Al bajar la cuesta, Baddo giraba constantemente la cabeza hacia atrás. La mirada del godo quedó dentro de ella, una mirada tan amorosa, tan tierna y a la vez tan penetrante que la hacía temblar.
La lluvia comenzó a caer mezclada con nieve, hacía un frío muy intenso. Al cabo de poco tiempo dejó de llover y los copos de nieve se hicieron más gruesos. Los hijos del rey godo y Lesso se hallaban ya en un bosque trepando entre las rocas. Una fina capa blanca lo cubría todo al tiempo que la luz se multiplicaba por el resplandor de la nieve.
El ascenso se hizo más penoso y Recaredo resbaló al meter el pie en un hoyo. Al sacarlo, notó que le dolía el tobillo, Hermenegildo lo examinó y comprobó que no estaba roto. Llevaban ya varias horas entre la nieve y el ascenso se hacía más y más dificultoso, por lo que Lesso se vio obligado a parar.
—¡Debemos encontrar un refugio hasta que cese la nevada…! —les gritó.
—¿Dónde…?
—Hay una cabaña de leñadores un poco más hacia arriba… podemos refugiarnos allí hasta que cese la tormenta.
Los dos hermanos lo siguieron; para ir al refugio tenían que regresar sobre sus pasos. De nuevo se hallaban relativamente cerca de Ongar. Nevó toda la mañana y toda la tarde. Por la noche, la nieve se convirtió en hielo. Hacía un frío atroz, no querían encender fuego para no ser descubiertos. En las alforjas llevaban algo de pan, ya duro, y queso, con lo que pudieron calmar algo el hambre que les comenzaba a atenazar. Lesso decidió que pasarían otro día allí antes de recomenzar la marcha.
Por la noche, Recaredo le comunicó en voz baja a Hermenegildo:
—La he visto…
—¿A quién? —contestó el otro que estaba ya medio dormido.
—A la montañesa con la que luché, no es una alucinación ni una Jana. Es una mujer y existe…
Hermenegildo se dio cuenta de que su hermano enrojecía.
—No es para ti —le advirtió y, en aquel momento, pensó en Florentina—. Los hijos del rey godo debemos unirnos con quien nuestro padre ordene. No es para ti, olvídala, a no ser que sea una barragana—
A estas palabras, Recaredo se enfadó muchísimo:
—Estaba con los monjes, asistiendo al oficio divino, rezaba con gran devoción. ¡No es una barragana…!
—Pues si es una mujer decente, olvídate de ella…
Recaredo pensó para sí: «No pienso hacerlo», pero nunca solía oponerse a su hermano, quien las más de las veces solía tener razón.
Hermenegildo se durmió soñando con su madre y echando de menos el peso de la copa que había llevado a sus espaldas. Recaredo era incapaz de conciliar el sueño. Una y otra vez se le venía a la cabeza los ojos enormes y rodeados de unas pestañas largas y negras que sombreaban las mejillas, la boca pequeña con un labio inferior más gordezuelo, la cara ovalada, la esbelta figura de aquella que no sabía si iba a volver a ver. Fueron pasando las horas de la noche; Hermenegildo y Lesso dormían.
Recaredo salió de la cabaña, la luna había amanecido y multiplicaba su luz en la nieve; se abrigó con la capa y comenzó a descender con cuidado iluminado por la luz de la luna, saltando entre riscos. No estaban lejos del santuario de Ongar.
Pasó por delante de la cueva de Mailoc, y continuó bajando por la cuesta por la que se habían alejado las mujeres. Torció como ellas a la derecha y encontró el cenobio. Tocaban a maitines. La puerta estaba abierta; nada temían las hermanas en la seguridad del valle sagrado. Sin hacer ruido, pudo observarlas ocultándose en la entrada. Las mujeres, intentando entrar en calor, daban vueltas a un modesto patio con columnas que no llegaba a ser un claustro mientras musitaban una salmodia. Entre ellas, descubrió a Baddo. Muy despacio, sin hacer ruido, se escondió tras una columna cercana a la entrada; amanecía. Entonces, cuando Baddo pasaba cerca de él, la agarró de la mano y la arrastró fuera. Baddo hizo ademán de gritar, pero las palabras no llegaron a salir de su boca al ver a Recaredo, que le hacía gestos pidiéndole que no hiciese ruido. Ella se sobresaltó, pero algo le decía que no debía temer de aquel que había poblado sus sueños los últimos meses.
Se alejaron corriendo del cenobio, cuesta arriba, detrás de un roble cubierto por la nieve; hablaron:
—¿Quién eres…?
—Soy un soldado godo…
—Eso ya lo sé…
—Mi nombre es Recaredo…
—Eso también lo sé. Tus compañeros te llamaron así cuando luchamos junto al río. ¿Recuerdas? ¿Qué quieres de mí?
—Decirte que no te olvido…
—¿Y para eso te has sometido a semejante peligro…? Mi hermano te mataría si sabe que has llegado hasta aquí…
Al darse cuenta de la expresión asustada de Baddo al nombrar a su hermano, Recaredo le preguntó:
—¿Tu hermano…? ¿Quién es tu hermano?
—Mi hermano Nícer, príncipe de los cántabros desde la muerte de mi padre Aster…
Recaredo, inquieto, siguió interrogándola:
—¿Quién eres? ¿Cuál es tu nombre?
—Mi nombre es Baddo, soy hija del príncipe de los albiones y señor de estas montañas; él desapareció porque fue al sur buscando una copa y un hada. Le apresaron los godos. ¿Sabes algo de él?
—Murió ejecutado hace un año.
Al oír la noticia, Baddo comenzó a llorar, unas lágrimas incontenibles bajaron por sus mejillas. Recaredo pasó la mano por su cabello castaño como acariciándola. No sabía qué hacer al verla llorar, por eso le susurró quedamente:
—No llores.
Ella levantó sus ojos oscuros, en los que aún había lágrimas, y le contestó:
—En el fondo lo sospechaba. Le he pedido muchas veces al Dios de Mailoc que mi padre volviese. Mi padre no hubiera consentido lo que quiere Nícer para mí. Mi padre era sabio. Nícer me tiene aquí encerrada, por eso me he escapado en multitud de ocasiones. La primera fue cuando te vi junto al río. Quiere que me despose con algún caudillo cántabro, pero yo no quiero.
Recaredo se horrorizó ante el destino de Baddo y exclamó:
—¡No será así, vente conmigo!
Baddo se acobardó al verle tan joven, tan inexperto. Recaredo no tendría más de dieciséis años, ella acababa de cumplir quince. Pero, súbitamente, Baddo pensó que la oración de aquella mañana había sido escuchada. Se dio cuenta también de que no podía vivir encerrada allí, en aquel convento, levantándose al alba, aburrida en una rutina interminable.
Les rodeaba una naturaleza blanca, y ella vio los ojos de él, sonrientes y animosos. Baddo recordó las palabras de Nícer, que habían sido muy claras: el convento o un horrible jefe cántabro, pestilente y oliendo a alcohol, que la utilizaría como una vaca que le diese hijos. En cambio, junto a ella estaba la juventud y el amor. Era una locura, pero todo sería mejor que el convento.
—¡De acuerdo! —le dijo Baddo—. Iré adonde me lleves.
Él le agarró con fuerza de la mano, empujándola hacia arriba a la montaña. Hacía mucho frío, pero al principio ninguno de los dos lo sentía, por el calor de la subida y por otro ardor que ambos llevaban dentro. Sin embargo, al cabo de algún tiempo, Baddo comenzó a temblar. Recaredo se quitó su capa y la cubrió. Caminaron unas dos o tres horas. El sol estaba ya alto sobre las montañas cuando alcanzaron la cabaña de los leñadores.
Encontraron a Hermenegildo, alarmado, dando vueltas en torno al refugio y oteando a lo lejos. Lesso había salido a buscar al desaparecido.
Baddo, que iba detrás de Recaredo, escuchó cómo Hermenegildo le gritaba:
—¿Dónde te has metido? Estábamos muy preocupados por tu ausencia. ¿Dónde…?
Se detuvo, viendo aparecer a Baddo detrás de su hermano cubierta por la capa de él y, todavía más enfadado, le dijo:
—¡Estás completamente loco! ¿Cómo te has atrevido a traértela…? ¡Es una niña…!
—¡No soy una niña…! —repuso Baddo.
En aquel momento, atraído quizá por las voces, regresó Lesso.
Se detuvo al ver una mujer entre ellos y preguntó como reconociéndola:
—¿Baddo…?
—Se la ha traído mi hermano Recaredo.
—A la hija de Aster y Urna.., Dentro de menos de lo que te piensas tendremos aquí a todo el poblado de Ongar detrás de ella. No puede venir con nosotros… El camino es muy difícil… Está todo helado y frío. Debe volver…
Ella protestó:
—No. No quiero. Nunca volveré, mi hermano me ha encerrado en el convento de las monjas y me casará con algún horrible jefe cántabro. No lo haré.
Lesso la observó entre divertido y exasperado.
—Mira, niña… ¡No puedes venirte con nosotros! Tu padre no querría eso. Yo conocí a tu padre, fui su escudero y su amigo. No puedes venir al reino de los godos.
Ella se echó a llorar, con lo que Recaredo se enterneció nuevamente.
—Se vendrá con nosotros… Le he prometido que la protegería…
—¡De ninguna manera…! —protestó Lesso firmemente—. Yo la devolveré a Ongar. Vosotros debéis continuar el camino. Si me encuentran a mí no ocurrirá nada, yo soy uno de Ongar. Si os encuentran a vosotros, moriremos los tres.
Hermenegildo tomó del brazo a Recaredo, mientras que Lesso sujetó fuertemente a Baddo. Ambos se miraron a los ojos sin querer separarse, comprendieron que su corta escapada había llegado a su fin.
—¡Volveré a verte!
—¡Vendré a por ti! Conquistaré estas montañas y serás la reina de todo.
—Estáis locos —interrumpió Lesso, riéndose.
Le quitaron a Baddo la capa de Recaredo, sustituyéndola por la de Lesso, quien la arrastró como se hace con un niño pequeño que se ha portado mal. Ella se dejó llevar, desandando el camino que la había llevado hasta allí.
Hermenegildo discutió algún tiempo más con Recaredo antes de proseguir; finalmente, este último hubo de rendirse, era absurdo llevarse a la hermana del príncipe de los cántabros y pretender salir con vida de aquel lugar. Los hijos del rey godo reemprendieron el camino, en solitario, en un ambiente helador. Intentaron orientarse según las indicaciones que les había dado Lesso. Pronto se perdieron en una niebla que fue descendiendo lentamente sobre los árboles. El bosque bajo la bruma adoptaba formas fantasmagóricas. La niebla se convirtió en esa lluvia fina, típica del norte, que atraviesa las ropas. Caminaron varias horas y, al fin, comprobaron que habían hecho un recorrido circular, volviendo a sitios ya pisados por ellos.
Hermenegildo tuvo una idea, buscar un arroyo y seguir su curso. Aquello los llevaría a la parte más elevada de la cordillera y, desde algún alto, podrían orientarse mejor. Recordaron que un poco a la izquierda y arriba habían encontrado un pequeño río.
Subieron de nuevo buscando la corriente y al fin encontraron un riachuelo de cauce estrecho. Entonces comenzaron a ascender de nuevo por las márgenes. Tardaron varias horas en llegar a la parte más alta, desde donde se divisaban los valles de la cordillera de Vindión y, al frente, las montañas nevadas de las que no se podía ver su final, pues estaban cubiertas de niebla. Se miraron descorazonados: ¿hacia dónde tirar? Hermenegildo no hablaba, se daba cuenta de que si Lesso hubiese estado con ellos no se habrían perdido. Estaba tan irritado con Recaredo que le hubiera golpeado, pero enfadándose con su hermano no iba a conseguir nada; así que marchaba serio y decidido, sin hablarle. Recaredo oscilaba entre admitir lo insensato que había sido al traerse a Baddo y un sentimiento de felicidad al haber comprobado que, de algún modo, ella había pensado en él y no le rechazaba.
La vista desde la parte más alta de la montaña era muy hermosa, el sol se ocultaba hacia el oeste en la cordillera; roquedos inmensos de una altura inimaginable para ellos que habían sido moradores de la meseta, la nieve cubriendo los picos y gran parte del valle.
—Quizá podamos dirigirnos hacia el este y el sur. La meseta tiene que estar en dirección opuesta a la costa y creo que el mar está allí. —Hermenegildo señaló un punto entre las montañas.
Recaredo, algo avergonzado, afirmó con la cabeza y siguió las indicaciones de su hermano. De nuevo comenzaron a andar, ahora descendieron la montaña en la dirección que habían visto desde la cima. Al bajar tropezaron en multitud de ocasiones. El terreno resbaladizo por la última nevada no era propicio para correrías. Se iba haciendo de noche. En ese momento encontraron un camino. Pensaron que tenían que seguirlo en la dirección que habían divisado desde la cumbre. Por el camino avanzaban más deprisa, pero pronto se encontraron con un destacamento de soldados cántabros que volvían de hacer una guardia en las atalayas de la cordillera.
—¡Alto…!
Recaredo y Hermenegildo desenvainaron sus espadas; aquello quizás era lo peor que hubieran podido hacer. Los soldados tocaron una trompa, los hijos del rey godo se vieron rodeados por una multitud de enemigos y hubieron de rendirse.
Atados, los condujeron a la fortaleza de Ongar. Era de noche cuando penetraron en el castro iluminado por cientos de antorchas. Su ropa estaba deshecha por la larga caminata del día, heridos por los espinos y zarzales del camino, con golpes por la refriega con sus captores.
La noticia de que unos hombres godos habían entrado en Ongar se corrió rápidamente por todo el poblado.
Mientras tanto, Lesso condujo a Baddo al cenobio donde las hermanas ya habían dado la voz de alarma, avisando a Nícer. Lesso acompañó a Baddo hasta muy cerca del monasterio de las hermanas; después se fue, temía que Hermenegildo y Recaredo se hubiesen perdido. Se encaminó a casa de Fusco, su antiguo compañero de armas; quizás él podría ayudarle. Confiaba que nada malo les hubiese sucedido a los dos hermanos.
Nícer se hallaba ya en el convento cuando Baddo llegó, estaba muy enfadado:
—¿Dónde has estado?
—Me escapé… —lloró ella.
—No haces nada de lo que te ordeno.
Baddo gimió de nuevo.
—No aguanto más en el convento, por eso me he escapado. Permíteme volver a Ongar, haré lo que tú quieras…
De una esquina surgió Uma, la loca; se abalanzó hacia Baddo abrazándola y besándola repetidamente, mientras farfullaba un lenguaje ininteligible. De pronto, se volvió a Nícer y en una verborrea imparable se insolentó con él, golpeándole al final con la mano abierta.
—Veo que tu madre te echa de menos… y nosotros también. Puedes quedarte en la fortaleza, pero quiero que estés siempre con Munia. Ella, que es más sensata que tú, te vigilará.
Aquello era lo mejor que había oído Baddo de labios de su hermano en meses. No solamente no la sermoneaba sino que le permitía regresar a Ongar.
—Gracias, gracias… hermano.