Hija de Humo y Hueso (34 page)

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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

BOOK: Hija de Humo y Hueso
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Amor
. Karou se sintió bañada de luz. Aquella adorada palabra saltó a sus propios labios para responderle, pero él le suplicó:

—Dime que lo recordarás. Prométemelo.

Esa promesa sí
podía
hacerla. Akiva se quedó callado y Karou, inclinada hacia delante, sin aliento, pensó si aquello sería todo —que le revelara algo así y luego no la besara—. Resultaba absurdo, y hubiera protestado de haber terminado ahí, pero no fue así.

Una mano de Akiva reposaba ya sobre la mejilla de Karou. Alzó la otra, acunó su rostro y entonces, de forma suave, se desencadenó lo inevitable: se abandonaron. Los labios de Akiva se deslizaron sobre los de Karou. Fue una leve caricia, como un susurro —un ligerísimo roce de su labio inferior con los de ella, y de nuevo espacio entre ambos, muy poco espacio, con los rostros casi pegados—. Respiraban uno el aliento del otro, mientras la pasión aumentaba entre ellos, a su alrededor, en su interior, astral, y de nuevo el espacio desapareció, y lo único que quedó fue el beso.

Dulce y cálido y tembloroso.

Suave e intenso y profundo.

Menta en el aliento de Karou, sal en la piel de Akiva.

Akiva hundió las manos en el pelo de Karou, hasta las muñecas, como si fuera agua; Karou deslizó sus palmas por el pecho de Akiva, olvidando el hueso de la suerte para buscar los latidos de su corazón.

La dulzura dejó paso a algo distinto. Impulso. Placer. Karou se sintió abrumada por la profunda
realidad
física de Akiva —sal y almizcle y músculo, llama y carne y latidos—, por la sensación de
inmensidad
. Su sabor y el tacto de su piel sobre sus labios: primero la boca, luego el mentón, el cuello y un tierno recoveco bajo la oreja, y sin saber cómo sus manos se deslizaron bajo su camisa y subieron, de modo que lo único que se interponía entre sus manos y el pecho de Akiva eran los guantes. Sus dedos bailaron sobre su piel y él tembló, y la abrazó con fuerza y el beso se convirtió en mucho más que un beso.

Karou se recostó arrastrando a Akiva con ella, encima de ella, y la sensación de notar el peso de todo su cuerpo fue intensa, abrasadora y…
familiar
también. Karou era ella misma, pero al tiempo no lo era, arqueándose contra él con un suave maullido animal.

Y Akiva escapó de su abrazo.

Fue tan rápido como desgarrador —se levantó de golpe, dejando tras de sí los bordes deshilachados del momento—. Karou se incorporó rápidamente. Estaba sin aliento. Tenía el vestido enrollado alrededor de los muslos; el hueso de la suerte yacía abandonado sobre la manta; y Akiva estaba de pie, en la parte baja de la cama, dándole la espalda con las manos en las caderas y la cabeza gacha. Su respiración igualaba en agitación a la de ella, incluso ahora. Karou permaneció sentada, embargada por la fuerza que la había poseído. Nunca había sentido algo así. Ahora que sus cuerpos estaban separados, se reprochó a sí misma —¿cómo había podido llegar tan lejos?—, pero al mismo tiempo deseaba intensamente sentir de nuevo el deseo, la sal, la inmensidad de aquel instante.

—Lo siento —dijo Akiva con actitud tensa.

—No, he sido yo, no pasa nada. Akiva, yo también te quiero…

—Claro que pasa —respondió él volviéndose hacia Karou con sus ojos de tigre en llamas—. Esto no está bien, Karou. No pretendía que sucediera. No quiero que me odies aún más…


¿Odiarte?
¿Cómo has podido imaginar que…?

—Karou —dijo él interrumpiéndola—. Tienes que saber la verdad, y tienes que saberla
ahora
. Tenemos que romper el hueso.

* * *

Y entonces, por fin, lo hicieron.

43

UN CHASQUIDO

Algo tan pequeño y frágil, y el sonido que hizo: un
chasquido
limpio y seco.

44

COMPLETA

¡Chas!

Apresuradamente, como el viento que atraviesa una puerta, y Karou era esa puerta, y el viento regresaba a casa, y ella era también el viento. Ella era el viento y la casa y la puerta.

Entró corriendo en sí misma y lo invadió todo.

Permitió que ella misma entrara y se sintió llena.

Cerró de nuevo. El viento se apaciguó. Fue así de sencillo.

Estaba completa

45

MADRIGAL

Es una niña.

Está volando. El aire está enrarecido y cuesta respirar, y el mundo se encuentra tan abajo que incluso las lunas, jugando a perseguirse a través del cielo, se ven desde arriba, como relucientes cabezas de bebé.

* * *

Ya no es una niña.

Desciende del cielo, entre las ramas de los árboles de réquiem. Está oscuro, y de la arboleda surge el
hish-hish
de las evangelinas, aves-serpiente amantes de la noche que beben el néctar de las flores de réquiem. Se acercan a ella —
hish-hish
— y se enroscan en sus cuernos agitando las flores, que dejan caer un dorado polen sobre sus hombros.

* * *

Más tarde, adormecerá los labios de su amante cuando recorra con ellos su piel.

* * *

Está en el campo de batalla. Los serafines se lanzan en picado desde el cielo, envueltos en llamas.

* * *

Está enamorada. Siente luz en su interior, como si se hubiera tragado una estrella.

* * *

Asciende a un patíbulo. Miles y miles de caras la contemplan, pero ella solo ve una.

* * *

Se arrodilla en el campo de batalla junto a un ángel moribundo.

* * *

Alas que la envuelven. La piel ardiendo, un amor abrasador.

* * *

Asciende al patíbulo. Lleva las manos atadas a la espalda, y las alas inmovilizadas. Miles y miles de caras la observan; pies y pezuñas patean el suelo; voces que chillan y abuchean, pero una se eleva sobre todas las demás. Es la de Akiva. Un grito que podría levantar a los fantasmas de sus nidos.

* * *

Ella es Madrigal Kirin, que osó imaginar una nueva forma de vivir.

* * *

El hacha aparece enorme y brillante, como una luna que cae desde el cielo. Es instantáneo…

46

INSTANTÁNEO

Karou jadeó. Sus manos se apresuraron hacia su cuello y lo rodearon, estaba intacto.

Miró a Akiva y parpadeó, y cuando exhaló su nombre, había una nueva sonoridad en su voz, un halo de asombro y amor y súplica que parecía surgir de otro tiempo. Y así era.

—Akiva —exclamó con todo su ser.

Con ansiedad, con angustia, Akiva la miró, y esperó.

Karou retiró las manos de su cuello y, temblando, se quitó los guantes para dejar al descubierto sus palmas. Clavó sus ojos en ellas.

Ellas le devolvieron la mirada.

Ellas le devolvieron la mirada —dos ojos color índigo— y entonces comprendió lo que Brimstone había hecho.

* * *

Finalmente, lo comprendió todo.

47

EVANESCENCIA

Madrigal ascendió al patíbulo. Llevaba las manos atadas a la espalda y las alas inmovilizadas para que no pudiera escapar volando. Era una precaución innecesaria: en lo alto, los barrotes de hierro de la Jaula lo cubrían todo formando arcos. La misión de aquellas barras era mantener a los serafines
fuera
de la ciudad, no a las quimeras
dentro
, pero ese día hubieran servido para tal propósito. Madrigal no iba a ir a ninguna parte, excepto a encontrarse con la muerte.

—Es innecesario —había objetado Brimstone cuando Thiago ordenó que la inmovilizaran. Su voz había sonado como un chirrido demasiado bajo para resultar audible, como algo que se arrastra sobre el suelo.

Thiago, el Lobo Blanco, el general, hijo y mano derecha del caudillo, lo había ignorado. Sabía que era innecesario, pero quería humillarla. No le bastaba con la muerte de Madrigal. Quería ver cómo se lamentaba, cómo se arrepentía. Deseaba verla de rodillas.

No lo iba a lograr. Podía amarrarle las manos y las alas y contemplar su muerte, pero jamás conseguiría que se arrepintiera.

No lamentaba lo que había hecho.

En el balcón del palacio, el caudillo permanecía sentado con solemnidad. Tenía cabeza de ciervo, con los cuernos rematados en oro. Thiago ocupaba su lugar junto a su padre. La silla a la izquierda del caudillo pertenecía a Brimstone, pero estaba vacía.

Miles y miles de ojos observaban a Madrigal, y la cacofonía que surgía de la multitud fue elevando el tono hasta llegar a ser algo siniestro, voces convertidas en abucheos. Pateaban el suelo con estruendo. No se producía ninguna ejecución en la plaza desde tiempo inmemorial, pero todos los presentes sabían lo que debían hacer, como si el odio fuera un atavismo que solo esperaba resurgir.

Se escuchó una acusación a voces:

—¡Amante de un ángel!

Entre la multitud aparecieron rostros acongojados, incrédulos. Madrigal era una belleza, una alegría para los ojos, ¿podría realmente haber hecho algo tan inimaginable?

Y entonces llevaron a Akiva. Thiago había ordenado que contemplara la ejecución. Los guardias lo tiraron de rodillas sobre una plataforma frente a la de ella, desde la que nada obstaculizaría su visión. Incluso ensangrentado, encadenado y debilitado por la tortura, era hermoso. Sus alas llameaban radiantes y sus ojos de fuego, fieros, permanecían clavados en ella; Madrigal se sintió invadida por la calidez de los recuerdos y la ternura, por la intensa pena de que sus cuerpos jamás volverían a encontrarse, ni sus bocas se fundirían de nuevo, ni sus sueños se convertirían en realidad.

Los ojos de Madrigal se llenaron de lágrimas. Le sonrió en la distancia y su mirada transmitió tal amor que ninguno de los presentes pudo seguir dudando de su culpabilidad.

Madrigal Kirin era culpable de traición —de amar al enemigo— y fue condenada a muerte y a algo peor, una sentencia que no se había dictado durante cientos de años: la evanescencia.

La desaparición.

Sobre el patíbulo solo la acompañaba el verdugo encapuchado. Con la cabeza alta, se acercó al tajo y se arrodilló, y fue entonces cuando Akiva empezó a gritar. Su voz se elevó sobre el pandemónium —un alarido capaz de recorrer las almas de todos los presentes, capaz de levantar a los fantasmas de sus nidos—.

Aquel grito desgarró el corazón de Madrigal, y ansió poder estrecharlo entre sus brazos. Sabía que Thiago deseaba que se desmoronara, gritara, suplicara, pero no lo haría. No valía la pena. No existía la menor posibilidad de salvarse. No para ella.

Dirigió una última mirada a su amado y colocó la cabeza sobre el tajo. Era de roca negra, como todo en Loramendi, y lo notó tan caliente como un yunque contra su mejilla. Akiva lanzó un alarido y el corazón de Madrigal le respondió. Su pulso se aceleró —estaba a punto de
morir—
, pero mantuvo la calma. Tenía un plan y fue a lo que se aferró mientras el verdugo levantaba el hacha —enorme y brillante, como una luna que caía desde el cielo—, porque tenía una tarea que cumplir y no podía perder la concentración. Todavía no habían acabado con ella.

Después de muerta, iba a salvar la vida de Akiva.

48

PURA

Madrigal Kirin era Madrigal
de los
kirin, una de las últimas tribus aladas de los montes Adelfas. Esa cordillera era un bastión natural entre el Imperio seráfico y las tierras libres —el territorio defendido por las quimeras—, y hacía siglos que no era seguro vivir en sus cumbres. Los kirin, rápidos como el rayo y magníficos arqueros, resistieron más que la mayoría. Hacía solo una década que habían sido aniquilados, cuando Madrigal era una niña. Ella creció en Loramendi, rodeada de torres y tejados en vez de montañas.

Loramendi —la Jaula, la Fortaleza Negra, el Nido del caudillo— servía de hogar a un millón de quimeras aproximadamente, criaturas de todos los aspectos que jamás, de no haber sido por los serafines, habrían vivido juntas ni luchado codo con codo, ni siquiera hablado la misma lengua. Hubo un tiempo en que las distintas razas habían estado dispersas, aisladas; en algunas ocasiones comerciaban entre ellas; en otras, se enfrentaban en pequeñas escaramuzas —un kirin como Madrigal tenía tan poco en común con un anolis de Iximi como, por ejemplo, un lobo con un tigre—, pero el Imperio lo había cambiado todo. Al erigirse en guardianes del mundo, los ángeles habían concedido a las criaturas de la tierra un enemigo común, y ahora, tras siglos de lucha, compartían legado, idioma, historia y causa. Eran una nación, de la que el caudillo era líder, y Loramendi, capital.

Era una ciudad portuaria, y su extenso muelle aparecía repleto de barcos de guerra, veleros de pesca y una poderosa flota mercante. Las ondulaciones en la superficie del agua avisaban de la existencia de criaturas anfibias, que, como parte de la alianza, escoltaban las embarcaciones y luchaban a su lado. La propia ciudad, dentro de los inmensos muros negros y los barrotes de la Fortaleza, era compartida por una población diversa; sin embargo, aunque habían vivido juntos durante siglos, seguían agrupándose en barrios habitados por criaturas semejantes, o bastante parecidas, lo que había establecido un sistema de castas basado en la apariencia física.

Madrigal tenía un aspecto altamente humano, que era como se describía a las razas con cabeza y torso de hombre o mujer. Sus cuernos, negros y anillados, eran de gacela y surgían de su frente, curvándose hacia la espalda en forma de cimitarra. A la altura de la rodilla, sus piernas cambiaban la piel por el pelaje, y la parte que tenían de gacela les otorgaba una elegante y exagerada altura. Cuando estaba de pie alcanzaba casi un metro ochenta, sin incluir los cuernos, y gran parte de esa altura correspondía a las piernas. Era delgada como un tallo. Sus ojos castaños, bastante separados, eran tan grandes y brillantes como los de un ciervo, pero sin la vacuidad característica de ese animal. Transmitían amabilidad, franqueza e inteligencia, y saltaban como chispas. Su rostro era ovalado, terso y bello, y su boca, generosa y vivaracha, estaba hecha para sonreír.

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