Los cántabros no persiguieron a aquellos hombres a caballo, se quedaron con Baddo y sus compañeras, atendiéndolas. Baddo pensó que Nícer la castigaría delante de todos sus hombres; sin embargo, hizo algo sorprendente: la cogió por los hombros, la levantó y, de repente, se abrazó a ella. Hacía años que Nícer no le había hecho un gesto cariñoso.
Baddo lloró en sus brazos.
—Te prometo que nunca, nunca más desobedeceré tus órdenes —dijo, realmente arrepentida.
—Eso espero… Has puesto a Ongar en peligro… Debes tu vida a Munia, quien me contó tus planes; temí por ti y decidimos ir a buscaros…
—Haré lo que tú quieras…
—Debes hacerme caso y dejar de querer ser un hombre. Eres la dama de Ongar…
—Os he puesto a todos en peligro… los godos sabrán que aquí hay una entrada.
—No te preocupes —sonrió suavemente Nícer, aparentando seguridad en sí mismo—, reforzaré esta entrada para que nadie más pueda entrar ni salir.
A partir de aquel momento, algo cambió en la vida de Baddo. Algo en ella quiso ser femenino, y algo en ella maduró. Advirtió el peligro al que había expuesto al poblado. Dejó de ir con tanta frecuencia a la casa de Fusco; cuando iba, ayudaba a Brigetia en las múltiples tareas de su complicado hogar. Fusco se sorprendió por el cambio, pero estaba contento al verla al lado de su esposa.
Los días comenzaron a crecer, Baddo pasó largas tardes con Mailoc. Las letras picudas le desvelaban sus secretos, Mailoc poseía mapas, a través de los cuales Baddo se acercó al mundo conocido. En el sur de la gran península de Hispania se situaba el reino de los godos; ella miraba allí y el tiempo transcurría con su mirada perdida hacia aquel lugar.
Muchas veces pensaba en el joven godo que la había intentado atrapar, recordaba que había dicho que era bonita. Ahora, con frecuencia, Baddo se contemplaba reflejada en el cauce del río o en la laguna junto a los monjes. Así, descubrió a alguien que dejaba de ser niña, alguien con el pelo ondulado y oscuro que escapaba de cualquier tocado y unos ojos negros que brillaban en el agua. No era muy alta, pero era fuerte, con fina cintura, las piernas largas y esbeltas; el torso firme y bien definido.
Se volvió más meditabunda, con frecuencia se situaba en la capilla de los monjes mirando al altar, donde una vela chispeaba en las sombras. Muchas veces pensaba en cuál, sería su destino. Ulge estaba más contenta con ella. Más a menudo, se reunía con Munia, con Tajere y con Liena a tejer y a realizar las tareas propias de una mujer.
En la fiesta de las hogueras habían esperado que los hombres se dirigiesen hacia ellas y las invitasen a bailar aquellas danzas en las que las parejas se entrecruzaban entre sí al son de las gaitas. Baddo bailó con Cosme, su antiguo compañero de luchas, que era torpe en el baile; se rieron mucho juntos. Munia danzaba con Nícer y en la cara de ambos brillaba la felicidad.
Se decía que en el próximo verano Liena contraería matrimonio con un hijo de un tío de Baddo llamado Mehiar, de nombre Damián. Ella estaba contenta.
Alguna noche, ya acostada, Baddo oía a su hermano conversando con los hombres de más prestigio en Ongar. Hablaban de las tribus de la montaña.
—No podemos con tantos enemigos… —decía Nícer—. Tenemos que atraernos de nuevo a los luggones…
—Son peligrosos… Hay algo maligno en ellos, recuerdan la más mínima ofensa, y no agradecen nunca lo que se ha hecho por ellos. Gracias a tu padre, Nícer, los luggones siguen existiendo como tribu independiente, y no han sido masacrados por los godos. Luchamos para salvarlos y ahora, ¿cómo nos lo devuelven? Robándonos ganado, pidiéndonos peaje por pasar por sus tierras, lanzándonos a los godos…
—Quizás exageras, Mehiar.
Mehiar, un hombre mayor cubierto de cicatrices, se enfadó.
—No exagero lo más mínimo, son crueles y mentirosos, no han abandonado el culto a Lug… continúan ofreciéndole víctimas humanas.
—Pero los necesitamos…
Era cierto, los de Ongar precisaban la ayuda de aquellos salvajes que constituían la frontera en el sur contra el reino godo. Nícer habló de nuevo:
—La única manera de conseguir un cierto acuerdo con los luggones y frenarlos un poco sería a través del senado. Cuando se abran los pasos deberíamos convocarlo.
—No se convoca desde los tiempos de tu padre —dijo Fusco.
—Por eso creo yo que ha llegado el momento de volvernos a reunir para diseñar una estrategia común, al menos frente a los godos y a los suevos; para intentar llegar a un pacto y limar asperezas.
—¿De verdad crees que con esos salvajes se pueden limar «asperezas»…? —terció Fusco, muy enfadado—. ¿Con los que nos roban las vacas…? Creo, Nícer, que eres un ingenuo.
—Mi padre llegó a un acuerdo con ellos…
Fusco pensó para sus adentros: «Tu padre poseía un prestigio que tú no tienes», pero no dijo nada aunque la expresión de su cara lo revelaba todo.
—Lo cierto es que hay un gran campamento godo al sur, en la meseta, no muy lejos de Amaya. Justo en el lugar en el que comienzan a elevarse las montañas; hace poco encontramos una partida de godos cerca de la entrada de la cascada. Ésos no iban de paseo sino que buscaban algo más.
—¿Y qué podemos ofertar a los luggones para unirnos a ellos?
—Quizá se podría concertar una política de matrimonios.
—¡Estás loco! No pretenderás casarte con una de las mujeres de los luggones.
Nícer calló muy serio y pensativo.
Fusco habló de nuevo.
—¿No pretenderás…?
—Sí.
—¿A tu hermana Baddo…? Es demasiado joven…
—No tanto, a su edad vuestras madres estaban ya casadas.
—Me parece un plan inicuo y descabellado…
—Yo también contraería matrimonio con una mujer de las suyas, ése será mi destino.
Al decir esto, la piel de Nícer, fina y blanca, se tornó rojiza.
Pero las palabras de Nícer fueron expresadas con demasiada ligereza. Muchos factores influyen en la vida de los hombres, muchos elementos que inciden en su destino. Algunos de ellos están lejos, muy lejos de donde causarán su efecto final.
Un enorme círculo de carros rodeaba las tiendas de los jefes godos; entre éstos y las tiendas, bultos de avituallamiento, forraje para animales y pabellones más amplios para la soldadesca. El fortín se levantaba en la planicie, al lado de un riachuelo, donde el ejército se surtía de agua. Más a lo lejos, en los picos rocosos, se derretía ya la nieve. La cordillera añadía una muralla más al reducto.
Recaredo regresaba confuso al acuartelamiento godo; aquélla era su primera salida, habían perdido un caballo y uno de sus hombres estaba malherido. Meditaba sobre lo acaecido mientras en su mente vibraba aún una mirada femenina rodeada de pestañas oscuras, una mirada brillante que atravesaba cualquier corazón colmándolo de luz; le parecía verla abrir y cerrar los ojos como una pequeña presa cogida en una trampa; sus labios, pequeños y rojos, los dientes blanquísimos, la nariz recta y fina, un tanto respingada. En fin, le parecía ver aún su pecho pequeño y firme moviéndose deprisa al ritmo de la respiración acelerada. Sin embargo, Recaredo había sido adiestrado para la guerra y no dejaba de hacerse algunas preguntas: por su aspecto y atuendo, la muchacha no parecía una simple labradora, disparaba bien el arco, uno de los caballos había muerto a causa de su certera puntería. Los que les habían atacado eran guerreros bien pertrechados, duchos en el arte de la guerra. Y aquel lugar entre rocas, agua y árboles, le parecía algo misterioso; habría que regresar a aquel bado e investigar, pudiera ser que no lejos de allí se encontrase la entrada del misterioso enclave de Ongar.
Oía tras de sí los cascos de los caballos sobre los que montaban los sayones
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y bucelarios de la casa baltinga. En el regreso no habían dejado de hablar preguntándose las mismas cuestiones que a él le intrigaban. Le habían embromado sobre la montañesa, contándole la leyenda de aquellas tierras sobre una hermosa mujer, Lamia, la devoradora de hombres. Él, que nunca se molestaba ante las bromas, se había sentido incómodo; por eso cabalgaba un tanto alejado del resto. «Si por lo menos Hermenegildo estuviese conmigo», pensó.
En aquella primera salida militar, Recaredo había confiado en ir con su hermano mayor, pero hacía más de dos meses que se habían separado y no sabía nada de él. Con Hermenegildo se había quedado Lesso, el criado de su madre; aquel que conocía las tierras cántabras y podría ser su guía. ¡Cómo le habría gustado contarles su aventura junto al río! Lesso, que conocía aquellas gentes, le hubiera podido dar alguna pista sobre el significado de aquella mujer, porque él nunca había oído hablar de guerreras cántabras.
Pocos meses atrás, cuando aún no había finalizado el invierno, salieron de la corte toledana. El aire frío les cortaba los rostros, pero la ilusión de una nueva campaña les animaba, se escuchaban cantos guerreros entre las escuadras. El camino hasta el norte era largo y Leovigildo decidió que las huestes marcharan cuanto antes para poder atacar a los cántabros en primavera.
En el patio del palacio cuadraron sus armas ante la reina Goswintha. Recaredo no pudo evitar un fuerte sentimiento de animadversión al ver a aquella mujer. Goswintha, una mujer ambiciosa a quien sólo le interesaba el poder, había aprovechado la reciente viudedad de su padre para volver al trono al que se apegaba como una sanguijuela a la piel; pero Recaredo sabía que no debía ofenderla y él era por naturaleza amable, poco dado a las trifulcas. Hermenegildo no era así, no era capaz de saludarla con normalidad, por eso no había acudido a la presentación de armas, sino que se había incorporado cuando la reina se había ido ya. Recaredo sabía que aquel desplante de su hermano mayor no iba a gustar al rey.
La formación del patio de armas del palacio se rompió y los hombres descendieron en grupos de dos o tres por las callejas de la ciudad de Toledo; al fin, se abrió ante ellos la planicie y el cortado que une la urbe con el río; más abajo, a través del puente romano, cruzaron el cauce. Las armaduras centelleaban bajo el sol del invierno reflejándose en las aguas oscuras del río, los caballos se dispusieron en filas de a tres; al frente los jinetes y más atrás la infantería. A Recaredo le había correspondido enarbolar el pendón; un poco más adelante cabalgaba Hermenegildo, con las insignias de tiufado
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seguro de sí mismo. Al verle de lejos, Recaredo se sintió protegido en aquella primera salida guerrera, los cabellos lisos y negros de su hermano asomaban por el casco.
A muchos les extrañaba el aspecto de Hermenegildo, muy delgado y alto, más alto que Recaredo, de cuerpo musculoso y flexible, con unos ojos azules casi transparentes rodeados de pestañas oscuras. Todos concordaban en que no se parecía a su padre sino a la bella dama que fue la primera esposa de Leovigildo.
Lesso cabalgaba un poco más atrás de Recaredo. Se metía con él y le llamaba el pequeño godo, el godín.
—Oye, godín, enderézate sobre el caballo y pon el estandarte más recto. ¡Tu postura no es muy marcial!
Sin enfadarse, Recaredo adoptó una actitud más castrense y levantó el estandarte. Lesso sonrió para sí, le gustaba aquel chico tan sereno y dócil. Algunas veces le parecía un enorme buey capaz de sacar adelante cualquier empresa. Es verdad que su favorito era Hermenegildo, pero Lesso tenía muchos motivos para ello.
Junto a Recaredo cabalgaban también Segga, Claudio y Wallamir; todos eran jóvenes de Emérita Augusta que conocían desde niños a los hijos de Leovigildo. Segga miró con desprecio a Lesso, no era capaz de entender cómo su amigo consentía tantas confianzas a un siervo siendo Recaredo el hijo del rey y descendiente de la estirpe baltinga. Así que acercó el caballo a su altura e increpándole le dijo:
—¡No permitas que ese criado te corrija en público!
Recaredo contestó.
—¡Va! No tiene importancia, es sólo una indicación, nada más. Más vale que te digan lo que piensan de ti…, ¿no crees?
—No lo sé, pero desde luego no con burlas y delante de las tropas.
Recaredo puso cara de circunstancias y se adelantó con su pendón, alejándose del criado y del amigo. Uno de los tiufados mayores le hizo una señal para que mantuviese sus posiciones y no perdiese el ritmo militar, así que debió regresar atrás.
La camaradería y el ambiente cordial se palpaba entre ellos. Se oyeron bromas procaces referentes a mujeres. Sin embargo, el hijo pequeño de Leovigildo no se unió a ellas. En el fondo de su alma latía un punto de tristeza. No era capaz de olvidar la muerte de su madre, una muerte extraña e imprevista en una mujer todavía joven. Recordaba con un deje de melancolía la hermosura de aquella dama que su padre ganó en las montañas cántabras.
De pronto, sonaron las trompas y los capitanes ordenaron marchar en fila de a cuatro; Recaredo cedió el pendón a otro soldado situándose en la misma fila que Wallamir, Segga y Claudio. Se adentraron en la calzada romana que avanzaba hacia el norte. El día transcurrió monótono, pero a Recaredo todo le parecía nuevo; en aquella primera salida no hubo lugar para el aburrimiento.
Cuando transcurrieron unas horas de marcha y ya estaban lejos de Toledo, la formación se relajó; entonces, Hermenegildo se acercó a su hermano indicándole que avanzase ligeramente. El resto permaneció un tanto más atrás.
Recaredo observó a Hermenegildo con sus ojos grandes de mirar bovino; posiblemente quería decirle algo importante cuando Hermenegildo había roto la posición.
—Hay novedades…
—¿Sí…?
—Esta noche he de dejaros porque debo ir a Emérita. El rey ha revisado el cupo de las tropas, le parecen insuficientes para la campaña que se avecina, quiere que se leven más soldados en la Lusitania. Ha ordenado a Braulio que reúna más gente; nos enfrentamos a un enemigo complejo que se esconde en las montañas. Necesitamos más hombres si queremos la victoria. Además, es posible que después ataquemos el reino suevo. Partiré hacia Emérita mañana.
—Siento que te vayas, pero quizás así podrás cumplir lo que nos pidió; bueno… ya sabes…
—¿La copa…?
—Sí, la copa al cuidado de Mássona…
—Fue una petición extraña y angustiosa, no la he olvidado; hablaré con Mássona, creo que madre nos ocultaba algo. Sí, es la oportunidad de recoger la copa y llevarla hacia el norte. Lesso se viene conmigo.