Fuera había setecientos SS.
Tecleando en Internet descubrí la existencia de una película, titulada
Conspiracy
, en la que Kenneth Branagh hace el papel de Heydrich. Por cinco euros, gastos de envío incluidos, me apresuré a pedir el DVD, que me llegó al cabo de tres días.
Se trata de una recreación de la conferencia de Wannsee durante la cual, el 20 de enero de 1942, Heydrich, asistido por Eichmann, fijó en unas pocas horas el modo de aplicación de la Solución Final. En aquella fecha ya habían comenzado las ejecuciones masivas en Polonia y en la URSS, pero habían sido confiadas a los comandos de exterminio de la SS, los
Einsatzgruppen
, que se limitaban a concentrar a sus víctimas por centenas, incluso por millares, a menudo en un campo o en un bosque, antes de ametrallarlos. El problema de este método era que sometía los nervios de los verdugos a una dura prueba y dañaba la moral de las tropas, hasta de las más curtidas, como la SD o la Gestapo; el propio Himmler llegó a desmayarse cuando asistió a una de esas ejecuciones en masa. A continuación, los SS se habituaron a asfixiar a sus víctimas en unos camiones repletos de gente en su interior, en donde habían conectado el tubo de escape, pero la técnica no pasaba de ser algo relativamente artesanal. Después de Wannsee, el exterminio de los judíos, confiado por Heydrich a los buenos cuidados de su fiel Eichmann, fue administrado como un proyecto logístico, social, económico, es decir, algo de una gran envergadura.
La interpretación de Kenneth Branagh es bastante fina: consigue conjugar una extrema afabilidad con un tajante autoritarismo, lo que vuelve muy inquietante su personaje. De todos modos, no he leído en ninguna parte que el verdadero Heydrich diera la menor muestra de afabilidad, real o fingida, en ninguna circunstancia. Sin embargo, en una corta escena de la película se recrea bien al personaje en su dimensión tanto psicológica como histórica. Dos personas discuten en un aparte. Una le confía a la otra que ha oído decir que Heydrich tenía orígenes judíos y le pregunta si cree posible que ese rumor sea fundado. El segundo le responde acerbamente: «¿Por qué no se lo preguntamos a él directamente?» Su interlocutor palideció con sólo pensarlo. Al parecer es cierto que un persistente rumor acerca de que su padre era un judío persiguió durante mucho tiempo a Heydrich y envenenó su juventud. No cabe duda de que este rumor era del todo infundado, ya que, a decir verdad, si ése hubiera sido el caso, Heydrich, en tanto que jefe de los servicios secretos del partido nazi y de la SS, habría podido hacer desaparecer sin el menor esfuerzo cualquier huella sospechosa en su genealogía.
Sea como fuere, aquélla no era la primera vez que el personaje de Heydrich fue llevado a la pantalla, ya que menos de un año después del atentado, en 1943, Fritz Lang rodaba una película de propaganda titulada
Los verdugos también mueren
, sobre un guion de Bertolt Brecht. Esta película reconstruía los hechos de una manera totalmente imaginaria (Fritz Lang ignoraba cómo habían ocurrido las cosas realmente, y de haberlo sabido no habría querido correr el riesgo de divulgarlo, naturalmente), pero bastante ingeniosa: Heydrich era asesinado por un médico checo, miembro de la Resistencia interior, que se refugiaba en casa de una muchacha cuyo padre, un profesor universitario, era llevado como rehén por el ocupante junto con otras personalidades locales y amenazado de muerte como represalia si el asesino no se entregaba. La crisis, tratada de manera extremadamente dramática (Brecht obliga, qué duda cabe), se desata cuando la Resistencia consigue endilgarle la responsabilidad a un traidor colaboracionista, con cuya muerte termina todo el asunto incluida la película. En la realidad, ni los partisanos ni los ciudadanos checos se libraron tan fácilmente.
Fritz Lang eligió representar a Heydrich, bastante groseramente, como un perverso afeminado, un completo degenerado que maneja una fusta para subrayar a la vez su ferocidad y sus costumbres depravadas. Es cierto que el verdadero Heydrich pasaba por ser un desequilibrado sexual y que era dado a poner una voz de falsete que contrastaba con el resto del personaje, pero su altivez, su envaramiento, su perfil de ario absoluto no tenían nada que ver con la criatura que se contonea en la película. A decir verdad, si se quisiera buscar una representación un poco más verosímil, convendría volver a ver
El Gran Dictador
, de Chaplin: se ve ahí a Hinkel, el dictador, flanqueado por dos esbirros, uno es un gordo fatuo adiposo que claramente toma como modelo a Goering, el otro es un tipo escuálido mucho más astuto, frío y rígido: pero no es Himmler, con su pequeño bigote de zorro y mal perfilado, sino más bien Heydrich, su muy peligroso brazo derecho.
Por enésima vez volví a Praga. Acompañado por otra joven, la espléndida Natacha (francesa pese a su nombre: hija de comunistas, como todos nosotros), volví a pasar por la cripta. El primer día estaba cerrada por ser fiesta nacional, pero enfrente, algo de lo que nunca me había percatado hasta entonces, hay un bar que se llama «De los paracaidistas». Las paredes de su interior están cubiertas de fotos, documentos, frescos y carteles relativos al asunto. Al fondo, una gran pintura mural reproduce la Gran Bretaña, con puntos que señalan las diferentes bases militares donde los comandos del ejército checo en el exilio se preparaban para sus misiones. Bebí allí una cerveza con Natacha.
Al día siguiente fuimos a una hora laborable y le enseñé la cripta a Natacha, que tomó algunas fotos a petición mía. En el vestíbulo se proyectaba una película que reconstruía el atentado: traté de localizar los lugares del drama para luego ir a visitarlos, pero estaban lejos del centro de la ciudad, en el extrarradio. Los nombres de las calles habían cambiado, todavía me costaba situar con precisión el lugar exacto del ataque. A la salida de la cripta, me hice con un folleto bilingüe que anunciaba una exposición titulada «Atentát» en checo, «Asesinato» en inglés. Entre ambos títulos, una foto mostraba a Heydrich rodeado de oficiales alemanes y flanqueado por su brazo derecho local, el sudete Karl Hermann Frank, todos impecablemente uniformados, dispuestos a trepar por unas escaleras alfombradas. Sobre el rostro de Heydrich se había impreso una diana roja. La exposición tenía lugar en el museo del Ejército, cerca de Florenc, la estación de metro, pero no se indicaba ninguna fecha (sólo se mencionaban los horarios del museo). Acudimos allí ese mismo día.
En la entrada del museo, una señora bajita y de bastante edad nos recibió con mucha solicitud: parecía feliz de tener visitantes y nos invitó a recorrer las diferentes galerías del edificio. Pero sólo me interesaba una, y así se lo indiqué: aquella cuya entrada estaba decorada con un enorme cartón piedra que anunciaba, como si fuera el cartel de una película de terror hollywoodiense, la exposición sobre Heydrich. Me pregunté si aquella exposición sería permanente. En todo caso, era gratuita, como el resto del museo, y la señora bajita, después de inquirir sobre nuestra nacionalidad, nos entregó un folleto informativo en inglés (sentía muchísimo no poder ofrecérnoslo más que en inglés o alemán).
La exposición sobrepasaba todas mis expectativas. Allí sí que estaba todo de verdad: además de fotos, cartas, afiches y documentos diversos, vi las armas y los efectos personales de los paracaidistas, la documentación suministrada por los servicios ingleses, con notas, estimaciones, evaluaciones de riesgos, el Mercedes de Heydrich, con su neumático reventado y su agujero en la portezuela trasera derecha, la carta fatal del amante a su querida, que fue la causa de la masacre de Lidice, al lado de sus respectivos pasaportes con su foto, y muchos más rastros de lo que había ocurrido, auténticos y turbadores. Tomé notas febrilmente, a sabiendas de que había demasiados nombres, fechas, detalles. Al salir, le pregunté a la señora bajita si me sería posible adquirir el folleto que me había entregado para la visita, en el que estaban reproducidos todos los textos y comentarios de la exposición: me dijo que no con aspecto desolado. El librito, muy bien hecho, estaba encuadernado a mano y era obvio que no estaba destinado a su comercialización. Al ver mi perplejidad, y sin duda conmovida por mis esfuerzos por chapurrear el checo, la señora bajita acabó por quitarme el folleto de las manos y meterlo en el bolso de Natacha con determinación. Nos hizo una seña para que nos calláramos y nos fuéramos. La despedimos efusivamente. La verdad era que, visto el número de visitantes del museo, seguramente nadie echaría en falta aquel folleto. Aun así, había sido extremadamente amable. Dos días después, una hora antes de la salida de nuestro autocar para París, regresé al museo para ofrecerle unos bombones a aquella señora bajita quien, muy confusa, se negaba a aceptarlos. La riqueza del folleto que ella me había dado era tal que sin él —y por tanto sin ella— este libro carecería de la forma que va a cobrar a partir de ahora. Lo que lamento es no haberme atrevido a preguntarle su nombre, para poder agradecérselo aquí todavía con un poco más de solemnidad.
Cuando estaba en el instituto, Natacha participó dos años seguidos en un concurso sobre la Resistencia, y las dos veces acabó la primera, lo que, hasta donde yo sé, no se había producido nunca antes y tampoco se volvería a repetir después. Esa doble victoria le dio la ocasión de ser una de las abanderadas en una ceremonia conmemorativa y de visitar un campo de concentración en Alsacia. Durante el trayecto, estuvo sentada al lado de un antiguo resistente que le tomó mucho cariño. Él le prestó libros, documentos, pero al poco tiempo se perdieron de vista. Diez años más tarde, cuando me contó esta historia con la culpabilidad que cualquiera puede imaginarse, ya que ella seguía en posesión de los documentos prestados sin saber siquiera si aquel resistente todavía vivía, la animé a recuperar de nuevo su contacto y, aunque el individuo acabó por irse a vivir al otro extremo de Francia, di con su rastro.
Fue así como acudimos a visitarlo donde vivía, en una hermosa casa completamente blanca, cerca de Perpiñán, en donde se había instalado con su mujer.
Entre sorbitos de moscatel escuchábamos su relato de cómo había entrado en la Resistencia, cómo se había pasado al maquis, en qué consistía su actividad. En 1943, él tenía diecinueve años y trabajaba en la lechería de su tío, quien, suizo de origen, hablaba alemán; lo hacía tan bien que los soldados que acudían a avituallarse habían tomado la costumbre de entretenerse allí un poco más para charlar con alguien que hablaba su lengua. Al principio, le preguntaron si podría entresacar alguna información interesante de las frases intercambiadas entre los soldados y su tío, algo sobre movimientos de tropas, por ejemplo. Luego le pidieron que hiciera acciones de paracaidismo, que consistían en ayudar a recuperar las cajas con material lanzadas en paracaídas por los aviones aliados durante la noche. Finalmente, cuando tuvo edad de ser reclutado por el STO y, en consecuencia, amenazado de ser enviado a Alemania, se pasó al maquis, donde sirvió en unidades de combate y participó en la liberación de Borgoña, por lo visto muy activamente, a juzgar por el número de alemanes que dijo haber matado.
Su historia me interesó de veras, pero esperaba también aprender algo que pudiera serme útil de cara a mi libro sobre Heydrich. Aunque no tenía ni idea de qué exactamente.
Le pregunté si había seguido una instrucción militar una vez que se había enrolado en el maquis. Ninguna, me dijo. Con el tiempo sí le enseñaron el manejo de una ametralladora pesada y tuvo algunas sesiones de entrenamiento para su montaje y desmontaje con los ojos vendados, así como prácticas de tiro. Pero el día que llegó le pusieron en las manos una metralleta y no le dijeron nada más. Una metralleta inglesa, una Sten. Un arma nada fiable, al parecer: bastaba con que la culata golpease el suelo para qu e vaciase al aire todo el cargador. Una porquería. «La Sten era una pura mierda, no se puede decir más que eso.»
Una pura mierda, entonces…
He dicho antes que la eminencia gris de Hynkel-Hitler en
El Gran Dictador
de Chaplin se inspiraba en Heydrich, pero es falso. No me refiero al hecho de que en 1940 Heydrich fuera un hombre en la sombra absolutamente desconocido para la mayoría,
a fortiori
americana. El problema evidentemente no es ése: Chaplin habría podido
adivinar
su existencia y acertar de pleno. La verdad es que el esbirro del dictador en la película está presentado como una serpiente cuya inteligencia contrasta con la ridiculez de quien parodia al gordo Goering, pero el personaje está asimismo cargado de una dosis de bufonería y pusilanimidad en la que no es posible reconocer al futuro carnicero de Praga.
A propósito de recreaciones cinematográficas de Heydrich, acabo de ver en la tele una vieja película de Douglas Sirk (que era de origen checo) titulada
Hitler’s Madman
. Se trata de un film de propaganda, americano, rodado en una semana, estrenado poco tiempo antes del de Fritz Lang,
Los verdugos también mueren
, en 1943. La historia, totalmente imaginaria (al igual que la de Lang), sitúa el corazón de la Resistencia en Lidice, el pueblo mártir que acabará como Oradour. El argumento consiste en el compromiso de los habitantes para proteger a un paracaidista llegado de Londres: ¿lo ayudarán, se mantendrán al margen, lo delatarán? El problema de la película es que reduce la organización del atentado a una iniciativa local, basada en una concatenación de casualidades y coincidencias (Heydrich atraviesa por azar el pueblo de Lidice, donde se esconde por azar un paracaidista, y también por azar se sabe la hora a la que pasa el coche del protector, etcétera). La intriga es mucho menos intensa que la del film de Lang, en la que, con Brecht al guion, la fuerza dramática se despliega para constituir una verdadera epopeya nacional.
Por el contrario, el actor que encarna a Heydrich en la película de Douglas Sirk es excelente. Por de pronto se le parece físicamente. Además, llega a reproducir la brutalidad del personaje sin recargarlo de tics demasiado exagerados, fácil recurso al que Lang había cedido so pretexto de subrayar su alma degenerada. Es cierto que Heydrich era un cerdo maléfico y despiadado, pero no era Ricardo III. El actor en cuestión es John Carradine, el padre de David Carradine, alias Bill con Tarantino. La escena más lograda de la película es la de la agonía: Heydrich en la cama, moribundo y roído por la fiebre, larga a Himmler un discurso cínico que, por primera vez, tiene resonancias shakespearianas, aunque no por eso ha dejado de parecerme bastante verosímil: ni cobarde ni heroico, el verdugo de Praga se extingue sin arrepentimiento ni fanatismo, sólo apenado por dejar la única vida a la que estaba en verdad unido, la suya.