»Mientras escuchaba las discusiones de modo displicente, me sentí orgulloso de ser el rey, de poder callar y manejar a mi antojo a quien yo quisiera. Les dejé hablar y mientras tanto pensé en lo que haría los próximos meses. Nombraría al noble Witerico jefe del ejército, con él venceríamos a los francos y a los bizantinos y me aseguraría la gloria del reino. A Gundemaro, que me hartaba por su superioridad, le enviaría a la provincia más alejada del reino, a la Septimania. ¡A ver si así me libraba de él y de sus ínfulas! Devolvería a Claudio de regreso a la Lusitania. A mi buen amigo Adalberto le nombraría jefe de los espatarios de palacio. Todo se haría a mi gusto. Fue en aquel momento cuando decidí alejaros a ti y a Gelia de la corte, no quería intrigantes. Es verdad que erais pequeños, pero para muchos representabais la continuidad legítima de la casa baltinga, mientras que yo era poco más que un bastardo del glorioso rey, mi padre.
»La decisión de exiliaros de la corte —que yo tomé por rivalidad, por envidia y para evitar que nada ensombreciese mi supuestamente glorioso reinado— quiso la Providencia o el Destino que fuese acertada. Estáis vivos, mientras que muy pocos de los miembros de nuestra familia sobrevivieron después a la crueldad de Witerico. Encargué al hombre en quien más confiaba, Adalberto, que buscase un lugar seguro y alejado para que mis hermanos fuesen educados de forma vulgar, entre campesinos. Al final, tras la reunión del Aula Regia, le pedí que lo hiciese. Él me miró sorprendido.
»—¿Adonde quieres que los conduzca?
»—A algún lugar donde estén lejos del ambiente palatino. No deseo saber adónde van…
»—¿Y vuestra madre…?
»—No debe saber que se han ido hasta que no estén muy lejos de aquí.
»Adalberto, que me era fiel, obedeció.»
En aquel momento, Swinthila no puede contenerse e interrumpe de nuevo la larga perorata de Liuva. Le dice que les ha condenado a Gelia y a él a una vida de penurias inimaginables, al servicio del noble godo Sisebuto, donde fueron criados sin honor siendo durante muchos años poco más que unos siervos. Aquí Liuva suspira y con la misma voz dolida continúa su historia.
«Witerico me adulaba continuamente y yo me sentía atraído por él. Me encantaba su prestigio en la corte, su palabra fácil y agradable. Era una personalidad dominante, que se imponía allí donde estuviese. A la par tenía un don de gentes inigualable. La corte se llenó de bufones y hombres serviles. Pocas semanas más tarde de la coronación, Witerico se presentó en las estancias reales.
»—Una conjura ha sido descubierta. Os traicionan los que para vos son más queridos…
»Sentí una opresión en el pecho.
»—¿A quién acusas? Supongo que tendrás pruebas…
»—Las tengo e irrefutables…
»—La reina y el duque Claudio intentarán que vuestros hermanos no salgan de la corte. Los quieren tener aquí para poder utilizarlos contra vos en cualquier momento.
»—¿Lo podéis probar?
»—Tengo un testigo…
»Su voz sonaba triunfante, en aquel tiempo yo me fiaba de muy pocas personas, de Sinticio, Adalberto y pocos más.
»—¿Quién…?
»—Vuestro fiel amigo y compañero, Adalberto.
»De Adalberto me fiaba porque me había cuidado y protegido desde los años de las escuelas palatinas; sin embargo, conocer que había personas que se me oponían me producía una gran intranquilidad; la angustia, ese sentimiento que con mucha frecuencia me atenazaba, volvió a surgir. Con voz grave, llena de preocupación, le dije:
»—Hacedle llamar.
»Me levanté del pequeño trono donde estaba sentado. Recuerdo que me acerqué al vano de una ventana. Desde allí, se veían las aguas del Tajo discurrir con fuerza. Witerico estaba a mis espaldas. Cuando escuché la puerta girar y el soldado de la guardia cuadrarse, me di la vuelta, encontrándome con el rostro amable y hermoso de Adalberto, aquel en quien yo siempre había confiado; su faz estaba seria.
»—El noble Witerico me ha dicho que hay noticias graves que debes comunicarme… —le dije.
»—Sí.
»—¿Y bien…?
»—Los nobles Claudio y Gundemaro me atacaron cuando conducía a vuestros hermanos a su destino… Han raptado a los niños…
»La ira se agolpó con fuerza dentro de mí y me golpeó con latidos fuertes en las sienes. Solamente podía pensar una cosa: que aquellos, los fieles a Recaredo, al igual que mi propio padre, no me querían como rey. Estaban buscando proteger a mis hermanos para derrocarme y poner a otro en mi lugar.
»—¡Los haré empalar…! Morirán como perros. Se han hecho culpables de un crimen de lesa majestad… Me han traicionado… ¿Dónde están mis hermanos?
»—No lo sé. Pudimos escapar a duras penas.
»Por todo el país salieron mensajeros buscándoos a ti y a Gelia. Decreté pena de muerte contra Claudio y Gundemaro, por traición. Nuestra madre no me hablaba. Ella sabía que los niños habían salido de la corte a un destino innoble debido a mis órdenes, por eso ella misma había pedido a Claudio que os salvase.
»Al fin, Claudio fue arrestado en sus posesiones en Emérita. No se rindió tan fácilmente, se refugió en sus tierras de la Lusitania y se defendió de las tropas reales comandadas por Witerico. Fue apresado y conducido encadenado a Toledo. De Gundemaro no hubo trazas. Al parecer había huido al reino franco.
»Torturé a Claudio, el noble amigo de mi padre, para saber dónde estaban mis hermanos, pero él, que era un hombre valiente, no habló.
»Bajé a las mazmorras del palacio de Toledo. Atado a una pared, golpeado hasta la saciedad, con la cara deformada, se hallaba Claudio.
»—¿Dónde has conducido a mis hermanos…?
»—A un lugar seguro… Donde nada les pueda pasar, donde conserven la herencia de Recaredo que tú has malbaratado.
»A estas palabras, bajé la cabeza y un sayón le golpeó. Intenté congraciarme con él.
»—Yo no quiero más que el bien de mis hermanos…
»—Sí—afirmó Claudio amargamente—, por eso los alejabas de la corte. Los separabas de su madre… Te he conocido desde niño,
Liuva, tu corazón está siempre lleno de inseguridad, tu orgullo te ciega. No consentiré que hagas daño a tus hermanos… o que pierdas lo que tu padre consiguió de forma pacífica para todos los hispanos.
»—Eres reo de alta traición. Vas a morir.
»—Perderás a alguien que te ha sido siempre fiel… —exclamó Claudio con dolor.
»—¿Fiel? ¿Como ahora?
»—Sí, como ahora.
»Me encolericé más ante su respuesta. Mis celos y mi odio se agrandaron. Claudio había tenido toda la confianza de mi padre, una confianza de la que yo nunca había gozado. Le odiaba, le odiaba intensamente y deseé verle muerto.
»A la salida de la mazmorra, me encaminé a mis habitaciones, tenía hambre, quizás el estómago se me había revuelto con la conversación con Claudio. Comí en compañía de varios cortesanos que me lisonjearon con lo que yo quería oír.
»La reina se dirigió a mi cámara. Había envejecido en los últimos meses más que en todos los años anteriores, su hermoso cabello castaño peinaba canas por doquier.
»Como si fuera un muchacho me tomó por el brazo y me dijo:
»—¡No puedes ejecutar y torturar a Claudio! Él es uno de los mejores generales del reino… Un hombre fiel a tu padre y a tu abuelo Leovigildo.
»—Es un traidor. Ha secuestrado a mis hermanos…
»—No. No los ha secuestrado, les ha liberado del destino indigno que tú pensabas darles…
»—¿Cómo sabes esto?
»—Lo sé. Yo le pedí que lo hiciera…
»—¿Tú? ¡Mi madre! También me traicionas…
»—No. Eres tú mismo el que te hundes en tus propias conspiraciones. Nadie conspira contra ti. Yo no te traiciono, Claudio no lo hace, ni mucho menos Gundemaro.
»Me puse a gritar:
»—¡No os creo! ¡No os creo! ¡A mí la guardia…!
«Entraron varios guardias en la sala:
»—¡Detened a mi madre! ¡Confinad a la reina en sus habitaciones!
»Ella se echó a llorar.
»—¡Estás loco! ¡Estás loco!
»Los guardias la escoltaron fuera de la sala. Aprovechando la salida de mi madre entró Witerico, quien me animó viéndome decaído.
»—¡Estáis obrando muy cuerdamente! Debéis imponeros y no dejar que os influyan llantos de mujeres.
»De nuevo, me sentí fuerte, capaz de dominar el reino. Witerico me halagó, consiguiendo que ese día firmase la condena a muerte del duque Claudio, quien al día siguiente fue ejecutado.»
«Pocos días después, nombré a Witerico general de las tropas godas en la campaña contra los francos. El ejército salió de la ciudad con las fanfarrias sonando y los pendones al viento. Me rindieron pleitesía. Al frente de todos, orgulloso y altivo, cabalgaba Witerico. El mismo que, nada más llegar a Cesaraugusta, unificó a todo el ejército godo, las tropas procedentes del norte, de la Septimania, con las que él traía de Toledo. Después consumó la traición.
»El renegado hizo que el ejército regresase a Toledo. Cruzó el Tajo sin avisar, y en pocas horas tomó la ciudad, que se rindió sin derramamiento de sangre. Sólo Sinticio, con unos pocos hombres, me defendió. Se apostaron en la puerta de mi cámara y lucharon. Recuerdo el combate en la antecámara de las estancias reales. Ni Sinticio, ni yo, ni los que me acompañaban habíamos sido nunca duchos en el arte de la espada. Nos redujeron enseguida, y nos encerraron en las mazmorras del palacio. Las mismas mazmorras en donde poco tiempo atrás había estado Claudio.
»Como sabrás, culparon a nuestra madre acusándola de traición y de adulterio; según Witerico, sus hijos no eran los de Recaredo, sino los de un hombre servil. Aquello era absurdo y las gentes lo sabían, pero muchos dieron crédito a las patrañas. Vertieron carretadas de cieno sobre ella, y la condenaron a muerte.
»Me incriminaron delante del pueblo por incesto y sodomía. Sinticio fue condenado a muerte por sodomía, el mismo crimen que se me atribuyó a mí. Sinticio, el fiel, el mejor amigo que nunca he tenido, el hombre a quien muchos despreciaban y, a pesar de todo, de limpio corazón, fue ajusticiado. Nunca lo he llorado lo bastante. Después me tocó el turno. Yo era la esperanza, el heredero de Recaredo, aquel a quien el reino debía la paz y la unidad. Me cortaron la mano; pero no contentos con eso sacaron las pruebas que me acusaban de haber traicionado a mi padre y me quemaron los ojos con un hierro candente tal y como los ves ahora. Desde entonces, todo se volvió turbio ante mis ojos. Witerico se rio de mí, me dijo que se me aplicaba el mismo suplicio con el que mi padre había castigado a su compañero de la revuelta de Mérida, el rebelde Segga».
«Permanecí en un calabozo casi un año, sobreviví a la mutilación y mis llagas se curaron; pero transcurrió el tiempo y llegué a pensar que moriría en la prisión. Un hombre me rescató, un hombre que quería el poder, y se había pasado al bando de Witerico, pero a quien, en el fondo de su alma, en lo más profundo de su conciencia, quedaban restos de lealtad; ese hombre fue Adalberto. Adalberto me salvó, él y Búlgar se jugaron la vida y me rescataron. No sé qué fue de ellos después. Logré escapar hacia el norte; Efrén, el criado que había sido fiel a mi madre durante todos sus años de destierro de la corte de Toledo, me condujo junto a los monjes de Ongar. Después debí abandonarles y ocultarme en este lugar, el lugar donde yo había pasado mi niñez. Convertimos la casa en una pequeña ermita, e hice una vida de anacoreta. Durante todos estos años he vivido aquí, lejos de la corte, de las luchas entre los godos. Meditando sobre mi pasado. Arrepentido de todo lo que hice en mis años de poder. Entonces, cuando todo lo había perdido, la luz de Dios llegó a mi alma y se abrieron los ojos de mi espíritu.»
Durante todo aquel largo relato, Swinthila no ha cesado de moverse en su asiento de piedra; unas veces, nervioso; otras, agitado por la ira; a menudo, cansado de oír un desahogo en tono lastimero que le resulta fastidioso. En todo momento, impaciente por conocer las claves ocultas en su pasado.
La luz del día ha crecido en aquellas horas sacando esplendor a la mañana. Al tiempo que escucha a su hermano, en la mente de Swinthila se despiertan fogonazos del pasado, de su ya lejana infancia. La infancia que aquel hombre débil, sentado junto a él, le desposeyó por su envidia, por su negligencia, por su torpeza e inseguridad.
De niño, Swinthila había vivido en un mundo seco y hostil, tan opuesto a las tierras que divisaban ahora, húmedas y verdes. Se crió entre labradores, en la casa de los siervos del noble Sisebuto, el lugar donde Claudio, el fiel servidor de Recaredo, los condujo a Gelia y a él. Claudio y Gundemaro los rescataron de las manos de Adalberto, pero no tuvieron mucho tiempo para ocultar a los hijos del rey godo; los hombres de Witerico y de Liuva podían aparecer de nuevo. Entonces los partidarios de Recaredo escogieron la casa de un noble en la región de la Oretania, que parecía ser fiel a la casa de los baltos. El azar o el destino les condujo a la morada del noble magnate Sisebuto.
Allí, los jóvenes príncipes godos perdieron todo contacto con la corte y se convirtieron en rústicos patanes. Siempre que llegaban los soldados del rey, los enviaban al campo; advirtiéndoles que se ocultasen. Gelia lo consideraba un juego, Swinthila, no, y le humillaba.
La ropa de estameña, de tela basta, tan diferente a la que habían usado en la corte de Recaredo, se amalgamaba con el color pardo de los campos y el verdigris de los olivos haciendo que ambos muchachos desapareciesen ocultos por la tierra. Desde lejos, al ver los uniformes de los espatarios de palacio, Swinthila no podía evitar recordar la vida en la corte, las risas con su madre, Baddo, la fuerza de su padre. No entendía cómo las circunstancias podían haberle arrastrado hacia allí y, en el interior de su alma de niño, el rencor y el resentimiento crecieron como plantas dañinas. Gelia no sufría como Swinthila. No, él casi no recordaba los tiempos de sus padres, era aún muy pequeño cuando Claudio les salvó de las manos de Witerico conduciéndoles a aquel lugar, a las tierras del noble Sisebuto; quien parecía haber olvidado que albergaba a los auténticos descendientes de los baltos, a los herederos del trono godo, a los hijos del gran rey Recaredo.
En aquellos primeros años de ostracismo, Gelia, por ser niño aún, jugaba con los hijos de los siervos del magnate mientras era criado por las mujeres; pero Swinthila era mayor y si quería comer debía trabajar en el campo. Nunca olvidará ya los días de septiembre en los que la espalda le dolía al haber estado durante horas recogiendo la uva; o el frío de enero, cuando vareaban los olivos y en los nudillos de las manos se formaban sabañones. Se hizo un muchacho hosco y callado, mientras sus músculos se fortalecían con el trabajo del campo. A veces, cuando nadie le veía, blandía una horca como si fuese una lanza o fabricaba un arco con una rama tierna de olivo. Y es que Swinthila era un guerrero, un godo, al que habían convertido en campesino. ¡Cómo odiaba a los siervos! Se sabía superior a ellos, un noble, y se sentía constantemente humillado por aquella gente baja e innoble.