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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: HHhH
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«Verosímil», como he dicho.

11

Pasan los meses, se convierten en años, durante los cuales esa historia no deja de crecer en mí. Y mientras transcurre mi vida, hecha como la de todos a base de alegrías, de dramas, de decepciones y de esperanzas personales, los anaqueles de mi apartamento se cubren de libros sobre la Segunda Guerra Mundial. Devoro cuanto cae en mis manos en todas las lenguas posibles, voy a ver todas las películas que salen —
El pianista
,
El hundimiento
,
Los falsificadores
,
Te Black Book
, etcétera— y mi tele queda bloqueada en el canal Historia que dan por cable. Aprendo multitud de cosas, y aunque algunas no guardan más que una lejana relación con Heydrich, me digo que todo puede servir, que hay que impregnarse de una época para comprender su espíritu, y luego el hilo del conocimiento se desenrolla solo, una vez que se empieza a tirar de él. La amplitud del saber que llego a acumular termina por asustarme. Escribo dos páginas cada mil que leo. A ese ritmo, moriré sin haber evocado más que lo que serían los preparativos del atentado. Siento claramente que mi sed de documentación, sana en principio, se torna poco a poco en perjudicial: en resumidas cuentas, se convierte en un pretexto para demorar el momento de la escritura.

Mientras tanto, tengo la impresión de que todo en mi vida cotidiana me conduce a esa historia. Natacha alquila un estudio en Montmartre, el código de la puerta de entrada es el 4206, enseguida pienso en junio del 42. Natacha me anuncia la fecha de la boda de su hermana, y yo exclamo alegremente: «¿El 27 de mayo? ¡Increíble! ¡El día del atentado!» (Natacha está consternada.) Pasamos por Múnich el último verano, de regreso de Budapest: en la gran plaza de la ciudad vieja, reunión alucinante de neonazis, los avergonzados muniqueses me dicen que nunca habían visto algo así (no sé si creerlos, la verdad). Veo por primera vez en mi vida una de Rohmer, en DVD: el personaje principal, un agente doble en los años treinta, se encuentra con Heydrich en persona. ¡En una de Rohmer! Es divertido constatar cómo, cuando nos interesamos a fondo por un tema, todo parece remitirnos a él.

Leo también muchas novelas históricas, para ver cómo se desenvuelven los otros con las imposiciones del género. Algunos saben dar prueba de un rigor extremo, otros pasan ampliamente, otros incluso llegan a bordear hábilmente los muros de la verdad histórica sin tener que fantasear demasiado. Lo que más me impresiona es el hecho de que en todos los casos la ficción se impone a la Historia. Es lógico, pero en mi caso no sé cómo resolverlo.

Un modelo de acierto, en mi opinión, es
Le Mors aux dents
, de Vladimir Pozner, que cuenta la historia del barón Ungern, con quien se mide Corto Maltés en
Corto Maltés en Siberia
. La novela de Pozner se divide en dos partes: la primera se desarrolla en París, y relata las pesquisas del escritor a la hora de recoger testimonios sobre su personaje. La segunda nos sumerge brutalmente en el corazón de Mongolia, y de golpe nos vuelca en la novela propiamente dicha. El efecto es sorprendente y muy logrado. Releo esa parte de vez en cuando. De hecho, para ser preciso, las dos partes están separadas por un pequeño capítulo de transición titulado «Tres páginas de Historia», que termina con esta frase: «1920 acababa de empezar».

Lo encuentro genial.

12

Maria intenta torpemente tocar el piano desde hace una hora, cuando oye entrar a sus padres. Bruno, el padre, le abre la puerta a su mujer, Elizabeth, que lleva un bebé en los brazos. Llaman a la niña: «¡Ven a ver, Maria! Mira, es tu hermanito. Es muy pequeño y hay que quererlo mucho. Se llama Reinhardt.» Maria asiente sin convicción. Bruno se inclina con delicadeza sobre el recién nacido. «¡Qué guapo es! —dice—. ¡Y qué rubio!, dice Elizabeth. Será músico.»

13

Desde luego, yo podría, incluso debería describir detenidamente, a modo de introducción en una decena de páginas, siguiendo el ejemplo de Victor Hugo, la apacible ciudad de Halle, donde nació Heydrich en 1904. Hablaría de las calles, de las tiendas, de los monumentos, de todas las peculiaridades locales, de la organización municipal, de las diferentes infraestructuras, de las especialidades gastronómicas, de sus habitantes y de su estado de ánimo, de sus modales, de sus tendencias políticas, de sus gustos y aficiones. Luego abriría el zoom hacia la casa de los Heydrich, el color de los postigos, el de las cortinas, la disposición de las habitaciones, la madera de la mesa central del salón. Vendría después una minuciosa descripción del piano, acompañada de una larga parrafada sobre la música alemana de comienzos de siglo, su sitio en la sociedad, sus compositores, la cuestión de la recepción de las obras, la importancia de Wagner… y ahí, precisamente ahí, comenzaría mi relato propiamente dicho. Recuerdo una interminable digresión, de por lo menos ochenta páginas, en
Notre-Dame de París
, sobre el funcionamiento de las instituciones judiciales en la Edad Media. Se me hizo muy pesado, por eso me salté ese pasaje.

He optado por estilizar algo mi historia. Eso me viene de perlas porque, si bien en algunos episodios ulteriores puede que necesite resistir a la tentación de demostrar mi saber detallando en exceso tal o cual escena sobre la que estoy superdocumentado, tengo que confesar que por lo que respecta a la ciudad natal de Heydrich mis conocimientos flaquean un poco. Hay dos ciudades que llevan el nombre de Halle en Alemania, y ahora mismo ni yo sé a cuál me refiero. Decido, de manera provisional, que eso no es importante. Vamos a ver.

14

El maestro llama a los alumnos uno por uno: «¡Reinhardt Heydrich!» Reinhardt da un paso adelante, pero un niño levanta el dedo: «¡Señor! ¿Por qué no lo llama por su verdadero nombre?» Un estremecimiento de placer recorre la clase. «¡Se llama Süss, todo el mundo lo sabe!» La clase estalla, los alumnos gritan. Reinhardt no dice nada, aprieta los puños. Nunca dice nada. Tiene las mejores notas de la clase. Pronto será el mejor en gimnasia. Y no es judío. Por lo menos eso espera. Fue su abuela, por lo visto, la que se casó en segundas nupcias con un judío, pero eso no tiene nada que ver con su auténtica familia. Es lo que ha creído comprender, entre los rumores de la gente y las negaciones indignadas de su padre, aunque a decir verdad no está completamente seguro. Mientras tanto, va a hacer callar a todos con la gimnasia. Y esa tarde, cuando vuelva a casa, antes de que su padre le dé su lección de violín, podrá decirle que sigue siendo el primero, y su padre estará orgulloso de él, y lo felicitará.

Pero esa tarde no habrá lección de violín, y Reinhardt no podrá contar cómo le ha ido en la escuela a su padre. Cuando llegue a casa, sabrá que están en guerra.

—¿Por qué estamos en guerra, papá?

—Porque Francia e Inglaterra tienen envidia de Alemania, hijo mío.

—¿Por qué tienen envidia?

—Porque los alemanes son más fuertes que ellos.

15

Nada hay más artificial, en un relato histórico, que esos diálogos reconstruidos a partir de testimonios más o menos de primera mano, so pretexto de insuflarle vida a las páginas muertas del pasado. En estilística, esta forma se emparenta con la figura de la hipotiposis, que consiste en describir un cuadro tan vivamente que le dé al lector la impresión de tenerlo delante de sus ojos. Cuando se trata de hacer revivir una conversación, el resultado es a menudo forzado, y el efecto obtenido es el inverso del deseado: lo veo un método demasiado artificioso, incluso oigo demasiado la voz del autor que quiere recuperar la de unas figuras históricas de las que intenta apropiarse.

Sólo hay tres casos en los que se puede restituir un diálogo con absoluta fidelidad: a partir de un documento de audio, o de uno de vídeo o de uno taquigráfico. Incluso este último modo no es una garantía completamente segura del texto exacto de la frase, coma arriba coma abajo. Aunque puede decirse que, si bien a veces sucede que el taquígrafo condensa, resume, reformula, sintetiza los extremos, el espíritu y el tono del discurso son, pese a todo, restituidos de manera globalmente satisfactoria.

Sea como sea, mis diálogos, cuando no puedan fundarse sobre fuentes precisas, fiables o exactas palabra por palabra, serán totalmente inventados. En ocasiones, en ese caso, les asignaré una función, no de hipotiposis, sino más bien, digamos por el contrario, de parábola. Por un lado la extrema exactitud y por otro lado la extrema ejemplaridad. Y para que no haya confusión al respecto, todos los diálogos que me invente (no habrá muchos) serán tratados como escenas teatrales. Una gota de estilización, por tanto, en el océano de lo real.

16

El pequeño Heydrich, muy mono, muy rubio, buen alumno aplicado, amado por sus padres, violinista, pianista, químico incipiente, posee una voz chillona que le vale un apodo, el primero de una larga lista: en la escuela lo llaman «la cabra».

En esa época todavía cualquiera puede burlarse de él sin jugarse la vida. Pero es también el delicado periodo de la infancia en que se aprende el resentimiento.

17

En
La muerte es mi oficio
, Robert Merle reconstruye la biografía novelada de Rudolf Hess, el comandante de Auschwitz, a partir de los testimonios y las notas que éste dejó en la prisión antes de ser ahorcado en 1947. Toda la primera parte está centrada en su infancia, en su educación mortificada hasta extremos increíbles por un padre ultraconservador de una psicología completamente rígida. La intención del autor es evidente: trata de hallar las causas, cuando no las explicaciones, de la trayectoria de un hombre así. Robert Merle intenta adivinar —digo adivinar, no comprender— cómo se puede llegar a ser comandante de Auschwitz.

No es mi intención —digo intención, no ambición— hacer lo mismo con Heydrich. No quiero demostrar que Heydrich fuera el responsable de la Solución Final porque sus compañeros de clase lo llamasen «la cabra» cuando tenía diez años. Tampoco creo que las vejaciones de las que fue víctima porque se le tenía por judío deban explicarlo todo necesariamente. Me limito a mencionar esos hechos por la coloración irónica que confieren a su destino: «la cabra» pasará a ser llamado, en la cumbre de su poder, «el hombre más peligroso del III Reich», y el judío Süss va a transformarse en el Gran Planificador del Holocausto. ¿Quién habría sido capaz de adivinar algo semejante?

18

Imagino la escena.

Reinhardt y su padre, inclinados sobre un mapa de Europa desplegado sobre la gran mesa del salón, cambian de lugar unas banderitas. Están muy concentrados porque el momento es grave, la situación se ha vuelto muy seria. Algunas sublevaciones han debilitado el glorioso ejército de Guillermo II. Pero también han causado estragos en el ejército francés. Y en Rusia decididamente ha triunfado la revolución bolchevique. Por fortuna, Alemania no es Rusia, ese país tan atrasado. La civilización germánica descansa sobre pilares tan sólidos que los comunistas jamás podrán destruirla. Ni ellos ni Francia. Ni los judíos, evidentemente. En Kiel, en Múnich, en Hamburgo, en Bremen, en Berlín, la disciplina alemana va a recuperar las riendas de la razón, del poder y de la guerra.

Pero la puerta se abre. Elizabeth, la madre, irrumpe de pronto en la habitación. Está completamente enloquecida. El Káiser ha abdicado. Se ha proclamado la república. Se ha nombrado a un socialista para la chancillería. Quieren firmar el armisticio.

Reinhardt, mudo de estupor, con los ojos como platos, se vuelve hacia su padre. Éste, al cabo de unos interminables segundos, alcanza a murmurar una sola frase: «No es posible.» Estamos en el 9 de noviembre de 1918.

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No sé por qué Bruno Heydrich, el padre, era antisemita. Lo que sé, en cambio, es que se le consideraba un hombre muy gracioso. Era, por lo visto, bastante divertido, un auténtico animador. Se decía incluso que sus chistes eran demasiado graciosos para no ser judío. Al menos este argumento no podrá ser utilizado contra su hijo, ya que no se distinguió jamás por tener un gran sentido del humor.

20

Alemania ha perdido, de ahora en adelante el país se encamina hacia el caos y, según una franja creciente de la población, los judíos y los comunistas lo llevan a la ruina. El joven Heydrich, como todo el mundo, desea vagamente liarse a puñetazos. Se afilia a las Freikorps, esas milicias que quieren sustituir al ejército combatiendo contra todo lo que esté a la izquierda de la extrema derecha.

A su vez, esos Cuerpos libres, organizaciones paramilitares dedicadas a la lucha contra el bolchevismo, ven oficializada su existencia por un gobierno socialdemócrata. Mi padre diría que no hay por qué sorprenderse por ello, en su opinión los socialistas han traicionado siempre. Pactar con el enemigo es su segunda naturaleza. Y daría un montón de ejemplos. En aquel caso, fue un socialista quien aplastó la revolución spartakista y mandó liquidar a Rosa Luxemburg. Por los Cuerpos libres.

Podría hacer algunas matizaciones sobre el grado de compromiso de Heydrich en esos Cuerpos libres, pero no me parece necesario. Basta con saber que, en tanto que afiliado, forma parte de las «tropas de apoyo técnico», cuya labor era impedir las ocupaciones de las fábricas y asegurar el buen funcionamiento de los servicios públicos en caso de huelga general. ¡Ya tenía tan agudo ese sentido del Estado!

Lo bueno de las historias verdaderas es que uno no tiene que preocuparse de dar sensación de realidad. No necesito hacer actuar al joven Heydrich en aquel periodo de su vida. Entre 1919 y 1922, vive siempre en Halle (Halle-an-der Saale, lo he comprobado), en casa de sus padres. Durante ese tiempo, los Cuerpos libres proliferan por todas partes. Uno de ellos procede de la célebre brigada de marina «blanca» del capitán de corbeta Ehrhardt. Tiene por insignia una cruz gamada, y su canto de guerra reza así:
Hakenkreuz am Stahlhelm
(«Cruz gamada en casco de acero»). En mi opinión, con un decorado como éste, ¿qué sentido tiene hacer la descripción más morosa del mundo?

21

Hay crisis, el paro hace estragos en Alemania, los tiempos son duros. El pequeño Heydrich quería ser químico, sus padres siempre habían soñado con convertirlo en músico. Pero en tiempos de crisis, el mejor refugio es el ejército. Fascinado por las hazañas del legendario almirante von Luckner, que es amigo de la familia y que en el best seller epónimo que escribió para su propia gloria se autodenomina «el demonio de los mares», Heydrich se enrola en la marina. Una mañana de 1922, el alto y rubio joven se presenta en la escuela de oficiales de Kiel, llevando en la mano un estuche de violín negro, regalo de su padre.

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