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Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

Hermosas criaturas (36 page)

BOOK: Hermosas criaturas
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Marian insertó la llave en la primera columna, señalada con una luna, y enseguida las teas de las paredes se encendieron e iluminaron la estancia con su luz vacilante.

—Son preciosas —jadeó Lena.

Advertí que su pelo continuaba rizándose y me pregunté si estar en aquel lugar le afectaría de forma que yo jamás llegaría a apreciar.

Están vivas, son poderosas como la verdad. Y todas las verdades están ahí, en alguna parte.

—Las trajeron del mundo entero mucho antes de mi llegada. Ésa es de Estambul. —Marian señaló la parte superior de las columnas, las partes decoradas: los capiteles—. Ésa procede de Babilonia. —Señaló otra con cuatro cabezas de halcón, cada una asomando por un lado—. Egipto, el Ojo de Dios. —Palmeó otra decorada con una vivida representación de una cabeza de león—. Asiría.

Pasé la mano por la pared, cuyas piedras también estaban talladas. A veces representaban caras de hombres, criaturas o pájaros con la mirada fija entre el bosque de columnas, como si fueran depredadores. En otras había tallados símbolos irreconocibles para mí, jeroglíficos
Caster
o procedentes de culturas de las cuales no había oído hablar jamás.

Salimos de la cripta y nos adentramos en la cámara, cuya función parecía ser la de una especie de vestíbulo, y las antorchas volvieron a encenderse solas, una tras otra, como si estuvieran siguiendo nuestro camino. Vi cómo las bóvedas se arqueaban encima de una mesa de piedra ubicada en el centro de la estancia. Las estanterías, o al menos yo las tenía por tales, salían desde un círculo central y se alejaban como los ejes de una rueda. Los muebles llegaban casi hasta el techo, creando un intimidatorio laberinto en cuyo interior un mortal podía perderse con suma facilidad, o eso imaginé. La estancia en sí misma no contenía nada, salvo las columnas y la pétrea mesa circular.

Con calma, Marian cogió una antorcha de un soporte con forma de media luna y me la entregó; luego, le dio otra a Lena; por último, cogió una más para ella.

—Echad un vistazo por aquí. Debo revisar el correo. Tal vez haya recibido alguna petición de traspaso de otra sucursal.

—¿Para la Lunae Libri? —No me había detenido a considerar la posibilidad de que existieran otras bibliotecas
Casters
.

—Por supuesto.

Marian se dio la vuelta para dirigirse a las escaleras.

—Espera un momento. ¿Cómo te llega el correo hasta aquí?

—Pues igual que a ti. Carlton Eaton me lo entrega, haga frío o calor.

Carlton Eaton estaba en el ajo, claro que sí. Probablemente, eso explicaba por qué había recogido a Amma en plena noche. Me pregunté si también les abriría las cartas a los
Caster
s. ¿Qué más cosas ignoraba de Gatlin y de sus habitantes? No tuve que preguntar.

—No somos demasiados, pero sí más de los que te imaginas. No olvides que Ravenwood lleva aquí más tiempo que este viejo edificio. Este lugar fue un condado
Caster
antes de ser habitado también por mortales.

—Tal vez por eso sois tan raros todos los de por aquí —bromeó Lena, dándome un codazo.

Yo seguía obcecado con lo de Carlton Eaton.

¿Quién más estaría al tanto de lo que de verdad ocurría en Gatlin? Me refería al otro Gatlin, ése con mágicas bibliotecas subterráneas y chicas capaces de controlar el tiempo o hacerte saltar de un precipicio. ¿Quién más estaba en el círculo de los
Casters
, como Marian y Carlton Eaton? O como mi madre.

¿Fatty? ¿La señora English? ¿El señor Lee?

El señor Lee no, definitivamente no.

—No te preocupes: los encontrarás cuando los necesites. Así funciona esto, y así ha funcionado siempre.

—Espera. —Sujeté a Marian por el brazo—. ¿Lo sabe mi padre?

—No.

Bueno, al menos había una persona en mi casa que no llevaba una doble vida, aunque estuviera como una cabra.

La bibliotecaria soltó el aviso final.

—Haríais bien en empezar ya. La Lunae Libri es mil veces mayor que cualquier biblioteca que hayáis visto antes. Desandad lo andado inmediatamente si os desorientáis. Ése es el motivo por el cual las estanterías salen en forma radial de esta cámara. Tendréis más posibilidades de no extraviaros si sólo avanzáis o retrocedéis.

—Pero ¿cómo puedes perderte si sólo es posible ir en línea recta?

—Pruébalo tú mismo y verás.

—¿Qué hay al final de las estanterías? —nos interrumpió Lena—. Me refiero al final de los pasillos.

Marian la contempló de manera un tanto rara.

—No se sabe. Nadie ha llegado tan lejos como para averiguarlo. Algunos de los pasillos se adentran en túneles. Existen partes inexploradas en la Lunae Libri. Aquí abajo hay muchas cosas que ni siquiera yo he visto. Tal vez algún día…

—¿De qué estás hablando? Todo termina en alguna parte. No puede haber hileras e hileras de libros. ¿Hay túneles por debajo de todo el pueblo? ¿Qué quieres decir? ¿Que subes por un túnel y te tomas el té en casa de la señora Lincoln, que luego recorres otro a la izquierda y dejas un libro en casa de tía Del, en el siguiente pueblo, y qué al final coges el de la derecha para echar una parrafada con Amma? ¿Es eso?

Me mostré escéptico. Marian me sonrió, divertida.

—¿Cómo piensas que consigue Macon sus libros? ¿Cómo te crees que las Hijas de la Revolución Americana jamás ven entrar o salir a ningún visitante? Gatlin es Gatlin. A la gente le gusta que las cosas sean así, como ellos creen que son. Los mortales sólo ven lo que desean ver. Hay una floreciente comunidad Caster en este condado desde antes de la Guerra de Secesión. Hace varios siglos de eso, Ethan, y no va a cambiar de pronto sólo porque tú te hayas enterado de su existencia.

—No puedo creer que tío Macon jamás me haya hablado de este lugar. Piensa en todos los
Casters
que han debido de estar aquí. —Lena alzó la tea y sacó un tomo del anaquel. Estaba encuadernado de forma ampulosa y pesaba mucho. Se levantó una nube de polvo y rompí a toser—.
Caster
s. Una breve historia
. —Sacó otro—. Debemos de estar en la letra C, me imagino. —Resultó ser una caja de cuero que se abría por arriba. Había un pergamino en su interior. Lena retiró el contenido. Hasta el polvo acumulado encima parecía más viejo y gris—.
Conjuros para sembrar confusión
. Éste es muy antiguo.

—¡Cuidado! Ése tiene más de quinientos años. Gutenberg no inventó la imprenta hasta 1455.

La bibliotecaria cogió el pergamino de manos de Lena con sumo cuidado, como si acunara a un recién nacido. Lena sacó otro tomo encuadernado con tapas de cuero gris.

—Conjurando para la Confederación. ¿Participaron los
Casters
en la guerra?

Marian asintió.

—Y en ambos bandos. Grises y azules. Fue uno de los peores enfrentamientos que hubo en la comunidad de los
Casters
, me temo. Igual que entre nosotros, los mortales.

Lena alzó la mirada y contempló cómo Marian guardaba la caja polvorienta en el anaquel.

—Los de nuestra familia todavía seguimos en guerra, ¿verdad?

—Una casa dividida, así lo llamó el presidente Lincoln. —Marian la miró con tristeza—. Sí, Lena, me temo que lo estáis. —La bibliotecaria le acarició la mejilla—. Y por eso estáis aquí, si lo recuerdas. Para encontrar lo que necesitas y poner algo de sentido común donde no lo hay. Ahora, es mejor que empieces.

—No veas la cantidad de libros que hay, Marian. ¿No puedes indicarnos al menos cuál es la dirección correcta?

—A mí no me mires. Como te dije, no tengo las respuestas, sólo los libros. En marcha. Aquí abajo nos regimos por el reloj lunar y se te puede ir el santo al cielo con el tiempo. Las cosas no son como parecen cuando se está en este lugar.

Mi mirada iba de Lena a Marian. Temía perderlas de vista a cualquiera de las dos. La Lunae Libri intimidaba mucho más de lo que se podía imaginar. Tenía poco aspecto de biblioteca y mucho más pinta de, bueno, de catacumba.
El Libro de las Lunas
podía estar en cualquier parte.

Lena y yo nos situamos ante los interminables pasillos, pero ninguno de los dos dio un paso.

—¿Qué vamos a hacer para encontrarlo? Aquí debe de haber un millón de libros.

—No tengo ni idea. Tal vez…

Supe qué le rondaba en la cabeza.

—¿Y si probamos con el guardapelo?

—¿Lo has traído?

Asentí mientras sacaba un bulto del bolsillo de los vaqueros. Le di la antorcha.

Desenvolví el guardapelo y lo coloqué sobre la mesa redonda de piedra. Percibí una mirada especial en los ojos de Marian, un brillo que mi madre y ella tenían en común cuando encontraban un hallazgo de los buenos.

—¿Quieres ver esto?

—Más de lo que piensas —contestó la bibliotecaria, y me cogió de la mano, y yo cogí la de Lena. Alargué el brazo cuando entrelazamos los dedos y lo toqué.

Un destello cegador me obligó a cerrar los ojos.

Entonces fui capaz de ver el humo y oler el fuego, y nosotros desaparecimos…

Genevieve alzó el Libro para poder leer las palabras en medio de la lluvia. Era consciente de que desafiaba las leyes de la naturaleza si las pronunciaba. Casi podía oír la voz de su madre suplicándole que se detuviera y meditara lo que estaba haciendo.

Pero Genevieve no podía parar. No podía perder a Ethan.

Empezó a entonar una salmodia.

Crúor pectoris mei, tutela tua est.

Vita vitae meae, corripiens tuam, corripiens meam.

Corpus corporis mei, medulla mensqu

anima animae meae, animam nostram conecte.

Cruor pectoris mei, luna mea, aestus meus,

cruor pectoris mei, fatum meum, mea salus.


Detente antes de que sea demasiado tarde, chiquilla. —Ivy estaba fuera de sí a juzgar por la voz.

Llovía a cántaros y los relámpagos atravesaban las columnas de humo. Genevieve contuvo el aliento y esperó, pero no sucedió nada. Debía de haber hecho algo mal. Parpadeó para leer mejor en la oscuridad de la noche, y las dijo en la lengua que mejor conocía.

La sangre de mi corazón te protege,

si tu vida se pierde, la mía con la tuya se va.

Cuerpo de mi cuerpo, mente y tuétano de mis huesos.

Alma de mi alma, que nuestros espíritus enlaza,

sangre de mi corazón, mi luna, mi marea.

Sangre de mi corazón, mi condena y mi salvación.

La joven no se lo podía creer cuando vio que Ethan movía los párpados. Intentaba abrir los ojos.


¡Ethan!

Sus miradas se encontraron durante una fracción de segundo.

Él hizo un esfuerzo por respirar en un claro intento de decir algo. Genevieve pegó el oído a los labios de su amado y sintió en la mejilla la calidez de su aliento.


Jamás creí a tu padre cuando dijo que un Caster y un mortal no podían estar juntos. Hemos encontrado una manera. Te quiero, Genevieve.

Le puso algo en la palma de la mano y lo apretó. Era un guardapelo.

Luego, abrió y cerró los ojos repentinamente, y en su pecho cesó el vaivén de la respiración.

Antes de que Genevieve tuviera tiempo para reaccionar, una descarga eléctrica le sacudió el cuerpo y fue capaz de percibir cada pulsación de su propio flujo sanguíneo. Debía de haberle alcanzado un rayo y parecía a punto de desplomarse bajo las oleadas de dolor.

Hizo un gran esfuerzo para mantenerse en pie
.

Después, todo se volvió negro.


Clemente Dios del cielo, no te la lleves a ella también.

Genevieve reconoció la voz de Ivy. ¿Dónde estaba? El olor a limoneros calcinados se lo recordó. Intentó hablar, pero le raspaba la garganta como si hubiera tragado arena. Parpadeó.


¡Gracias, Señor!

La anciana permanecía arrodillada en el suelo a su lado sin dejar de mirarla.

Genevieve tosió y alargó la mano para atraerla hacia sí y tenerla más cerca.


Ethan está… —susurró.


Lo siento, mi niña. Ha muerto.

Genevieve hizo un esfuerzo enorme para abrir los párpados. Ivy se retiró de un salto, como si hubiera visto al mismísimo demonio.


¡Dios nos ampare!


¿ Qué…? ¿ Qué ocurre?

La anciana se devanó los sesos en un intento de encontrar explicación a lo que estaba viendo.


Sus ojos, pequeña, sus ojos han cambiado.


¿Cómo dices?


Ya no son verdes. Se han vuelto amarillos como el sol.

A Genevieve le traía sin cuidado el color de sus pupilas. Todo le daba igual ahora que había perdido a Ethan. Se echó a llorar.

Se puso a llover otra vez. El suelo se convirtió en un barrizal.


Debe levantarse, señorita Genevieve. Tenemos que entrar en comunión con Ellos en el Más Allá. —La anciana tiró de ella para que se pusiera de pie.


Lo que dices no tiene sentido, Ivy.


Sus ojos… Le avisé, le hablé de la luna y de su ausencia. Hemos de averiguar el significado de todo esto. Debemos consultar a los Espíritus
.


Si les pasa algo a mis ojos, estoy convencida de que es cosa del rayo.


¿Qué vio, señorita? —inquirió Ivy, espantada.


¿Qué pasa, Ivy? ¿Por qué te comportas de un modo tan raro?


No le ha alcanzado ningún rayo, fue otra cosa.

La anciana echó a correr de vuelta a los campos de algodón abrasados. Genevieve se quedó atrás, llamándola a gritos, le daban vahídos cuando intentaba levantarse.

Ladeó la cabeza y la apoyó sobre el grueso manto de lodo mientras el aguacero le alcanzaba el rostro. Las gotas de lluvia se mezclaban con sus lágrimas de derrota. Se desmayaba y recobraba el conocimiento de forma intermitente. Escuchaba en la distancia la voz débil de Ivy, que pronunciaba su nombre.

Cuando abrió los párpados, Ivy estaba a su lado otra vez. Sostenía con las manos la parte inferior de su falda y en sus pliegues guardaba algo: varios frasquitos de polvo y unas botellas cuyo contenido tenía un aspecto similar a la arena y a la tierra. Tintinearon al chocar entre sí mientras los depositaba en el suelo empapado, cerca de Genevieve.


¿Qué estás haciendo?


Una ofrenda a los Espíritus. Sólo ellos pueden decirnos qué significa esto.

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