Hija de Humo y Hueso (36 page)

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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

BOOK: Hija de Humo y Hueso
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Brimstone solo necesitó observar el collar durante un instante para comprobar que estaba correcto. Siguiendo sus enseñanzas, Madrigal había enfilado las piedras preciosas y los dientes con una cuidadosa configuración para la creación de un cuerpo. Si estuvieran colocados en diferente orden, la manifestación del cuerpo sería distinta: tal vez cabeza de murciélago en vez de la de chacal, o piernas humanas en lugar de las de caracal. Había que seguir ciertas reglas, pero también dejarse llevar por la intuición, y Madrigal estaba segura de que aquel collar era perfecto.

Una vez resucitada, Chiro tendría un aspecto casi idéntico al que poseía su cuerpo original.

—Bien hecho —dijo Brimstone, y luego hizo algo poco habitual en él: la tocó. Posó durante un instante su enorme mano sobre la nuca de Madrigal, antes de volverse.

Madrigal se ruborizó, orgullosa; Issa lo vio y sonrió. Que Brimstone dijera «bien hecho» era suficientemente raro, así que la caricia suponía algo especial. En realidad, todo entre ellos dos era poco habitual, y conseguido con gran esfuerzo por parte de Madrigal.

Brimstone era un ermitaño al que rara vez se veía fuera de sus dominios en la torre oeste de Loramendi. Cuando hacía alguna aparición, era a la izquierda del caudillo, e inspiraba igual reverencia que este, aunque de un tipo distinto. Ambos eran mitos vivientes, casi dioses. Después de todo, ellos habían orquestado el levantamiento en Astrae que había terminado con los gobernantes de los ángeles muertos en charcos de sangre y los supervivientes dando traspiés durante años, mientras las quimeras se consolidaban como pueblo y arrancaban vastas extensiones de territorio al Imperio para establecer zonas libres.

El papel del caudillo era claro —él había sido el general, la imagen y la voz de la rebelión, y era venerado como el padre de las razas aliadas—. Sin embargo, ciertas facetas de la labor de Brimstone resultaban más oscuras, y su aterrador aspecto le otorgaba un halo de misterio y especulación, más que de adulación. Era objeto de numerosos e imaginativos rumores —algunos daban en el blanco, otros ni se aproximaban a la verdad—.

Él, por ejemplo, no comía humanos.

Disponía
de una puerta hacia su mundo, como Madrigal tuvo ocasión de saber de primera mano cuando a los diez años fue designada para ser su ayudante.

La profesora de los más jóvenes la seleccionó por sus alas, simple suerte. Podría haber elegido igualmente a Chiro, pero no lo hizo. Prefirió a Madrigal, huérfana desde hacía tres años, delgaducha, inquisitiva y solitaria, y la envió con la abstracta orden de hacer lo que se le mandara y guardar silencio sobre lo que aprendiera.

¿Qué era lo que iba a aprender? En un primer momento, el secretismo de todo aquello incendió la mente de la joven Madrigal, y con los ojos muy abiertos y atenazada por los nervios se presentó en la torre oeste, donde fue recibida por una mujer naja de rostro dulce —Issa— que le ofreció té. Lo aceptó, pero olvidó bebérselo de lo absorta que estaba mirándolo todo: Brimstone, para empezar, era más grande de cerca de lo que había imaginado a partir de las escasas veces que lo había visto de lejos. Aparecía descomunal tras su escritorio, ignorando la presencia de Madrigal. Entre las sombras, su cola se retorcía como la de un gato, poniéndola nerviosa. Contempló a su alrededor las estanterías y libros polvorientos, la ancha puerta sobre bisagras de bronce que tal vez, solo tal vez, se abriera hacia otro mundo, y, por supuesto, los dientes.

Era algo inesperado. Por todas partes, el tintineo de las hileras de dientes, tarros polvorientos repletos de ellos, afilados y romos, enormes y extraños y diminutos como granizos. Sus jóvenes dedos se morían por tocarlo todo, pero tan pronto como aquel pensamiento asaltó su mente, Brimstone, como si lo hubiera oído revolotear, la miró con sus ojos de pupilas rajadas, y el impulso desapareció. Madrigal permaneció inmóvil. Brimstone retiró la mirada y ella se sentó rígida durante al menos un minuto, antes de aventurar un dedo para rozar un enroscado colmillo de jabalí…

—No lo toques.

¡Oh, su voz! Era tan honda como una catacumba. Debería haber tenido miedo, y tal vez lo tuviera, un poco, pero el fuego de su mente era demasiado intenso.

—¿Para qué son todos estos dientes? —preguntó sobrecogida.

Fue la primera de muchas preguntas. Muchas, muchas más. Brimstone no contestó. Solamente terminó el mensaje que estaba escribiendo sobre un grueso papel color crema y la envió con él en busca del administrador del caudillo. Era todo lo que quería de ella, que entregara mensajes e hiciera recados para que Twiga y Yasri no tuvieran que corretear arriba y abajo por la larga escalera de caracol. Por supuesto, no estaba buscando un aprendiz.

Pero una vez que Madrigal descubrió la inmensidad de su magia —¡la resurrección!, nada menos que la inmortalidad, la preservación de las quimeras y su esperanza de lograr libertad y autonomía para siempre—, no se conformó con ser un paje.

«Podría desempolvar los tarros por ti».

«Podría ayudarte. Yo también podría hacer collares».

«¿Estos son de caimán o de cocodrilo? ¿Cómo se distinguen?».

Para demostrarle su valía, se presentaba ante Brimstone con fajos de dibujos con posibles configuraciones de quimeras.

«Este es un tigre con cuernos de toro, ¿lo ves? Y este, un mandril-guepardo. ¿Podrías hacer uno como este? Seguro que yo sí sería capaz».

Era impaciente, mucho.

«Podría echar una mano».

Melancólica y curiosa.

«Me podrías enseñar».

Decidida e incorregible.

«Me podrías
enseñar».

No entendía por qué no quería instruirla. Más tarde se daría cuenta de que Brimstone no deseaba compartir su carga con nadie —su misión era hermosa, pero terrible también, y lo terrible superaba con creces lo hermoso—. Cuando comprendió aquello, no le importó, pues ya estaba totalmente involucrada.

—Toma. Clasifica estos —le dijo Brimstone un día, acercándole una bandeja de dientes por encima del escritorio. Hacía varios años que le servía como paje, y se había mostrado categórico a la hora de mantenerla en ese papel. Hasta ese momento.

Issa, Yasri y Twiga abandonaron lo que estaban haciendo y volvieron la cabeza para mirar. ¿Era… una prueba? Brimstone los ignoró, ocupado con algo en su caja fuerte, y Madrigal, temerosa casi de respirar, deslizó la bandeja frente a ella y, en silencio, se puso a trabajar.

Eran dientes de oso. Brimstone probablemente esperaba que los clasificara por tamaños, pero Madrigal llevaba años observándolo. Cogió los dientes uno a uno y… los escuchó. Los escuchó con las puntas de los dedos, escogió los pocos que no le transmitían buenas sensaciones —descomposición, le diría más tarde Brimstone— y los descartó, y distribuyó los restantes en montones según sus vibraciones, no por tamaño. Cuando deslizó la bandeja para devolvérsela a Brimstone, vio con gran satisfacción que sus ojos se agrandaban por la sorpresa y que los levantaba para mirarla de una manera totalmente distinta.

—Bien hecho —le dijo entonces, por primera vez.

Madrigal sintió una extraña punzada en el corazón mientras, en un rincón, Issa se enjugaba los ojos.

Después de aquello, y fingiendo en todo momento que no hacía tal cosa, Brimstone empezó a instruirla.

Madrigal aprendió que la magia era terrible —una dura puja con el universo, un cálculo de dolor—. Mucho tiempo atrás, los hombres medicina se habían flagelado, desollando sus propias carnes para acceder al poder de su agonía, o incluso quebrando sus huesos y recolocándolos mal a propósito para crear reservas de dolor que duraran toda una vida. Entonces había un equilibrio, una selección natural, cuando lo que se recogía era el dolor de uno mismo. Sin embargo, por el camino, algunos hechiceros habían elaborado métodos para burlar aquel cálculo, y recurrir al dolor de otros.

—¿Y para eso son los dientes? ¿Una forma de hacer trampa? —no parecía juego limpio—. Pobres animales —murmuró Madrigal.

Issa la miró con inusual dureza.

—Tal vez preferirías torturar a esclavos.

Fue una reacción tan atroz, y tan inusitada, que Madrigal solo pudo mirarla fijamente. Pasarían años antes de que descubriera a qué se refería Issa —la víspera de su propia muerte, Brimstone le hablaría por fin con libertad—, y se avergonzaría de no haber caído en la cuenta por sí misma. Las cicatrices de Brimstone. Deberían haber bastado para verlo claro —aquel entramado de cicatrices en su pellejo, aparentemente tan antiguas, delgadas marcas de látigo entrecruzadas sobre sus hombros y su espalda—. Pero ¿cómo podría haberlo adivinado? Incluso con todo lo que había visto —el saqueo de su pueblo en las montañas, la muerte y la pérdida, los sitios de ciudades en los que había participado—, carecía de fundamentos suficientes para imaginar el horror que había acompañado la juventud de Brimstone, y él tampoco la había ayudado.

Le enseñó todo sobre los dientes y cómo conseguir poder de ellos, cómo manipular los restos de vida y dolor que almacenaban para crear cuerpos tan reales como los naturales. Era una magia inventada por él, no algo que hubiera aprendido, lo mismo que las
hamsas
. No eran tatuajes, sino parte de la configuración de los cuerpos, de modo que surgían ya marcados, infundidos por una magia inexistente en cualquier cuerpo natural.

Los resucitados no debían entregar su diezmo de dolor a cambio de aquel poder; ya lo habían hecho. Las
hamsas
eran un arma mágica pagada con el dolor de su propia muerte.

Eran los mismos soldados que morían una y otra vez. «Muerte, muerte y muerte», como Chiro lo había expresado. Pero nunca eran suficientes. Llegaban nuevos soldados sin parar —los hijos de Loramendi y los de las tierras libres, adiestrados desde el momento en que podían sujetar un arma—, pero los costes de la batalla eran altos. Incluso con la resurrección, las quimeras se mantenían al borde de la aniquilación.

—Las bestias deben ser destruidas —bramaba Joram tras cada reunión con su consejo de guerra; los ángeles eran como la larga sombra de la muerte, y las quimeras vivían bajo su gélida presencia.

Cuando ganaban una batalla, la cosecha era sencilla. Los supervivientes recorrían los campos y la ciudad en busca de cadáveres y recogían todas las almas para llevárselas de vuelta a Brimstone. Cuando sufrían una derrota, aunque arriesgaban sus vidas para salvar las almas de los compañeros muertos, muchas quedaban olvidadas y desaparecían para siempre.

El incienso de los turíbulos atraía las almas fuera de los cuerpos. En un incensario adecuadamente sellado, las almas podían conservarse de manera indefinida; sin embargo, a la intemperie, presa de los elementos, bastaban unos días para que se desvanecieran, esparcidas como el aliento en el aire, y dejaran de existir.

La evanescencia no era, en sí misma, un destino sombrío. Era la manera en que las cosas regresaban a su origen, y se producía a diario en las muertes naturales. Y para un resucitado que había vivido en un cuerpo tras otro, sufrido una muerte tras otra, la evanescencia podría parecer un sueño de paz. Pero las quimeras no podían permitirse dejar marchar a los soldados.

—¿Te gustaría vivir para siempre? —le había preguntado Brimstone en cierta ocasión a Madrigal—. ¿Solo para morir otra vez, y otra vez, con agonía?

Con el paso de los años, Madrigal veía el efecto que estaba produciendo en Brimstone imponer aquel destino a tantas criaturas buenas a las que nunca permitiría descansar, cómo pesaba sobre su cabeza, le producía hartazgo y le dejaba los ojos extraviados y taciturnos.

De lo que Chiro hablaba con dureza en la mirada, mientras Madrigal trataba de decidir si se casaba con Thiago, era de convertirse en un resucitado. Un destino del que ella podía escapar. Thiago la quería «pura», y se preocuparía de que continuara así —ya estaba manipulando a sus comandantes para mantener el batallón de Madrigal alejado del peligro—. Si lo aceptaba, nunca llevaría las
hamsas
. Nunca regresaría al campo de batalla.

Y tal vez sería lo mejor —para ella y para sus compañeros—, ya que sabía perfectamente que no era un buen soldado. Odiaba matar —incluso a los ángeles—. Jamás le había revelado a nadie que en Bullfinch, dos años atrás, había perdonado la vida a un serafín. Y no solo perdonársela, ¡sino
salvársela
! ¿Qué locura le había sobrevenido? Había cortado la hemorragia de su herida. Había acariciado su rostro. Aquel recuerdo le producía una oleada de vergüenza —al menos, ella decidió llamar vergüenza a aquello que aceleraba su pulso y ruborizaba ligeramente su rostro—.

Qué caliente estaba la piel del ángel, como si tuviera fiebre, y sus ojos parecían de fuego.

La obsesionaba la duda de si habría sobrevivido. Esperaba que no, y que cualquier evidencia de su traición hubiera perecido allí mismo, entre la bruma de Bullfinch. O eso se aseguraba a sí misma.

Era al despertar, con los delicados retazos del sueño aún frescos en la memoria, cuando la verdad se revelaba. Soñaba que el ángel estaba vivo.
Ansiaba
que estuviera vivo. Lo negaba, pero aquella idea persistía, surgiendo de repente y sobresaltándola, y siempre acompañada de un pulso más acelerado, un rubor y, algo extraño, rápidos escalofríos que la recorrían hasta la punta de los dedos.

En ocasiones, pensaba que Brimstone lo sabía. Una o dos veces, cuando aquel recuerdo la había asaltado, de improviso, con su tumulto y su estremecimiento, él había levantado los ojos de su trabajo como si algo hubiera llamado su atención. Kishmish, encaramado en uno de los cuernos de su dueño, miraba también, y ambos la contemplaban sin pestañear. Pero fuera lo que fuese lo que pasaba por la mente de Brimstone, nunca decía una palabra de ello, al igual que nunca hizo comentario alguno sobre Thiago, aunque debía de saber que aquella elección abrumaba a Madrigal.

Y aquella noche, en el baile, tendría que decidirse.

Algo va a suceder
.

Pero ¿qué?

Se convenció de que, cuando se encontrara frente a Thiago, sabría cómo reaccionar. ¿Ruborizarse y hacer una reverencia, bailar con él, jugar a la doncella tímida mientras su sonrisa insinuaba una invitación inequívoca? ¿O permanecer distante, ignorar sus avances y seguir siendo un soldado?

—Vamos —dijo Chiro sacudiendo la cabeza como si Madrigal fuera una causa perdida—. Nwella tendrá algo que te puedas poner, pero habrás de aceptar lo que te dé, sin quejarte.

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