarlos al nivel del suelo. Y, en aquel instante, a modo de postrera brutalidad vengativa, quemaron la selva que cubría el resto de la isla de Vararu. Así, la capital del Archipiélago quedó convertida tan sólo en negra ceniza flotando en un mar de cadáveres. Entonces, cuando el último de los agresores desembarcó, avanzando en dirección al este para asestar el golpe de gracia a las últimas islas pequeñas, vimos a los magos amigos cumpliendo el último deseo de Orethura y la propia isla se partió por la mitad y se hundió en el mar, sumergiendo con ella el velo de la muerte. Entonces se abrió un gigantesco remolino que absorbió los restos flotantes, impulsándolos hacia las más remotas profundidades, miles de kilómetros hacia abajo, a las fosas abisales del océano, hasta que ya no quedó rastro alguno de Vararu.
Sólo entonces Chlamas nos devolvió a nuestro tiempo y espacio, lejos de la destrucción y de los cadáveres. Era un método brutal para convertirnos, pero daba buenos resultados.
Al fin pude cerrar los ojos, pero los horrores de los que había sido testigo permanecían allí, quemándome la mente. Chlamas se había asegurado de que recordase esas imágenes el resto de mi vida de forma tan vívida como si yo mismo hubiese estado allí.
En tono cortante, Chlamas dijo a los jóvenes del Archipiélago, que habían regresado tras cumplirse la hora de ausencia, que nos acompañasen fuera del salón. Entonces nos fuimos de allí.
Ahora comprendía por qué había exactamente la misma cantidad de novicios nacidos en el Archipiélago que originarios del continente. Me sentía enfermo y mi estómago se retorcía de dolor. Lo mismo sentían mis compañeros, algunos de los cuales luchaban contra las náuseas.
Persea cogió mi lánguido brazo y me acompañó fuera de allí, cruzando un par de pasillos, hacia un soleado patio. Nos sentamos junto al murmullo de una fuente.
—¿Fue tan terrible verdaderamente? —pregunté notando el temblor en mi propia voz.
—Lo que has visto —explicó Persea— fue tomado de las mentes de algunos caballeros de la cruzada que fueron capturados cuando terminó ésta y de la memoria de los magos que vieron los sucesos a distancia. La visión mostró exactamente cuanto sucedió, hasta en sus más mínimos detalles, incluyendo la dirección de los vientos que soplaban entonces. E idénticos sucesos se repitieron en todos los puntos del Archipiélago, en todas las ciudades y en cada una de las islas por las que pasó el Dominio. Pero tú ya lo has visto, no es necesario que te perturbe aún más.
Una parte de mí se negaba aún a creer que alguien, ni siquiera una horda de bárbaros, mucho menos personas civilizadas, fuesen capaces de llevar a cabo lo que había presenciado. Sin embargo sabía que todo era cierto y sabía que eso era el mal, o incluso más que el mal, algo tan terrible que no existía término alguno para nombrarlo.
—¿Comprendes ahora por qué los odiamos tanto? Incapaz de hablar, asentí con la cabeza.
No hicimos nada más aquel día, nos dejaron libres para pensar en lo que nos habían mostrado, la primera de miles de jornadas en las que recordaría esas imágenes. No pude tragar bocado hasta la cena, cuando un mago mental vino a nuestras habitaciones para aliviar tanto como le fue posible el efecto de la tensión que sufríamos. Consiguió remover buena parte de los traumas superficiales, pero las imágenes siguieron siendo tan vívidas como antes.
Aquella noche reinó el silencio durante toda la comida. No quedaba ni un solo escéptico (al parecer ya todos los continentales habíamos vivido la experiencia) y comenzamos a tratar a los originarios del Archipiélago con un nuevo respeto.
Tras la cena, Palatina y. yo salimos a sentarnos en un patio, cercano a otra fuente.
—¿Sabías ya todo eso sobre la cruzada? —me preguntó ella—. Quiero decir, antes de esta mañana.
—Supongo que no mucho más que tú. Sabía los meros hechos y que había causado mucha destrucción. Mi padre siempre me dijo que había sido un suceso maligno, pero nunca me contó que hubiese tenido semejante magnitud.
—Tu padre vino aquí unos pocos años después de la cruzada, ¿verdad?
—Así fue. Sin embargo, nunca me habló al respecto. Ni siquiera sabía que fuese hereje hasta que Etlae me hizo captar el mensaje. Es más, hasta poco antes de partir hacia Taneth no sabía que existiese algo semejante a la herejía.
—Entonces ¿no sabes más que yo?
Jamás conocí a ninguno de los sacerdotes brutales que han mencionado, ni siquiera a un inquisidor. Hasta el día de hoy aún creía en el Dominio. Ahora ya no sé en qué creer.
Era cierto. Ahora que el impacto había pasado, sentía sobre todo confusión y un vacío interior. Mi fe en el Dominio se había evaporado y debía ser reemplazada por algo.
—Yo nunca creí en el Dominio —aseguró Palatina—. Dondequiera que yo haya nacido, es obvio que no respetábamos a sus sacerdotes, lo que me coloca en una posición bastante mejor.
—No existen muchos sitios así en Aquasilva. No se me ocurre ningún sitio donde el Dominio no posea templos... o influencia. Al menos ningún sitio que esté actualmente habitado. Quizá el cabo
polar boreal, pero es un conjunto de tierras estériles donde nadie puede vivir. E incluso allí tiene bases el Dominio. Mi padre les llevó provisiones en una ocasión a petición del rey.
—¿Y qué puedes decir del otro grupo de islas, aquel al que a nadie le agrada mencionar? —dijo echándose hacia atrás, con las manos apoyadas en los lados para no caer sobre la fuente.
—¿Ralentis? —respondí, y me descubrí a mí mismo con intención de hacer la señal de la llama para resguardarme del mal, gesto que me forcé a evitar—. Nadie sabe nada sobre Ralentis. Sus habitantes no admiten extranjeros en su territorio y sólo comercian para obtener mercancías muy elementales. Según he oído, su cielo está perpetuamente cubierto de nubes tan bajas que tocan el suelo.
—Creo que no provengo de allí —advirtió Palatina frunciendo el ceño—. Sin embargo, pienso que vale la pena creer en esta herejía. Deseo saber quién soy más que ninguna otra cosa, pero no puedo estar todo el tiempo intentando averiguarlo. Hoy... hoy logré recordar algo.
Su voz era tranquila.
—¿Has recordado algo con claridad?
—Fue muy parecido a las imágenes que nos mostró el mago. De hecho, por un momento pensé que estaba viéndolas por segunda vez. Consistía en casi lo mismo, esa gente de rojo destruyendo una ciudad, en una isla, de modo muy similar. Quizá estuviese experimentándolo de la misma manera, porque en algún sentido parecía mágico. Y sentí una profunda tristeza.
—Entonces ¿has visto un ejército del Dominio destruyendo una ciudad como Vararu?
—Eso creo. Ignoro dónde se hallaba la ciudad. Pero alguna vez alguien me mostró algo similar, una terrible pérdida. Estoy
,
segura de que no eran tan sólo las imágenes de Chlamas distorsionadas por mi mente. Pero lo que yo presencié, fuese lo que fuese, era maligno y no debió haber sucedido. He oído hablar del Dominio tanto aquí como en Taneth y no me agrada en absoluto. Esta herejía pretende acabar con él, y yo deseo unirme a ese proyecto. He encontrado algo en lo que creer.
Palatina estaba segura de sí misma, convencida de que al ayudar a los herejes estaba haciendo la elección correcta. Ayudar a esos herejes que nos habían perturbado con sus imágenes para crear en nosotros la sed de venganza. Y sin embargo, aun en el estado de confusión en el que todavía me hallaba, confieso haberla envidiado. Sólo mucho más tarde comprendí que ella debía de tener además otros motivos, pero lo cierto es que a partir de ese momento Palatina creyó fielmente en la causa hereje. Todo cuanto se nos dijo en los días posteriores sirvió para reafirmar su nueva fe Y también la llevó a recuperar un poco más de su memoria.
A mí me tomó bastante tiempo compenetrarme con su modo de pensar. Pese a eso, lo cierto es que desde aquel día perdí toda fe y creencia en el Dominio, tanto en su carácter de organización civilizada como de representante de dios en Aquasilva (fuese cual fuese el dios en el que yo creía). Mi decisión llevaría más tiempo y se completaría por otros motivos. Sin embargo, al final mi compromiso sería más absoluto, ya que aunque carecía de la certeza y
,
las convicciones de Palatina, así como de su deseo de probarse a sí misma, yo era mucho menos inconstante una vez que apostaba por algo.
Esa noche, las pesadillas poblaron mi sueño y pasé repetidas veces de la inconsciencia a la inconsciencia. Me perseguían aterradoras visiones de destrucción que asolaban a Lepidor, a Pharassa... e incluso a Taneth, una ciudad que apenas conocía. Ardían los parques y las avenidas, los edificios acababan derrumbándose, desaparecían las terrazas y los jardines y, finalmente, todo se convertía en cenizas. Sobre todo ese horror podía oír una risa demente proferida por monstruosos sacerdotes encapuchados. Cada vez que despertaba lo hacía cubierto de sudor, maldiciendo por igual al Dominio y a los herejes. Pero incluso despierto podía ver cómo proseguía la masacre.