Hijos de un rey godo (62 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: Hijos de un rey godo
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La ceguera ha supuesto un estigma atroz para aquel hombre débil y sensible; lo ha relegado a un mundo gris, en donde todo se ha vuelto borroso, en donde se orienta por los bultos que se mueven y en donde, sin embargo, ha sido capaz de defenderse y sobrevivir.

Jadean al llegar a la cumbre. Desde allí, Swinthila vislumbra el Sagrado Valle de Ongar, el mítico valle de los pueblos cántabros que muy pocos han sido capaces de hollar. Atardece. A lo lejos, el sol se desliza entre las montañas, encendiendo fuego en las nubes iridiscentes de un ocaso límpido y calmo. Desde lo alto, se divisan los espesos bosques del norte con castaños y robles, llenos de matojos que impiden el tránsito a los caminantes. Entre los árboles, los últimos rayos del sol iluminan un atardecer dorado; de frente, la cueva, y recostado en ella, el cenobio de Ongar.

—Creo que conoces al abad… —dice Liuva.

—¿Quién es…?

—Se llama Efrén, fue criado de nuestra madre, el hombre que me guió hasta aquí. Es sabio y prudente.

—Adalberto me habló de él.

—¿Adalberto…?

Al pronunciar aquel nombre, la expresión de Liuva de nuevo se dulcifica. Adalberto ha sido el hombre a quien Liuva amó en su juventud, el que un día le traicionó y el que, al fin, le había salvado.

—A él le encomendé la tarea de alejaros de la corte a Gelia y a ti. Me he recriminado a mí mismo, muchas veces, el haberlo hecho, pero si aquello no hubiese ocurrido, Witerico se hubiera ensañado con vosotros. Al tirano no le convenía que los hijos de Recaredo estuviesen vivos.

Swinthila, que no ha perdonado a su hermano el hecho de haberlo relegado de la corte a una vida de penuria, le contesta con una voz cargada de odio:

—¡Pero lo estamos y nos vengaremos…! ¡Recuperaremos lo que es nuestro…!

El hombre de la mano cortada apoya el palo que le sirve de bastón en el suelo y da un paso al frente, sintiéndose avergonzado por lo ocurrido años atrás, confundido por su propia debilidad.

Swinthila le pregunta:

—La copa…, ¿estará guardada por alguna tropa de soldados cántabros?

—No. Nadie guarda la copa. Aquí no se puede acceder sin el permiso del senado cántabro y los que llegan aquí nunca se atreverían a tocarla. La mejor defensa del valle son las montañas y los puestos de alarma que las guardan. ¡Ay de aquel que se atreva a mancillar el sagrado valle!

—¿Nadie protege la copa?

—La copa se protege a sí misma…

Liuva enmudece. Está preocupado. En él se debate la fidelidad a las tradiciones cántabras que ha vivido desde niño, con el deseo de reparar el daño que infligió a sus hermanos, cuando él era un rey joven, inexperto y engañado.

Al acercarse a Ongar, escuchan el ruido de la cascada cerca del cenobio, un son armonioso y constante. Liuva se deja guiar por aquel ruido. Alcanzan la puerta de madera de una edificación de proporciones no muy grandes, coronada por una tosca cruz de palo. El monasterio ha sido construido, apoyándose en la roca del cortado que forma su pared trasera; por delante, se levanta una edificación de piedra, insertada en la oquedad, con una puerta que se abre hacia la cueva y otra, más grande, ojival, hacia el valle. Allí moran diez o doce monjes. La mañana está mediada cuando los dos hermanos llegan al cenobio. Los monjes trabajan en el campo. Sólo uno de ellos guarda el convento. Liuva le pide que avise al abad. El monje, un muchacho apenas, sale corriendo hacia el lugar donde sus compañeros labran la tierra. Mientras tanto, Liuva se acerca al santuario, atraído por el resplandor de los hachones, que improntan una mancha borrosa en su retina. Swinthila inspecciona la ermita, otea el camino que asciende por detrás del monasterio. Prepara su huida. El abad Efrén no tarda mucho en llegar. No es joven, pero tampoco excesivamente anciano. Al encontrarse con él, Swinthila le reconoce como el criado que sirvió a su madre en Toledo, cuando él era un niño.

Al ver a Liuva, el abad sonríe con afecto; sin embargo, el ciego no se da cuenta de su presencia hasta que le habla con voz suave:

—Hermano…, ¿a qué debemos el honor de vuestra visita?

—Este hombre, que veis junto a mí, es Swinthila, es hijo de aquella a quien servisteis, mi madre, la reina Baddo.

El abad sonríe de nuevo, quizá recuerda al Swinthila de los tiempos, ya tan lejanos, en los que cruzó la meseta y vivió en el sur, en la corte de los godos.

—Hemos leído la carta de mi madre, aquella que, muchos años atrás, me entregasteis. La carta iba dirigida a mi hermano Swinthila. Sabemos todo lo que ocurrió en nuestra familia.

La expresión del monje se cubre de añoranza, él había vivido aquella época con angustia y dolor. Había asistido a la reina Baddo hasta el final, hasta su dolorosa ejecución a manos de los hombres de Witerico. Después, el camino del siervo Efrén se alejó de los centros de poder de la corte visigoda; pero, en el corazón del abad, perviven los recuerdos de una ya lejana juventud y la devoción que profesó a la que fue reina de los godos.

Swinthila, por su parte, no anda interesado en nostalgias del ayer, ni quiere recordar tiempos antiguos; sólo le interesa algo muy concreto: la venganza y alcanzar el trono; para lo que le es imprescindible la copa. El único motivo de su ida al santuario de Ongar es conseguir el cáliz sagrado, y lo hará, quieran o no sus guardianes.

—Hemos leído en ella la existencia de una copa… —dice.

Ante su altitud altanera, la sonrisa del abad se enfría.

—¡Queremos esa copa…! —estalla Swinthila.

Liuva, dándose cuenta de que aquél no es el modo de tratar al monje, intenta ser conciliador y, con voz blanda y suave, intenta persuadir alabad:

¡Amigo Efrén! La copa permitirá a mi hermano recuperar lo que es suyo. Debido a mis errores y pecados, el reino se perdió para mi familia. Tengo una obligación con los míos. Debéis entregarle la copa. Mi madre lo hubiera hecho así.

La cara de Efrén se torna adusta ante la petición de Liuva y, en su expresión, se descubre una cierta angustia. Como a muchos otros, la copa de poder le ha cautivado, Efrén se siente su guardián, sabe que de ella depende la paz de las montañas. No confiará la copa de poder a nadie y, mucho menos, a aquel guerrero engreído que se le enfrenta.

—La copa pertenece a los pueblos de las montañas cántabras, a los pueblos astures… Gracias a ella estamos unidos. Gracias a ella, hay paz. No puedo cederla a nadie, por muy justos que, aparentemente, sean vuestros derechos.

—La copa pertenece a los descendientes de la casa de los baltos y yo soy uno de ellos —afirma Liuva—, y Swinthila también. La necesitamos para recuperar lo que nos ha sido arrebatado.

—¡Quiero ver la copa…! —grita iracundo Swinthila.

El abad, desentendiéndose de sus pretensiones, le da la espalda con desprecio mientras concluye con firmeza:

—La podrás ver si asistes al oficio divino…

—No. La queremos ahora, no hay tiempo.

Swinthila, sin previo aviso, ataca al monje derribándolo por tierra. A sus gritos nadie acude, los otros monjes se encuentran lejos, en sus tareas agrícolas. Liuva no puede hacer nada; cuando el ciego intenta acercarse para ayudar al abad, Swinthila, con un empeñón, le derriba al suelo. Después, el godo clava la punta del cuchillo de monte sobre la garganta del abad Efrén, haciéndole entrar en el cenobio para que le conduzca hasta la copa. No le es difícil llegar hasta ella: el cáliz sagrado reposa sobre el altar, donde desde años atrás es venerado por los pobladores del valle. En aquel momento, la copa parece aguardarles, nadie se ha acercado a orar, las gentes trabajan en los campos, la ermita está sola. Swinthila la contempla, brevemente, con una mirada de avaricia y deseo. Sin más dilaciones, ata al monje dejándole en el suelo. Liuva grita fuera de la ermita, caído, sin poder ver lo que ocurre, suplicándole:

—No, no lo hagas. Así no… —le insta—, la copa no debe ser obtenida por la violencia.

—¡Te arrepentirás de lo que estás haciendo! —exclama el abad.

—Quizá… —responde Swinthila.

Después, se acerca a la copa. Al contemplarla, le embarga una emoción profunda: la copa de los baltos, el cáliz de poder, es un hermoso vaso de oro y piedras preciosas. La examina despacio, una copa de medio palmo de altura, labrada en oro, con incrustaciones de ámbar y coral. Mira hacia su interior: según la descripción de Baddo, el vaso sagrado es inconfundible, dentro de él se reflejan, en el fondo de ónice, imágenes del pasado o del futuro. De nuevo mira atentamente al cuenco interior. Entonces grita:

—¡Maldición…! ¡Me habéis engañado…! ¡Ésta no es la copa de poder!

Se acerca amenazador hacia el monje.

—¿Dónde está? ¿Dónde está la auténtica copa…?

—Es ésta. Nunca ha habido otra. Preside el altar, preside nuestros rezos. No hay otra. ¡No os la llevéis!

—No, no es ésta. El fondo debe ser de ónice y no dorado.

—La copa celta siempre ha sido así. Es la copa que nos envió el rey Recaredo, la que hemos custodiado. Os lo juro.

Al fin comprende que aquel hombre les dice la verdad. Entonces se dirige hacia Liuva con indignación:

—¡Tú me has engañado!

—¡No…! Yo no veo… Nunca he visto la copa sagrada. Solo sé que nuestro padre la envió a los monjes años atrás cuando yo era aún un niño. Cuando fue coronado rey, tras el concilio de Toledo. Ésta es la copa dorada, en ella va el poder.

—¡Falta la copa de ónice…!

—¡Quizá nunca ha llegado aquí…!

Swinthila, furioso, agarra a su hermano por el cuello; pero al escuchar las voces de los monjes y de los lugareños que vuelven del campo, el general godo se guarda la copa en una faltriquera que pende al cinto; en cuanto la ha ocultado, sale raudo de la cueva de Ongar.

Liuva grita:

—Si te llevas la copa violentamente, me matarán por haberte conducido a Ongar. No puedes robar el tesoro de los celtas.

—¿Qué pensabas…? ¿Que nos la iban a ceder con súplicas? Sólo los fuertes conducen su destino… Los débiles deben quedar atrás…

Swinthila empuja a Liuva hacia la cuesta que los ha conducido previamente al monasterio obligando a su hermano a caminar delante de él. Piensa que podrá utilizarlo en su huida.

Al cabo de poco tiempo, el eco de los valles transmite los gritos de los monjes, que han encontrado al abad y piden auxilio. El general godo acelera el paso, pronto una cuadrilla de lugareños estará tras él. Liuva no puede seguirle, por lo que, de un empujón, le precipita hacia el barranco donde cae golpeándose en la cara e hiriéndose con las zarzas. Al proseguir la marcha, Swinthila hace que unas piedras se despeñen por el camino, deteniendo brevemente a los perseguidores. A pesar de los obstáculos, éstos continúan avanzando y pocos metros más adelante encuentran a Liuva, tendido en el borde del camino. Le rodean amenazadores:

—¿Dónde está…? La copa, ¿dónde está?

—No, no la tengo…

Le registran y no encuentran nada. Unos cuantos se detienen a sujetar a Liuva, le atan las manos y le llevan preso. El resto sale en persecución de Swinthila. Han perdido un tiempo precioso, que el godo aprovecha para escapar impune.

Comienza a llover. Swinthila ha llegado a lo alto de la montaña; a un lugar donde la vegetación escasea y el terreno se torna pétreo. Los perseguidores, mucho más atrás, se escurren en el terreno embarrado que se ha vuelto resbaladizo por el agua de lluvia. Swinthila alcanza la cima y, por un segundo, retorna su pensamiento hacia Liuva, que será castigado por haber conducido a un enemigo a Ongar. Pero al godo no le importa Liuva, a quien considera un ser inferior. Ha sido por culpa de su hermano, a causa de sus errores, por lo que se ha perdido la corona para su familia. ¡Que pague por ello! Sólo necesitaba a Liuva para recuperar la copa; lo que después le ocurra no tiene ninguna importancia para él.

Desde lo alto de la montaña, Swinthila intenta orientarse. Ahora, en el momento necesario, ha dejado de llover, las nubes se elevan lejos de la tierra. El día, a pesar de las nubes, es sorprendentemente despejado y claro, como si la lluvia hubiese lavado el paisaje, el ambiente se ha vuelto transparente. Al norte, puede vislumbrar la costa cántabra, abajo Ongar y, más allá, en el interior, los lagos de Enol y Ercina. Decide encaminarse hacia el mar. Conoce bien que Sisebuto había enviado a la armada visigoda contra los roccones. Algunos de los marinos godos que han servido con él tiempo atrás en la campaña contra los bizantinos es posible que le ayuden. En cambio, detrás de la cordillera de Vindión, al sur, le aguarda el campamento godo y, al frente de él, su viejo enemigo Sisenando. Si regresa al campamento, le acusarán de deserción. No puede volver hacia el acantonamiento visigodo, debe dirigirse hacia la costa. Le parece que este camino puede estar libre, sólo hay un obstáculo: los hombres de Ongar denunciarán el robo de la copa ante el duque Pedro de Cantabria. Es él la única persona a la que Swinthila verdaderamente teme. Nícer se sentirá engañado, posiblemente nunca habría supuesto que haber ayudado al hijo de Recaredo iba a conducirle a perder el más valioso tesoro de los cántabros: la copa de Ongar. Nícer, que controla bien su área de mando y a los astures, en cuanto sepa lo ocurrido con la copa, cerrará los pasos de las montañas. Por ello, Swinthila debe darse prisa en llegar a la costa antes de que aquello acontezca.

Se va haciendo noche cerrada.

A lo lejos, divisa la luz de una cabaña de leñadores y se dirige hacia allí. Los rústicos se asustan cuando entra un hombre de gran tamaño, empuñando una espada. Ante su actitud altanera, se ven obligados a admitirle en el estrecho cuchitril, donde moran dos familias con varios niños y los abuelos. Dentro de la cabaña, todo huele a humo porque el hogar no tira bien. Puede calentarse y secarse la ropa. Le dan de lo poco que tienen: leche de oveja y pan oscuro, que engulle vorazmente. No ha comido nada desde aquella mañana cuando, de madrugada, salió en busca de Liuva.

A pesar de su natural temor, los que le han acogido se retiran finalmente a descansar. El más anciano continúa mirándole con prevención largo tiempo, pero, al final, Swinthila escucha sus ronquidos rítmicos, e intenta también descansar. Sin embargo, a pesar de estar extenuado, no consigue dormirse; la copa, oculta en una faltriquera junto al pecho, se le clava en las costillas y le impide conciliar el sueño. Entonces la saca. Ahora puede contemplarla. La examina detenidamente junto a las llamas del hogar. Aprecia lo hermosa que es, brillando dorada y ámbar contra el fuego con sus incrustaciones de coral. Todo se ajusta a las palabras de la reina Baddo, pero falta la copa de ónice. Recuerda los mensajes de advertencia sobre los riesgos que albergan las dos partes unidas. Sin embargo, el poder de mando sobre los hombres lo alberga la copa de oro. La otra, la de ónice, conduce a la sabiduría. Algún día buscará la sabiduría, pero ahora le basta conseguir el dominio sobre sus semejantes.

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