Hijos de un rey godo (11 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: Hijos de un rey godo
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»Entonces se oyó el sonido de un cuerno. Llamaba a retirada, por lo que retrocedimos hacia nuestras líneas; todos excepto un hombre de gran porte y ojos claros. Era Chindasvinto, mi antiguo preceptor y el torturador de Sinticio; él seguía luchando, machacando a sus rivales, se defendía bien contra dos grandes guerreros. Con un golpe de su espada degolló a uno y después golpeó la cabeza del otro que cayó a tierra inconsciente. Chindasvinto no volvió atrás sino que se detuvo a despojar a los caídos de sus pertenencias.

»Por la noche Adalberto me llamó a su tienda. Observé su rostro enfadado, encendido de enojo.

»—Te has puesto en peligro y has hecho peligrar la vida de muchos. No tienes control sobre ti mismo.

»—Lo sé, soy un cobarde…

»—Eso no basta, eso no me basta en absoluto. Eres el hijo del gran rey Recaredo. ¿Qué crees que hubiera ocurrido si en vez de estar yo a tu lado, que soy como una nodriza para ti, hubiera estado Witerico o Chindasvinto?

»—No lo sé…

»—Habrías perdido fama y honor o estarías muerto. Un hombre tiene que saber dominarse a sí mismo en el combate.

»—Yo, yo… —balbuceé—… no puedo.

»—Sí puedes. Siempre se puede… Al final luchaste y te defendiste bien. Mira, Liuva, es tu primera batalla, todos hemos sentido miedo, pero hay que saber dominarlo…

»—Detesto la guerra, aborrezco la sangre… Pude luchar porque me atacaban, pero soy incapaz de iniciar un combate. No quiero ser un guerrero. Me gustaría ser un monje o algo así…

»—Pues ése no es tu destino. Si tú no te comportas como un hombre sino como una mujercilla o un alfeñique, todo lo que tu padre ha conseguido caerá por tierra y habrá sufrimiento y muerte.

»—Déjame en paz, no quiero nada… —grité—. ¡Déjame en paz!

«Adalberto se fue enfadado. No pude dormir aquella noche, las escenas de la batalla reaparecían una y otra vez en mi mente. La cara de la muerte de los caídos en la lid se manifestaba de nuevo ante mí y cuando lograba caer en un ligero duermevela, los sueños eran terroríficos: hombres muertos que nunca más serán ya conocidos entre los vivos, cadáveres que se descomponían ante mis ojos. A todo ello, se unía un profundo desasosiego por no haber estado a la altura de las expectativas de Adalberto.

»Desde el campamento veíamos a lo lejos brillar el Mediterráneo, y a Cartago Spatharia rodeada por una bahía rocosa con los barcos de velas orientales balanceándose en el muelle. En la distancia, nos parecía una hermosa ciudad; los hombres soñaban con el botín que se obtendría al conquistarla. Había sido embellecida por los imperiales y en algunas de las cúpulas de las iglesias brillaba el oro. Más allá de todo, dominaba la ciudad una fortaleza, el palacio del legado imperial.»

«Llevábamos varias semanas atacando a la capital de la Spania
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bizantina, que no se rendía y parecía ser invencible. El resto de la campaña, como siempre, había resultado victoriosa para las tropas de Recaredo que habían conquistado algunas ciudades cercanas. Sin embargo, yo padecí mucho en aquella guerra. Lo que en las escuelas palatinas y en los montes de Toledo era un juego que había llegado a divertirme ahora se había convertido en un enorme suplicio.

»Sin embargo, sobreviví y evité ser herido. Mi buena puntería me protegió muchas veces en la batalla. Además, Adalberto, Búlgar y los otros me protegían y me guardaban fidelidad. No ocurría así con el resto de los hombres de Witerico. Él, por su parte, me trataba con una aparente deferencia, que le llevaba incluso a consultarme planes de ataque y de batalla. Yo me sentía honrado con la actitud servil y oficiosa del magnate. Muchas noches me invitaba a cenar a su tienda con otros oficiales. Fue a él a quien oí hablar por primera vez de la copa de poder.

»—Esa copa existe —decía Witerico—, Hermenegildo murió porque no quiso beber de ella y luego la copa desapareció.

»—Dicen que Ingundis la llevó hasta Bizancio, otros dicen que está escondida en algún lugar del norte. —Aquélla era la voz de Chindasvinto.

»—¿Cómo era? —pregunté.

»—Una copa ritual de medio palmo de altura, exquisitamente repujada con base curva y amplias asas unidas con remaches con arandelas en forma de rombo, su interior es de ónice.

»La copa le importaba mucho a Witerico, pensaba que alcanzaría el poder si la encontraba y que yo, hijo del rey godo, podría ayudarle a hacerlo; pero al comprender que yo no sabía nada de ella, pronto dejó de nombrarla.

»Pocos días más tarde, asistí a una reunión con los capitanes, se me permitió acudir en concepto de hijo del rey. En ella estaban Witerico, Chindasvinto y el bravo capitán Gundemaro, conocido por su valor. Este último era un hombre de prestigio reconocido y fiel a Recaredo. Había sido nombrado duque de la Septimania. Junto a ellos, otros muchos oficiales, allí se discutió el ataque definitivo a la ciudad.

»—No debemos prolongar más el cerco. Nuestras tropas están cansadas y está resultando difícil el aprovisionamiento. —La voz de Witerico se oyó expresando impaciencia—. Hay que forzar una salida y luchar cuerpo a cuerpo.

»—No querrán, tienen víveres que les llegan por mar; podrían mantener esta situación durante años.

»—Hay que buscar un reducto, algún punto flaco de la muralla.

»—Mis informadores me han dicho que en el sur hay un punto en el que las defensas flaquean —dijo Gundemaro—. Yo opino que habría que forzar una salida por la puerta norte, quizá por la noche y, mientras tanto, un grupo voluminoso y oculto por la nocturnidad, podría atacar la zona débil del sur.

«Siguieron hablando y trazando planes de guerra. Entonces entró un emisario, que se inclinó ante el rey, comunicándole graves noticias. Habían desembarcado al norte contingentes bizantinos, tropas que, procedentes de África, habían llegado para reforzar la ciudad; avanzaban rápidamente hacia Cartago Nova. De cercadores podríamos pasar a ser cercados.

»Después de sopesar las noticias, el rey decidió dejar un grupo fuerte defendiendo las posiciones godas ante la ciudad, mientras que él con el resto del ejército se desplazaría hacia el norte para hacer frente en campo abierto a los refuerzos bizantinos. Salimos del cerco de Cartago con un grueso número de hombres entre los que se encontraban Witerico y Gundemaro. Galopamos deprisa hacia el norte porque el factor sorpresa era esencial. Nos encontramos con los bizantinos en una amplia explanada frente al mar. Al punto, las tropas se dispusieron en orden de batalla.»

«Vi guerrear a mi padre con esa habilidad férrea que siempre le había caracterizado. Le gustaba la lucha y era fuerte, muy fuerte, atacaba de frente, con decisión, sin dudar un momento, como un toro salvaje, con una potencia sin límites. Manejaba una espada de gran envergadura que había heredado de su abuelo Amalarico y que antes había pertenecido a su hermano Hermenegildo. Se introducía entre las filas bizantinas seguido de sus hombres, que le idolatraban, y que eran incapaces de separarse de él.

»Le seguí desde lejos con la vista, incapaz de introducirme en la batalla.

»En un determinado momento el rey Recaredo comenzó a luchar con un guerrero joven, muy alto, que llevaba un casco con triple cimera, calado y una armadura clásica bizantina. Parecían un toro y un león. Uno combatía arremetiendo hacia delante, con embestidas feroces; el otro era un luchador de elegancia exquisita, suave en sus formas, cortante en sus ademanes, algo etéreo había en sus gestos. Mi padre estaba desconcertado y eso le restaba potencia. El desconocido aprovechó este momento para descargar un tajo sobre él, quien pudo evitarlo parcialmente; manó sangre de su armadura. Aquello irritó al rey godo. Se lanzó hacia delante y abatió al bizantino, haciéndole caer al suelo.

»Mi padre levantó el arma para rematarlo, pero entonces se oyó una voz:

»—Recaredo…

»—¿Quién eres…?

»—La voz del destino, la voz de alguien que viene más allá de la tumba a saldar cuentas con la injusticia.

»El hombre levantó su cimera, unas greñas oscuras y unos ojos claros casi trasparentes. Oí un grito de desesperación de la boca de mi padre.

»—¡Hermano, hermano…!

»El rey retrocedió y el desconocido huyó. La batalla finalizaba, los hombres de Cartago Spatharia dejaban el campo, retirándose a su plaza. En medio de campo de batalla, mi padre, arrodillado en el suelo, mostraba un rostro demudado. Una sombra de tristeza lo envolvió y el pasado regresó a él. Lo condujeron a su tienda, herido, enfermo, a un lecho en el que fue trasladado a Toledo.

«Habíamos ganado la batalla, pero la guerra contra los bizantinos no había terminado, el cerco de Cartago Spatharia se levantó. El rey Recaredo estaba muy enfermo.»

En la corte

«La lluvia caía con un crepitar continuo sobre las piedras del palacio de Toledo; el agua se acumulaba en las oquedades y después rebosaba para formar pequeños ríos que avanzaban desde el palacio hasta las calles. Desde una barbacana en la muralla se podía ver el Tajo lanzando sus aguas contra las riberas y las piedras del cauce, como un dios antiguo enfadado. Cerca de la muralla un pequeño árbol doblaba sus ramas por el agua de la lluvia, y de él pendían regueros que acariciaban el suelo suavemente. Unos siervos cruzaron corriendo hacia la gran puerta de la muralla, se cubrían con unas capas que sostenían sobre sus cabezas para no mojarse.

»Habíamos regresado del Levante pocas semanas atrás, hubiéramos podido ganar la guerra de no haber sido por la extraña enfermedad de nuestro señor y mi padre, el gran rey Recaredo. Ahora yo, espatario real y capitán de espatarios, no era el niño imberbe de las escuelas palatinas sino que había ocupado ya mi lugar en la corte. Había pasado la guerra y no quería recordarla. Noté un brazo que me sostenía por detrás, giré bruscamente llevando la mano a la empuñadura de mi espada. El otro rio; era Adalberto.

»—¿Has acabado ya de mojarte?

»—Me gusta ver caer el agua… Parece que limpia los campos y a mí me limpia el corazón…

»Adalberto torció el ceño, no le gustaban las palabras sensibles o demasiado tiernas.

»—Witerico quiere hablar contigo.

»—¿Sí?

»—Está preocupado por la salud del rey.

»Nos protegíamos por el saliente de la muralla que cubría la barbacana, como un tejadillo que impedía que nos mojásemos. Adalberto se hallaba muy cerca de mí. Me examinaba con esa mirada inteligente y traslúcida, característica de él. Continuó hablando de modo persuasivo y suave, de esa manera con la que era capaz de convencerme de casi todo.

»—Todos lo estamos… No han pasado muchos años desde que tu padre, el gran rey Recaredo, que Dios guarde, unificó el reino. Si tu padre fallece necesitarás apoyos. Creo que deberías hablar con Witerico.

»—Me gustaría que vinieses conmigo —le dije—, Witerico me impone. No estoy seguro de que sea de fiar.

»—Antes pensaba como tú, pero creo que no es tan ambicioso como parece, que busca únicamente el bien del reino.

»—Participó en la conjura de Mérida junto a Frogga y a Sunna.

»—Recuerda que los denunció. Es leal a tu padre.

»Había dejado de llover. El ambiente era luminoso, y se escuchaba a los gorriones trinar, los pájaros de la lluvia anunciando que pronto escamparía. Un rayo de sol brilló sobre la loriga de Adalberto, poco a poco las nubes se abrieron y la luz del sol rodeó a mi amigo. Yo estaba en la sombra debajo de la barbacana; al salir, unas gotas de agua cayeron del tejadillo, me mojaron la cabeza, resbalándome por la frente. De un gesto brusco me las quité. Seguí a Adalberto a través de los vericuetos del baluarte. Conocíamos aquella zona del castillo como la palma de nuestra mano; para acortar subimos hasta el adarve y cruzamos varias almenas. Desde allí se divisaba el Tajo rugiente, casi desbordado por las últimas lluvias. Me distraje mirando el río mientras Adalberto hablaba con entusiasmo de Witerico, duque de la Bética, uno de los adelantados del reino. Según mi capitán, Witerico era un hombre inteligente y bien informado. Él quería a toda costa que yo fuese rey. Entre los dos íbamos a cambiar el reino y dominar el mundo, conquistaríamos las tierras francas donde Witerico había luchado y también los territorios bizantinos. El reino godo sería de nuevo, como en tiempos de Teodorico, la gran potencia del Occidente. Yo escuchaba a Adalberto con arrobamiento; en aquella época todo lo que él dijese era incuestionable.

»—Los godos somos los verdaderos continuadores del gran Imperio romano, los que vencimos a Atila, los más civilizados dentro de los pueblos germanos y ahora, por la gracia de Dios, convertidos de la pestilencia arriana somos el pueblo llamado a cantar y a alabar las glorias de Cristo.

»Cuando hablaba lo hacía con un rostro de iluminado.

»—Los francos son pueblos aún salvajes. Mira a sus reyes, reparten las tierras, que gloriosamente conquistó Clodoveo, entre sus hijos, como si fuesen una finca familiar. Los godos hemos matado reyes, pero la gloria de nuestro destino ha hecho que el territorio conquistado permanezca unido. Volveremos a ocupar la totalidad de la tierra hispana que nos pertenece…

»Nunca le había oído hablar de aquella manera; me di cuenta que quizá Witerico influía en su modo de pensar. Con orgullo continuó describiendo las tierras del reino godo:

»—Todas las provincias de la Hispania, el África Tingitana y las Galias. Tú serás el rey que lo lleve a cabo, tú, acompañado de tus generales: Witerico, Búlgar y yo mismo.

»Aquellas palabras me enardecieron. Sin embargo, en el fondo de mi alma sabía que no eran verdad; yo nunca sería ese rey que soñaba Adalberto. Entonces pensé: “Quizá yo no llegue a ser todo eso que desea Adalberto, pero lo que sí es posible es que ellos sean los generales que quieren llegar a ser.”

»—Necesitarás la ayuda de Witerico si deseas llegar al trono y, sobre todo, si piensas permanecer en él. En la corte se te conoce como un bastardo…

»—No lo soy.

»Él me miró asombrado de mi confidencia, que era la verdad. No quiso entrar en aquella materia espinosa y me dijo:

»—Si ahora no consigues el trono, estoy seguro que habrá una guerra civil. Es posible que más adelante tu padre o los nobles prefieran a tu hermano Swinthila antes que a ti.

»Dejamos el adarve al llegar a un paredón por un portillo que se abría ante nosotros. Nos metimos por los vericuetos que formaban el palacio del rey y llegamos a las estancias que ocupaba Witerico; duque de la Bética y general del ejército de Recaredo.

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